PREFACIO DEL AUTOR
Con suprema facilidad me acuerdo de la ocurrencia en que tuvo su origen La edad ingrata, mas una reciente relectura me exige un momento de reflexión antes de consignarla. Esta composición, tal como quedó, constituye, a mi modo de ver —y tal vez lo habrá hecho aún más al de sus lectores—, una masa tan desaforada en comparación con la semilla enterrada en ella y acaso todavía discernible, que me siento cuasimovido a dejar irrevelado mi pequeño secreto. No voy a ser capaz de hallar, creo, en el curso de estos copiosos comentarios[1], ningún ejemplo mejor, y ninguno a cuenta del cual me aventuraré a solicitar mayor atención, de la absolutamente imprevisible tendencia de un simple grano de tema a expandirse y desarrollarse y acaparar la tierra labrantía cuando por un acaso se ve favorecido por una serie de circunstancias propicias. Queda dicho todo, sin duda, si declaro que esta obra fue planeada, con entera buena fe, como dotada de un carácter breve, etéreo, sencillo, festivo, en definitiva, y de una indolente jocundidad. Yo había invocado, a modo de protección, el espíritu de la comedia más ligera, mas La edad ingrata iba a terminar encuadrándose en un grupo de producciones, aquí relanzadas, que tienen en común, a ojos de su autor, el entrañable marchamo de que en todos los casos se empecinaron en una imprevista determinación de agrandarse. Habían sido proyectadas como obras cortas, y sin embargo finalmente hubieron de ser trabajadas hasta quedar como relativos mamotretos. Tal es el calificativo que yo les aplico, si bien quizá me sentiría herido de verlo aplicado por cualquier otro crítico… sobre todo en el caso de la creación que ante nosotros tenemos, cuya cuidadosa medida he podido volver a tomar recientemente. El resultado de esta valoración ha sido en primer lugar volver otra vez agudo para mí el interés de todo el proceso aquí ejemplificado, y en segundo emplazarme en unas relaciones inesperadamente cordiales con la propia novela. Al rastrear mi bibliografía no encuentro ninguna otra obra cuyo «historial» abarque un mayor número de hechos instructivos… o por lo menos de hechos ante los cuales se vean tan fecundadas las facultades reflexivas. Las obras terminadas y puestas en circulación tienen siempre, aun en el mejor de los casos, para el artesano ambicioso, la costumbre de parecer muertas cuando no enterradas, por lo cual éste casi se estremece de arrobamiento cuando, durante una ansiosa revisión, reaparecen signos de actividad vital. A ciencia cierta es por haber advertido dichos signos en un aspecto entero de La edad ingrata por lo que la motejo toda, aunque con la mayor ternura del mundo, como un mamotreto… lo cual no es sino mi modo de constatar la cantidad de acabado que se oculta dentro de ella. Ya que hablo tan sin tapujos, siempre que hace falta, acerca del valor de una regla de composición integral, no me andaré por las ramas a la hora de reclamar para estas páginas el máximo de semejante mérito. Si en esta cuestión es posible tamaña proeza como la constituye el extraer realmente de una aventura propia una lección, creo que esta vez no he dejado de lograrla; y debo decir que me siento apremiado a dejar mucho mayor constancia del obtenido provecho de lo que puedo esperar plasmar aquí solventemente. De esta guisa es como, todavía con un remanente de pundonor, o por lo menos de cordura, quien esto escribe puede volcarse en complacencias, puede regocijarse con orgullo. Arriesguémonos a que mi orgullo suscite miradas ceñudas mientras yo no lo haya justificado satisfactoriamente; lo cual —aun cuando hay más asuntos que piden ser constatados aquí de lo que el espacio disponible permite— paso a hacer ahora mismo.
Y, sin embargo, primero debo arrostrar gallardamente mi turbación, no cabe duda, y presentar en su originaria humildad mi semilla chiquita pero matona. Esta semilla brotó de ese vasto criadero de insinuaciones penetrantes e imágenes concretas que se denomina, en aras de la brevedad, Londres; incluso pertenecía a la categoría de los pequeños «fenómenos sociales» de que, como frutos para el observador, rebosa este el más imponente de los árboles de la sugerencia. Indubitablemente no era un exquisito melocotón púrpura, pero sí podía pasar por una rotunda ciruela en sazón, la percepción que inevitablemente servidor había tenido de la tribulación surgida en ciertas mansiones amistosas y para ciertas madres prósperas ante el a veces temido, a menudo demorado, pero nunca plenamente impedido acceso a primera línea de alguna borrosa hija llegada a la edad de merecer. Para que las amables revoluciones semejantes a ésta no siguieran siendo, en la imaginación propia, amables, uno no tenía más remedio que ser, a buen seguro, infinitamente adicto a «percibir»; bajo la égida de este vicio secreto o de este aprovechamiento deshonesto, en cualquier caso, fácilmente podía concebirse como un drama el «poder sentarse en el salón», a partir de una fecha determinada, de una inmisericorde joven virginal anteriormente confinada en el piso superior. Semejante drama, y la conciencia del mismo en los personajes más directamente involucrados, debe ser reconocido valerosamente como la primigenia fuerza motriz de La edad ingrata. Un conflicto de ese tipo podía constituir una base insuficiente para un «libro gordo», y de hecho, en los inicios, yo no había soñado con ningún libro gordo, sino tan sólo con uno cautivadoramente flaquito. Para la escala prevista aquel pequeño argumento parecía afortunado (afortunado, es decir, sobre todo por haber llegado a mis manos de manera asaz directa); pero es que la escala prevista estaba comprendida dentro de los límites de un pequeño lienzo cuadrado. Una y otra vez servidor había presenciado la situación a que hago alusión (que es a lo que me refiero con eso de la manera «asaz directa» en que había llegado a mis manos aquella peculiar impresión londinense); y, aun así, servidor fue capaz —por culpa de falibilidades que al fin y al cabo no están desprovistas de encanto, hasta el punto de que en general uno preferiría conservarlas antes que deshacerse de ellas— de una medición tan consumadamente errónea. De hecho, cuando pienso en aquellas de mis muchas mediciones erróneas que han dado como resultado, tras numerosas angustias, bonitas simetrías, considero que todo este asunto, decididamente, es una buena materia para los filósofos. Los pequeños argumentos que uno nunca habría tratado salvo bajo la determinación de mantenerlos pequeños, las situaciones acrecidas que uno nunca habría tomado a su cargo con premeditación y alevosía, las historias largas que se habían propuesto firmemente ser breves, los temas breves que habían conspirado solapadamente para ser largos, la hipocresía de comienzos humildes, el descaro de centros desplazados, la victoria de intenciones nunca albergadas… de estas chapuzas, cuando me entrego a una retrospección, veo que está empedrada mi experiencia: una experiencia a la cual no le falta nada excepto, lo confieso, una competente asimilación de su moraleja final.
