18

Burton chocó contra el agua y sintió el impacto en todo su cuerpo. Las burbujas rugieron en sus oídos. Llegó al fondo de la piscina y se impulsó hacia la superficie con los pies.

Los veraneantes españoles se aglomeraron alrededor de la piscina y lo ayudaron a salir de ella parloteando excitados. El socorrista y el hombre trajeado intentaron abrirse paso entre los turistas.

El agua pareció explotar tras Burton.

El nazi que había visto a través de la puerta también saltó desde la terraza. En el segundo durante el que sus ojos se habían encontrado en la habitación, Burton pudo darse cuenta de que le faltaba media oreja y que su rostro transmitía ira y acusación.

Burton sujetó al socorrista por la muñeca, le retorció el brazo y lo empujó con el hombro. Cayó a la piscina, arrastrando al hombre trajeado y a todo el mundo que intentaba agarrarse a él. El nazi sin media oreja tuvo que debatirse entre un atasco de cuerpos y miembros.

Burton corrió hacia el océano a través de las plantas de ricino.

Frente a él apareció otro hombre trajeado.

Burton lo embistió, lanzándolo contra la maleza, y siguió corriendo. Desde la piscina llegaban gritos. Alguien hizo sonar un silbato.

La playa estaba atestada a pesar del escaso sol: enjambres de niños, hombres con el vientre enrojecido, pantalón corto y sandalias, mujeres con traje de baño negro de una pieza, ya que el régimen consideraba que el bikini era subversivo. Las empapadas ropas de Burton le pesaban más y más a cada zancada y pronto empezó a jadear. Su largo viaje hasta DOA lo había agotado más de lo que pensaba. Controló la respiración y cogió todo el aire que pudo en los pulmones. Al menos, los años pasados en la Legión lo acostumbraron a correr por la arena. Miró por encima del hombro, pero solo vio turistas.

El bloque de los extranjeros estaba situado en el extremo sur del complejo, cerca de la ciudad, de los humos del tráfico y de las cloacas que claramente necesitaban una renovación. Burton pasó corriendo ante el Bloque Dos y después ante el Bloque Uno, un implacable muro de piedra blanca y ventanas cuadradas. El edificio terminó por fin, tenía ante sí la hilera de palmeras que separaba el hotel de la carretera.

Corrió hacia los árboles apretándose el costado. Pudo ver los coches entre los troncos.

—¡Alto!

En los jardines del Bloque Uno aparecieron varios soldados. Voló un disparo de advertencia.

Burton llegó a la carretera y echó un vistazo atrás. Bajo el sol del atardecer, la fachada del Msasani parecía de color ámbar. Frente a la puerta vio un camión de la policía y dos BMW. Una figura con el uniforme empapado gritaba instrucciones. Burton se metió en la carretera esquivando coches que frenaban y cambiaban de dirección en torno a él. La carretera era de dos direcciones y el tráfico en el que se hallaba inmerso era el que salía de la ciudad. Cruzó la mediana —otra empalizada de árboles— y se paró delante de un taxi.

Un caos de humo y chirrido de neumáticos.

El coche se detuvo entre una cacofonía de bocinazos e insultos. Era un Volkswagen de color crema, como todos los taxis de Roscherhafen. En la puerta llevaba pintado el escudo con una cabeza de león y un águila, el escudo de armas de DOA. Burton abrió la puerta y se zambulló en el interior.

—¡Arranque!

El taxista, que llevaba turbante, se giró hacia él gesticulando furioso.

Al otro lado de la carretera, los dos BMW se habían puesto en marcha. Uno de ellos se unió al tráfico y aceleró, seguido por el camión. Cien metros más allá había un cambio de dirección y se dirigió hacia él. El otro cruzó el primer carril, zigzagueó a través de los árboles y acabó en el mismo que el taxi.

Burton apoyó el cañón de la pistola en la frente del taxista.

—¡Ya!

El taxi se disparó hacia delante.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al taxista.

