XXII
Entretanto la destinataria de todo este encomio había vuelto a acomodarse en su sofá, donde recibió el homenaje de su nuevo visitante.
—Yo no soy magnífica, qué va; es el querido señor Longdon quien sí lo es. Acabo de recibir por intermedio de Van la más maravillosa noticia relacionada con él: su manifestación de su deseo de convertir en apetecible para alguien el casarse con mi hija.
—¿«Convertirlo» en apetecible? —Mitchy se quedó atónito—. ¿Es que acaso no lo es?
—Mi querido amigo, pregunta a Van. Por supuesto tú siempre has opinado así. Pero debo decirte, con todo y eso —siguió la señora Brook—, que me dejas encantada.
El propio Mitchy ya había tomado asiento, pero Vanderbank permanecía de pie e incluso se había puesto un tanto tieso. No estaba enfadado —nadie del círculo más íntimo de Buckingham Crescent se enfadaba nunca— pero se lo veía serio y algo atribulado.
—Aunque fuese algo indudablemente positivo —encaró directamente a su anfitriona—, no acabo de entender por qué haces esto. Me refiero a divulgarlo de inmediato.
—Huy, pero ¿es que alguna vez le ocultamos algo a Mitchy? —preguntó la señora Brook.
—¿Es que alguna vez podéis ocultarme algo? Viene a ser lo mismo —dijo Mitchy—. Por lo demás, henos aquí juntos, unidos en todo: una sola gran inteligencia. Es claro que ese «alguien» del señor Longdon es Van. No intentéis tratarme como si fuese un extraño.
Una pizca estrafalariamente, aunque ello no fue más que la sombra de una sombra, Vanderbank paseó su mirada de uno a otra:
—¡Creo que más bien he sido un asno!
—En ese caso, dados los términos de nuestra amistad (como muy bien dice Mitchy), ¿qué podemos él y yo tener mayor derecho a saber y a compadecer? Naturalmente desearás, Mitchy, ¿no es cierto? —continuó la señora Brook—, enterarte de todo lo relacionado con eso.
—Oh, únicamente aludía —explicó Vanderbank— a que lo soy por haberte revelado mi secreto hace un instante. Sin embargo, por supuesto soy consciente —continuó para Mitchy— de que lo que hablemos entre nosotros, sólo entre nosotros quedará. Conque voy a contarte yo mismo de qué va exactamente todo el asunto. —La duración de la pausa que hizo a continuación terminó evidenciando que se había quedado cortado; ante lo cual sus compañeros, mientras aguardaban, intercambiaron una mirada de entendimiento. Aguardaron un rato más, y luego él se dejó caer en una silla donde, echado hacia adelante, con los codos sobre los brazos del asiento y con la mirada fija en la alfombra, prolongó fi silencio. Por último miró a la señora Brook—: Acláralo tú.
Por alguna razón esta solicitud despertó en ella su tono más pueril:
—Creo que no puedo, querido Van, ofrecer una aclaración realmente clara. A estas alturas, sin embargo —continuó para Mitchy—, tú ya estarás bastante informado sobre el señor Longdon y mamá.
—¡Oh, ya lo creo! —exclamó Mitchy riéndose.
—Y sobre mamá y Nanda.
—Oh, absolutamente: el modo como Nanda se la recuerda y la «hermosa devoción» que lo ha hecho tomarle tal cariño a Nanda. Pero ya he adivinado la situación; no hace falta que pongáis los puntos sobre las íes. —Dedicándole otra mirada a su compañero de visita, Mitchy se irguió de repente y permaneció allí rubicundo—: Te ha ofrecido dinero a cambio de casarte con ella. —Le dijo esto a Vanderbank como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Huy, no —intervino la señora Brook con presteza—; simplemente le ha comunicado antes que a ningún otro que el dinero está ahí para Nanda y que por consiguiente…
—…¿el primero que llegue se queda con el premio? —había completado ya Mitchy las palabras de ella—. Entiendo, entiendo. Entonces, para asegurar el destino del dinero —le inquirió a Vanderbank—, ¿debes casarte con ella?
—Si de eso depende todo, ella nunca lo recibirá —respondió la señora Brook—. El querido Van meditará concienzudamente sobre ello, pero no se casará con mi hija.
