XIII
Harold Brookenham, a quien el señor Cashmore, hecho pasar y anunciado, había hallado en pleno acto de tomarse una taza de té ante la mesa aparentemente recién preparada… Harold Brookenham, digo, fue al grano con una acometida tan directa como para presentarle a su visitante una opción entre nada más que dos suposiciones: la de una zambullida a la desesperada, para pasar cuanto antes aquella vergüenza, o la de la arraigada costumbre de formular tamañas peticiones, la cual le había inculcado al muchacho el camino más corto. No había una gran perspicacia en el rostro del señor Cashmore, quien de alguna forma era masivo pero sin majestuosidad; de todos modos acaso no había sido impermeable a la sospecha de que la turbación de su joven amigo no era sino una precaución facilona, un deliberado correctivo contra el peligro de parecer descarado. No habría resultado imposible especular que si Harold bajaba la vista y se mostraba agitado era primordialmente en aras de las apariencias. Tal vez la experiencia había enseñado que uno podía pedir un billete de cinco libras igual que uno pedía lumbre para el pitillo; pero uno debía refrenar el campechano impulso de pedir ambas cosas con el mismo estilo. Lo cierto es que el señor Cashmore había parecido sorprenderse, si bien no tantísimo globalmente como el joven parecía haberse esperado. Hubo casi una sutil elegancia en la combinación de prontitud y recato con que Harold asumió la responsabilidad de la absoluta posesión del crujiente papel-moneda que con lenta firmeza deslizó dentro del bolsillo de su chaleco, frotándolo durante esta operación delicadamente contra el dril de suave color amarillo pardusco con que había sido confeccionada dicha prenda.
—Es tan endiabladísimamente gentil por su parte, que en verdad no sé qué decir. —Hubo una marcada semejanza, en la entonación de estas palabras, con la dulzura de los desánimos de su madre y la suavidad de los gemidos de la misma. Era como si en ese momento se hubiese sentido tentado de moralizar, pero la mirada que alzó hacia su benefactor tuvo el sumamente extraño efecto de identificar a este mismísimo personaje como el inspirador de la moraleja.
El señor Cashmore, que habría sido muy pelirrojo si no hubiese sido muy calvo, ostentaba un monóculo y un voluminoso labio superior; era tan corpulento como garboso, con gestitos avinagrados e intensas exclamaciones que no se acordaban con su tipología.
—Puedes decir lo que quieras —repuso— con tal que no digas que ya me lo devolverás. Eso es siempre un despropósito; lo odio.
Harold siguió melancólico, pero se mostró realmente supremo:
—En tal caso no lo diré. —Pensativamente, durante unos momentos, pareció imaginarse aquellas palabras, en su plena absurdidad, pronunciadas por los labios de algún joven que, a diferencia de él, no fuese discreto—. Comprendo muy bien a qué se refiere.
—Pero mi opinión, ¿sabes?, es que deberías contárselo a tu padre —dijo el señor Cashmore.
—¿Contarle que le he pedido prestado a usted?
Bienhumoradamente el señor Cashmore dudó:
—Eso me estaría bien empleado… es tan increíble que yo haya atendido tu petición. Cuéntaselo, desde luego —siguió tras un instante—. Pero lo que quería decir es que si pasas tales estrecheces deberías hablar con él como un hombre.
Harold sonrió ante la ingenuidad de un amigo capaz de imaginar que él no había agotado ya aquel recurso:
—Siempre estoy hablando con él como un hombre, y es precisamente eso lo que lo saca de sus casillas. En mis propias narices niega que yo sea un hombre. Podría inferirse, escuchándolo, no sólo que lo que soy es un niño malo, sino además que apenas soy siquiera humano. Es incapaz de concebir que yo padezca ninguna necesidad.
—Huy —dijo riendo el señor Cashmore—, todos los jovenzuelos tenéis tantas necesidades, ya lo sé, como la sección de ofertas de trabajo de The Times.
Harold manifestó admiración:
—Qué aguda frase. Si usted cree tener el deber de hablar sobre ello —continuó—, mejor hágalo con mamá. —Se fijó en la hora—. Me marcho, si me dispensa usted, para darle oportunidad de hacerlo.