Seguramente esa moraleja proporcionaría, de ser eficiente, algún método para la identificación, el cálculo anticipado, de los precisos límites y la precisa extensión de un argumento, cualquier argumento, atractivo y que no obstante, en virtud de las probables, las orientadoras reglas de los argumentos, debe tener sus trampas no menos que sus riquezas. El narrador se fija en un argumento porque le parece rico, y se dedica a él, a menudo, justamente porque asimismo discierne, o eso cree él, dónde se desvanece a efectos prácticos dicha riqueza. Sin ir más lejos, parecía tan limitada como esplendente la riqueza de la anécdota que hace un momento he consignado: la anécdota de las restricciones que debe autoimponerse —a causa de una presencia nueva, ingenua y nada avezada— un círculo de amigos acostumbrados a charlar de un modo libérrimo, un círculo al cual jamás se le había presentado la necesidad de someterse a tales limitaciones a ese respecto; y si estas páginas no estuvieran ante nosotros para dar fe de mi espejismo, yo nunca le habría concedido a semejante anécdota mayores posibilidades. Estas mismas páginas me amonestan —aunque sea en un centenar de maneras apasionantes— y me recalcan encarecidamente esa verdad consistente en la futilidad de un examen apriorístico de las posibilidades de una idée-mère. Lo cierto es que las posibilidades de cualquier ocurrencia feliz dependen inmensamente de los vaivenes de la mente capaz de darla a luz y del hecho de que el leal propietario de ésta, que cultiva cuidadosamente las posibles relaciones y expansiones de la ocurrencia, la brillante florescencia latente en la misma, pero que asimismo ha de prestar una debida atención a otras cosas, está totalmente a merced de su propia mente. Ese órgano no tiene sino que exhalar, hasta donde se halla a su alcance, una vigorizante brisa tropical para crear complicaciones sin cuento. La celada tendida contra la aparente ventaja de un narrador en posesión de un tema estriba en que, aun cuando las relaciones de una figura humana o un hecho social son lo que vuelve interesantes tales entes, asimismo los vuelven, en la misma medida, difíciles de aislar, de delimitar por una gruesa línea negra, de enmarcar en el rectángulo, el círculo, el encantador óvalo, que contribuye a que cualquier disposición de objetos se constituya en un cuadro. El narrador sólo tiene que haber sido condenado por la naturaleza a poseer una concepción de las relaciones generosamente fascinada y seducida, abundosamente compleja, y una refinada conciencia de las mismas inquisitiva y especulativa, para verse por momentos extraviado en una enmarañada y sofocante selva. Ésos son los momentos en que recuerda pesaroso que el gran mérito de tal o cual pequeña anécdota, el mérito que le aconsejó apropiársela para trabajarla, había sido precisamente la pequeñez.
Sin más dilaciones puedo decir que ésa me había parecido, en la primera agitación identificatoria, la seductora cualidad de la bonita idea de un «círculo libérrimo» condicionado, de sopetón, por una mente ingenua y un par de límpidos ojos escrutadores que han de ser tomados en cuenta. La mitad del atractivo residía en la rabiosa actualidad del tema: repetidamente, a diestra y siniestra, como ya he dicho, servidor había visto erigirse un drama así, y siempre con el resultado de ofrecerle a la atención curiosa una de esas interrogantes que son la esencia misma del dramatismo: ¿qué ocurrirá, quién saldrá perdiendo, quién saldrá ganando, qué rumbo tomará la coyuntura, a qué encrucijada se llegará, qué salida se encontrará? Naturalmente tenía que estar, como cimiento, el círculo libérrimo, pero éste era un material de esa admirable índole con que el buen Londres nunca deja de obsequiar a sus fieles amantes y acólitos. Quien esto escribe podía contar con los dedos de una mano (y le habrían sobrado dedos) las generosas chimeneas cerca de cuyo amplio resplandor, en una relativa penumbra, rondaba y atendía sin mayor problema la adolescencia femenina. El amplio resplandor era animado, era propicio a charlas «sustanciosas», al intercambio de pareceres y experiencias, a un abierto interés por los hechos de la vida, a una debida manifestación de tal interés por parte de personas capacitadas para sentirlo: todo lo cual significaba franqueza y confidencialidad, la perfección, casi, por así decirlo, de la comunicación, y un tono lo más alejado posible del de la inocencia y el candor… incluso lo más alejado posible, no cabe duda, en su rompedora «modernidad», del de las supuestamente audaces escenas de conversación de veinte años atrás. El encanto estaba, junto con un centenar de otras cosas, en la libertad de tono: una libertad amenazada por la inevitable irrupción de la mente ingenua; de ahí que, si la libertad iba a ser sacrificada, ¿qué iba a pasar con el encanto? Ese encanto podía imaginarse como muy querido para los miembros del círculo que contribuían a él conscientemente, mas no por ello dejaba de ser obvio que habría que hacer algún sacrificio en uno u otro sentido, y ¿qué meditador digno de tal nombre podía evitar contener la respiración mientras permanecía a la espera del desarrollo de los acontecimientos? La mente ingenua podía, cierto es, ser suprimida por completo, y el disgusto colectivo evitado gracias a alguna sibilina maniobra diplomática o alguna brusca interdicción tajante; y sin embargo éstos eran procedimientos feos, y en los ejemplos que tuvieron lugar ante los ojos propios no había habido atisbo de nada feo, nada brutal o crudo. Una muchacha podía ser expeditivamente casada el día siguiente a su irrupción, o mejor aún el día anterior, para alejarla de la esfera del intercambio de pareceres y experiencias; mas éstas no eran exactamente crudezas, e incluso en esos casos, poniéndonos en lo peor, siempre había que afrontar un intervalo. La edad ingrata es precisamente un análisis de uno de esos abreviados o dilatados periodos de tensión y aprensión, una crónica de la manera como en un caso particular es enfrentada la deplorada interferencia sobre veteranas libertades.