—¿De veras no lo harás, Van? —preguntó Mitchy desde la alfombrilla de chimenea.
—Jamás, jamás. Nosotros seremos muy gentiles con él, lo ayudaremos, confiaremos y rezaremos por él, pero al final seguiremos —dijo la señora Brook— en el mismo punto en que estamos ahora. El querido Van habrá hecho todo lo posible, y nosotros habremos hecho todo lo posible. El señor Longdon habrá hecho todo lo posible; incluso la pobre Nanda habrá hecho todo lo posible. Pero todo habrá sido en vano. No obstante —continuó exponiendo la señora Brook—, probablemente ella sí recibirá el dinero. A buen seguro el señor Longdon considerará que si ella no se casa lo necesitará aún más que si se casa. Conque por lo menos eso —concluyó— habremos (quiero decir Edward y yo y la chiquilla) salido ganando.
Para llegar a una certidumbre comparable, Mitchy no precisó más que un instante de reflexión:
—Huy, no cabe duda acerca de eso. ¡No son moco de pavo las cosas respecto de las cuales ya podéis respirar tranquilos!… —explicó animadamente.
—¡Desde luego ello significa mucho! —suspiró desahogadamente la señora Brook. Luego dijo en un tono diferente—: Lo que al final el querido Van descubrirá que no puede soportar será, ¿no te das cuenta?, precisamente la posibilidad de parecer haber aceptado un soborno. No querrá, por una parte (por consideración hacia Nanda), impedir que ella reciba el dinero; pero por otra no querrá que la cuestión pecuniaria aparezca mezclada en el asunto… dar la impresión, en definitiva, de que haya hecho falta pagarlo. Se parece a ti, ¿sabes?: es un orgulloso; y ahí será donde nos estrellaremos.
Mitchy había estado escudriñando a su amigo, quien, visiblemente turbado unos minutos atrás, ahora se había recobrado y, a sus anchas, aunque quizá con una sonrisa algo impostada, estaba recostado en su asiento y dejaba vagar la mirada por todas partes excepto por los semblantes de sus compañeros. Saltaba a la vista que en este momento Vanderbank deseaba hacer gala de un bienhumorado desapego.
—Vamos a ver —le dijo Mitchy—, recuerdo que una vez sí propusiste a mi consideración un caso no poco delicado.
—Oh, Van lo propondrá a tu consideración… lo propondrá incluso a mi consideración —espetó la señora Brook—. Se mostrará fascinante, conmovedor, comunicativo… sobre todo se mostrará endiabladamente interesante en relación con ello. Pero tomará su decisión atendiendo a su propio criterio, y su propio criterio no será complacer al señor Longdon.
Mitchy continuó escrutando a su compañero a la luz de estos comentarios, luego orientó su cordial mirada saltona hacia su anfitriona diciendo:
—Es espléndido, ¿verdad?, el encaprichamiento del viejales con él.
La señora Brook vaciló:
—¿Desde el punto de vista del inmenso interés que (en este preciso instante, sin ir más lejos) genera en ti y en mí? Oh sí, es una de las mejores cosas que hemos visto jamás. En cierto modo eso lo equipara a Lady Fanny: «¡La adinerará, no la adinerará… no la adinerará, la adinerará!». Sólo que, para ser perfecto, a todo esto le falta, como digo, el ingrediente de un verdadero suspense.
Mitchy semejó francamente asombrado:
—¿Todo esto carece de suspense, crees tú? No para mí; nanay. —Casi suplicantemente se volvió otra vez hacia su amigo—: Y espero que tampoco para ti.
Cultivando su desapego, al principio Vanderbank no dio más respuesta que si no hubiese oído, y entretanto sus compañeros exhibieron semblantes que acaso dieron menos fe de una ausencia de ansiedad de lo que lo habían hecho sus respectivos discursos. La única manifestación que de momento hizo fue incorporarse y acercarse a Mitchy, ante el cual permaneció un instante riendo bastante educadamente pero de un modo no enteramente alegre. Luego, como para ofrecer una mejor prueba de alegría, pasó a asirlo por los hombros y, sin hablar aún, lo empujó hasta acomodarlo en el asiento que él mismo acababa de abandonar. Desde el sofá, mientras tenía lugar esto, la mirada de la señora Brook permaneció fija en los visitantes. Vanderbank, mientras se paseaba por la estancia y sus compañeros aguardaban, tardó un instante más en dar rienda suelta a lo que llevaba en sus pensamientos.
