IV

La señora Brookenham se detuvo en el umbral debido a la aguda sorpresa de ver a su hijo, y se advirtió decepción, aunque de una índole afligida más bien que irritada, en la pregunta que, avanzando con lentitud, le asestó:

—Si aún estás ahí arrellanado, ¿por qué hace dos horas me dijiste que te marchabas inmediatamente?

Hundido en un amplio sillón cubierto de brocado, con sus cortas piernas extendidas hacia la chimenea, él se hallaba tan cómodo que casi estaba tumbado a la bartola. Obviamente ella lo había despertado de su sueño, y él tardó un par de minutos —durante los cuales, sin tomar a mirarlo, ella se aproximó derechamente a un hermoso y antiguo escritorio francés, bello mueble estilo Luis XVI— en explicar su permanencia:

—Cambié de parecer: no pude iniciar mi partida.

—¿Quieres decir que no vas a ir allá?

—Pues estoy pensándomelo. ¿Qué puede hacer servidor? —Él se incorporó levemente, mirando hacia el fuego con concienzuda solemnidad, y si ello hubiese sido (tal como no lo era) uno de los disgustos que en general ella esperaba de él, ella habría podido tener la impresión de que el colorado semblante de su hijo se debía a ardores etílicos.

—Servidor podría no quedarse a estorbar —respondió ella— cuando tan profundamente le ha permitido a una hacerse la ilusión de que así iba a ser. —Había un manojo de llaves colgando de la cerradura del escritorio, de las cuales tomó posesión la señora Brookenham mientras pronunciaba estas palabras. Su aire de contemplarlas se había transformado prontamente en el de haber estado buscándolas, y un instante después de que hubiera atravesado la habitación ya estaban en su bolsillo—. Si no vas ahí, ¿qué excusa piensas dar?

—¿Quieres decir qué excusa te pienso dar, mamá?

Ella estaba delante de él, y ahora lo miró sombríamente:

—¿Qué te ocurre? ¡Vaya momento más oportuno para descabezar un sueñecito!

Él se había replegado en el sillón, desde cuyas profundidades enfrentó la mirada materna:

—Caramba, es precisamente el momento oportuno, mamá; lo he hecho a sabiendas. Yo siempre logro dormirme cuando lo deseo. ¡Te aseguro que eso lo ayuda a uno a ver más claras las cosas!

Ella le volvió la espalda con impaciencia y, echando un vistazo por la habitación, sobre una mesita del mismo estilo que el escritorio reparó en un libro un tanto masivo con la etiqueta de una biblioteca circulante, que ella procedió a coger como si buscara refugiarse de la impresión que le había producido su hijo. Él la observó hacer esto y luego la observó hacer una breve pausa ante la amplia ventana que, en Buckingham Crescent, dominaba la perspectiva para cuyo disfrute la familia se había ramificado por los cuartos que daban a la parte posterior: una mezcolanza de ahumado ladrillo y manchado estuco, de otras desnudas fachadas traseras, de cristales envidiablemente opacos, de tejados y contaminantes chimeneas y establos perversamente próximos: uno de esos panoramas privados que en Londres, en contadas ocasiones, disparan, como suele decirse, el alquiler. En este momento, empero, no había indicios de valía en el carácter que le era conferido al escenario por la fría lluvia primaveral. Además, en el lugar se echaba de ver un notorio vacío típico de final de temporada. Ella parecía haber escogido el silencio para que constituyera el presente marchamo de su relación con Harold, y sin embargo pronto fracasó en su empeño por resistirse a una bastante pobre razón para romperlo:

—Ten la bondad de levantarte de mi sillón.

—¿Qué estás dispuesta a hacer por mí —preguntó él— si te complazco?

Él no movió ni un músculo —pero como sólo para comunicarse con ella aún más directa e íntimamente— y ella tornó a colocarse junto al fuego y sondeó el extraño y humilde semblante filial.

—No sé a qué se debe exactamente, pero a veces me produces una especie de terror.

—¿De terror, mamá?

Ella se llegó hasta otro asiento, dejándose caer tristemente y abriendo el libro, y al instante siguiente él se puso en pie y se acercó a darle un beso, ante lo cual ella apartó impacientada la mejilla.

—Me tienes hasta la coronilla —dijo ella con voz trémula— y te abandono a tu destino.

—¿Qué entiendes por mi destino?

—Oh, algo espantoso… aunque sólo sea por su carácter públicamente ridículo. —Ella pasó distraídamente las páginas de su libro—. Eres demasiado egoísta, demasiado repulsivo.