Una vez más hago notar que yo no había dejado de ver esa interferencia como enfrentada activa y relatablemente… tras (lo admito) una buena dosis de grato suspense; y asimismo con la naturaleza y el grado de aquel «sacrificio» confiados casi por entero a la facultad apreciativa propia. En los círculos pulcramente educados las cosas grandes, las cosas auténticas, las cosas duras, crueles o incluso tiernas, los verdaderos ingredientes de cualquier tensión y los verdaderos hechos de cualquier crisis, siempre deben, para uso del ajeno, del valorador, ser traducidos a palabras… palabras en cuyo distinguido nombre, palabras para cuyo certero empleo, se me había antojado irresistiblemente idónea más de una situación de la índole que aquí describo. De hecho, por momentos habían parecido no tener fin las insinuaciones que tales situaciones desprendían, las sugerencias que brindaban: una de las cuales alcanzó particularmente la máxima intensidad. Iluminando vívidamente ante quien esto escribe el perfecto sistema con que es manejada la edad del pavo en la mayoría de las demás sociedades europeas, dicha sugerencia puso nuevamente de relieve la inveterada costumbre inglesa de las componendas tan bienintencionadas en los propósitos como inoperantes en los resultados. Es notorio que vivimos, tal como supongo que lo hacen todas las eras, en una «época de transición»; pero, aun así, de los franceses por ejemplo puede decirse, lo doy por sentado, que su esquema social está absolutamente pertrechado contra las situaciones embarazosas. Dicho en otros términos: según tal esquema, resultaría tan infinitamente embarazoso, embarazoso más allá de cualquier disimulo, siquiera concebir que las incipientes jovencitas estuvieran presentes durante las charlas «sustanciosas», que su presencia no es, al menos teóricamente, tolerada hasta que su adolescencia haya sido prestamente corregida por el matrimonio… en cuyo caso automáticamente cesan de ser simples adolescentes. Cuanto más sustanciosa es la charla que se practica en cualquier círculo, tanto más organizado, tanto más completo, en consecuencia, es el dispositivo de prevención y exclusión. La charla —entendiendo esta palabra en su sentido más amplio— y la decorosa inexperiencia son vistas como incompatibles; y a un pueblo lógico nunca se le ha pasado por la cabeza que el interés de los más, de los mayores, haya de ser sacrificado al interés de los menos, de los menores. Tales sacrificios le parecen gratuitos y monstruosos, sobre todo crueles respecto de la inteligencia social; y asimismo perfectamente evitables mediante sabias disposiciones. Al observador de las costumbres inglesas, por el contrario, nada se le hace más patente que la muy parva frecuencia con que se ha recurrido jamás a disposiciones sabias, en el sentido francés de una economía científica: un hecho que de veras explica satisfactoriamente lo llamativo de la incoherencia, la heterogeneidad, la descontrolada multiplicidad de las costumbres inglesas. Los franceses, de un modo cabalmente analítico, han ideado un centenar de diversos recursos, aplicables a un centenar de diversos casos, mientras que el intelecto inglés, menos intensamente activo, nunca ha ideado más que uno: el grandioso recurso, aplicado a todo caso, hay que decirlo con franqueza, de sencillamente ser inglés. Dado que por necesidad, empero, la práctica es siempre algo menos riguroso que la teoría, en el mundo londinense no ha sido factible ninguna aplicación de dicho exquisito decoro sin incurrir en mil desviaciones respecto del estricto ideal.
La teoría norteamericana, si puedo «darle vela en este entierro», consistiría, creo, en que la charla nunca debe ser más «sustanciosa» de lo que hayan sido formadas para asimilarla las adolescentes presentes de hecho o en potencia. Ese sistema tiene tan poco que ver con las componendas como el sistema francés: es meridianamente sencillo, y lo singular de su éxito resplandece en cualquier crónica de nuestras condiciones de interrelación… tomando siempre como premisa nuestra suposición «primaria» de que las adolescentes leen los periódicos. La teoría inglesa puede ser en sí misma casi igual de sencilla, pero han regido su aplicación fuerzas distintas y mucho más complejas; pues en inmensa medida la sustanciosidad de la charla depende de los temas sobre los cuales charlar. En Londres, me da la impresión, hay más temas que en ninguna otra parte del mundo; y aquí reside la fascinación de la dramática lucha reflejada en mi libro: la lucha para, de algún modo, limar con urbanidad las posibles aristas de un fácil caso ideal que a la hora de la verdad está todo el rato complicándose y descomponiéndose en difíciles casos reales. Por supuesto el círculo que rodea a la señora Brookenham, en mis páginas, no es sino un caso real, incluso podría decirse «peculiar»… y sus más bien infructuosos esfuerzos (siendo precisamente parte esencial de mi relato la infructuosidad, la crasa impericia) están orientados a salvaguardar la audacia de esta última característica. Dicho círculo ha aflorado dentro de un orden social donde no han sido oficialmente fomentadas las apreciaciones personales de qué es o no decoroso, pese a que, como es natural, con harta frecuencia semejantes apreciaciones han brotado de una manera bastante brusca y violenta e insolente más bien que soterrada; conque tal como están las cosas, para bien o para mal, la retardada aunque finalmente efectiva incorporación de Nanda implica virtualmente el abandono de Nanda a la intemperie. Implica esto, es decir, y muchas cosas más (las implica para la propia Nanda y, con variada intensidad, para los demás involucrados en el drama); pero lo que especialmente implica, sin duda, es el fracaso de las disposiciones tortuosas y la mismísima moraleja, agudamente obvia, de cuáles son los frutos de las componendas. Son las componendas lo que ha permitido que Nanda llegue a quedar en entredicho y lo que ha condenado la libertad de su círculo a ser autoconsciente, contrita y en conjunto mucho más modosa que audaz… pero mientras que el consiguiente alboroto, si la palabra no resulta en exceso desproporcionada, significaría un gran inconveniente en la vida real, me veo sintiendo que significa una enorme ventaja, una ventaja mucho mayor de lo que lo sería en cualquier escenario «extranjero», a la hora de realizar una pintura de la vida. Aparte lo cual, toléreseme agregar que aquí prestamente encontramos un insuperable ejemplo del modo en que las difusas, las acechantes posibilidades de un tema aparentemente simple, siempre a la espera de una oportunidad de concretarse y manifestarse, pueden mandar a paseo toda simplicidad mediante la sencilla resolución de aferrarse a su oportunidad. La pequeña circunstancia de la pobre Nanda, y la de su madre, y la del señor Longdon y Vanderbank y Mitchy, por no hablar de la de los demás, no tienen sino que recibir una luz despedida desde el lado opuesto del Canal de la Mancha para duplicar de inmediato sus conjuros sobre la imaginación. (Estoy considerando todas estas cuestiones, apenas necesito decirlo, exclusivamente en tanto en cuanto conciernen a esa facultad. El novelista no tiene absolutamente nada que hacer con una relación con su material que no sea imaginativa).
