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Lava Bucht, 20 de abril, 06:20 horas

Era como ver desaparecer toda una civilización.

El Arca seguía ardiendo e iluminaba el amanecer más intensamente que el propio sol. Aunque la compuerta del aerodeslizador estaba cerrada, el olor a papel quemado le inundaba la nariz. Tenía sensación de desaliento, pero también de cierta indiferencia. No eran su gente, su pueblo. Él no tenía pueblo. Recordaba lo bastante del Antiguo Testamento para saber que aquello ya les había pasado antes a los judíos. Y no solo al pueblo elegido por Dios. Muchos países y culturas habían sido repetidamente borradas de la faz de la tierra. En la Legión, sus comandantes hablaban del Sahara como si no concibieran una época en la que no hubiera sido francés; un decenio después toda aquella arena le pertenecía a Alemania. Y eso volvería a pasar, una y otra vez, hasta el día en que Inglaterra, Estados Unidos, incluso el Reich de los mil años desaparecieran.

O eso se decía Burton. Todo lo que le importaba en aquel momento era haber salvado la ficha de Madeleine. Aquella hoja de papel significaba más para él que todo lo demás.

Tünscher manipuló los controles del aparato y lo hizo girar para regresar a la bahía y alejarse de los restos en llamas del hidroavión; el Valkiria no lo siguió. Pasaron cerca de los otros aerodeslizadores y del Arca, y enfiló el río Analava con una trayectoria que los llevaría en la dirección que Burton guardaba en el bolsillo. Tomaron una curva y el dantesco escenario quedó oculto tras ella. Los manglares dieron paso a la selva y de las aguas se levantaron chorros de barro.

Burton iba en la parte trasera, con el cañonero muerto a sus pies, y se reprochaba haber disparado su Beretta: las amenazas contra Tünscher casi nunca funcionaban. Se inclinó hacia delante para hablar con él.

—¿Vamos a Antzu?

No obtuvo respuesta.

Burton captó el reflejo de su amigo en el parabrisas de la cabina. Miraba hacia delante con ojos llenos de furia.

—¿Tünsch?

—Cállate. Estoy pensando. —El aerodeslizador saltaba en la corriente—. Estás jodido, Burton. Yo puedo ir a Nosy Be o a cualquier otra base, pero tú estás atrapado.

—Si te entregas después de lo que ha pasado, te encerrarán.

En Bel Abbés, Tünscher se pasaba la mayor parte del tiempo en el calabozo. Abrasador, de paredes claustrofóbicas, era el único castigo que lograba contener su insubordinación. Temía que lo encerraran.

—He suministrado muchas cosas a las cúpulas directivas de esta isla; podría comprar mi salida a base de sobornos.

—¿Sobornar con qué?

—Siempre te tengo a ti.

La mano de Burton se deslizó hacia su pistola.

—Lo único importante es encontrar a Madeleine.

—¿Y después qué? ¿Te quedarás a vivir aquí como un judío? Si lo haces, morirás como un judío.

Tünscher redujo la velocidad y estudió la orilla del río buscando algún lugar donde desembarcar. No los seguían. El sol asomó por encima de los árboles y atrapó la estela del aerodeslizador, un rastro de espuma marrón rojiza.

¡Crack!

El relleno del asiento de Tünscher entró en erupción. Burton se inclinó hacia delante para tocarlo. En el cristal de la cabina apareció un nuevo agujero redondo.

La ribera izquierda explotó con un estallido de luz y ruido. Hacia ellos llegaban balas y flechas. Burton vio hombres con gabardina negra y el rostro enfurecido entre la maraña de los árboles. Tünscher pisó a fondo el acelerador y el aerodeslizador salió disparado. Del metal saltaron chispas. Se oyó un golpe sordo y empezó a salir un humo negro del rotor.

Siguieron acelerando hasta atravesar la cortina de disparos, aunque perseguidos por un prolongado lamento de miedo y desesperación. El vehículo se desviaba a un lado y otro mientras Tünscher luchaba con los controles.

—¡Allí! —gritó Burton.

Delante de ellos se abrían marismas, un lugar despejado de vegetación donde los cocodrilos disfrutaban del sol antes de que los cazadores de las SS y los judíos desesperados por algo de carne con que alimentarse redujeran su número hasta casi exterminarlos.

Tras ellos, la selva se llenó del ruido de disparos contra nuevos blancos cayendo en la emboscada. Burton giró cuanto pudo el asiento del cañonero: habían aparecido dos aerodeslizadores más. Uno de ellos frenó su avance y maniobró para enfrentarse a los judíos, escupiendo balas contra los árboles; el otro aceleró para perseguirlos.

Burton lo vio acercarse y pasar por su lado entre un torbellino de hojas para bloquearles el camino. Su única salida era dirigirse a la orilla. Manipuló el cargador de la MG48 que tenía delante y le colocó el extremo de una cinta de municiones.

—¡No! —gritó Tünscher—. Todavía estamos a tiempo de hablar con ellos y salir de esta.

—Quizá tú podrías, pero ¿y yo?

Burton apretó el gatillo. Un chorro de balas impactó en la hélice, la cabina y el tanque de combustible del otro aerodeslizador. El río pareció desaparecer tras una cortina de llamas y humo, al tiempo que los escombros caían sobre ellos, reventaban el parabrisas y dejaban que el viento penetrase rugiendo en el interior. Tünscher gritó como si alguno de los restos lo hubiera alcanzado. En la consola de mandos empezó a parpadear una luz de aviso y a la vez el aerodeslizador dio un bandazo hacia estribor.

