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Mandritsara, 21 de abril, 05:20 horas

Hochburg cogió a Madeleine en brazos y la llevó a través del barro hasta el refugio del Totenburg. Ella abrió los ojos una vez y lo miró con ojos apagados, pero finalmente se refugió en la semiinconsciencia. Feuerstein hizo tintinear la esposa que lo mantenía unido al Oberstgruppenführer. Burton los siguió de cerca.

Hochburg pensó en que llevaba una moribunda en los brazos y, detrás de él, un judío hechicero y un hijo vengativo. Allí tenía que haber alguna parábola, alguna lección que llevarse a África. O quizá solo fuera una trágica y retorcida broma.

El Valkiria de Kepplar sobrevoló los pilares de granito y aterrizó. Hochburg lo vio en la burbuja de la cabina, mirando ansiosamente hacia abajo. El aparato de Hochburg estaba cerca y lo iluminaba todo con su foco a plena potencia.

Dejó a Madeleine dentro del Totenburg, cerca del obelisco de bronce. Estaba amaneciendo y los rayos de sol incidían en él. El reflejo caía sobre el rostro de Madeleine y le daba una tonalidad anaranjada y una falsa apariencia de vitalidad. Los soldados se habían distribuido por parejas en la base de las torres, posicionados de forma automática, como si pensaran que debían proteger los nombres de los caídos. El aire olía a otoño, a vegetación y a piel contra metal.

Hochburg se quitó la chaqueta y tapó con ella a Madeleine.

—¿Qué ha pasado?

—Le han disparado en el estómago —dijo Burton. Su rostro estaba surcado por numerosos cortes. Los soldados lo habían desarmado y su pistola la tenía ahora Hochburg—. Si puedo conseguir ayuda médica, se salvará.

—Por aquí no hay ninguna.

—Es necesario parar la hemorragia.

—Hay un hospital en Lava Bucht.

—Está demasiado lejos. Serían horas…

—No si la llevo en helicóptero. Puede estar en un quirófano en menos de media hora.

Burton dejó escapar un suspiro desesperanzado. Asintió con la cabeza.

—Es un hospital de las SS —dijo Hochburg—. Recibirá los mejores cuidados.

La levantó en brazos, con las piernas colgando de su codo. Madeleine soltó un pequeño grito y arqueó el pecho, con lo que se vio su garganta pálida.

—¡Ten cuidado! —siseó Burton.

El helicóptero de Kepplar había aterrizado, pero sus rotores aún azotaban el aire. Hochburg avanzó contra el viento y el ruido bajo las torres de los difuntos… para verse transportado a otro tiempo y otro lugar, muy al oeste de Madagaskar. Oyó la respiración de Eleanor, superficial y frágil, como si fuera a lanzar su último aliento. Y se sintió avasallado por su incapacidad para salvarla.

Miró a Madeleine y después a Burton. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos.

Burton comprendió de golpe lo que él estaba pensando, como solo podía hacerlo un compañero de viaje que circulase por la misma ruta; y su boca se deformó por el pánico.

—No. Por favor, no.

Hochburg se arrodilló y dejó a Madeleine en el suelo con delicadeza. Feuerstein, siempre esposado a su muñeca, tuvo que agacharse como un suplicante. Esa era la venganza que había estado buscando desde que ordenó que torpedearan el Ibis. Desde que perdió a Eleanor.

Una venganza más completa que la simple muerte, más agónica que la peor tortura o que matar a Madeleine con sus propias manos.

Acarició la cara de la mujer, que parecía trasmitir paz. La cabeza casi rapada le daba una apariencia vulnerable, al tiempo que endurecía el contorno de las mejillas. Recorrió el cráneo con los dedos.

Burton saltó hacia delante y se agarró a Hochburg.

—¡Sálvala! —suplicó.

Los guardias lo sujetaron y lo obligaron a arrodillarse.

Hochburg sabía que Burton ya no era un peligro, estaba desarmado. Le habló con una voz suave, seductora.

—Ya es hora de que aprendas el verdadero significado del sufrimiento, como he hecho yo durante los últimos veinte años.

—Por favor, Walter, te lo ruego. Puedes salvarla —rogó Burton.

—Ahora compartirás mi tormento diario. Sabrás lo que es tener una rata royéndote constantemente las entrañas.