—Lo que es espléndido, como decimos nosotros —declaró al fin—, es esta extraordinaria libertad y buen humor de nuestra conversación y el hecho de que nos preocupemos de veras (con tal independencia de nuestros intereses privados, con tan escaso egoísmo o cualquier otra vulgaridad) por llegar al fondo de las cosas. El hermoso ejemplo que hace un rato me dio de esto la señora Brook —siguió para Mitchy— fue lo que me hizo exclamar admirativamente ante ti refiriéndome a ella en cuanto entraste. —Él hablaba a uno de sus amigos, pero miraba al otro—. Lo que hay de verdaderamente «supremo» en ella es que, aunque de pronto yo le venga con una interferencia sobre un plan muy querido, su resentimiento personal es nulo: todo lo que desea es entender lo que puede acabar ocurriendo, penetrar la esencia de los acontecimientos y extraer conclusiones. Ella me brinda la verdad, tal como la ve ella, sobre mí mismo, pero sin ningún regocijo perverso aunque dé la casualidad de ser la verdad que más la beneficia. Esto sí que es un mandoble hechicero y lo demás son cuentos.
En Mitchy el aprecio no fue óbice para la diversión:
—Estás cargado de razón en lo que se refiere a nosotros. Pero no por ello deja de ser un mandoble.
Aunque la señora Brook se sentía menos divertida, acaso había seguido aquello con mayor atención:
—Si resulta que me haces tanta justicia, ¿por qué me dirigiste una pregunta tan fría y cruel? Me refiero a cuando me increpaste tan grotescamente por participarle tus noticias a Mitchy. Si la más elevada belleza del esfuerzo por compartir nuestras existencias está (según tu propia elocuencia, recuérdalo) en nuestra sinceridad, lo que hice fue sencillamente obedecer el impulso de hacer algo sincero. Si no somos sinceros, no somos nada.
—¡Nada! —fue Mitchy quien primero reaccionó—. Pero somos sinceros.
—Sí, somos sinceros —dijo Vanderbank a continuación—. Para nosotros es una gran fortuna no haber caído por debajo de nuestro propio nivel; por consiguiente no hay duda de que proseguiremos remontándonos hacia cumbres inigualadas. Pagamos por ello, dice la gente que no nos aprecia, en el fondo de nuestra conciencia…
—Pero la gente que no nos aprecia —atajó Mitchy— no tiene importancia. Además, ¿cómo podemos llegar al fondo de nuestra conciencia…?
—¡Bien dicho! —Vanderbank completó aquella idea—: ¿…sin que yo me encuentre a mí mismo, sin ir más lejos, en ti y en la señora Brook? Nos vemos reflejados a nosotros mismos; somos conscientes de la fascinante totalidad. Te doy las gracias —siguió para la señora Brook tras un instante—, te doy las gracias por tu sinceridad.
A veces costaba un enorme trabajo retener los ojos de ella, pero éstos tenían, hay que decirlo en su favor, sus momentos de quietud. Ella intercambió con Vanderbank una mirada un tanto notable; luego, con un estilo peculiar e intransferible, bruscamente interrumpió esta comunión pero sin parecer olvidarse de él:
—Lo importante es, ¿no te parece? —apeló a Mitchy—, que no nos volvamos tan deslumbrantemente inteligentes como para hacer creer que jamás podríamos ser sencillos. No debemos discernir cosas demasiado portentosas… ni siquiera dentro de nosotros mismos. —Casi perdió la serenidad ante el peligro que examinaba—: ¡Podemos ser sencillos!
—¡Podemos, por todos los santos! —exclamó riendo Mitchy.
—Bueno, ahora mismo estamos siéndolo… y es un gran consuelo dejar eso claro —dijo Vanderbank.