—¡Eh, caramba! —silbó él asombrado mientras volvía sobre sus pasos hasta la alfombrilla de chimenea sobre la cual, con las manos juntas tras la espalda, permaneció cierto rato. Era bajito y ligeramente cargado de hombros, lo cual extrañamente le infundía cierto carácter: un carácter en cierto modo de tipo insidioso, reflejado en el afilamiento, difícil de referir a un origen, de su terso rostro blanquecino, cuyos rasgos eran totalmente curvos pero su expresión totalmente puntiaguda. Poseía la voz de un hombre de cuarenta años e iba vestido —manifiestamente no como para quedarse en Londres— con un aire de experiencia que parecía estar a tono con aquello. Se estiró el chaleco, adecentándose, pasándose la mano por el bien arreglado cabello y examinándose los zapatos; después de lo cual le dijo a su madre—: Te he cogido cinco libras. Y también dos de los soberanos —continuó—. Te he dejado dos libras con diez. —Ante esto ella alzó la cabeza violentamente, encarándolo consternada, e, incorporándose de inmediato, volvió junto al escritorio—. Estoy diciéndote la verdad —siguió él—; debiste echarle llave antes, ¿no te parece? El escritorio me sonreía tentadoramente con toda su pasta gansa, y ¿qué podía hacer yo? Querida mamá, no podía iniciar mi partida: es la pura verdad. Pensé que hallaría algo de dinero (me había fijado); y espero que me permitas quedármelo, porque, si no, me hundes. Me he demorado adrede: adrede, es decir, para contarte lo que había hecho. ¿Tú no llamarías a eso sentido del honor? Y ahora lo único que haces es quedarte ahí poniéndome mala cara.

La señora Brookenham, a sus cuarenta y un años, aún era encantadoramente bonita, y lo más cerca que en este momento llegaba a corresponder a la descripción que acababa de hacer su hijo, era pareciendo hermosamente desesperada. Plenamente había en ella la luz pura de la infancia, siempre la habría en ella: su cabeza, su tipo, su elasticidad, sus esporádicos sonrojos, sus preciosos ojos alocados, su melodioso acento espontáneo, se confabulaban a este efecto mediante algún secreto que hasta ahora nunca había sido descubierto. Al mismo tiempo resultaba notable que —por lo menos en el seno de su familia— rara vez ella exhibía una apariencia de alegría menos restringida que la de la presente coyuntura: ella sugería, por lo común, el vigor y la lozanía de la pena, el apasionamiento de extraños pesares y el cultivo de exquisitos desapegos. Ésta era su peculiar enseña: una ingenuidad oscuramente trágica. Eso multiplicaba el efecto de sus otros recursos. Abrió el escritorio con la llave que prestamente había identificado, luego con la ayuda de otra abrió de un tirón un cajoncito; tras lo cual volvió a cerrar de un tirón el cajoncito, echándole llave al conjunto.

—Me aterras —dijo otra vez.

—¿Cómo puedes decir eso cuando acabas de demostrarme lo bien que me conoces? ¿Acaso no es porque sabías lo que yo podía hacer por lo que nada más entrar te apoderaste de las llaves? —El estilo de Harold tenía una manera especial de arreglar las cosas siempre que hallaba oportunidad de hablar sobre sí mismo.

—Eres repugnante a más no poder, y voy a contarle esto a tu padre. —Tras lo cual, encaminándose al sillón que él había dejado libre, la madre de Harold volvió a apoltronarse con su abultado libro. No había habido rabia, empero, en su voz, ni siquiera una áspera queja: tan sólo un indiferente, resignado disgusto. La suprema rebeldía de la señora Brookenham frente al destino consistía en dejar ver con la mayor franqueza su fastidio.

—No, querida mamá, no vas a contarle esto a mi padre; vas a hacer cualquier cosa que se te antoje excepto eso —replicó Harold, cual si estuviera gentilmente explicando la personalidad de ella en beneficio de ella misma—. Te agradezco inmensamente el encantador modo como te tomas lo que he hecho; fue porque estaba seguro de ello por lo que me he quedado para hacértelo saber. Es muy bonito eso de decirte que voy a estar fuera algunos días tributando una visita… pero ¿cómo narices iba a iniciar mi partida sin un solo penique? ¿No comprendes que si deseas que esté yendo de acá para allá, debes hacerte realmente cargo de mis necesidades?

—Me gustaría que me dejaras de una vez, me gustaría que te marcharas de casa sin perder más tiempo —insistió la señora Brookenham sin alzar la vista.

Harold sacó su reloj:

—Muy bien, mamá, ahora estoy listo; antes no lo estaba en modo alguno. Pero esto va a ser, ya sabes, como lanzarme a la ventura. Pues ¿es que de veras piensas (necesito oírte lo que de veras piensas) que van a dárseme bien las cosas?

Por último ella lo atalayó con su hermoso pathos:

—¿Quieres decir tu visita a Brander?

—Ya sabes —contestó él con su método de parecer dejarla ver la propia actitud de ella—, ya sabes que procuras obligarme a hacer cosas que jamás en la vida harías tú misma. Por lo menos tengo la esperanza de que no las harías. Y ¿no te das cuenta de que si te complazco a este respecto, al menos debo ser retribuido de algún modo?

Su madre se recostó en el sillón, miró hacia el techo durante un instante y después cerró los ojos.

Eres aterrador —dijo—; eres horroroso.