Oyeron un entrechocar de talones cuando Kepplar se unió a ellos. Pasó junto a Hochburg, se situó detrás de Burton y lo sujetó por los hombros con una juvenil expresión de triunfo. Burton apenas lo notó, había tomado la mano de Madeleine, susurrándole que la salvaría de la misma fútil manera que Hochburg ya lo había hecho una vez.

—Temía lo peor —dijo Kepplar—. Creí que usted estaba en el valle.

Hochburg miró más allá de las torres, hacia el agua abajo. Había perdido su potencia destructora y ahora no era más turbulenta que cualquier río en la estación de las lluvias. Bajo la luz del amanecer tenía un color achocolatado y estaba infestada de cocodrilos. No, no eran cocodrilos, eran cadáveres. Miles de ellos. La Reserva Sofía había sido anegada tal como Globus había amenazado.

—Nunca debí confiar en ti para enviarte a la presa —regañó a Kepplar—. Me has fallado una vez más.

—Intenté impedirlo, pero llegué demasiado tarde —intentó disculparse Kepplar.

—¿Dónde está Globus ahora?

—Esposado y arrestado. Lo dejé en la presa.

Hochburg suspiró pesadamente, impresionado de nuevo por las limitaciones de sus subordinados. Se ajustó la venda que le tapaba el ojo herido. La necesidad de contar con la superarma era más urgente que nunca.

—¿Dijo algo en su defensa?

—Deliraba. Pidió coñac para brindar por su mansión en Ostmark.

—¡Ostmark! Globocnik está acabado. Le formarán un consejo de guerra por esto, y estoy seguro de que lo declararán culpable.

La corriente seguía arrastrando cadáveres, como si su nacimiento fuera una infinita fuente de cuerpos.

—Hora de marcharse, Derbus.

Se agachó y tomó la mano de Madeleine, arrebatándosela a Burton. Estaba fría, tan fría como la de Eleanor la última vez que la tocó.

—Es hermosa —dijo, llevándose la mano a los labios—. Demasiado hermosa para este lugar olvidado de Dios. Y la hermosura debe morir.

Se despidió de Burton con un breve asentimiento de cabeza. Miró a Kepplar, chasqueó los dedos, y se alejó.

—¿Va a dejarlo con vida? —preguntó Kepplar atónito.

—Sí —confirmó Hochburg. Su tono era rotundo, seguro, sin el menor atisbo de burla.

El estómago de su ayudante dio un vuelco. Miró a los soldados, esperando que hubieran recibido instrucciones antes de su llegada y que le aclararían lo que estaba pasando. Sus manos seguían engarfiadas en los hombros de Cole. Este agradecía en silencio que fuera otro quien lo ayudara a mantenerse erguido.

—Pero… pero… —Kepplar no encontraba palabras para expresarse.

—Olvídalo, nos espera un largo viaje —dijo Hochburg impaciente. Hizo un gesto circular con su dedo al piloto del Valkiria, y el motor del aparato rugió.

Kepplar contempló la nuca de Cole, allí donde el bulbo raquídeo se unía a la médula espinal, intentando controlar su ansia por golpearlo. Podía matar a un hombre con un puñetazo bien dirigido a ese punto. Algo opaco presionaba tras sus ojos, oprimía los senos de su nariz como si se hubiera bebido un vaso de agua helada de un solo trago. A pesar del calor solía rehuir las bebidas frías, lo que Hochburg veía como un signo de debilidad.

—Apenas he dormido desde Roscherhafen. No he comido, no me he afeitado… —Su voz oscilaba entre lo ronco y lo aflautado.

—El precio de tu posición, Gruppenführer. Por eso vistes de negro.

Por fin volvía a ser Gruppenführer, pero Kepplar se sentía engañado.

—Pero han muerto muchos hombres… en mi patrullera, y antes que ellos, en el Kongo… Y a pesar de todo, ¿piensa dejarlo aquí sano y salvo?

—Sí —repitió Hochburg.

—¿Por qué?

—Si tengo que explicártelo, nunca lo entenderías.

—Merece morir en una pira, tal como prometió el año pasado… y como iba a hacer conmigo. Esa era la sentencia.

Hochburg respondió con un deje de satisfacción.

—Su castigo es mucho más severo.

—Usted lo prometió.

—No lo quemaré.

Hochburg llegó hasta él y liberó los hombros de Cole; Kepplar no se había dado cuenta de la fuerza que estaba ejerciendo.

—Hoy volaremos a Muspel. Tengo un trabajo secreto para ti allí: me ayudarás a crear un arma extraordinaria, un arma que nos dará la victoria definitiva sobre los británicos.

