28
—¡Más potencia! —gritó Globus mientras subía a la cabina—. ¡Hazlo rugir!
Llevaba puesto su uniforme y una botella de coñac VSOP de treinta años en la mano. Era la segunda de la tarde. El piloto pisó el acelerador y el aerodeslizador levantó la espuma por la bahía. El convoy consistía en tres aparatos: el transporte en el que iban Globus y sus invitados, y dos de escolta, más pequeños y armados con ametralladoras.
A medida que los ejércitos del Reich penetraban más profundamente en territorio ruso, iban sobrepasando las instalaciones de investigación antes de que los soviéticos tuvieran la oportunidad de destruir sus secretos. Una vez purgados de la ideología comunista, se vio que esos trabajos eran un tesoro de nuevas armas. El diseño inicial de los BK44, el ubicuo fusil de asalto alemán utilizado en toda África, había sido robado de un ingeniero llamado Kaláshnikov. En Gorky descubrieron el prototipo de un aerodeslizador, ya perfeccionado y listo para entrar en servicio. Globocnik lo utilizó durante su estancia en el este, y no dudó en añadirlo a su arsenal de Madagaskar. Era ideal para patrullar por los manglares de la costa occidental.
—¡Vamos, vamos! —animó Globus, dando palmaditas en el hombro del piloto—. ¡Pisa a fondo! Quiero despertar a toda la ciudad. Que esos judíos sepan de lo que somos capaces.
Aquella exhibición no era solo por los judíos. Volvió a la cabina y se dejó caer en su asiento. En el banco opuesto, con las rodillas muy juntas pero los tobillos separados, se encontraban su cuñada Gretta y Romy, una de sus secretarias, ambas con vestidos de lentejuelas de color rojo cereza, especialmente elegidos por él. Sus ojos parecían nublados a causa del alcohol.
Los tres habían visitado la base de Lava Bucht como parte de la gira por la isla con motivo del Führertag. Quería visitar tantas guarniciones como le fuera posible, excepto Diego Suárez, que quedaba bajo la jurisdicción de la Kriegsmarine. Globus estaba dispuesto a demostrar que seguía manteniendo el control con puño de hierro. En las inspecciones siempre llevaba con él un par de chicas; creía que era bueno para la moral de las tropas que vieran unas faldas. Habían comido salchichas blancas y pretzels con el comandante de la base, y bebieron Riesling y coñac, y entonaron canciones folklóricas antes de exponer las verdaderas razones de su visita y sugerir una excursión en aerodeslizador. Gretta y Romy estaban entusiasmadas ante la idea de visitar el Gustloff, pero el comandante palideció.
—Contando a Herr Hochburg, su visita será la tercera en tan solo cuarenta y ocho horas —informó—. A estas alturas los judíos estarán alerta y la selva está llena de rebeldes. No puedo garantizar su seguridad.
—Y ahora me recordarás que no somos bienvenidos en el Arca —respondió Globus haciendo un gesto displicente.
—Nunca me atrevería, Obergruppenführer, pero usted sería un rehén de lo más valioso. —Se mordió el labio—. Debería llevar escolta, una radio y una pistola de bengalas. Déjeme poner la base en alerta.
—¿Veis lo mucho que se preocupan mis comandantes por mí? —exclamó Globus, dirigiendo una sonrisa a las dos chicas.
El aerodeslizador pasó del agua a las marismas que rodeaban el Gustloff, haciendo bascular las lámparas del embarcadero. Globus ayudó a las chicas a desembarcar, le dio un trago a la botella de coñac y se la pasó a ellas. El aire era salobre.
—Cuando me libre de esta apestosa isla, cuando ya sea gobernador de Ostmark, el KdF bautizará uno de sus cruceros con mi nombre. —Un placer infantil iluminó su rostro—. ¡El crucero Odilo Globocnik, el mayor del mundo!
Condujo el grupo hasta la torre de entrada. Lo acompañaban —además de Gretta y Romy— seis soldados armados con BK44 y el Hauptsturmführer Pinzel, el oficial de enlace entre Tana, Lava Bucht y el Arca. Era una especie de armario, rubio, con gafas y los rígidos modales de los graduados en la Academia Colonial de Viena. Cada vez había más hombres como él en las filas de las SS. Globus temía por el futuro. El imperio lo habían construido hombres capaces de mear a cincuenta grados bajo cero, sin importarles que su orina se congelase antes de llegar al suelo; pero llegaría el día en que aquellos colegiales acabarían mandando. Al menos Pinzel parecía lo bastante inteligente como para demostrar que llevaba en el pantalón algo más que un simple diploma, aunque a Globus no le gustaba la forma en que miraba a Gretta. El Hauptsturmführer le había informado de la segunda visita, no autorizada, de Hochburg al Gustloff, el verdadero motivo de su presencia allí.