—Pues entonces ya ves —replicó la señora Brook— qué error cometerías discerniendo abismos de frío cálculo en el hecho de que yo haya sido meramente espontánea.
—¡Podemos ser espontáneos! —declaró Mitchy.
—¡Podemos, por todos los santos! —exclamó riendo Vanderbank.
La señora Brook se había vuelto hacia Mitchy:
—Sencillamente quería que tú estuvieras al corriente. Así que lo divulgué de inmediato. En ello no hay nada más complicado que eso. En cuanto a por qué quería que tú estuvieras al corriente…
—¿Qué mejor razón podría haber —atajó Mitchy— que estás llena a rebosar de la conciencia de cuánto querría yo mismo estar al corriente y de la miseria, el absoluto pathos, de mi permanencia en la ignorancia? ¡Imagínate, mi querido camarada —no le quedaba sino planteárselo a Vanderbank—, mi no estar al corriente!
Saltaba a la vista que Vanderbank no podía imaginárselo, pero dijo con bastante aplomo:
—Probablemente te habría informado yo mismo.
—Y ¿cuál es la diferencia?
—Oh, hay una diferencia —dijo la señora Brook, sincera. Después abrió una o dos pulgadas, en beneficio de Vanderbank, la puerta de su turbia brillantez—: Sólo que yo la habría considerado una diferencia en sentido positivo. Claro está que —agregó— todo esto quedará exclusivamente entre nosotros tres y, gracias a ello, ¿no sentís ya el intenso hechizo de que (unidos en tomo a ello) estemos juntos?
Fue como si cada uno de los dos hombres esperase que el otro asintiera mejor de lo que él mismo habría podido hacerlo, y entonces Mitchy, como Vanderbank callara, elegantemente debió, para escudarlo, cambiar de tema:
—Pero ¿no debería estar al corriente Nanda, que es la persona más directamente involucrada?
Ante esto Vanderbank emitió un raro sonido de hilaridad:
—¡Huy, eso sería la hecatombe!
Durante unos segundos esto produjo algo semejante a un escalofrío: un escalofrío que tuvo como consecuencia un silencio momentáneo que a su vez dio más peso a las palabras pronunciadas seguidamente.
—No seré yo quien la informe —dijo la señora Brook suave pero concluyentemente—. ¡He dicho! Podéis estar seguros. Si deseáis una promesa, esto es una promesa. Conque si el señor Longdon guarda silencio —prosiguió—, e igual haces tú, Mitchy, e igual hago yo, ¿cómo diantre podrá ella sospechar nada?
—Naturalmente querrás decir a menos que Van decida informarla él mismo.
Van habría podido ser, teniendo en cuenta el modo en que ellos lo miraron, algún hermoso objeto inconsciente, mas la señora Brook fue muy pronta en replicar:
—Oh, pobre hombre, él nunca dirá una palabra.
—Entiendo. Pues helo ahí.
A esta discusión no tuvo de momento nada que aportar el protagonista de la misma, ni siquiera cuando Mitchy, alzándose de la silla en que había sido confinado a la vez que pronunciaba aquellas últimas palabras, cordialmente se ubicó también, sobre la alfombrilla de chimenea, ante la anfitriona. Por lo visto este desplazamiento no hizo sino intensificar el silencio de Vanderbank, pues fue sin hablar aún como, tras unos momentos, este último se apartó de su amigo y volvió a dejarse caer en el asiento de marras.
—Antes de ahora, como supongo recordarás, ya te he demostrado —le dijo Vanderbank finalmente al otro— que soy plenamente consciente de lo mucho que la señora Brook te preferiría a ti para ocupar el puesto.
—Van está convencido de que lo quiero para mí sola —aclaró benignamente la señora Brook.
Lo cierto es que ella era, como siempre la consideraban ellos, «portentosa», pero acaso ni siquiera ahora lo fue tanto como Mitchy se descubrió capaz de serlo:
—Pero ¿cómo ibas a perder al querido Van… incluso en el peor de los casos? —le preguntó seriamente.
Ella vaciló:
—¿Qué entiendes por el peor de los casos?