Además se produjo nada menos que el hecho de que mi propio material aquí presente iba a beneficiarse de un modo inhabitual gracias a esta expansión de la perspectiva. Mi proyecto debía ser tratado con ironía ligera (sería ligero e irónico o no sería nada); así que me pregunté, como es lógico, cuál era la forma menos solemne que podía dársele de entre las formas consagradas y reconocidas. Y en un abrir y cerrar de ojos el asunto se planteó así: ¿qué forma tan reconocida, tan consagrada entre los lectores despiertos, como aquella en que embute la mayoría de sus análisis sociales la ingeniosa e inagotable, la encantadora y filosófica «Gyp»[2]? Desde hace mucho tiempo Gyp me parece la maestra, en su levedad, de una de las formas más felices… la única objeción a mi uso de la cual, procedía de una cierta insólita ceguera por parte del lector anglosajón. Servidor había catalogado a dicho lector como obcecado e incoherente en lo relativo a la deglución de «diálogo»: servidor había observado al «consumidor de ficciones» consumir diálogo, en ciertas ocasiones, a la misma escala y con la misma fruición propias de la consumición de pan con mermelada durante una infantil fiesta escolar, consumirlo aun en el teatro, en la medida en que nuestro teatro se digna dispensarlo, y al mismo tiempo rechazarlo de modo parejamente flagrante cuando el diálogo se le sirve, por así decirlo, au naturel. Uno había visto buenas y sólidas rebanadas de ficción, bien untadas —según uno había podido apreciar sin duda ninguna— con esta la más suave de las lubrificaciones, deploradas por los editores a causa de no haber sido, desde el punto de vista de las tragaderas populares tal como las conciben ellos, preparadas de una manera lo suficientemente «melosa». «¡“Diálogo”, siempre “diálogo”! —me había parecido desde largo tiempo atrás oírlos exclamar con harta frecuencia—. Nunca llegaremos a tener demasiado de él, nunca llegaremos a tener bastante de él; y ningún exceso de él, personificado en no importa qué insípida dilución o qué desmembrada dispersión, jamás ha principiado siquiera a perjudicar comercialmente a un libro tantísimo como aun la más mínima tentativa de lograr una forma y una sustancia literarias». Esta clarividencia siempre había estado presente en los oídos propios; pero al mismo tiempo había estado igualmente presente ante los ojos propios el hecho de que entre nosotros el diálogo realmente expresivo, un diálogo orgánico y dramático, que hable por sí solo, que encame y abarque la sustancia y la forma literarias, se considera una cosa espantable y aborrecible, a la cual no hay que acercarse en modo alguno. Una comedia o una tragedia pueden permanecer en cartel un millar de noches sin incitar a siquiera veinte londinenses o neoyorquinos a anhelar esa lectura de su texto impreso que en París es tan anhelada, no bien una obra teatral comienza a destacar mínimamente, que el número de ejemplares editados del texto termina sobrepasando considerablemente el número de representaciones sobre el escenario. Pero así como nuestro público, por muy entusiasmado que esté por el teatro, rehúsa cualquier tipo de relación con el texto impreso —aun cuando esto, a menos que recurramos a la hipótesis del cinismo, sólo puede deberse a la endeblez que, si se la imprimiera, la obra teatral mostraría—, parejo horror parece suscitarse ante cualquier aproximación tipográfica al repudiado texto impreso de una obra teatral o ante cualquier solapado alegato en favor de dicha aproximación. Lo más chocante estriba en el carácter casi exclusivamente tipográfico de la ofensa. Una Gyp inglesa o norteamericana ofendería tipográficamente, y eso equivaldría a su fin. Ahí se ensombrecía la advertencia, al igual que resplandecía el desafío, en lo relativo a la lección de esta deliciosa escritora. Yo podría emularla, ya que eso era lo que osadamente pretendía, mas el vilipendio me aguardaba si, proponiéndome tratar las diversas facetas de mi tema en la más absolutamente estatuida de las formas dialogadas, yo evocara la figura y afirmara la presencia de mis personajes poniendo repetidamente delante su nombre en mayúsculas en vez de poniendo repetidamente detrás un «—dijo él» o «—dijo ella». Lo único que el espacio disponible me permite constatar aquí —por mucho que la graciosa circunstancia a que estoy refiriéndome parezca invitarnos a danzar en tomo a ella cogidos de la mano— es que en todo caso yo estaba debidamente advertido, que adopté mis medidas en consecuencia, y que al reexaminar el libro ha revivido para mí mágica y cautivadoramente el modo como las adopté.