El visitante consultó su propio reloj y dijo:
—Es tu propia madre quien da oportunidades… las oportunidades que tú aprovechas.
Harold se mostró cortés y formal:
—Ella ha llegado, lo sé. Estará con usted dentro de un instante.
El muchacho ya había recorrido la mitad de la distancia que los separaba de la puerta, pero el señor Cashmore, pese a toda su condescendencia, aún no había concluido con él:
—Supongo que quieres decir que si es sólo tu madre quien se entera, puedes confiar en que te encubrirá.
Harold le dio vueltas a aquello como si fuese una moneda de curso dudoso, pero tras pensarlo mejor sonrió maravillosamente:
—¿Cree que después de haberme prestado dinero está usted en condiciones de hablar sobre ello? Estaría en condiciones, desde luego, si se hubiese negado. —Semejó examinar todas las posibilidades en beneficio del señor Cashmore—. Pero no me importa —agregó— que se lo cuente a mamá.
—¿No te importa, quieres decir de veras, que eso la consterne bárbaramente?
La invitación al arrepentimiento contenida en esto no pudo menos que parecerle absurda al joven: era demasiado previa al disfrute de cualquier placer. A Harold le gustaba que las cosas se presentaran en su orden debido; pero a la vez su capacidad de maniobra era pasmosa:
—No cabe duda de que soy egoísta, pero en lo que pensaba era en que el terrible sermón, ¿sabe?…, vaya, estoy dispuesto a recibirlo de ella. Ella sabe lo que es la vida; sabe de nuestra necesidad de salir adelante después de que, sin tener nosotros arte ni parte, nuestros progenitores nos hayan puesto a caminar. Lo sabe todo sobre necesidades: nadie tiene más que mamá.
El señor Cashmore se quedó mirando extrañado, pero también con pinta de diversión:
—¿Así que ella dirá que has hecho bien?
—Oh, no; me echará un tremendo rapapolvo. Pero reconocerá que en semejantes aprietos hay que hacer algo más en pro de servidor, y eso bien podría conducir a algo (indirectamente, ¿se da usted cuenta?, pues ella no se lo contará a mi padre, sino que únicamente, a su peculiar modo, influirá sobre él) que me colocará en circunstancias más cómodas y por lo cual, consiguientemente, en el fondo tendré que darle las gracias a usted.
El ojo auxiliado por el monóculo del señor Cashmore había atalayado, durante esta alocución, con un perceptible aumento de algo semejante a la inquietud, al beneficiario de su rumbosidad. De alguna forma el hilo de su relación mutua se había extraviado en este giro imprevisto, y el señor Cashmore hubo de limitarse a hacer gala de su estatura, su posición y su rectitud, cosas siempre convenientes en presencia del retorcimiento:
—No voy a contarle nada a tu madre, pero creo que debería alegrarme bastante de que no seas hijo mío.
Ante este nuevo elemento de la conversación Harold se maravilló:
—¿Es que sus hijos nunca…?
—…¿piden prestado dinero a los visitantes de su madre? —El señor Cashmore había recogido sus palabras, deseoso, a las claras, de responderle concienzudamente; pero la pregunta fue atacada de flanco por la señora Brookenham en persona, quien había abierto la puerta mientras hablaba este amigo y avanzó rápidamente haciéndose eco de ella:
—¿Los visitantes de Lady Fanny? —Y, aunque la mirada femenina más bien rehuyó que encaró la del marido de milady, ella pareció envolverlo con una despistada pero experta comprensión—: ¿Qué diantres estás contándole a Harold sobre ellos? —Así fue como al cabo de unos minutos el señor Cashmore, sentado en el sofá cara a cara con ella, halló su propia conciencia absolutamente purgada de su reciente sensación de debilidad y vio que tomaba un nuevo giro el problema de lo que, en el propio salón de uno, puede tramarse a espaldas de uno. Harold se había esfumado raudamente, había sido tácitamente despachado; e incluso en tan breve lapso de tiempo el visitante de la señora Brook ya había explorado una vía tan distinta que había suscitado en su anfitriona esta pequeña pregunta serena—: ¿«Regalos»? ¡No querrás decir dinero!