—No quiero ir a Muspel.

Kepplar recordó la pureza de aquellos cielos azules. Sus labios estaban permanentemente congelados o cuarteados, necesitados siempre de vaselina para no sangrar.

—Servir es obedecer, Derbus. Dado tu fracaso en la presa, creo que estoy siendo bastante generoso.

—Me culpa por algo que hizo Globocnik.

—Hago lo que puedo teniendo en cuenta tus limitaciones.

Su tono era paternal y medianamente burlón. Kepplar estaba seguro de que nunca le hablaría de esa forma a Globus. Hasta los grasientos mozos de cuadra de Antzu gozaban de más respeto. Hochburg había sido despectivo con aquellos muchachos, pero la facilidad para asesinar que compartía con ellos los hacía de algún modo sus iguales, dignos de una aprobación que le negaba a él, aunque le hubiera entregado a Burton Cole en bandeja de plata.

La irrelevancia de su tenacidad quedaba clara. Era la única forma de ser digno del hombre que pavimentaba su hogar con cráneos humanos.

—Nuestra tarea aquí ha concluido —dijo Hochburg, pasando un brazo por encima de los hombros de Kepplar para llevárselo de allí. Este recordó los meses pasados en Roscherhafen, cuando ansiaba el contacto del Oberstgruppenführer. El resto de su vida quedaría marcado por sus limitaciones a menos que actuase.

Algo se rompió en Kepplar, como la presa que había visto quebrarse poco antes.

Se libró del abrazo de Hochburg con rabia. Si bien no sabía qué dominio tenía Cole sobre su jefe, sí sabía cómo destruirlo. Kepplar desenfundó su Walter P38. Quería meterle una bala en la cabeza a Burton y liberar a la mujer de su agonía. Dos disparos que compensarían su humillación en la Schädelplatz, dos disparos que lo reivindicarían ante Hochburg.

Le quitó el seguro a su pistola y sintió un escalofrío liberador.

—¡Guarda esa pistola! —le gritó Hochburg.

Kepplar recordó su primera misión en África y su expectación ante la posibilidad de matar a un negro.

No sintió el impacto de la bala. Su sonido rebotó en las torres como el badajo en una campana, distorsionado y antinatural. En la pechera de su uniforme apareció un agujero del tamaño de un penique, aunque el tejido era demasiado negro para que se pudiera apreciar el rojo de la sangre que estaba empapándolo. La P38 cayó de su mano.

Hochburg bajó su pistola humeante y sujetó a Kepplar, cuya expresión al caer no mostraba el menor remordimiento.

—No podía dejar que lo mataras —dijo—. No cuando finalmente lo tengo donde quería.

Kepplar no podía respirar. Quiso responderle, pero se dio cuenta de que no podía lograr que entrase aire en sus pulmones. Se agarró desesperadamente a Hochburg.

—Pero, el papeleo será…

Burton vio que Hochburg dejaba en el suelo al oficial al que le faltaba media oreja y que les ordenaba a los guardias que se encargasen del cadáver. Después, estudió atentamente la Browning.

—Un arma estupenda. Me la quedaré como recuerdo de este momento.

Madeleine se agitó y llamó a Burton. Seguía teniendo momentos de lucidez alternados con otros de silencio, pero el lapsus entre ambos se alargaba cada vez más. Su respiración era constante pero muy débil. Burton la arropó con la guerrera de Hochburg para mantenerla caliente, estaba convencido de que aún podía salvarla. Madeleine había sobrevivido a muchas tragedias para morir allí; se había ganado su derecho a vivir. Recordó a Patrick fumando con su pipa y susurrando: «La esperanza es lo último que se pierde».

—No tienes por qué hacer esto —exclamó.

—La misma súplica del hombre desde el principio de los tiempos —respondió Hochburg irguiéndose.

—Véngate de mí, pero perdónala a ella. Te lo ruego.

A través de los pilares, Hochburg contempló el agitado y renacido río, y los miles de cadáveres. Habló pensativamente.

—Después de lo que ha pasado hoy, ya no habrá amenazas o declaraciones diplomáticas que aplaquen a Estados Unidos. Mandarán su Armada y el Comité Judío Norteamericano no se conformará con eso solo. Se avecina una guerra cuyas consecuencias no podemos prever. —Hochburg obligó al judío de aspecto miserable que iba encadenado a su muñeca a que se levantara—. Sé que me buscarás, Burton. Bien, te estaré esperando en nuestra África natal.

