XXXIV
Para él transcurrieron diez minutos de charla con el señor Longdon al amor de la lumbre de la señora Brookenham sin encontrar el momento propicio para abordar el asunto que tan vivamente le fuera planteado en la entrevista precedente. Lo cierto es que de ninguna manera un intervalo menor lo habría habilitado para un tratamiento más directo de este problema, y al principio nada habría podido resultar más denodado que la intensidad de su esfuerzo por no mostrar impaciencia ante preguntas que constituían, por parte de una persona del estilo global de su anciano amigo, meras salutaciones y formalismos. Había un límite para la honesta alusividad con que, de acuerdo con la escuela de modales del señor Longdon, podía ser tratado un viaje por el extranjero, y Mitchy, sin duda, patentizó abundosamente que ninguno de sus frecuentes regresos había sido recibido por una curiosidad a un tiempo tan pormenorizada y tan discreta. Pertenecer a un círculo muchos de cuyos miembros podían hallarse en cualquier momento al otro lado del globo suponía inevitablemente caer en el hábito de hacer pocas preguntas, así como en el de compensar su poquedad a base de su desvergüenza. En resumidas cuentas este interlocutor, mientras en su fuero interno el delegado de la señora Brook meditaba acerca de todo lo que tenía entre manos, habló con cierta extensión y asaz encantadoramente —ya que ello no era sino tributo a una elemental cortesía— sobre las resonancias virgilianas de la Bahía de Nápoles. Al final, empero, se sobresaltó al dirigirle una mirada al reloj:
—Me temo que, aunque no haga su aparición nuestra anfitriona, no debo entretenerme. Yo también regresé nada más que ayer y tengo una cita (a la cual ya llego tarde) con la señorita Brookenham, quien ha tenido la amabilidad de convidarme a tomar el té.
La dividida atención, la expresa cortesía, el educado «la señorita Brookenham», la huida para no ver a la anfitriona: todas éstas fueron cosas que Mitchy supo asimilar raudamente, y en un santiamén ya le habían dado pie para no desaprovechar la ocasión.
—Entiendo, entiendo: voy a ocasionar que haga usted esperar a Nanda. Pero hay algo que voy a pedirle que acepte de mí como justificación de ello; lo cual es sencillamente que a fin de cuentas, como usted sabe (pues me parece que usted lo sabe, ¿no?), yo siento por ella casi tanto afecto como usted.
De improviso el señor Longdon había semejado aprensivo e incluso una pizca turbado, mas habló con la debida presencia de ánimo:
—Claro está que estoy perfectamente enterado de eso. Si usted no la hubiese apreciado tantísimo…
—¿Y bien? —dijo Mitchy al quedarse callado el otro.
—…yo jamás habría aceptado, el pasado año, la invitación de usted.
—¡Muchas gracias! —exclamó riendo Mitchy.
—Si bien lo aprecio a usted asimismo, y en extremo —completó el señor Longdon con seriedad—, por lo que usted es.
Mitchy realizó un ademán de gratitud, y dijo:
—Usted me aprecia más por ella que por cualquier otra persona excepto yo mismo.
—Lo expresa usted, creo, con acierto. Naturalmente no he tratado tantísimo a Nanda (si es que entre mi generación y la de ella, quiero decir, es posible una relación auténtica) sin enterarme de que actualmente lo considera a usted uno de sus más excelentes amigos, tratándolo, según se me antoja, con un grado de confianza…
Mitchy lanzó una carcajada de interrupción:
—…¿que Nanda no le otorga ni siquiera a usted?
Los colocados lentes del señor Longdon lo encararon:
—¡Ni siquiera! No me importa —continuó el anciano—, ya que se ha presentado la oportunidad, confesarle a usted con franqueza (y como de mi edad a la suya) todo el consuelo que obtengo de la certidumbre de que en cualquier caso de necesidad o apuro ella podrá acudir a usted en busca de cualquier consejo o ayuda que el problema pueda requerir.
—¿Ella le ha contado que está segura de que permaneceré al pie del cañón? —preguntó Mitchy luego de un instante.
—No estoy convencido —repuso su amigo— de que me sea lícito siquiera aludir a nada que ella me haya «contado». Hablo de cosas de las cuales me he enterado por mi cuenta.
