10

En la oscuridad apareció una arboleda. Burton se deslizó entre los árboles hasta que encontró un lugar que le pareció seguro y dejó a Alice en el suelo. Reinaba un silencio tranquilizador.

—Súbete el cuello del abrigo —le aconsejó, conteniendo el aliento—. Te mantendrá caliente.

A pesar de la fría niebla, él estaba empapado de sudor. Necesitaba agua para lavarse la cara y aliviar su reseca garganta. Se limpió las cejas con el brazo.

—¿Dónde está tu mano? —preguntó Alice, contemplando fascinada el muñón.

—La perdí —respondió él.

—¿Volverá a crecerte?

Él negó con la cabeza.

—A mamá no le gustará —dijo ella.

—¿Sabes dónde está? —preguntó él.

—No.

—Es muy importante, Alice. ¿No te lo ha dicho tu… papá? —Apenas consiguió pronunciar la palabra.

—No.

—¿Nada de nada?

La niña agachó la cabeza y empezó a rascar la tierra con la punta del zapato, pero no pudo evitar hacer un puchero. Las lágrimas empezaron a deslizarse por su mejilla.

—Dijo que había dejado de ser mi mamá, que se habían separado y que ella se iría a vivir con otra familia.

—Eso es imposible.

—Dijo que era culpa tuya.

Burton se arrodilló y le secó las lágrimas con el puño de su manga. Sus ojos tenían el mismo brillo color zafiro que los de Madeleine cuando lloraba.

—Yo quiero a tu mamá y tu mamá te quiere a ti. Quiero traerla a casa para que podáis estar juntas, pero solo podré hacerlo si sé dónde está. Y no tengo ni idea, necesito alguna pista.

Alice dudó un momento.

—Estaba escuchando a la señora Anderson hablar con las doncellas, pero me pillaron. Dijo que si contaba lo que había oído, me enviarían allí.

—¿Allí? ¿Dónde? —Burton sintió la urgencia de presionarla, de zarandearla, de lo que fuera necesario con tal de obtener una respuesta. Pero se controló y le habló suavemente—: Mamá me contaba todos sus secretos, así que tú también puedes hacerlo.

—Quise saber por qué se reían, pero la señora Anderson se enfadó. Dijo que papá me encerraría en la carbonera por «escuchar por casualidad».

—Nadie se enfadará contigo, Elli. —Nunca la había llamado así antes, pero le salió espontáneamente—. Tienes que contarme lo que oíste.

Por un segundo creyó que no le contestaría, pero finalmente lo soltó:

—Enviaron a mamá al sur. —Sus palabras estaban llenas de una vergüenza que ni siquiera comprendía.

Enviada al sur. Una de las expresiones de la época, repetida con una sonrisa y un guiño en fábricas y pubs a todo lo largo y ancho del país, y usada por los padres para asustar a sus hijos: «¡Pórtate bien o te enviarán al sur!».

Enviada al sur como los judíos. Cinco millones y medio enviados desde toda Europa a la isla de Madagaskar.

Burton volvió a secarle las lágrimas a Alice. ¿Podía ser verdad? Digirió lo que ella había dicho, con la mente llena de confusión, pero sintiendo una pizca de esperanza. Él ya había estado en Madagaskar como mercenario, rescatando a ricos colonos franceses durante la toma de poder nazi.

Desde el principio, la confesada intención de Hitler había sido convertir Alemania en un territorio judenfrei, sin judíos. Con la proclamación de las Leyes de Núremberg en 1935 y su antisemitismo institucionalizado, la vida se hizo progresivamente más insufrible para los judíos hasta el estallido de Kristallnacht. Aquella noche, miles de judíos fueron atacados, aprisionados y asesinados, sus negocios destruidos, las sinagogas incendiadas. Los nazis supusieron que a eso seguiría una emigración masiva; como no ocurrió y otros países se negaron a aceptar refugiados judíos, comenzaron las deportaciones en masa. La guerra había extendido las fronteras del Reich, de manera que Alemania no solo se encontró reabsorbiendo los judíos que ya había expulsado, sino, además, añadiendo unos cuantos millones de los territorios ocupados. Necesitaban una solución más permanente y radical para solucionar el problema.

Tras la derrota de Francia en el verano de 1940, un diplomático ambicioso llamado Franz Rademacher propuso un plan para deportar los judíos a Madagaskar, una antigua colonia francesa situada junto a la costa oriental de África, y en aquel momento en manos de Alemania. La idea no era original, sino que ya la había concebido en el siglo anterior el pensador Paul de Lagarde; más tarde se la apropiaron los Gobiernos francés, polaco y británico. Antes de convertirse en primer ministro, Lord Halifax se vio involucrado en varias discusiones sobre el asunto. Incluso el presidente Roosevelt barajó una propuesta similar, aunque su país de exilio preferido era Etiopía.