Él sintió plenamente la importancia de dejar claro lo que quería decir, aunque fuese mediante su silencio y su monóculo.
—La dispendiosidad de mi esposa —explicó al fin— supera todo límite, y aun cuando hay bastantes facturas, bien lo sabe Dios, que me llegan a mí, no concibo cómo logra apañárselas a menos que haya otras que les llegan a otros.
La señora Brookenham le había servido su té; el suyo propio lo había dejado sobre una mesita cercana a ella, y ya estaba en condiciones de entregarse generosamente al impulso experimentado, ante aquello, de consagrarse a un asunto de auténtico interés. Excepto a Harold ella era incapaz de hacerle reproches a nadie, si bien había diversos grados, naturalmente, dentro de su tolerancia, y para un espectador la descripción que de ella había hecho su hija ante el señor Longdon en el sentido de que carecía de prejuicios se habría visto corroborada por el peculiar sentimiento que las palabras del señor Cashmore la movieron a exteriorizar. ¿Qué pareció espectacularmente dicho sentimiento sino extrañamente digresivo?
—Pierdo la paciencia cuando te oigo hablar como si no fueras asquerosamente rico.
Él la miró un instante como especulando que tal vez ella se había formado aquella idea a través de Harold, y replicó:
—¿A qué viene eso? ¿Acaso un hombre rico disfruta más que uno pobre cuando su mujer lo hace pasar por tonto?
Los ojos femeninos se abrieron exageradamente: era una de las escasísimas formas en que ella delataba sentirse divertida. En realidad aquí había poco ante lo cual sentirse divertido salvo el preciso calificativo infamante que él había escogido para sí mismo.
—Sabes muy bien que no te creo ni una palabra —dijo ella.
El señor Cashmore se bebió su té, después se levantó para dejar la taza en algún sitio y la depositó, rehusando con un gesto toda ayuda. Cuando otra vez se hubo sentado en el sofá reanudó su charla íntima:
—Me gusta enormemente estar contigo, pero no debes pensar que he acudido aquí para tolerarte decirme cosas tan desagradables. —El señor Cashmore era un compuesto insólito, y su aire de salud personal, la impoluta lozanía que a veces infundía una monstruosa serenidad al modo como mencionaba sin mayor problema lo apenas mencionable, era un rasgo compensado o igualado por su gracioso empleo de rodeos semánticos para referirse a cosas mucho menos comprometidas—. Ya sabes para qué acudo a ti, señora Brook; no estoy dispuesto a acudir más si te propones mostrarte intratable y ofensiva.
—Acudes a mí, supongo, porque (para mi profunda desventura, te lo garantizo) tengo una especie de capacidad de ver las cosas, de ver la miserable degradación en que todos os enredáis y con la cual vosotros mismos disfrutáis tan poco como si, revolviéndoos unos encima de otros en montón, fuerais una camada de gatitos atolondrados.
—¡Ésa es una metáfora de campeonato: no sabes qué ánimos me das! —Él había prorrumpido en regocijo con el estilo de un hombre que tomara nota de cualquier dicho ingenioso para su posterior uso en una tribuna; pero al siguiente instante volvió a ponerse serio, cual si su propio comentario le hubiese recordado el cumplido que Harold acababa de dedicar a su agudeza fraseológica. Fue con este talante como espetó abruptamente—: ¿Dónde, por cierto, está tu hija?
—No tengo la menor idea. Hago todo lo que puedo para participar en la vida que ella lleva, pero es imposible montarse en un tren mientras marcha a toda máquina.
Nuevamente el señor Cashmore basculó hacia la hilaridad:
—Eres un manantial de sorpresas. ¿Quieres decir que ella es tan «desbocada»? —Él sabía mantener la bola rodando.
La señora Brookenham vaciló:
—No; es una maravillosa criatura, y somos muy buenas amigas. Pero ella tiene su joven vida libre, que, merced a esa ley de nuestra época que estoy segura de que sólo deseo (como en el caso de todas las demás leyes, una vez que sé en qué consisten) acatar… ella tiene su preciosa juventud de experiencias que me digo a mí misma que, en lo que respecta a ejercer control, debo respetar. Procuro sentarme a hablar con ella, y a menudo ella se presta, porque es amable. Pero antes de poder darme cuenta vuelve a dejarme sola: opina que su presencia impone restricciones a la libertad de mis conversaciones con los demás.