—Entonces incluso en el mejor de los casos —sonrió Mitchy—. En el caso de que él incumpla tu predicción; la cual, dicho sea de paso, entraña el riesgo, ¿verdad? (quiero decir para tu prestigio intelectual), de volverlo, como nuestras niñeras nos llamaban a todos, «respondón».
—Oh, ya he pensado en eso —repuso la señora Brook—. Pero Van no hará, en términos globales, ni siquiera por el gusto de dejarme con un palmo de narices, lo que no querrá hacer. Yo no he dicho que vaya a perderlo —prosiguió—; eso no es más que la visión que él mismo tiene… o más bien, para hacerle perfecta justicia, la idea que candorosamente me imputa a mí aunque sin, me imagino (pues hasta tan lejos no llego), atribuirme nada tan inenarrablemente bête como un sentimiento de celos.
—Ni en sueños pensarías que supongo de ti algo inapropiado —dijo Vanderbank ante aquello— si comprendieras plenamente hasta qué punto persevero en mi admiración hacia ti. Sólo que lo que me deja un poco estupefacto —insistió— es la extraordinaria libertad crítica (o, si queremos, podemos llamarla la elevada objetividad intelectual) con que discutimos una cuestión que te toca, querida señora Brook, tan de cerca e involucra de tal modo tus más íntimos y sagrados sentimientos. ¿Con qué estamos jugando, a fin de cuentas, sino con la futura felicidad de Nanda?
—¡Oh, yo no estoy jugando! —declaró la señora Brook con un leve estertor de emoción.
—Ella no está jugando —lo confirmó con gravedad el señor Mitchett—. ¿No percibes en el mismísimo ambiente la vibración de esa pasión que sencillamente ella es demasiado delicada para colgar públicamente en la ventana como una ama de casa cuelga el mantel o un chauvinista la bandera nacional? —Entonces recogió las palabras que con anterioridad había dicho Vanderbank—: Naturalmente, mi querido amigo, yo soy «consciente», como dices tú, de todo, y no cometo una indiscreción, ¿verdad, señora Brook?, al admitir en tu nombre tanto como en el mío propio que hay una imposibilidad que a veces hemos discutido tú y yo. Sólo que (¡Dios nos bendiga a todos!) no es que desde hace mucho tiempo yo no haya comprendido que aquí no hay nada para mí.
—¡Eh, un momento, un momento! —intervino la señora Brook.
—Ella tiene la teoría —Vanderbank, desde su silla, se lo aclaró a Mitchy, quien se cernía ante ellos— de que tu oportunidad llegará, más tarde, tras de que yo haya revelado mi verdadera disposición.
—¡Ah, pero eso es precisamente —respondió Mitchy con prontitud— lo que jamás harás! «Más tarde» caminarás envuelto en un magnífico misterio no menos de lo que lo haces actualmente: seguirás disfrutando de la ventaja de todo aquello con que nuestra imaginación, perpetuamente absorta, a menudo desconcertada y nunca harta, seguirá engalanándote. De idéntico modo, Nanda, hasta el final de sus días, se limitará a continuar siendo poética, o coherente, o desprendida, o lo que se nos antoje llamarla. Para nosotros, que en comparación somos chabacanos, puede suponer alguna diferencia, pero ¿qué diferencia supondrá para ella tanto como si te decantas por ella como si no? Ella no puede poseerte, en su interior, en medida mayor de lo que ya te posee; y precisamente dicha medida es tan enorme que no queda sitio para nadie más. ¿Dónde, por consiguiente, sin tal sitio, quepo yo?
—En ningún sitio, está claro —pareció musitar servicialmente Vanderbank.
La señora Brook había escuchado a Mitchy con notoria admiración, pero ante esto le dedicó a Van una mirada que fue como la caída de un brote de la misma rama:
—Ah, en tal caso, ¿estaré siempre en este plan con ambos de vosotros? ¡Eso será ameno! —Ella tuvo, empero, a renglón seguido, una súbita mudanza que matizó el cuadro—: Eres tan divino, Mitchy, que ¿cómo podrías no conquistar, a la larga, el corazón de cualquier mujer?
No es que Mitchy se sintiera impresionado; únicamente fue que se mostró cortés:
—¿Qué quieres decir con eso de «a la larga»? ¿Perseverar hasta que yo haya cumplido ochenta años?