Pero el hecho de que yo emulara, decidida y seriamente —¡oh cuán seriamente!—, la levedad de Gyp y, merced al mismo criterio, la del más robusto de los frutos de la escuela de Gyp, Monsieur Henri Lavedan[3], es un aspecto del historial de La edad ingrata para consignar el cual he necesitado obviamente hacer acopio de coraje. Para mí es bastante vivida la expresión facial de cualquiera de aun los más amables críticos, inclusive, movido a declarar que jamás en la vida se le habría ocurrido sospecharlo. Permítaseme decir sin demora, a fin de mitigar la excesivamente respetuosa distancia a que de esta guisa debo de haber parecido seguir a mi modelo, que mi primer cuidado tenía que ser borrar mis huellas… por miedo a ser verdaderamente pillado in fraganti concibiendo o disponiendo el diálogo de modo que «hablara por sí solo». Lo que ahora veo que debió de suceder es que lo dispuse y concebí demasiado bien: demasiado bien, quiero decir, como para que se transparentase ningún rastro del estigma de Gyp, por apagado o débil que fuese. El problema parece haber sido que si por un lado logré exorcizar esa perniciosa identificación, por otro no logré suscitar en nadie la impresión de ninguna otra identificación en absoluto ni de haber adoptado ninguna concebible o conjeturable forma literaria. Mi inspiración privada había estado en la estructura narrativa de Gyp (habilidosamente disimulada, con todo mi corazón, y aplicada con la más sibilina de las constancias, mas pese a ello fielmente seguida en secreto); y sin embargo, llegado el momento, discerní que el libro no había logrado producir en ninguna persona la sensación de ninguna estructura narrativa. Jamás me ha salido al paso ningún atisbo de esa clase de victoria, ni de cualquier clase de apreciación crítica en relación con este aspecto; a despecho de lo cual, cuando hablo, como hace un instante, de lo que iba a «pasar» bajo la égida de mi ingeniosa estrategia, francamente me pierdo en la visión de un centenar de brillantes acaecimientos. He de convidarme a mencionar algunas de estas incidencias, pues se cuentan entre las más hermosas que jamás tendré ocasión de detallar. Pero primero he de dar la medida del grado hasta el cual fueron pura cuestión de planificación. Originariamente esta composición había aparecido en Harper’s Weekly durante el otoño de 1898 y las primeras semanas del invierno, y el volumen que la recopiló apareció en primavera. Mientras tanto yo había estado fuera de Inglaterra, y no fue hasta mi regreso, algún tiempo más tarde, cuando recibí de mi editor las primeras noticias sobre nuestra arriesgada aventura. Mas entonces tales noticias satisficieron de golpe toda mi curiosidad: «Siento tener que decir que el libro no ha funcionado nada bien; en toda mi carrera no había visto ninguno que fuese acogido con tan absoluta y general falta de respeto». De esta guisa no iba a quedarme nada sobre lo que hacer subsiguientemente cálidas referencias —de lo cual seguramente doy incluso ahora ilustrativo testimonio— excepto la generosa recompensa consistente en el singular interés hallado en las mayores honduras de mi esfuerzo creador.
Recuerdo toda la «faena» como maravillosamente entretenida y deliciosamente dificultosa desde los comienzos… pues siempre aguarda un genuino entretenimiento, creo, en cualquier empresa artística cuyo fundamento y trabajo preliminar sean poseedores de una especial firmeza. Sobre este duro y exquisito basamento el proceso de ejecución es consciente de la posibilidad de brincar más o menos alegremente; en cuyo caso las dudas desconcertantes, los obstáculos pertinaces, los peligros de detalle, pueden presentársele a docenas al escritor sin quebrarle el ánimo o desquiciarle los nervios. Lo que quiebra el ánimo son las dificultades producidas por unos cimientos endebles o una estructura insuficiente… cuando una desdichada fatuidad ha persuadido indebidamente a un autor sobre las cualidades «redentoras» de la ejecución literaria. El ser «ejecutada» no es nunca, en una idea trabajable, un simple proceso pasivo, y afirmo que no existe ningún proyecto mínimamente capaz de recibir ayuda que no sea, al igual que el hombre apurado de nuestro dicho popular, capaz de ayudarse a sí mismo lo primero de todo. De esta guisa, aquí yo iba a gozar de un envidioso atisbo, al llevar a cabo mi tarea, de ese frenesí creador y de esa serenidad creadora que siempre se me han antojado los más elevados e intensos: la confianza del dramaturgo que se siente fuerte en la posesión de sus premisas. A buen seguro el dramaturgo ha de construir, está abocado a la arquitectura, a la edificación a cualquier precio: a insertar hondamente sus puntales y a tender y fijar firmemente sus vigas y eslabones… a riesgo de no importa qué estruendos de su martillo pilón. Esto vuelve enorme el valor activo de su basamento, habilitando al dramaturgo, con los flancos protegidos, para avanzar sin dilaciones, aunque no enteramente sin precauciones, hacia esa comparativa Jauja que es una simple ansiedad leve. Dicho de otro modo: su estructura aguanta, y cuando el dramaturgo comprueba esto pese a percibidas tensiones y tras repetidas pruebas, resplandece de alegría. Yo me regocijé, merced a ese mismo criterio, al comprobar que mi estructura aguantaba; e incluso un poco pesarosamente la vi darme mucho más de lo que me había aventurado a prever. Y eso porque prontamente observé que mi prevista disposición de mi material abría la puerta de par en par a un gran despliegue de ingenio. Me acuerdo de que, al esbozar mi proyecto ante los mandamases de la publicación que ya he citado, dibujé en un papel —y posiblemente con un efecto esotérico, tal como ahora me doy cuenta, que debieron de atenuar sólo vagamente mis solícitas aclaraciones— la nítida figura de un corro consistente en una serie de redondelitos equidistantes de un objeto central. El objeto central era mi anécdota, mi tema esencial, que daría título a la obra, y los redondelitos representaban diversas lámparas, como me agradaba llamarlas, la función de cada una de las cuales sería alumbrar con toda la debida intensidad uno de los aspectos parciales del tema. Yo había dividido la anécdota, ¿es que no se daban cuenta?, en visiones parciales —por formidable que pudiera sonar esta expresioncita (aunque ni por un instante sugerí que la utilizáramos en público)—, y bajo ese signo venceríamos.