No obtuvo respuesta, solo una mezcla de gemidos y plegarias. Como muchos de los taxistas de Roscherhafen, era árabe, cuya raza toleraban las autoridades porque estaban acostumbrados a trabajar muchas horas por una miseria y le daban a la ciudad el aire exótico que tanto les gustaba a muchos alemanes.

El segundo BMW se acercaba.

—¡Más deprisa!

El taxi adelantó a otros coches. El interior estaba decorado con baratijas doradas y abalorios que tintineaban salvajemente.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó el taxista.

—Al casco antiguo. —La mente de Burton funcionaba a toda velocidad mientras se secaba el sudor de los ojos—. Al bazar.

Aquel laberinto de calles sería el lugar ideal para perder a sus perseguidores. Le diría al taxista que siguiera y él desaparecería a pie en el mercado indio.

Se acercaron a un semáforo en ámbar. El taxista buscó la palanca de cambios para cambiar de marcha, pero Burton le dio un manotazo.

—¡Sáltate el semáforo!

El taxi voló a través de aquel cruce y del siguiente. Y entonces, frenó. Una barricada con un cartel indicaba un desvío que cruzaba la carretera.

—¿Por qué está bloqueada la carretera?

—La han cerrado por el desfile. Es a esta hora. En honor del Führer —explicó el taxista, arriesgándose a mirar de reojo a Burton. Por si acaso, añadió—: Bendito sea su nombre.

—Sigue.

El taxi tomó una calle lateral perseguido por los dos BMW. Burton se asomó a la ventanilla para dispararles, pero el pavimento estaba en malas condiciones y el coche daba demasiados botes para apuntar con garantías.

Dejando aparte unos cuantos estudiantes, las calles estaban vacías. Pasaron frente a la vieja iglesia anglicana, que estaba tapiada, y se acercaron a la Exposición del África Alemana en la Ringstrasse. En el exterior del vestíbulo habían colocado seis banderas, cada una con la silueta de su respectiva provincia; y en el centro, empequeñeciendo a las demás, una esvástica.

Burton sujetó el volante y lo giró a la izquierda, con lo que hizo que el taxi subiera a la acera. Los pocos peatones se dispersaron corriendo para evitarlo. Los BMW lo imitaron sin dejar de tocar el claxon. El taxi chocó contra las astas de las banderas y las partió una tras otra.

T-bum - T-bum - T-bum…

A cada impacto, el árabe invocaba el nombre de Dios. Las astas cayeron sobre el primer BMW, cuyo parabrisas se llenó de banderas. Derrapó y se estrelló contra los escalones que llevaban a la exposición. El segundo coche se incrustó en la parte trasera del primero.

El taxi frenó en seco.

Burton se vio impulsado hacia delante y se golpeó la cabeza contra el tablero de mandos. El taxista aprovechó el momento para abrir la puerta y huir.

—¡Por el amor de Dios! —gruñó Burton.

Miró hacia atrás y vio que el nazi de una sola oreja emergía de entre las banderas que se amontonaban sobre los dos coches, con las piernas enredadas en la bandera del Kongo. Se liberó de ella, dio un paso hacia el vehículo de Burton, vaciló, volvió a erguirse y trastabilló hacia el bordillo. Alzó el brazo como dirigiendo un saludo nazi al tráfico. Burton pensó que debía de estar conmocionado, antes de comprender que solo estaba llamando la atención del camión.

Del edificio de la exposición surgieron un puñado de guardias con el fusil preparado. De algún lugar de la ciudad llegó el estruendo de una sirena.

Burton se pasó al asiento del conductor, pisó el embrague y metió la tercera. El motor tosió… y se caló. Los abalorios brillaban a su alrededor. Intentó arrancar el motor, pero no lo logró.

Por el retrovisor se dio cuenta de que el camión se había detenido. El nazi le ordenó al chófer que bajara del vehículo y ocupó su lugar tras el volante.

Burton giró la llave de contacto como si quisiera partirla. La exposición daba a una plaza y a la Ringstrasse, que era un bulevar abierto. Si dejaba el taxi y huía a la carrera se convertiría en un blanco fácil.

El camión arrancó y se dirigió hacia él en medio de gruñidos y nubes de humo.