Ante tal cuadro el señor Cashmore se sintió impresionado:
—Cuánta consideración por su parte.
—¿A que es un encanto? —Este pensamiento, para la señora Brook, francamente semejó abrir amplias perspectivas—: ¡La hija moderna!
—¡Pero no la madre arcaica! —sonrió el señor Cashmore.
Con la cabeza ella hizo un gesto negativo que insinuó todo un mundo de asumidas aflicciones:
—«¡Devolvedme, devolvedme siquiera un instante de mi perdida juventud!». Ah, en mí ya no queda una sola vibración que me permita corresponder a un cumplido. Ahora me siento aquí a afrontar las cosas tal como son. A su debido tumo las cosas van llegando, te lo aseguro… y me hallan —suspiró la señora Brook— preparada. Nanda ha irrumpido en escena, y yo le cedo todo el teatro. Además —siguió pensativamente— todo esto resulta inmensamente interesante. Es la hija moderna: entre mi hija y yo realmente estamos «creando» este personaje; y dado que lo moderno ha sido siempre mi propio lema (siempre he procurado sinceramente, quiero decir, estar en sintonía con mi Tiempo), ¿quién es una, a fin de cuentas, para negarse a seguir el rumbo que lo moderno pueda marcarle? —El señor Cashmore no se consideró preparado para responder a esta pregunta, y su anfitriona continuó en un tono distinto—: ¡Es maravilloso que ella se preocupe por ahorrarme quebraderos de cabeza!
Para el visitante, aquello era terreno más firme:
—¿Te refieres a lo de charlar con otras personas delante de ella?
Fue decididamente tierna la confirmación de la señora Brook:
—No está dispuesta a recortar en lo más mínimo mi felicidad. Es como si la pobre criatura supiera, ¿te das cuenta?, las cosas sobre las que, si no, deberíamos abstenemos de hablar. Quiere que no tengamos que medir nuestras palabras. ¡Es casi maternal! —meditó otra vez. Luego, como con el placer de exponérselo de nuevo, exclamó—: ¡Ésta sí que es la hija moderna!
—Pues bien —dijo el señor Cashmore—, yo no puedo evitar desear que fuese un poco menos considerada. En ese caso yo podría encontrarla aquí contigo, y sinceramente puedo decirte que ella se ocupa de mí mejor que tú. Para mí tiene el gran mérito, en primer lugar, de no ser tan ferviente admiradora de mi esposa. La señora Brookenham recogió con interés aquellas palabras:
—En efecto, tienes razón: ella no trata, a diferencia de mí, a Lady Fanny, y en cierta forma eso es toda una suerte.
—Ahí lo tienes, entonces, incoherente criatura —exclamó él con una carcajada—; después de todo resulta que sí me crees. Admites lo descarriado que para tu hija sería no darse cuenta de que Fanny es una malvada.
—Qué pesado te pones, mi querido amigo —replicó la señora Brook—, con tus ridículas simplificaciones. Fanny no es «malvada»; es magníficamente buena… en el sentido de ser desprendida y natural y genuina, adorablemente espontánea y sin la menor mesquinerie. Es una gran estatua calmosa de plata.
El señor Cashmore exhibió, ante esto, parte de la energía que se adquiere con la reiterada práctica del debate público:
—Entonces, ¿por qué te alegras de que tu hija no haga buenas migas con ella?
La señora Brook sonrió como con la tristeza de contar con muchísimos elementos para salir victoriosa:
—Porque yo no estoy, como Fanny, desprovista de mesquinerie. No soy desprendida y natural. Estoy exageradamente preocupada por Nanda. Me preocupa, a pesar de mí misma, lo que la gente pueda decir. Tu esposa no: siente una altiva indiferencia. Yo puedo ser una pizca menos valiente debido al riesgo de que mi hija pueda no opinar como el resto de la sociedad.
El señor Cashmore había seguido aquello con bastante dificultad:
—¿«Opinar» sobre ella?