—En tal caso le agradezco su penetración más de lo que puedo expresarlo. La madre de Nanda, debo informarle —siguió Mitchy—, está con ella en este momento.
De un tirón el señor Longdon se quitó los lentes:
—¿Le ha pasado algo a Nanda?
—¿Que sea causa de la circunstancia que acabo de mencionar? —dijo Mitchy divertido ante su sobresalto—. No está enferma, que yo sepa, gracias al cielo, ni se ha roto una pierna. Pero algo, a pesar de todo, sí le ha pasado… que creo que me es lícito comunicarle. Para decirlo en una palabra, se trata de la razón, tal como suena, de que sea yo quien lo ha recibido a usted. La señora Brook me pidió que me quedase. Ella misma lo verá a usted en alguna otra ocasión.
El señor Longdon dudó:
—¿Y Nanda también?
—Ah, eso dependerá de ustedes mismos. Sólo que, mientras yo lo entretengo aquí…
—…¿ella comprende mi demora?
Mitchy reflexionó:
—La señora Brook ya se la habrá explicado. —Luego, como su compañero acogiera esto en silencio, inquirió—: ¿Ello no le agrada?
—¡Es que se me antoja que las explicaciones de la señora Brook…!
—…¿son muy raras a menudo? Oh, sí; pero Nanda, ya sabe, está familiarizada con esa rareza. Y la propia señora Brook, merced al mismo criterio —amplió Mitchy—, sabe (mejor que nadie) lo que con frecuencia puede opinarse de la misma. Precisamente tal es la razón de su deseo de que en esta ocasión usted recibiera explicaciones de una fuente que ella tiene la bondad de juzgar, a efectos del propósito que nos ocupa, superior. En cuanto a Nanda —concluyó—, no le parecerá tan infausta señal ser avisada de que nosotros estamos aquí reunidos.
—En efecto —convino el señor Longdon solícitamente—; difícilmente temerá que estemos tramando su ruina. Pero ¿qué es lo que le ha pasado? —requirió con mayor brusquedad.
—Pues —dijo Mitchy— es usted, pienso, quien tendrá que hallar la denominación exacta para ello. Estoy al corriente de que usted está al corriente de que yo he estado al corriente.
Con los lentes puestos otra vez, el señor Longdon titubeó:
—Sí, estoy al corriente.
—Y lo ha aceptado usted.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Enfrentarme a tanta inteligencia…
—…¿estaba más allá de su alcance? Oh, no era mi inteligencia —dijo Mitchy—. Hay una mayor que la mía. Hay una mayor incluso que la de Van. He ahí la madre del cordero —continuó mientras su amigo lo miraba intensamente—. ¿No le agrada ni siquiera un poquito?
El señor Longdon se asombró:
—¿La existencia de tal elemento?…
—No: sencillamente la existencia de mi conocimiento del plan de usted.
—Supongo que por decencia estoy obligado a no olvidar la existencia de mi propio conocimiento del de usted.
Pero Mitchy pasó aquello por alto:
—¡Oh, yo tengo tantísimos «planes»! Siempre estoy ideando alguno nuevo y casi siempre poniéndolo en práctica… generalmente para abandonarlo considerándolo un fracaso. Sí, concebí uno hace medio año. Lo puse en práctica. Aún estoy poniéndolo en práctica.
—En ese caso espero —dijo el señor Longdon, con un optimismo algo impostado— que, invirtiendo la pauta habitual, sea un triunfo.
Fue aquél un optimismo, por cierto, que Mitchy fue capaz de igualar:
—¡Creo que promete! Pero incluso ahora tengo otro plan más, y es justamente el que una vez más estoy poniendo en práctica.
—¿Sobre mí? —Con cierta extravagancia el señor Longdon no dejó de sonreír.
Mitchy reflexionó:
—Vaya, sobre dos o tres personas, de las cuales usted es la primera con quien me toca enfrentarme. Pero debo empezar por obligarlo a confesar que está usted de acuerdo en que ella confía en nosotros.
—¿Nanda?
Tras un instante el plan de Mitchy había progresado visiblemente:
—Ambas: las dos mujeres que a la sazón están tan extrañamente reunidas en el piso superior. También la señora Brook ha de confiar en nosotros, inmensamente. Pero a usted no le importará eso.