—El gobernador general —anunció Pinzel en cuanto llegaron a la entrada del crucero. Tenía voz como de xilofón—. Tratadlo con la máxima cortesía.
Tras la mesa de recepción se sentaban dos sucios judíos. Globus los vio intercambiar miradas conspiratorias, aterrorizadas. Plantó la botella de coñac en la mesa y ojeó las páginas del libro de visitas hasta llegar a la última entrada. Escrito a mano con letras tan nítidas como minúsculas podía leerse un nombre: Walter E. Hochburg.
—¿Qué quería? —preguntó Globus.
A los judíos les costó hablar.
—Ver… ver una ficha, Obergruppenführer —contestó uno de ellos cuando encontró valor para hablar.
—¿Crees que soy estúpido? ¡Claro que quería ver una ficha! Lo que pregunto es cuál.
—Solo somos guardias del turno de noche… Tiene que hablar con Ratzyck. Es uno de nuestros cuatro archiveros… Él acompañó al Oberstgruppenführer en su visita.
—Traédmelo.
—Su hija está dando a luz esta noche… Ha ido a Analava.
Pinzel obligó al judío a que se arrodillara.
—Eso no le interesa al gobernador. Id a buscarlo.
Cuando el judío pasó a toda prisa, Globus le dio una patada en el culo.
—¡Corre, judío! —gritó con tanta fuerza que su voz bien pudo llegar hasta el apestoso poblado—. Quiero estar en Tana al amanecer.
Si no terminaba demasiado cansado, pensaba enseñarle a Romy su sala de trofeos. La había instalado en las entrañas del palacio, allí nadie podría oírlos.
Tenía una docena de secretarias para organizar la irrisoria cantidad de papeleo que generaba su oficina. Todas eran especímenes rubios perfectos, nunca mayores de veinticuatro años, y las empleaba por turnos de seis meses. Ser capaces de demostrar que habían trabajado personalmente para el gobernador Globocnik les aseguraba un buen puesto cuando las devolvía a Europa… o eso les prometía. Halagaba a todas las chicas, las llevaba de gira por la isla, enjugaba sus lágrimas cuando se ponían enfermas o se quejaban de lo mal que las trataban las demás, pero nunca las tocaba hasta el final de su turno. Había aprendido de la experiencia. Esperaba hasta que solo les quedaban dos semanas en la isla. Así, antes de aburrirse de ellas o de correr el riesgo de que se quejaran por sus abusos, las chicas se encontraban volando a casa. La vuelta de Romy a Germania estaba prevista para el primero de mayo.
Esperaron a Ratzyck. Globus paseaba arriba y abajo, cantando Anything goes para sí mismo. Dio otro trago al coñac y se lo ofreció a las chicas, que aceptaron sumisas. Él se daba cuenta de que empezaban a aburrirse.
—¿Cuánto más va a tardar tu rata en venir? —le preguntó al judío que se había quedado con ellos, encantado de escuchar las risitas nerviosas de las dos chicas.
—Es un anciano, Obergruppenführer. No puede caminar muy deprisa.
—¿Estás seguro? Tu amigo, ese al que le di una patada, ¿no andará por ahí contando que estoy aquí?
—No…
—Porque si comete una estupidez como esa, quemaré vuestra ciudad judía hasta los cimientos y os enviaré a las reservas. No me importa una mierda.
No era del todo verdad, pero no hacía falta que lo supieran los judíos.
Aunque Himmler era inflexible ante toda desobediencia y exigía que fuera castigada, Heydrich, jefe supremo del Proyecto Madagaskar, aconsejaba más control. Valoraba la situación y creía que emplear la fuerza bruta era provocar a los norteamericanos. Tenían que ser precavidos con Taft, el nuevo presidente, ya que era blando con el judaísmo. Según Heydrich había otros medios más sutiles para tratar con los habitantes de la isla.
Globocnik se acercó a la puerta y miró más allá del embarcadero, hacia Analava. La ciudad estaba a oscuras y un delgado velo pendía sobre los tejados. En el camino destacaban dos figuras: el judío al que Pinzel había enviado y un anciano que luchaba por mantener el paso. Globus jugueteó con sus dos anillos y esperó.
—Dime lo que estaba buscando Hochburg —exigió, cuando Ratzyck llegó, por fin, hasta ellos.
El judío luchó por recuperar el aliento. Vestía pijama y llevaba un chaleco sobre los hombros. Iba descalzo.
—No sé… qué quiere decir… Obergruppenführer —dijo jadeando.
Globus suspiró. ¡Cuánta paciencia se necesitaba con esa gente! Cogió el libro de visitas, lo abrió completamente por la última página y se lo puso a Ratzyck delante de las narices.
—Ha estado aquí dos veces —dijo, señalando la puntillosa escritura de Hochburg—. Tú lo ayudaste.