Los mandamases sí «se dieron cuenta», con total afabilidad y generosidad… pues debo agregar que yo no había tenido, que recuerde, ningún morboso escrúpulo en no parlar sobre Gyp y su extraño instigamiento. Aún más porfiadamente refrené mi lengua a este respecto considerando que cuanto más me entregaba yo, en mi imaginación, a mi proyecto y lo recorría de punta a cabo, más me henchía de satisfacción. Claramente se trataba de laborar por el mero encanto de la cosa y, durante este proceso —aspirando a cada paso a una exquisita consecución—, «embrujar, sobrecoger y cautivar». Cada una de mis «lámparas» sería la luz de una única «ocasión social» dentro de la historia e interrelación de los personajes involucrados, y extraería plenamente el latente colorido de la escena en cuestión y la obligaría a patentizar, hasta la última gota, su relevancia dentro de mi proyecto. Me entusiasmé con esta concepción de la Ocasión como una cosa autosuficiente, una cosa total y absolutamente dramatúrgica, y yo apenas podía, guarecido entre los densos arcanos de mi plan, aludirla con una O lo bastante mayúscula. Lo singular de mi concepción radicaba en esta aproximación de las respectivas divisiones de mi estructura a los sucesivos Actos de una Comedia… en lo cual había más pretexto que nunca para el uso de deleitadas mayúsculas. La divina distinción de los actos de una comedia —una distinción más magnifícente que cualquier otra que fácilmente puedan alcanzar— estribaba, razoné, en su especial, su riguroso enfoque externo. Este enfoque externo, a su vez, cuando logra su ideal, proviene de la obligada imposibilidad de «explorar las trastiendas», de introducir explicaciones introspectivas y matizaciones subjetivas, de rebuscar entre la utilería de la gran tienda de accesorios ilusionísticos frecuentada por todo «mero» novelista: recurso éste cuya eliminación resultó parejamente desconcertante y estimulante, para variar, a la hora de proceder. Todo, si a eso vamos, se vuelve fascinante desde el momento en que, para alcanzar una decidida plenitud de efecto, debe atenerse fielmente a un estilo adoptado. Los «estilos» son el mismísimo aliento de la literatura, y la belleza y la fuerza surgen de un completo sometimiento a ellos, de ahondar hasta el límite en sus respectivas direcciones e imbuirse profundamente de sus planteamientos. Yo mismo apenas necesito alegar en pro del método de «explorar las trastiendas», que es apropiado y hermoso y fecundo en su momento y lugar; pero, dado que la informe mezcolanza de estilos es la inelegancia de las letras y la degradación de los valores, el renunciar enteramente a ese método y hacer en su lugar algo por completo diferente puede resultar en otros casos el rumbo certero y la senda del triunfo. Además, algo en la mismísima naturaleza, en el exquisito rigor, de este peculiar sacrificio (que al amante de la forma literaria puede parecerle, barrunto, una forma mucho más estructurada que ninguna otra) le presta un hechizo coercitivo: un hechizo que aumenta en la medida en que nuestro recurrir a él lo refuerza y lo amplifica y lo tensa, lo pone a prueba enérgicamente. Hacer que cada ocasión presentada hable por sí sola, permanezca confinada en su propia presentación y sin embargo, dentro de esa parcela cercada, resulte absolutamente interesante y quede absolutamente clara, no es un procedimiento meritorio, sin duda, cuando se carga sobre él un peso muy ligero, pero sí es lo bastante complicado como para exigir y estimular una infinita destreza tan pronto como los ingredientes que hay que manejar principian mínimamente a «cobrar magnitud».
Quienes desdeñan el teatro contemporáneo niegan, obviamente, con toda celeridad, que los temas que hayan de ser expresados por este medio —plena y convincentemente expresados, quieren decir— puedan tener ninguna magnitud; puesto que desde el momento en que la tengan se infringe una de las reglas. Sencillamente el procedimiento se desmorona bajo cualquier presión, según arguyen: demuestra su debilidad tan pronto como deja de ser simple la función que se le encomienda. «Recuerda —le dicen al dramaturgo— que debes ser, ante todo, tres cosas: debes ser fiel a tu forma, debes ser profundo, debes ser claro. En otras palabras, debes demostrar estar capacitado para cargar con un peso oneroso. Y sin embargo te desafiamos a que cumplas realmente estas reglas con cualquier peso que no sea ligero. Haz que el drama que te propones escribir, haz que el cuadro que te propones pintar, sea mínimamente rico y complejo, y cesarás de ser claro. Permanece claro (con esa claridad exigida por la pueril inteligencia de cualquier público que consiente en ir al teatro) y ¿qué queda de la “importancia” de tu tema? Si éste es importante según cualquier rasero crítico distinto de la pequeña cinta métrica de treinta centímetros a la cual debe plegarse toda obra “en cartel”, está predestinado a convertirse en un galimatías. Y, cuando se salve de ser un galimatías, la impresión que en el mejor de los casos habrá logrado producir será identificada como una de esas que reciben la calificación de elevadas sólo merced a la benevolencia, merced al provincianismo intelectual, de la crítica teatral, la cual, según vemos cotidianamente con nuestros propios ojos, es… vaya, un abismo aún más insondable que el propio teatro. No pretendas apabullamos con Dumas[4] e Ibsen, pues tales lumbreras, desde cualquier punto de vista informado y esclarecido, o sea el propio de otras muy distintas lumbreras (literarias, críticas, filosóficas), son de una categoría muy mediana. Precisamente Ibsen y Dumas son casos de hombres (hombres especulativos hasta donde ello es posible estando constreñidos dentro de la miseria de su dramatúrgica camisa de fuerza) que han debido renunciar a lo más refinado en aras de lo más vulgar: a lo denso, por decirlo de una vez, en aras de lo trivial y a lo personal en aras de lo tópico. ¿Qué distinción intelectual, qué “prestigio” de calidad, le habrían sido imputados a la sustancia de obras tales como Denise, como Monsieur Alphonse, como Francillon (y nos ceñimos al Dumas de la etapa supuestamente más primorosa), plasmada en otra forma literaria? ¿Qué virtudes de ese mismo rango les habrían sido atribuidas a Los pilares de la sociedad, a Un enemigo del pueblo, a Espectros, a Rosmersholm, o (asimismo ciñéndonos a la “etapa más primorosa” de Ibsen) a Juan Gabriel Borkmann, a Solness, el constructor? De hecho Ibsen resulta un ejemplo oportunísimo, pues desde el momento en que Ibsen es claro, desde el momento en que es “entretenido”, es sobre la base de una tesis tan simple y superficial como la de Casa de muñecas… y desde el momento en que abriga la aparente intención de ser profundo e incisivo, es sobre la base de un efecto tan confuso y oscuro como el de El pato silvestre. De donde se deduce muy bien que es imposible cumplir realmente todas las reglas. El dramaturgo ha de decidir cuáles de ellas le importan más, y por su elección se lo conoce».