El señor Longdon había recaído en una inquietud más espontánea que su expresión de un momento atrás:
—¡Ya iba siendo hora! Pero es que si Nanda no confiara en nosotros —prosiguió— su caso sería de veras lamentable. No tiene a nadie más en quien confiar.
—En efecto. —La anuencia de Mitchy fue articulada con gravedad—. Sólo a usted y a mí.
—Sólo a usted y a mí.
A cuenta de esto las miradas de los dos hombres se encontraron durante una pausa cancelada por último cuando Mitchy dijo:
—Nosotros debemos resarcirla de todo.
—¿Es ése su plan?
—Oh —dijo Mitchy con gentileza—, no se burle de él.
La melancólica mirada de su amigo tomó a envolverlo:
—Pero ¿qué puede…? —Entonces, como Mitchy exhibiera un semblante que pareció estremecerse con un tácito «¿Qué podría?», el anciano completó su objeción—: Piense en la magnitud de la pérdida.
—Huy, no sugiero ni por asomo —se apresuró Mitchy a responder— que no sea inmensa.
—A él ella lo ama de veras, ¿sabe usted? —dijo el señor Longdon.
Ante esto Mitchy lanzó una prolongada y amplia mirada saltona:
—¿Que si lo «sé»?… —protestó con la mayor delicadeza del mundo.
Su ironía había impresionado:
—¡Pues claro que lo sabe de sobra! Nanda y usted lo saben todo.
En esto hubo una nota que accionó un resorte, y Mitchy soltó una carcajada:
—¡Tiene gracia que me agrupe usted con ella! Pero en esto estamos todos juntos. En el caso de Nanda —agregó a continuación—, su amor es profundo.
Su compañero aceptó aquello:
—Profundo.
—Y sin embargo, extrañamente, no es abyecto.
El anciano se extrañó:
—¿«Abyecto»?
—Me refiero a que no es digno de lástima. A su modo —amplió Mitchy—, es algo venturoso.
También esto, aunque más bien pesarosamente, el señor Longdon supo aceptarlo:
—Sí… a su modo.
—Cualquier pasión tan grande, tan absoluta —insistió Mitchy—, es (consumada o inconsumada) una vida plena. —El señor Longdon pareció tan interesado que su compañero de visita, patentemente conmovido por lo que ahora era una súplica y una dependencia, se volvió aún más benigno, o por lo menos más entusiasta, tratando de insuflar confianza—: Ella no está demasiado hundida.
—¡Oh, es tan orgullosa!
—Ya, pero eso es una ayuda.
—¡Ah, no para nosotros!
Esto paralizó a Mitchy, pero su ingenio no pudo menos que salir a flote:
—De una manera sí: nos fuerza a percibir que el deseo de «resarcirla» es… vaya, primordialmente en aras de nuestro alivio. Si ella «confía» en nosotros, como dije hace un momento, no lo hace para eso. —Como su amigo semejara aguardar a oír más, fue con decidido gozo como seguidamente él demostró ser capaz de superar la última dificultad—: Lo que ella confía en que hagamos —¡oh, vaya si Mitchy lo había desentrañado!— es dispensarlo a él.
—¿Dispensarlo? —Aquello no impidió que el señor Longdon continuara sombrío.
—Benévolamente. Eso es todo.
—Pero ¿en qué consistiría dispensarlo malévolamente? Me da la impresión de que él ya está (desde cualquier perspectiva) fuera de nuestro alcance. Ha rehusado el pacto.
El señor Longdon le había imprimido a aquello un tono que de súbito hizo que Mitchy pareciera derrumbarse bajo una más acibarada conciencia del asunto:
—Ha rehusado el pacto —hizo de eco con tristeza.
Nuevamente un poco desconcertado, su compañero lo escrutó; entonces espetó con impaciencia:
—Se lo ruego, dígame qué es lo que ha pasado.
Velozmente el otro se sobrepuso:
—Pues que él estuvo aquí, tras una larga ausencia, hace un rato y como si hubiese venido expresamente a verla. Pero tras permanecer media hora se marchó sin haberlo hecho.
Persistió el escrutinio del señor Longdon:
—¿Pasó la media hora con su madre a cambio?
—Oh, «a cambio»… a duras penas se trató de eso. En todo caso él descartó su propio plan.
—Y ¿cuál había sido su propio plan?