La señora Brook se mantuvo en la brecha:
—Habría, en ese caso, tal vez, algo que advertirle a mi hija que no proclamara a voces. Cuando dices —continuó— que servidora admite, en lo relativo a Fanny, alguna tacha, tergiversas horrorosamente lo que servidora reconoce sin tapujos: que Fanny es una gran pagana gloriosa. Es una inmensa satisfacción encontrarse ante un espécimen así: es como un fragmento vivo de Historia. Así y todo, si me preguntas por qué entonces no es conveniente que las jóvenes criaturas «proclamen a voces», como yo digo, ciertas cosas, tengo perfectamente preparada mi respuesta. —Tras lo cual, como su visitante pareciera no sólo demasiado anonadado como para dudarlo, sino también demasiado desconcertado como para establecer distingos, en aras de su propia reputación, entre resignarse y asombrarse, ella declaró—: Porque Fanny es un ser puramente instintivo. Sus instintos son espléndidos… pero eso es aterrador.
—¡Es todo cuanto siempre he afirmado que eso es! —exclamó el señor Cashmore—. Es aterrador.
—Bien —repuso su amiga—. Yo la observo. Todos la observamos. Igual que si observáramos un grandioso fenómeno natural lleno de poesía: un amanecer alpino o una gran pleamar.
—¡Eres increíble! —dijo riéndose el señor Cashmore—. También yo la observo.
—Y asimismo te observo a ti —prosiguió diáfanamente la señora Brook—. Lo que no me creo ni por un momento es que haya otro hombre que paga las facturas de Fanny. Es muchísimo más probable —comentó sagazmente— que permanezcan perpetuamente impagadas.
—¡Ah, bueno, si ella puede seguir en ese plan…!
—Es imposible que en todo Londres exista un establecimiento —siguió la señora Brook— donde no se sientan entusiasmados de vestir a una mujer semejante. Ella publicita las ropas, ¿no te das cuenta?, igual que una hermosa región turística publicita los letreros en los campos y los carteles en los peñascos. Además, ¿qué pruebas puedes aducir? —preguntó.
El señor Cashmore se sentía cada vez más agitado; se quitó una hilacha suelta de la rodilla del pantalón y dijo:
—¡Oh, cuando hablas de «aducir»…! —Pareció indicar, como con la insinuación de que si ella no tenía más cuidado acabaría resultándole fastidiosa, que aquél era el tipo de palabra que él utilizaba exclusivamente en la Cámara de los Comunes.
—Cuando hablo de aducir eres incapaz de contestarme —replicó ella plácidamente. Pero le clavó la mirada con su fatigada penetración—: Intentas creer lo que no puedes creer, a fin de encontrar excusas para ti mismo. Y ella hace igual… sólo que menos, pues ella reconoce menos, en general, la necesidad de contar con excusas. Ella es tan grandiosa y tan sencilla.
El pobre señor Cashmore se quedó mirando fijamente:
—¿Más grandiosa y más sencilla que yo, quieres decir?
La señora Brookenham reflexionó:
—No más sencilla, no; pero sí mucho más grandiosa. A decir verdad ella no vería, en el caso que imaginas, la necesidad de eso que imaginas.
El señor Cashmore se quedó atónito; aquello era casi críptico.
—No te entiendo —declaró.
Viéndolo todo desde oscuras profundidades, la señora Brook escarbó aún más y más hondo:
—¡Hemos hablado tanto sobre ella!
El señor Cashmore refunfuñó como si lo supiera sobradamente:
—¡Vaya si hemos hablado sobre ella!
—Me refiero a nosotros. —Fue fabuloso cómo su énfasis matizó—. También hemos hablado sobre ti… pero claro está que hablamos sobre todo el mundo. —Ella hizo una pausa a través de la cual brilló débilmente un rayo procedente de horas luminosas: la intimidad privada que él, por muy privilegiado que fuese, no podía pretender compartir; luego espetó casi con impaciencia—: Nosotros cuidamos de ella: ¡déjanosla a nosotros!
Súbitamente él asumió un aire tan intrigado como para parecer sentirse de veras envidioso, mas procuró librarse de este sentimiento:
—No sé si, pensándolo bien, sois buenos para ella.