Se retiró hasta el borde del Totenburg rodeado de soldados. Hizo una pausa en el umbral y le quitó el casco a uno de sus hombres. Se lo lanzó a Burton.

—Para que caves una tumba. —Señaló el uniforme negro que tapaba a Madeleine—. En mi guerrera encontrarás todo cuanto necesitas.

Segundos después el Valkiria rugió y ascendió, dirigiéndose hacia el sur hasta que el ruido de los motores desapareció. El agua chorreaba por las masivas torres de piedra y goteaba ruidosamente en desagües escondidos. Del valle llegaba el rugido del río.

La vida abandonaba a Madeleine. Volvía a estar despierta y parpadeaba, intentando enfocar la vista. Él retiró la guerrera de Hochburg y examinó la herida. Seguía atada por las muñecas, tal como la había dejado Cranley, y el vestido estaba teñido de rojo. Encontró la bala bajo la piel e intentó pensar que no era peor que una astilla, como las varias que ya le extrajo en la granja. Solo tenía que lavarse los dedos con agua caliente y sacarle cuidadosamente la astilla de madera con unas pinzas.

Madeleine sacudió la cabeza como si pudiera oír sus pensamientos.

—Mi padre solía decir que el peor lugar al que ir es una mesa de operaciones.

—Tengo que intentar…

Ella volvió a sacudir la cabeza y miró hacia el río más abajo.

—La isla volverá a alzarse. Es lo que quería Salois.

—No me importa.

Silencio, excepto por el rugido del río.

—Aquí no, Burton.

Tuvo que apartar la vista y sus ojos se posaron en los pilares. Solo uno de ellos tenía inscritos nombres de los caídos; y esos nombres estaban escritos con letras demasiado grandes, como si las hubiera grabado un niño. No habían muerto suficientes alemanes durante la primera rebelión para llenar todo el monumento.

—Quiero ver el cielo —insistió ella—. Sol y hierba, no piedras.

La sacó de allí, con la guerrera de Hochburg apretada contra su cuerpo como una mortaja. Madeleine gimoteó cuando la levantó del suelo. Burton la sacó de la sombra del Totenburg hacia el amanecer. El cielo estaba cubierto de nubes negras, pero vio alguna estrella fugaz y una cinta de luz en el horizonte.

—Aquí —dijo ella.

Cerca del límite del monumento se erguían unos árboles, cuyos troncos estaban protegidos por varias palmeras enanas. La llevó hasta allí, le recordaba la arboleda donde se ocultaban muchos meses atrás, en Hampstead. El terreno olía a hongos y a humedad. Tras dejarla en el suelo, arrancó algunas hojas de palmera y las colocó bajo ella para que le sirvieran de estera. Le quitó la chaqueta, la dobló y se la puso debajo de la cabeza. Ella susurró un débil «gracias». Un pájaro empezó a cantar. Burton sintió cólera, cólera contra la creciente luz del sol y la menguante de sus ojos. El rosa y el amarillo se filtraban a través de las nubes.

—Es un cielo Battenberg —dijo él, con la voz casi rota—. ¿Te acuerdas cuando definías el cielo de esa forma? ¿Cómo solíamos contemplarlo en la granja?

Madeleine tenía los ojos cerrados. Su pecho apenas se movía.

Burton entrelazó los dedos con los suyos, se sentó con las piernas cruzadas y bajó la cabeza más y más para sentir su respiración, hasta que tuvo la oreja casi apoyada en el pecho de ella. Se sentía abrumado por el caos de su mente, mudo por todas las cosas que quería decir al mismo tiempo y no podía. Todo le parecía demasiado aciago y demasiado trivial.

Quería tumbarse junto a ella y abrazarla con fuerza, pero temía provocarle más dolor. Quería morirse. Y, más que cualquier otra cosa, quería verla como una anciana, con la piel colgando floja en torno al cuello, el pelo gris recogido en un moño, el rostro arrugado y hermoso, sonriéndole lleno de sabiduría.

Entre las ramas se abrió paso un rayo de sol. De repente, ella tuvo un espasmo y se agarró a su brazo amputado, allí donde terminaba el hueso. Su voz era feroz.

—Encuéntralo. Y mátalo.

No fue consciente de su último suspiro: demasiado delicado. Ni siquiera habría apagado una vela. Lo único que sabía era que hubo un momento en que miró a Madeleine y que todo lo que compartían, todo lo que habían construido y planeado y soñado juntos… había desaparecido.