Así concluye el objetante, y desde luego nunca sin una gran satisfacción por haber «desembuchado». De todas formas su aparente victoria —si es que llega a ser siquiera aparente— deja, se advertirá, suficientes posibilidades a un contraataque desde la acribillada fachada del baluarte enemigo. En estos casos la última palabra no puede tenerla sino quien aspire a una relativización absoluta. Los argumentos aquí esgrimidos, evidentemente, son cuestión de apreciación personal, y por lo mismo se podría igualmente aducir (afortunadamente para nosotros comoquiera que se mire) tanto que Monsieur Alphonse se desarrolla con el más alto grado de incisividad como que Espectros simplifica hasta límites intolerables. Aunque Juan Gabriel Borkmann no valiera un pimiento como retrato de un personaje que podríamos imaginar mucho más matizadamente presentado y aunque la fascinación de Hedda Gabler estuviera debilitada por un considerable hermetismo, en virtud de la misma naturaleza del asunto no hay posibilidad de pillar en un error al convencido, o llamémoslo embaucado, espectador o lector. Como mucho, el espectador o lector puede ser pillado en el acto de prestar atención, la más intensa atención, y eso es todo lo que, cuando menos como inapreciable prolegómeno, le pide el comediógrafo, amén de ser lo máximo que puede obtener aun el más divino de los poetas. Recuerdo que al advertir esto, tras haberme puesto manos a la obra con La edad ingrata, me regocijé tantísimo como si en realidad estuviera construyendo una pieza teatral… al igual que sin duda puedo parecer ahora no menos ansioso de tener bien presente la filosofía del rumbo del dramaturgo que si yo perteneciera a su mismo gremio. Yo sentí, desde luego, la confianza que el dramaturgo siente, participé de sus entretenimientos técnicos, apuré hasta las heces la agridulzura de su cáliz: lo maravilloso y lo intrincado (por insistir otra vez sobre ello) de rehuir lo pobre aunque los ingredientes que uno maneja sólo puedan, si se persigue la intensidad, entablar relaciones entre sí, relaciones con ingredientes que pertenezcan exactamente al mismo plano de mostración. En un «relato» la mostración puede significar una veintena de direcciones distintas, una cincuentena de desviaciones, digresiones, excrecencias, y la novela, tal como se practica mayoritariamente en los países anglohablantes, es el verdadero paraíso de los cabos sueltos. Pero una pieza teatral sólo tolera una lógica unidireccional, matemáticamente exacta, y un cabo suelto resulta una impertinencia tan grosera, y un deshonor tan denigrante, como una hilacha suelta de seda o lana en el anverso de un tapiz. Aquí estamos abocados sin remedio a una red de relaciones minuciosamente trenzadas, relaciones recíprocas e inherentes a la historia: ninguna parte de la acción puede estar relacionada salvo con otra parte de la acción… exceptuando naturalmente la relación de la totalidad de la acción con la vida. Y, tras haber invocado el amparo de Gyp, me di cuenta de que el quid de mi estrategia estaba todo en el problema de mantener cristalinas estas restrictas relaciones al mismo tiempo que consentía, en imitación a la vida, que fueran variadas y retorcidas y características del mundo londinense (ya que el mundo londinense era casi inextricable en tales y cuales sentidos). Todo lo cual iba a acrecentar mis complicaciones a la hora de los hechos.
Naturalmente ahora me percato de hasta qué punto, debido a dichas complicaciones, me alejé del espíritu de Gyp; pero en este momento me percato de tantas otras cosas más, que este concreto distanciamiento de la simplicidad apenas cuenta comparado con los otros… una vez cumplida su misión, esto es, de ilustrar mi primigenio candor emulativo. Pues lo que en particular percibo —con una reanimadora vibración de ese interés en el cual, como digo, a mi parecer está embalsamado el plan del libro— es que probablemente mi proyecto estaba condenado de antemano a un notable, o quizá más exactamente a un casi absurdamente agradecido[5], sobretratamiento. Para mí, así, se encuadra en un grupo de produccioncillas que hacen alarde de esta perversidad, plasmaciones de ideadas anécdotas donde por lo visto mi método consistió en drenar concienzudamente no sólo las humedades superfluas, sino también (ya que con esta acusación me he topado) absolutamente todo el aire respirable. En definitiva, puedo reseñar que, habiendo retomado a estas páginas con el poderoso presentimiento de que iban a dar cumplida fe, para bochorno mío, de dicho desastre, inclusive hasta el extremo de inhabilitarlas para un decente relanzamiento, me he encontrado con que la aventura ha tomado, para alivio mío, un rumbo muy distinto y me he abismado en mi asombro ante aquello que puede ser logrado mediante un «sobretratamiento», mediante la exhaustividad de su temeraria inventiva. Por consiguiente el resucitado interés de que hablo ha sido el de perseguir críticamente, página tras página, igual que el piel roja rastrea por el bosque las pisadas del rostro pálido, las huellas de la sistemática coherencia que fui capaz de lograr. Lo agradable de esta constatación está, como ya he insinuado, en la pormenorizada exhaustividad del proceso, y los pormenores son tan tupidos, la textura del delineado y alisado tapiz es tan compacta, que el genio de la propia Gyp, nada fascinado por los férreos rigores, habría sido sin duda, una vez alertado, el primero en desaprobar mi homenaje. Pero lo que entretanto ha ocurrido es que dicha intensa coherencia ha logrado en sí misma, por así decirlo, constituirse en un espectáculo y como consecuencia de ello me parece que ha resultado iluminada una importantísima verdad artística. Ya rozamos tal verdad hace un momento cuando hablamos de la renuncia a las amplificaciones introspectivas en cualquier proyecto que pudiera comprimirse dentro del molde de una «pieza teatral» sin agrietarlo ni reventarlo; y al mismo tiempo no olvidamos que la pintura de la situación de Nanda Brookenham, aunque a un ojo poco perspicaz acaso pueda parecerle errática y deshilvanada, sin embargo está compuesta siguiendo criterios absolutamente dramatúrgicos, ni que cada una de sus escenas por sí sola, así como cada una en relación con todas y cada una de sus compañeras, se atiene sin el menor desfallecimiento a los principios rectores de una pieza teatral.