Inicialmente desechado como una fantasía irrealizable, el plan de Rademacher llegó hasta las SS y le fue adjudicado a Adolf Heichmann, cabeza del Departamento de Evacuación de los Judíos para que siguiera desarrollándolo. Dieciocho meses después estaba en la agenda de la Conferencia Wannsee, un encuentro entre las SS y los Gobiernos oficiales para resolver la cuestión judía de una vez por todas. Heydrich adoptó el Plan Madagaskar como si fuera suyo. «Es esto o convertirlos en humo», declaró. Una oleada de júbilo recorrió la mesa.

La logística resultó ser más complicada de lo que Rademacher o Heichmann habían previsto. La enorme cantidad de gente que había que trasladar amenazó con superar la capacidad de las redes de transporte europeas. Tras varios meses de discusiones interdepartamentales, mientras millones de judíos languidecían en los llamados campamentos de tránsito, fue Himmler el que solucionó el problema con su Línea Barbarroja: todos los judíos que el 22 de junio de 1941 vivían al este de la frontera alemana —unos cinco millones— serían trasladados a Siberia; solo los que vivían al oeste de la frontera tendrían que ir a África. Se estableció que los judíos tendrían que pagar trescientos sesenta marcos alemanes por cada mujer, trescientos diez por cada hombre y doscientos por cada niño. Todos los activos judíos serían transferidos a un banco especial controlado por Göring para financiar el éxodo.

Hitler aprobó el plan, insistiendo en que Madagaskar nunca debía convertirse en un Estado judío, sino en una «gran reserva» supervisada por las SS. Nombró como primer gobernador a uno de sus viejos seguidores, Philipp Bouhler. Además, Hitler vio otra ventaja en mantener a los judíos bajo gobierno alemán: eso garantizaría «el futuro buen comportamiento de los miembros norteamericanos de su raza» y eliminaría toda posibilidad de conflicto con Estados Unidos.

Un año después de Wannsee, el proyecto era una realidad… aunque por entonces la ambición del Führer se había ampliado. Quería reasentar a todos los judíos europeos.

Mientras el Consejo de la Nueva Europa estableció la seguridad externa del continente, la nueva amenaza a la estabilidad procedía del interior. En una enmienda a los principios fundacionales se requirió que todos los Estados miembros transfirieran toda la población judía, ya que «no pertenecían a la comunidad de los pueblos blancos, sino a la zona de habitabilidad de los coloreados».

La paz dependía de ello.

Muchos de los Estados miembros del Consejo respondieron con una eficiencia digna de las SS. En Londres, el ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, se plantó en el Parlamento para confirmar que él también honraría el compromiso del país con el Consejo, tras recibir la confirmación de la Oficina Colonial sobre la habitabilidad de la isla. «Madagascar es grande, rica, subdesarrollada y escasamente poblada. Parece una buena oportunidad para esa gente despreciable», leyó en el informe.

Churchill se puso en pie entre gritos de aprobación.

«¿Esta es la nación de la Declaración Balfour o la de la Comisión Peel?»[4], preguntó el ex primer ministro. «Mientras Palestina siga bajo mandato británico, el deber de Gran Bretaña es establecer una patria judía, no complacer a los fanáticos de Berlín».

Alguien gritó «Lehi», el nombre de un grupo terrorista sionista que mataba soldados británicos en Oriente Próximo. Una multitud de voces se unió a la primera: que hubiera más judíos en Palestina avivaría el nacionalismo árabe y la exigencia de autogobierno. Ante la inminente independencia de la India, todo lo que supusiera una amenaza a nuevas pérdidas imperiales se consideraba traición. El Imperio británico ya estaba bastante debilitado.

«¿Y qué ocurrirá con los judíos que están viviendo en Palestina? —continuó Churchill—. Los alemanes ya están diciendo que son una amenaza. ¿También hay que deportarlos? Preveo que llegará un día en que el Reich mandará sobre nuestros territorios, siempre en nombre de la paz».

Eden replicó que trataría el tema con el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Ribbentrop, en su debido momento. Más tarde se le oyó decir: «Nosotros no le daremos la espalda a Francia para mantener nuestro imperio por encima de los judíos». Su Ley de Evacuación de 1943 fue aprobada por amplia mayoría.

Eichmann identificó trescientos treinta mil judíos británicos. A los que disponían de medios materiales se les concedieron noventa días para marcharse voluntariamente. Estados Unidos seguía siendo un paraíso para los ricos. Los restantes fueron internados en diversos puertos repartidos por el país antes de embarcar rumbo al sur, a razón de dos mil cada semana. El día que partió el primer barco, George Orwell dijo: «Pocas personas en Inglaterra son verdaderamente antisemitas. Sin embargo, la mayoría es indiferente».