—Oh, tu genio es de una especie que ganará muchísimo al llegar a la edad madura. Entonces cosecharás de un modo u otro, piensa una, todo lo que has sembrado.
Mitchy siguió aceptando aquella profecía sólo para desacreditarla:
—¿A tener ochenta años lo llamas la edad madura? Quia, mi belleza interior, querida amiga (si eso es lo que entiendes por mi genio), es precisamente mi maldición. ¿Qué diantres cosecha un hombre implado de bondad? La bondad vuelve necesario el tipo de aprecio que vuelve innecesarios todos los demás tipos de aprecio.
—¡Pues mira: eso es una paradoja barata! —suspiró Vanderbank sufridamente—. Quedas penalizado con una multa.
Acaso fue menos sufridamente como la señora Brook ratificó:
—Sí, en eso somos inflexibles. Cinco libras, si no te importa.
Mitchy sacó su cartera, si bien explicó:
—Lo que quiero decir es que yo no genero lo fundamental. —Tras lo cual extrajo un crujiente billete.
—¿Ah, no? —preguntó Vanderbank, quien, habiéndole cogido el billete para alargárselo a la señora Brook, lo conservó un momento, gentilmente, para recalcar su incredulidad.
—Lo fundamental es el terror sagrado. Eres tú quien genera eso.
—¡Ah! —Y Vanderbank depositó el dinero sobre la mesita que había junto al codo de la señora Brook.
—¿No tengo razón, señora Brook? ¿Acaso Van no lo genera, tremendamente, y acaso no es el terror sagrado lo que funciona mejor que ninguna otra cosa?
Nuevamente los dos, cual si estuviesen conchabados, contemplaron en una comunidad de interés a su compañero, que soportó esto con una pinta que manifiestamente pretendía ser el feliz término medio entre la turbación y el triunfo. Luego la señora Brook patentizó haberle gustado aquella expresión:
—¡El terror sagrado! Sí, servidora lo percibe. Es eso.
—El mejor ejemplo de ello —prosiguió Mitchy— que he visto jamás. Mi alegato queda, pues, suficientemente consolidado.
—Huy, no me parece que pueda decirse que haya quedado así —replicó Vanderbank— hasta que le hayas puesto un lacito rosa haciendo por Nanda lo que ella más anhela que hagas.
Mitchy comprendió aquello sin ningún asomo de extrañeza:
—Oh, ¿pidiéndole a la duquesa la mano de la pequeña Aggie? —No dedicó sino un instante a meditarlo—: Bueno, yo sería capaz de pedírsela, para complacer a Nanda. Sólo que nunca he comprendido del todo la razón de su anhelo.
—En gran parte la razón es —contestó su amigo— que, teniéndole mucho aprecio a Aggie, y de hecho admirándola extremadamente, Nanda desea hacer algo bueno por ella y apartarla de cualquier cosa mala. ¿Es que no sabes que (es realmente enternecedor) literalmente Nanda le rinde culto a Aggie?
Mitchy, con toda su percatación, vibró ante aquel toque:
—Sí, ¿no es realmente enternecedor?
—Pues bien —continuó Vanderbank—, para su amiga captura a un fénix como tú, y para ti captura a una fénix como su amiga. Sería arduo decir por quién de los dos se esfuerza más en realizar la buena acción. En resumidas cuentas os quiere mucho a ambos —siguió desarrollando la idea—, aunque tal vez, si se piensa en ello, el valor que te atribuye a ti, Mitchy, en la operación, es ligeramente más alto. En todo caso son rematadamente hermosos (y asimismo rematadamente chocantes) sus sentimientos hacia la tipología de Aggie, que está separada de la suya propia por abismos infranqueables.
—¡Huy —exclamó riendo Mitchy—, pues entonces piensa en sus sentimientos hacia la mía!
Aún más serenado ahora y con la cabeza echada hacia atrás, Vanderbank miró alto y lejos:
—¡Ah, en Nanda hay cada elemento…! —Ante esto sus compañeros intercambiaron una mirada, mientras él agregaba—: A decir verdad la pequeña Aggie es el tipo de criatura que a ella le habría gustado ser capaz de ser.