—¡Habla usted como si él tuviera tantos como yo! —repuso Mitchy—. La verdad es que en cierto modo los tiene —continuó como para sí mismo—. Pero son de un tipo diferente —le dijo al señor Longdon.
—¿Cuál había sido su propio plan? —se limitó a repetir, no obstante, el anciano.
Ante esto la confesión de Mitchy pareció explicar su previa elusión:
—Nunca lo sabremos.
El señor Longdon vaciló:
—¿No se lo contará a usted?
—¿A mí? —Mitchy guardó silencio—. Menos que a nadie.
Entre ellos ya habían circulado muchas cosas que no habían sido puestas en palabras, y evidentemente otra más, al sentir de ambos, circuló durante el instante que siguió a aquello.
—Mientras estuvo usted en el extranjero —indagó el señor Longdon al poco—, ¿recibió noticias de él?
—Ni una. Ni tampoco escribí una sola palabra.
—Igual que yo —dijo el señor Longdon—. Ni he escrito ni he recibido noticias.
—Ah, pero el caso de usted será diferente. —El señor Longdon, como con el estallido de una agitación controlada hasta ahora, abruptamente había vuelto la espalda y, con el consabido balanceo de sus lentes, había comenzado a deambular casi tempestuosamente—. Usted recibirá noticias.
—Seré inquisitivo.
—Ah, pero lo que Nanda quiere, ya sabe, es que no lo sea usted en exceso.
El señor Longdon divagó meditabundo:
—¿En exceso?…
—A fin de dispensarlo, como íbamos diciendo, benévolamente.
Durante un instante el más maduro de los dos no dijo más, pero al cabo repuso sarcásticamente:
—De hecho, ¿a ella le gustaría que yo lo obsequiara a él con algo?
—¡Seguramente!
—¿Con dinero?
Mitchy sonrió:
—Un bonito regalo[21]. —Otra vez permanecieron cara a cara entregados a intercambios mudos—. ¡Ella no quiere que él se quede sin…! —Ante esto, empero, el señor Longdon tomó a apartarse mientras la mirada de Mitchy lo seguía—. ¿Acaso ello no suministra una especie de vislumbre de lo que ella debe de sentir…?
Se calló, nuevamente desentrañándolo todo, con el efecto de que su amigo regresó junto a él para imbuirse de su esclarecimiento:
—¿Qué es lo que la suministra?
—Caramba, el hecho de que nosotros sigamos apreciándolo.
El señor Longdon se quedó mirando pasmado:
—¿Usted sigue apreciándolo?
—Si yo no siguiese apreciándolo, ¿cómo habría de molestarme…? —Pero a mitad de la frase Mitchy se contuvo bruscamente.
Tras otra mirada, su compañero le puso una mano aquietante sobre el hombro:
—¿Qué es lo que lo molesta?
—¿De él? ¡Oh, nada! —Nuevamente era dueño de sí—. Hay personas así: grandes casos de privilegio.
—¡Él es uno de ellos! —musitó el señor Longdon.
—Helo ahí. Van por la vida, de uno u otro modo, salvaguardados. No pueden dejar de agradar.
—¡Oh —se lamentó el señor Longdon—, si no hubiera sido por eso…!
—Cautivan, subyugan a todo el mundo —insistió Mitchy—. Es el terror sagrado.
Durante un breve rato ambos compañeros semejaron permanecer sumidos juntos en tal elemento; tras lo cual el más maduro volvió la espalda una vez más y pareció continuar caminando envuelto en él.
—¡Pobre Nanda! —llegó seguidamente a los oídos de Mitchy, en un suspiro lejano. Ante esto Mitchy se dirigió imprecisamente hacia la chimenea, en cuya contemplación se abismó hasta que otra vez oyó la voz del señor Longdon—: A fin de cuentas yo ya lo sabía de sobra. Para cerciorarme es para lo que he regresado aquí. Aquella velada, antes de que partiese usted, en casa de la señora Grendon…
—¿Y bien? —Mitchy había vuelto a reunirse con él.
—Pues que me hizo ver claramente el futuro. En aquel momento ya era demasiado tarde.
Mitchy convino con énfasis:
—Demasiado tarde. Ya Nanda era inaceptable para él.