Pero la señora Brookenham sí lo sabía:
—Ella es justo la clase de persona para quien somos buenos, y lo que le conviene es estar con nosotros cuanto sea posible: simplemente compartir nuestra existencia sincera y condescendientemente, atender a nuestras charlas, sentir nuestra confianza en ella, ser sostenida, ¿no te das cuenta?, por la conciencia de lo que nosotros esperamos de su espléndida tipología, y así, poco a poco, dejar que actúe nuestra influencia. Lo que hace un momento quise decir es que me la imagino perfectamente aceptando lo que tú llamas regalos.
—Pues entonces —inquirió el señor Cashmore— ¿qué más quieres?
Por unos instantes la señora Brook hizo una tregua; pareció a punto de informarlo.
—En cambio no me la imagino, como ya he dicho, viendo la obligación —completó.
—¿La obligación?…
—De dar nada a cambio. Nada de nada. —La señora Brook se mostró taxativa—. ¿La percatación de pequeñas insinuaciones? ¡Nunca!
—Yo no digo que las insinuaciones sean pequeñas —objetó el señor Cashmore.
—Caramba, ella es una gran criatura. ¡Si ella cae…! —La anfitriona se abismó en esa visión, que por fin tenía completa ante sí—. Ten por seguro que todos nos enteraremos.
—¡Es exactamente lo que me asusta!
—Pues no te asustes hasta que nos asustemos nosotros. Ella caería, por así decirlo, sobre nosotros, ¿no lo ves?, y —dijo la señora Brook, esta vez con resolución en el ademán negativo de su cabeza— eso no podría ser. Nosotros tenemos que sostenerla; esa es tu garantía. Es más bien excesivo —agregó con idéntico incremento de su vivacidad— tener que sostenerte también a ti. No te quepa ninguna duda de que si realmente Carrie flaquea…
—¿Carrie?
Su interrupción fue claramente demasiado imprecisa para ser sincera, y como tal la recibió ella completando su propia frase:
—…nunca más le concederé tres minutos de atención. Responder de Fanny ante ti sin estar en condiciones de…
—…¿de responder de mí ante Fanny, quieres decir? —Él se había sonrojado velozmente como si ya se hubiese esperado esto—. No te apetece, ¿es eso? Pues bien, espero que te aliviará —siguió con brío— saber que aborrezco completamente a la señora Donner.
Pasmada, la señora Brook recibió aquel anuncio mudando de color por entero:
—Y ¿desde cuándo, si me haces el favor? —Era como si un edificio se hubiera venido abajo—. Ella estuvo aquí hace muy poco, y estaba tan llena de ti, la pobre, como lo está de carne un huevo relleno.
El señor Cashmore no pudo menos que sonrojarse por ella:
—No digo que ella no lo estuviera. Mi vida se me ha convertido en algo abrumador a causa de ella.
Para un espectador, nada habría podido resultar tan insólito como la decepción de la señora Brook a no ser la resolución de esta misma dama:
—¿Ya has terminado con ella?
—¡Uno nunca ha terminado con un moscón pelmazo…!
—…¿hasta que literalmente uno lo ha matado? —gimió la señora Brookenham—. No puedo creer lo que me cuentas, mi querido amigo: fuiste tú mismo quien originariamente destiló el veneno que corre por sus venas. —Ante esto él se incorporó de un salto como si no pudiese aguantarlo, ofreciendo mientras se poma a caminar por la habitación, empero, una espalda ancha, improcedente, fugitiva, en la cual ella posó su mirada como si se tratase de una prueba de lo atinado de lo que ella misma había dicho—: Si lo echas todo a perder intentando mentirme, ¿cómo voy a poder ayudarte?
Él se había dedicado a contemplar, en su agitación, uno o dos cuadros, pero finalmente se dio la vuelta:
—¿Con quiénes hablas sobre nosotros? ¿Con Petherton y su amigo Mitchy? ¿Con tu adorado Vanderbank? ¿Con tu terrible duquesa?