—Pues bien —dijo Mitchy—, yo la habría adorado incluso si ella hubiese sido capaz.
Durante algunos minutos, la señora Brook no había representado ningún papel audible, mas en ella quizá el agudo observador que constantemente estamos dando por supuesto habría advertido, a guisa de uno de los efectos del especial carácter hoy de la presencia de Vanderbank, cierta irritación sofocada.
—Ella jamás habría sido capaz —intervino ahora—, teniendo una madre tan negligente… o más bien, para decirlo con mayor propiedad, tan perversa.
—Y no obstante, mi querida amiga —reflexionó Mitchy con presteza—, en el caso de la pequeña Aggie, no es que la duquesa se haya abstenido…
La señora Brook estaba henchida de sabiduría:
—Vaya, eso es algo bien diferente. Yo no soy, como madre (¿a que no, Van?), suficientemente mala. Eso es lo que me pasa. Aggie, ¿no os dais cuenta?, es la virtud y la moralidad de la duquesa; las cuales, teniéndolas de ese modo fuera de una, como si dijéramos, son mucho más llevaderas. Para Jane la chiquilla ha sido, lo reconozco, un trabajillo mayúsculo, pero Jane la ha gobernado con mano firme y la ha conformado como una maravillosa labor de costura. ¡Oh, como bordado, es de un soigné! Hela ahí, lista para ser exhibida. Una mujer como yo tiene que ser ella misma, pobre criatura, su propia virtud y su propia moralidad. ¿Qué queréis que os diga? Es nuestra abrumadora idiosincrasia inglesa.
—Así es que aun en el mejor de los casos la hija de una mujer como tú —sintonizó Mitchy— ¿sólo puede, por regla de tres, esperar convertirse en el vicio y la inmoralidad de su madre?
Pero la señora Brook, sin contestar a la pregunta, parecía haberse sumido de repente en un mar de pensamientos.
—La única forma —dijo— de que Nanda hubiese sido realmente presentable…
—…¿habría sido que tú fueras como Jane?
Durante un instante Mitchy y su anfitriona parecieron, ante esto, contemplar juntos una trágica verdad. Luego ella cabeceó pesarosa:
—Siempre nos damos cuenta de nuestros errores demasiado tarde. —Ella repitió el gesto, como para desentenderse de todo, y mientras tanto Vanderbank, sacando su reloj, se había puesto en pie con una carcajada que revelaba cierta desatención y le había dirigido a Mitchy un comentario al efecto de marcharse juntos. Mitchy, momentáneamente ocupado con la señora Brook, había asentido con una mera inclinación de cabeza, mas la actitud de los dos hombres se había transformado en la de una despedida. Su amiga los miró como si desease retener a uno de ellos, por alguna razón relacionada de alguna manera con el otro, pero estuviese extrañamente, casi ridículamente indecisa a la hora de escoger. Lo que de hecho hubo en el rostro femenino durante este breve pasaje habría podido resultar ser, si hubiésemos escarbado, el destello de la sensación de que, a despecho de cualquier intimidad y cordialidad, ellos dos sólo podrían estar, en el fondo y según solían salir las cosas, unidos en contra de ella. Sin embargo, por fin hizo una especie de elección prosiguiendo para Mitchy—: Van no te ha contado en absoluto la verdadera razón del anhelo de Nanda de que te cases con Aggie.
—Oh, eso me parece territorio vedado —dijo Vanderbank—. Además, él la sabe muy bien.
Mitchy sacó a la luz, sin dilaciones, lo que había dentro de sí mismo y de todos:
—Caramba, que así Nanda me aleja, ¿no es cierto?
Ahora inquieto y paseándose por la estancia, Vanderbank se detuvo, al oír aquello, dirigiéndole una sonrisa a la señora Brook:
—¡La sabemos pero que muy bien!