Aunque el señor Longdon hubo de apurar esto, por lo menos lo apuró con calma, contentándose con decir tras unos momentos:
—¿Y la madre de Nanda no lo es?
—Oh, sí. Por completo.
—Y ¿lo sabe la señora Brook?
—Sí, pero no le importa. Se parece a usted y a mí. La señora Brook «sigue apreciándolo».
—Pero ¿de qué le servirá eso a ella?
Mitchy esbozó un encogimiento de hombros:
—¿De qué nos sirve a nosotros?
El señor Longdon reflexionó:
—Nosotros por lo menos podemos sentir respeto hacia nosotros mismos.
—¿Podemos? —sonrió Mitchy.
—Y él puede sentir respeto hacia nosotros —prosiguió su amigo, cual si no lo hubiera oído.
Mitchy pareció casi objetar aquello:
—Él debe de pensar que somos «desusados».
—Vaya, la señora Brook es peor que «desusada». Él no puede sentir respeto hacia ella.
—¡Ah, acaso sea eso precisamente —exclamó riendo Mitchy— lo que más le aprovechará a ella! —Fue la primera vez, empero, que el señor Longdon exteriorizó no comprenderlo ni siquiera tras un minuto; conque él pasó a otro punto con la mayor celeridad posible—: Si usted decide hacer algo, ¿puedo participar yo?
—Pero ¿qué puedo hacer? Si se acabó, se acabó.
—Para él, sí. Pero no para ella ni para usted ni para mí.
—¡Huy, yo no estaré aquí mucho tiempo! —dijo el anciano fatigadamente, volviéndose al siguiente instante hacia la puerta, donde se había presentado uno de los lacayos.
—Saludos de la señora Brookenham, disculpe el señor —anunció este emisario—, y que en este momento la señorita Brookenham está a solas.
—Gracias; ahora mismo subo.
El criado se retiró, y durante un momento volvieron a encontrarse las miradas de los dos visitantes, tras lo cual Mitchy escudriñó en derredor en busca de su sombrero:
—Adiós. Me marcho.
El señor Longdon lo contempló mientras, habiendo hallado ya el sombrero, el otro escudriñaba en derredor en busca de su bastón.
—¿Desea participar usted en todo?
Sin contestar, Mitchy adecentó el sombrero; luego repuso:
—Usted dice que no estará aquí mucho tiempo, pero no la abandonará.
—Oh, me refiero a que no duraré eternamente.
—Bueno, ya que usted mismo lo ha expresado así, a eso es a lo que me refiero yo también. Le aseguro que yo no me desentenderé de ella. Y si puedo ayudarlo…
—¿Ayudarme? —atajó el señor Longdon, mirándolo intensamente.
Esto lo hizo sentirse un poco violento:
—¡Ayudarlo a ayudarla, ya me entiende usted…!
—Es usted maravilloso —repuso el señor Longdon enseguida—. Hace año y medio deseaba ayudarme a ayudar al señor Vanderbank.
—Bueno —dijo Mitchy—, no me dirá usted que no lo he hecho.
—¡Pero sus planes de ayuda son de una munificencia!
—Oh, ya le he hablado sobre mis planes. —Mitchy casi pidió disculpas.
El señor Longdon titubeó:
—En tal caso espero no resultar indiscreto si identifico su casamiento como uno de ellos. ¡Y el hecho de que, habiendo asumido ya una responsabilidad tan grande, parezca usted francamente dispuesto a otra…!
—…¿me caracteriza como una especie de monstruo de generosidad? —Mitchy estudió aquello con semblante ruborizado—. En inmensa medida las dos responsabilidades son una y la misma. Lo único que mi casamiento ha hecho es, por así decirlo, acercarme más a Nanda. Mi esposa y ella, ¿no lo entiende?, son especiales amigas.
Por su parte, el señor Longdon se puso una pizca pálido; miró hacia el suelo con bastante fijeza:
—Entiendo, entiendo. —Entonces alzó la mirada—: Pero (para un viejo como yo) es todo tan extraño.
—Es extraño. —Mitchy habló con gran dulzura—. Pero es espléndido.
Con la cabeza el señor Longdon hizo un gesto negativo que a la vez fue triste y amargo:
—Es deplorable. ¡Pero usted es espléndido! —agregó en un tono distinto mientras salía de la estancia presurosamente.