Burton gritó dentro del coche y llenó de babas el parabrisas. Los coches lo odiaban. Una tarde, cuando necesitaba dejar a Madeleine en su casa antes de que llegase Cranley, había pasado varios minutos luchando con su destartalado Austin. Llegaban tarde y las ventanas estaban empañadas por la condensación. La frustración de estar siendo derrotado por el reloj, de saber que pronto vería cerrarse la puerta de la casa de Cranley tras Madeleine, creció dentro de él. Golpeó el volante, maldiciendo inútilmente los vehículos británicos. Maddie le cogió la mano y la acomodó bajo sus muslos. Él esperó un momento y, tranquilamente, giró la llave de contacto. Logró dejarla en su casa antes de que anocheciera.

Burton sacó la llave y se imaginó a Maddie presionándola contra los labios. Volvió a meterla en el contacto.

El motor arrancó al primer intento.

Pisó a fondo el acelerador, justo en el momento en que el camión chocaba contra su guardabarros trasero. Burton salió lanzado hacia delante, pero no apartó el pie del acelerador. El taxi dio varios tumbos. Él mantuvo el muñón sobre el volante y utilizó la otra mano para meter la segunda marcha y a continuación la tercera.

Al otro lado, los escaparates destellaron reflejando la luz del sol, llenos de mosaicos blancos con salchichas colgando, cocos, sacos llenos de granos de café. Farmacias, un taxidermista, un letrero señalando la ruta hacia el puerto.

El semáforo de la siguiente intersección estaba en rojo. Aceleró todavía más hacia el cruce, como si su voluntad y su fe bastaran para evitar un accidente. El camión lo siguió, esquivando un rickshaw motorizado.

El pie de Burton no dejó de pisar el acelerador: cuarenta kilómetros por hora, cuarenta y cinco, cincuenta…

Avanzó como un rayo entre los agujeros del tráfico, luchando por deducir en qué lugar de la ciudad se encontraba. Había muchas tiendas, así que debía de ser el Bazar. Necesitaba cruzar lo que antes era la calle de la India y después girar a la izquierda en…

Un grupo de estudiantes cortaba la calle. Formaban parte del reciente movimiento 3K a juzgar por las banderas y pancartas que llegaban: ¡GUERRA CONTRA LOS BRITÁNICOS! ¡KENIA, KARTUM, KAIRO: VICTORIA EN EL 53!

El instinto le hizo cambiar de dirección. Mientras subía a la acera pensó que tenía que haber cargado contra ellos. Notó que se reventaba un neumático y el chasis rebotó contra el empedrado. El camión estuvo a punto de embestirlo.

Delante de él vio un callejón. En el último momento pisó el embrague e hizo girar el volante para dirigirse hacia él. El guardabarros delantero chocó contra la entrada, el taxi rebotó contra la pared y Burton consiguió enfilar el pasaje.

El camión frenó frente a la entrada.

Burton se concentró en el volante. El callejón era oscuro, apenas lo bastante ancho para el taxi y parecía estrecharse todavía más. A medio camino había una intersección con otro callejón que lo atravesaba y cuya base brillaba con un color rojo.

Las paredes seguían cerrándose. Cuando los retrovisores desaparecieron entre ruidos metálicos, Burton redujo la velocidad hasta frenar por completo. Pero estaba seguro de que podía conseguirlo.

Le echó un vistazo al retrovisor interior: no vio ni rastro del camión. Intentó abrir la puerta y descubrió que no podía, chocaba contra los ladrillos de la pared del callejón. Esa vez, el motor arrancó a la primera. Metió la marcha atrás y se giró para mirar por encima del hombro. Pisó el acelerador. El taxi no se movió.

Las luces de la calle se atenuaron cuando el camión de los soldados maniobró para acceder al callejón.

Burton pisó a fondo el acelerador. Las ruedas aullaron al girar y crear una nube de humo… pero el coche no se movió.

El camión entró poco a poco en la callejuela. Saltaron chispas de sus costados al arañar las paredes, hasta que se detuvo bloqueando el paso. El nazi de una sola oreja trepó al techo del vehículo. Por debajo del camión, Burton atisbó un montón de botas pisando los adoquines.