—No si Mitchy no comprende —replicó ella tras un instante mientras se volvía hacia este último— que en la naturaleza de las cosas está escrito que lo que a él mismo realmente le hace «tilín» sólo puede ser…
—Ya lo creo. —Mitchy completó la idea de su anfitriona sin dudar—:…una muchacha que sea, como dices tú, inconfundible e incorregiblemente moderna y en quien haya sido desbaratado (oh, naturalmente de un modo tácito, pero no por ello menos efectivo) el piadoso fraude de la tópica semejanza a una hoja de papel en blanco. Ya me has inculcado eso muchas veces. Lo comprendo pero que muy bien. Si yo me resolviese a casarme con Aggie sería exclusivamente por complacer. Una joven moderna, producto de nuestras crudas realidades londinenses y de la inevitable conciencia que ella tenga de éstas tal como son: semejante criatura maravillosa es, lo reconozco sin ambages, mi ideal absoluto, y no me avergüenza decir que cuando me gusta un individuo concreto no le tengo miedo a su tipología general. Nanda sabe demasiadas cosas, no digo que no; pero a fin de cuentas no sabe ni la millonésima parte de lo que sé yo.
—¡No estoy muy segura! —exclamó con seriedad la señora Brook.
Él se había hecho oír claramente y prosiguió con una diafanidad desacostumbrada:
—Y, producto por producto, si a eso vamos, yo mismo soy un producto más peliagudo que ningún otro. ¡Hay que ver la de tradiciones que yo hago fosfatina! —exclamó riendo Mitchy.
La señora Brook se había incorporado y otra vez Vanderbank se había dirigido hasta la ventana.
—He ahí exactamente por qué —repuso ella— tú y ella sois un par de monstruos y vuestra monstruosidad armonizaría y saldría reforzada. Es incontestable que Nanda sabe demasiadas cosas —agregó.
—Claramente —dijo Mitchy, con determinación— la culpa es toda mía.
—No toda… a menos que —replicó la señora Brook— ése sea tan sólo un modo suave de decir que es principalmente mía.
—Oh, también tuya… inmensamente; de hecho, es culpa de lodos. Incluso de Edward, me atrevería a decir; y ciertamente, inequívocamente, de Harold. Ah, y del propio Van… ¡sin duda! —continuó Mitchy—; por mucho que vuelva la espalda y se abstenga de decir nada.
En la espalda que Vanderbank les volvía fue en lo que ahora se posó la mirada de la señora Brook:
—Precisamente por eso Van no debería tener miedo de Nanda.
Él se dio la vuelta inmediatamente:
—Oh, yo no niego mi parte de culpa.
Él resplandeció ante ellos con bastante brillo y la señora Brook, meditabunda, melancólica, abierta, recibió ese esplendor durante algunos momentos.
—¡Y pensar, sin embargo, que a fin de cuentas todo ha sido a través de mera charla! —exclamó ella.
De nuevo algo en su tono hizo que prorrumpieran en carcajadas sus oyentes; de tal manera que todavía con apariencia de buen humor fue como comentó Vanderbank:
—Mera, mera, mera. Pero tal vez haya sido precisamente ese «mera» lo que nos ha hecho recorrer tan amplia gama temática.
La perspicacia de la señora Brook ahondó:
—¿Insinúas que no disfrutamos de la eximente de pasión?
Una vez más sus compañeros dieron vía libre al jolgorio, pero luego de un momento Vanderbank dijo menos campechanamente:
—¡Así están las cosas! —Dicho esto, asimismo ofreció la mano.
—Tienes miedo —replicó ella mientras se la estrechaba; tras lo cual, como él no reaccionara, lo retuvo ante sí—: ¿Quieres decir que realmente no sabes si ella lo recibirá?
—¿El dinero, si Van no acepta el pacto? —espetó Mitchy casi con un aire de responsabilidad interrumpiendo el silencio de Vanderbank—. ¡Ah, pero, como ya hemos dicho, a buen seguro…!
Fueron los ojos de Mitchy los que Vanderbank encaró:
—Sí, yo diría que lo recibirá.
—¡En ese caso quizá, a modo de compensación, incluso recibirá más!…
—¿Si yo no acepto el pacto? ¡Ah! —dijo Vanderbank. Y mudó de color.
A estas alturas él ya había salido de la estancia, mas la señora Brook retuvo a Mitchy un instante más:
—Ahora (gracias a esa sugerencia). Van cree tener la posibilidad de demostrar algo. No aceptará el pacto.