—Ya conoces a mi pequeño círculo, y no siempre lo has menospreciado. —Mientras él retomaba ella le replicó con una metáfora que fue obvio que se le apareció alumbradora—: ¡No infames tu propia cuna! Recuerda que al fin y al cabo nosotros somos quienes más o menos te hemos creado. —Ella esbozó una sonrisa que suavizó un poco su metáfora, pues hubo intimaciones que tras pensárselo mejor él pareció dispuesto a aceptar de ella. Ella dio palmaditas en el sofá como para invitarlo a volver a sentarse, y aunque él siguió de pie ante ella, fue con un semblante que pareció evidenciar que le habían llegado hondo las palabras femeninas—. Ya sabes que nunca me ha parecido que nos hayas hecho pleno honor, pero fue porque ella te tomó por uno de nosotros por lo que en un principio Carrie…
Ante esto, para acallarla, él se sentó enfáticamente en el sofá diciendo:
—Te aseguro que de veras no ha habido nada. —Sin cesar en su agitación sacó su reloj—: ¿Es que al final no va a venir?
—¿Te refieres a Nanda?
—Habla sobre mí con ella —sonrió— si te apetece. Si no te crees que para mí la señora Donner es como polvo y cenizas —insistió—, le haces poca justicia a tu hija.
—¿Pretendes darme la noticia de que estás enamorado de Nanda?
Él aguardó, pero sólo como para darle mayor peso a su respuesta:
—A más no poder. No soy capaz de expresarte cuánto me gusta.
Se quedó maravillada:
—Y ¿cómo va a ayudarme eso, si me haces el favor? Ayudarme, quiero decir, a ayudarte. ¿Es eso lo que debo contarle a tu esposa?
Él siguió sentado y apartó la mirada, mas saltaba a la vista que había tenido una idea, que por fin expuso:
—Caramba, ¿acaso no sería ésa justamente la solución? Precisamente ello demostraría mi pureza.
En el momentáneo silencio de ella habría podido haber un indicio de aceptación de aquello como una contribución práctica a su mutuo problema, y de hecho había varias luces bajo las cuales podía considerarse. De una rápida ojeada, la señora Brook escogió la luz irónica:
—Entiendo, entiendo. Por regla de tres podría arreglármelas para convencer a Lady Fanny de sentirse enamorada de Edward. Eso «demostraría» la pureza de ella. Y tú podrías respirar tranquilo —dijo riéndose—: ¡Edward no haría regalos de ninguna clase!
El señor Cashmore la miró con una franqueza que fue casi un reproche al jolgorio de su interlocutora:
—A tu hija la aprecio mucho más que a ti.
Pero ello no hizo sino divertirla más:
—¿Se debe tal vez a que yo no demuestro tu pureza?
Lo que él habría podido contestar quedó inespecificado, pues se abrió la puerta tan al mismo tiempo que ella hablaba, que él volvió a ponerse en pie con un sobresalto y el mayordomo, entrando, recibió en pleno rostro aquella pregunta de la anfitriona. No obstante, en la reacción de este empleado ante ello no hubo más que la habitual austeridad:
—El señor Vanderbank y el señor Longdon.
Estos visitantes tardaron algunos momentos en aparecer, y la señora Brook, impertérrita —limitándose a seguir mirando con calma al señor Cashmore desde el sofá—, aprovechó este lapso, según habría podido inferirse, para enmendar cualquier impresión de indebida ligereza producida por su anterior pregunta:
—¿Dónde te viste con Nanda por última vez?
Él escudriñó el umbral para comprobar si alguien podía oírlo, y después contestó:
—En casa de los Grendon.
—¿Así que sueles acudir allá?
—El otro día me trasladé allá desde Hicks para pasar una hora.
—Y ¿estaba Carrie?
—Sí. Fue todo un suplicio. Pero conversé sólo con tu hija.
La anfitriona se irguió —los otros se aproximaban— y le ofreció al señor Cashmore un semblante que a él tal vez le pareciera misterioso.
—Eso es grave —dijo ella.
—¿Grave? —Él no tuvo ojos para los otros.
—Ella no me lo había contado.
Él emitió un sonido, controlado por la discreción, que no obstante fue de una índole que hizo que el señor Longdon —quien se veía ante el señor Cashmore por vez primera— reaccionara con algo de la rigidez de una persona saludada con una risotada. Al señor Cashmore manifiestamente le había agradado este silencio de Nanda sobre su encuentro.