Siendo así el caso, ello consigue algo más: con la mayor felicidad del mundo nos ayuda a ver ejemplarmente pulverizada la académica distinción entre contenido y forma dentro de una obra de arte auténticamente trabajada. Sostengo que es imposible decir, ante La edad ingrata, dónde termina uno de estos elementos y dónde comienza el otro: al menos yo mismo he sido incapaz, durante el reexamen, de localizar ninguna juntura o sutura semejante, de percibir como separadas estas dos cumplidas funciones. Están separadas antes de empezar, pero el sacramento de la realización las casa indisolublemente, y este matrimonio, como cualquier otro matrimonio, no tiene sino que ser «verdadero» para que no asome el escándalo de una brecha. Artísticamente, la obra «elaborada» es una fusión o, si no, es que no ha sido elaborada… en cuyo caso desde luego el artista puede ser, y muy merecidamente, lapidado con cualesquiera de sus fragmentos despegados que al crítico se le antoje recoger del suelo. Pero si realmente ha logrado su hazaña, en este peculiar campo de batalla, el artista no sabe nada de fragmentos desprendidos y puede decir con la mayor ufanidad: «Despega uno solo si puedes. Tú puedes analizar, según tu método, eso sí, para informar, para comentar, para explicar; pero no puedes desintegrar mi síntesis; no puedes disolver los elementos de mi todo en diferentes componentes activos o siquiera encontrar la pista (para lograr tu propio cruel propósito). Mi amalgama no tiene sino que ser perfecta para dejarte literalmente confundido: estás perdido en la espesura del bosque. Demuéstrame que este valor, este efecto, a la vista del resultado final, pertenece a mi tema y que aquel valor, aquel efecto, pertenece a mi tratamiento, demuéstrame que no los he agitado y mezclado tal como debe hacerlo consumadamente el mago que afirmo ser, y me comprometo a no volver a actuar más que en barracas de feria». La memorable compacidad de La edad ingrata ha llegado a aparecérseme, durante la relectura, lo confieso, como si se tratara de riquezas instintiva y previsoramente acumuladas en el cielo contra mi presente oportunidad de realizar estas mismísimas disquisiciones. Me he quedado realmente anonadado ante la multiplicidad de significados y complejidad de propósitos, la magnitud de las fuentes de interés, como se me ocurre denominarlas, que logré infundir dramatúrgicamente, y sin detrimento de la intensidad, la nitidez y la «atmósfera», en cada una de mis alumbradoras Ocasiones… en las cuales, al llegar a ciertas encrucijadas, la debida preservación de todos estos valores exigió, dicho sea en palabras vulgares, un buen montón de latoso trabajo.
Precisamente aquí me habría gustado reexaminar con el lector algunos de los pasajes más esmeradamente habilidosos que puedo recordar: por ejemplo, el episodio del hermoso y, por así decirlo, sobrehumano intento del señor Longdon por llegar a un pacto con Vanderbank, ya entrada la noche, en la sala de billar de la mansión campestre donde se hallan de visita; por ejemplo, el otro episodio nocturno, bajo el techo del señor Longdon, entre Vanderbank y Mitchy, donde la plasmación de muchísimas implicaciones tortuosas, muchísimos fulgores de la antorcha espiritual, es efectuada de un modo satisfactorio y seguro a través del laberinto de meras apariencias externas, meras obviedades conversacionales; por ejemplo, toda la batería de recursos de presentación empleados, sistemáticamente pero sin un solo ripio, para la cabal caracterización de un Mitchy «sutil» no menos que sólido y sólido no menos que intocado por esa serie de oficiosos análisis psicológicos que denominamos «explorar la trastienda»; por ejemplo, en suma, el servicio global de coordinación y vivificación prestado, siguiendo unas pautas de feroz, de casi verdaderamente heroica condensación, por la pintura del grupo congregado en casa de la señora Grendon, donde las «referencias recíprocas» de la acción son tan espesas como la frondosidad de los árboles de un parque y sin embargo están —tal como deben estarlo dramatúrgicamente— calculadas y dispuestas, sopesadas de un modo responsable. Si a este respecto me propusiera utilizar una palabra «altisonante» —y en general el valorador detesta las palabras altisonantes al igual que una persona de buen gusto detesta los colores chillones—, yo calificaría como victoriosamente científica la composición del grupo de capítulos intitulado «Tishy Grendon», con todas las piezas del juego juntas sobre el tablero y cada una colocada en una posición precisa y estratégica. He de amonestarme debidamente, en vez de eso, que en realidad la más provechosa lección extraída de mi ojeada retrospectiva podría ser una profunda revisión del problema de lo que puede implicar para un proyecto el sufrir —si de sufrimiento puede hablarse— un sobretratamiento. Agobiada durante tanto tiempo por la sensación de que en este caso el resultado del sobretratamiento había sido un completo fiasco, mi conciencia artística experimenta el alivio de comprobar sin lugar a dudas que aquí no hay trazas de sufrimiento ninguno. A mi complacido y algo más maduro entender, la obra se sostiene con todos los síntomas de la solidez, una insolencia de salud y felicidad. Y de aquí precisamente extraigo mi moraleja; la cual consiste en que, dado que nuestro único modo, en términos generales, de saber que tenemos un exceso de lo que fuere es sintiendo ese exceso, entonces, por regla de tres, cuando no sentimos el susodicho exceso (y yo estoy aseverando, fíjense, que en La edad ingrata la exuberancia está sujeta al orden), ¿cómo saber que la medida no especificada, la marca no rebasada, implica adecuación o suficiencia? Una mera sensación puede servimos de guía ante ciertos grados de congestión, pero para una ciencia exacta, es decir para la crítica de «una bella arte», necesitamos una notación precisa. Una notación precisa, empero, es aquello de lo cual carecemos, y el veredicto de una mera sensación es proclive a fluctuaciones. En otras palabras la imputación de un defecto no es nunca, aun en el peor de los casos, una verdad absoluta, ni otra cosa que una cuestión de apreciación personal… por retomar a mi vindicación de que la ventura de la situación del dramaturgo consiste en que su «todo» sintético es su estilo literario, lo único que nos concierne. Deseo beneficiarme, en compañía del dramaturgo, del hecho de que aunque por supuesto nuestro arte debe, en cuanto a la impresión que produce, someterse a los altibajos —dentro de la fiebre crítica— del mercurio acusador, de todas formas no tiene que soportar la existencia de ningún termómetro inapelable e inamovible.
HENRY JAMES