—Se equivoca.
—¿Qué quería? —insistió Globus, cerrando de golpe el libro y atrapando en medio la cabeza del judío, que soltó un ahogado graznido.
Romy volvió a soltar una de sus risitas nerviosas. Globus apretó todavía más las dos partes del libro.
—Me dijo que no contara nada… Mi hija ha tenido un niño esta noche y él prometió que nos ayudaría.
—Y yo os prometo que si no me respondes os ahorcaré a todos, empezando por el recién nacido. Y ahora, ¿qué quería?
—La primera vez buscaba un nombre.
—¿Y la segunda?
—Nos trajo pastillas de jabón y chocolate. Cuando salió del barco llevaba por lo menos veinte fichas.
Globus meditó unos segundos antes de volverse hacia Gretta y Romy.
—¿Queréis echar un vistazo al interior, chicas?
Ellas asintieron con los ojos brillándoles ante la perspectiva de una aventura prohibida. Liberó al judío y apostó dos centinelas para que vigilaran Analava; después ordenó que abrieran la puerta. Las bisagras chirriaron. Una vez dentro, Pinzel se dispuso a cerrar la escotilla.
—No, déjala abierta —dijo Globus, irritado ante la perspectiva de encontrarse encerrado allí dentro. Debía de ser el brandi, pensó. Incluso el mejor afectaba su estado de ánimo.
—Por aquí —indicó Ratzyck, guiándolos hacia la popa del barco. El judío que había ido a buscarlo le ayudaba a caminar, parecía demasiado afectado para hacerlo él solo. Le goteaba sangre de la nariz.
La puerta abierta y los agujeros de la cubierta provocaban corrientes de aire que parecían aullidos. Aquello le recordó a Globus las incursiones en Siberia, cuando se quedaban sin municiones y enterraban vivos a los lugareños. Todavía oía en sus pesadillas aquellos fantasmales sonidos que se alzaban del suelo. Por suerte, las chicas no se daban cuenta de su malhumor, caminaban pegadas a él tapándose la nariz y la boca.
—Repugnante, ¿verdad? —bromeó Globus. Necesitaba reafirmarse oyendo su propia voz—. ¿Qué podría querer Hochburg de un estercolero como este? Seguro que estaba cagado de miedo y ansiaba salir de aquí.
—Tenía mucho interés por nuestro trabajo. Fue muy cortés.
Desesperado, Globus sacudió la cabeza. Para él, Hochburg era un ausländer, un extranjero nacido en Kamerún. Un negro en todo, excepto por la piel. En los años treinta, mientras Globus combatía en las calles de Viena, Hochburg disfrutaba de una vida cómoda, sin más preocupación que las picaduras de los insectos y el sol. No tenía derecho a estar ahí, entrometiéndose en los asuntos de la isla —África siempre había considerado a Madagaskar como algo aparte—, aunque Globus no se atrevía a quejarse ante Germania por miedo a parecer débil.
El grupo se abrió camino a través de un laberinto de archivadores hasta unas dobles puertas que conducían a un espacio oscuro.
—Aquí fue donde lo traje la primera vez —explicó Ratzyck.
Por el eco, Globus supuso que estaban en un amplio salón por el que circulaba el aire más libremente. El judío en el que se apoyaba Ratzyck pulsó un interruptor y una sola bombilla cobró vida y emitió una débil luz. Las paredes cubiertas de mosaicos destellaron en las sombras.
—No veo una puta mierda. Enciende el resto —protestó Globus a voz en grito.
El judío dudó antes de responder.
—Con todos los respetos, Obergruppenführer, el cableado no lo soportará. Podríamos fundir los fusibles de otras cubiertas.
—Es verdad —apoyó Pinzel. Y le ofreció su linterna.
Globus la paseó por toda la sala, iluminando los rostros de dioses y ninfas, antes de centrarse en los tacones de Romy. En el sótano del palacio tenía una vasta colección de zapatos femeninos —no solo zapatos, sino joyas, vestidos…—, para ofrecerlos como regalo a sus favoritas.
Apagó la linterna.
—Si quiero más luz, tendré más luz.
—Pero los dos Sturmbannführers preguntaron por la sección W —dijo el judío—. Si han ido abajo…
—¿Qué Sturmbannführers? —preguntó Globus con el ceño fruncido.
—Llegaron antes que ustedes. Dijeron que trabajaban para Herr Hochburg.
El gobernador se volvió hacia Pinzel.
—¿Tú autorizaste eso?
—No.
—¿A qué está jugando Hochburg? ¡Esto es una conspiración!
Apartó al judío de un empujón y apretó todos los interruptores. Una luz turbia iluminó la sala. Globus le devolvió la linterna a Pinzel.
—Busca a esos dos Sturmbannführers y tráemelos. Si Hochburg no ha querido contarme nada, ellos lo harán.