Oyó una voz canalizada y amplificada por el cañón que formaban las paredes:

—No tiene escapatoria, comandante Cole. Salga del vehículo y ponga las manos sobre la cabeza. —Los soldados armados con BK44 intentaban pasar delante del camión—. No le haremos ningún daño.

Burton buscó su Beretta, aunque su peso y su equilibrio le resultaban extraños. Disparó al azar contra el nazi y vació el resto del cargador contra el parabrisas. Limpió los restos del cristal a patadas, se arrastró a través del agujero y corrió.

Las balas rebotaron en las paredes del callejón, escupiendo trozos de ladrillos.

—¡Apuntad a las piernas! —gritó el nazi.

Burton esprintó zigzagueando, llegó al cruce y se metió en el nuevo callejón. Por delante oyó vítores y un batir de tambores; por detrás, pisadas de botas y los gritos histéricos del nazi exigiéndole que se detuviera.

Burton desembocó en el paseo marítimo Von Lettow. Frente a él tenía el puerto donde había desembarcado Albretch Farher en 1850, reclamando aquel territorio para Alemania. Más allá estaba el monumento erigido en honor de los soldados que murieron en la campaña del África Oriental. Durante la etapa de Gobierno británico, allí estaba la estatua de un askari, un guerrero nativo negro; cuando la colonia volvió al Reich, el bronce se fundió para dar paso a una figura más autoritaria, con salacot y bigote.

Pasando junto al monumento, ocupando la calle a todo lo largo y ancho, avanzaba un desfile en honor del Führertag. Lo formaban tropas del Afrika Korps, vestidas de un caqui deslucido, y filas de SS con uniforme ceremonial, caballos arrastrando piezas de artillería, carros de combate pánzer y niños exploradores. Y por todas partes podían verse estandartes rojos, blancos y negros. En los laterales se apiñaban familias que disfrutaban del espectáculo y niños ondeando banderas.

Halt!

Burton se deslizó a través de la multitud. Poco después había desaparecido entre un bosque de esvásticas.

Kepplar volvió a la habitación de Cole en el zum Weissen Strand.

El pasillo lo cruzaba la cinta de la policía y un guardia protegía la puerta. Kepplar entró en el cuarto, con el pantalón rozándole molestamente la entrepierna; estaban demasiado empapados para secarse fácilmente. Tenía un corte en la sien debido al choque de su BMW con el de Fregh. Habían recolocado el mobiliario de la habitación, pero lo demás parecía intacto. Su inspección descubrió un pasaporte norteamericano y una mochila vacía. En el armario encontró camisas, calcetines y ropa interior de repuesto. Se acercó impulsivamente las prendas a la nariz: no olían a nada. Sobre la cama había una caja de la marca Beretta y una especie de mapa.

¿Por qué Hochburg estaba tan interesado en atrapar a Cole? Tenía muchos enemigos, desde todos y cada uno de los negratas del continente hasta las más altas esferas de las SS, siempre movidas por sus ridículos celos y sus envidias personales. Así que ¿por qué ese hombre? ¿Qué tenía? Kepplar se dio cuenta de que había hecho suya la obsesión de su jefe.

La frustración lo agobió y estuvo a punto de sollozar… ¡Había estado tan cerca! A pesar de que la puerta de la terraza estaba abierta, podía oler a Cole en la habitación, su sudor, incluso los miasmas de su respiración. Y el débil rastro del humo de sus cigarrillos. Eso lo sorprendió, nunca había pensado que Cole fuera fumador. Quizás Hochburg tenía razón y Kepplar no estaba a la altura de la tarea. En ningún momento de la persecución había desenfundado el arma.

Cogió el mapa. Era del departamento cartográfico de las SS, un mapa de Madagaskar doblado en cuatro. La cara superior mostraba el cuadrante noroeste de la isla. ¿Una trampa? No, lo habían pillado por sorpresa, no tenía previsto que ellos vieran ese mapa. Kepplar lo inclinó bajo la luz.

Su superficie reveló huellas dactilares que iban de Nosy Be hasta Lava Bucht.