—Siempre estás deseando hacerme marcharme de casa —insistió él—; me parece que desearías hacemos marchamos a todos, pues te las compones para que Nanda asome la nariz aún menos que yo. ¿No crees que tus hijos sean lo bastante presentables, mamá querida? En todo caso está más claro que el agua que si no nos mantienes en casa debes mantenemos en otros lugares. No se puede vivir gratis en cualquier sitio: es una trola eso de que uno ahorra alojándose en casa de otras personas. No sé cómo será en el caso de una mujer, pero, a efectos prácticos, a un hombre se lo admite[9]

—¿Sabes que me matas, Harold? —intervino abrumada la señora Brookenham. Pero con la misma remota melancolía fue como, al siguiente segundo, preguntó—: ¿Acaso no fue una invitación esto de ir a Brander?

—Fue como ya te lo he contado. Ella dijo que me escribiría, para fijar una fecha; pero luego no me escribió.

—Pero ya que le escribiste…

—…¿viene a ser lo mismo? ¿Lo es?: ésa es la cuestión. Sabiendo que a raíz de mi carta ella no contestó, quiero decir. ¿Se debe interpretar sencillamente como que sí que desean mi presencia? Me ayuda oírte decir estas cosas a ti, madre. Yo hago, me parece, todo lo que me ordenas; pero para sentirme seguro y confiado necesito oírtelas. ¿Cualquier persona desearía mi presencia, eh?

La señora Brookenham ya había abierto los ojos, pero aún los mantenía fijos en la comisa:

—Si ella no deseara tu presencia, habría contestado a tu carta. En una gran mansión como ésa siempre hay sitio.

El joven la contempló unos instantes, y espetó:

—¿Cómo es que te gusta tanto acostamos pronto y luego quedarte tú levantada hasta las tantas? ¿Qué es lo que quieres hacer, a fin de cuentas? ¿A qué juegas, mamá?

Ella se incorporó, ante esto, recorriendo con la mirada la habitación cual desde el último grado del martirio o la melancolía de alguna meditación profunda. Y no obstante cuando habló lo hizo con una expresión distinta, una expresión que para un observador habría servido de notable ilustración de esa descoordinación de sus impulsos que con frecuencia resultaba risible aun hasta el grado de contribuir al éxito social de la señora Brookenham:

—O sea que te has gastado más de cuatro libras en cinco días. El viernes fue cuando te las di. ¿Qué diablos supones que va a ser de mí?

Harold siguió contemplándola como si la pregunta requiriera alguna respuesta realmente incisiva:

—¿Es que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades?

Ahora ella desplazó su mirada hacia el suelo:

Por favor, ¿quieres marcharte ya?

—Todo sea por ayudarte. Sólo que si descubriese que no es deseada mi presencia…

Ella afrontó, tras un instante, la mirada de él, y nunca había sido tan grande la enfermiza preciosidad y alocamiento de la suya propia:

Haz que tu presencia sea deseada, y no descubrirás eso que dices. Eres inaguantable, pero no tonto.

Ahora él le dio un abrazo de despedida, y ella se sometió como si le resultara absolutamente indiferente cúyo fuera el pecho contra el cual la estrecharan.

¡Mamaíta —exclamó riendo—, dices unas cosas tan lindas! —Y tras esto él se llegó hasta la puerta, al abrir la cual se detuvo ante un ruido procedente de la planta baja—: ¡La duquesa! Está subiendo las escaleras.

La señora Brookenham le echó un rápido vistazo a la habitación, mas habló con total desinterés:

—Pues que las suba.

—Por mí como si las baja. Pero interpreto esto como una feliz señal de que ella no estará en Brander. —Permaneció con la mano en el picaporte; aún le quedaba una rápida pregunta que hacer—: Y ¿qué hago a partir del martes?

La señora Brookenham ya se había levantado y había recorrido la mitad de la habitación con ese deslizamiento que parece apático pero que en realidad es una notable forma de actividad, y les había dado un toque rectificador, sobre el sofá y los sillones, a tres o cuatro almohadones arrugados. Lo había hecho con la misma triste cabeza inclinada de un lirio roto.

—Debes quedarte allá hasta el 12.

—Pero ¿y si soy expulsado a patadas?

Fue como un lirio roto como ella meditó sobre aquello:

—En ese caso vete a visitar a los Manger.

—¡Feliz idea! Entonces, ¿debo escribirles?

Su madre levantó un poco más una persiana; y dijo:

—No: ya lo haré yo.

—¡Mamá encantadora! —Y Harold le envió un beso por los aires.

—Espera, he cambiado de opinión —rectificó ella—. Escríbeles… desde Brander. Eso es algo que cautivará a los Manger. Telegrafíales incluso.

—¿Ambas cosas a la vez? —preguntó el muchacho riéndose—. ¡Mi querida y buena mamá! —exclamó—. Y ¿desde dónde vas a comunicárselo tu?

—Desde Pewbury —contestó sin inmutarse—. Les escribiré el domingo.

—Muy bien. ¿Qué tal le va, duquesa? —Y Harold, antes de esfumarse, saludó con una veloz concentración de todos los matices de la campechanía a una alta dama imponente, la visitante que él había anunciado, la cual se erguía en la entrada con las maneras de una persona acostumbrada a llegar a los umbrales de modo muy semejante a como las personas llegan a las estaciones ferroviarias: esperando encontrarse con un «recibimiento».