Burton fue consciente de que el otro aparato se hundía. El rumor constante de la hélice se convirtió en un resoplido intermitente, ya que las palas no podían mover suficiente aire. Tras ellos, el segundo aerodeslizador seguía barriendo la selva con sus ametralladoras y de las ramas de los árboles iban cayendo hombres.

—El motor pierde potencia —aulló Tünscher—. No conseguiremos escapar.

—Entonces, da la vuelta. Atacaremos.

—No tenía previsto morir hoy, comandante —respondió mordaz.

Pasó entre los pilares de un puente derruido e intentó dar la vuelta en un serpenteante brazo del río. Desde su posición elevada de cañonero, Burton vio que los árboles empezaban a ralear y daban paso a un tramo quemado, devastado, de llanura cultivada. Divisó un cúmulo de edificios que surgían del agua y un almacén con un agujero en el techo calcinado.

Burton tocó el hombro de Tünscher con el muñón para llamar su atención y pedirle que se dirigiera a la orilla.

—Allí podremos escondernos.

Chocaron contra la orilla con una sacudida que hizo saltar a Burton del asiento. Tünscher forzó la palanca de control con toda la fuerza de su cuerpo, y consiguió que el vehículo trepara por el barro y recorriera el campo con el motor petardeando. Mientras se aproximaban al almacén, una bandada de pájaros alzó el vuelo desde las vigas. En un costado del edificio había una enorme puerta corredera, lo bastante abierta como para que un hombre pudiera deslizarse por ella. Burton salió de la cabina y tiró de la puerta hasta dejar suficiente espacio para que pasase el aerodeslizador. Tünscher lo metió dentro y apagó el motor. El colchón de aire del aerodeslizador se desinfló; a Burton le recordó la forma en que se arrodilla un camello para que desmonte el jinete.

Cerró la puerta hasta dejar la misma abertura que tenía originalmente y espió el río a través de ella. Las orillas estaban tapadas por banianos. El segundo aerodeslizador prosiguió su ataque unos segundos más, antes de dar más potencia al motor y dirigirse río arriba.

Burton contempló el rastro de espuma que dejaba en el agua, bañado por una luz entre amarillenta y rosada, como la de los amaneceres que había compartido con Madeleine en la granja. El cielo de Battenberg, lo llamaba ella. A los dos les habían hecho daño, errantes durante tanto tiempo, que ninguno de los dos podía creerse que la granja, con sus robustos membrillos, fuera su nuevo hogar. A veces conversaban toda la noche sin darse cuenta de la hora, hasta que la oscuridad desaparecía del cielo; y entonces entrelazaban las manos para saludar el nuevo día.

La inesperada belleza de la escena le cortó la respiración a Burton. A pesar de todo lo que habían perdido, sentía la permanencia de lo vivido con Madeleine. Y juró no subsistir otro día sin ella.

—Me voy a Antzu —dijo, girándose hacia el aerodeslizador. El asiento del piloto estaba vacío.

Oyó pisadas rápidas acercándose a través de la penumbra. Un segundo después, lo derribaron y unos puños le machacaban la cara. Aguantó los golpes recordando el ritual de la Legión. Pinchazos, solía llamarlos Patrick. Solo perdería un poco de sangre a cambio de apaciguar la rabia de Tünscher, cuyos nudillos apenas empezaban a calentarse cuando se detuvo. Se puso en pie jadeante y esperó varios segundos; después le ofreció la mano a Burton para ayudarlo a levantarse.

Se contemplaron mutuamente. Burton se preguntó cómo reaccionaría su viejo amigo cuando supiera la verdad sobre los diamantes. Querría castigarlo con algo más que unos «pinchazos», eso seguro. Él fue el primero en moverse. El interior del almacén estaba vacío y las paredes ennegrecidas. La única fuente de luz era el agujero del techo, que proyectaba un óvalo de luz sobre el suelo.

—¿Qué es esto? —preguntó. Percibía un leve aroma a fruta podrida.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —Tünscher suspiró y metió la mano en el bolsillo para buscar sus cigarrillos—. Creo que pertenecía a la rebelión. Deben de haber enviado a los trabajadores a las reservas.

—Tendrías que haberme hablado de los Bayerweed —dijo Burton.

—Ese es el menor de tus problemas.

—¿Qué hacemos ahora?

Las aves regresaban a las vigas, donde se arrullaban y cagaban.

—No me has dejado muchas opciones —admitió Tünscher—. Iremos a Antzu y buscaremos a tu mujer.

—Creí que ibas a regresar a casa sobornando a todo el mundo.

Su amigo se encogió de hombros.

—Lo único que importa son los diamantes. ¿Recuerdas las apuestas en la Legión? À quitte ou double! ¡Todo o nada! —Jugar con dinero estaba penado con severos castigos, así que cambiaban de manos enormes cantidades de dátiles—. A menos que quieras pagarme ahora.

Tünscher tenía la misma expresión desconsolada que Patrick en el Kongo, cuando comprendió la gravedad del problema en que se habían metido. Burton se sintió culpable y furioso consigo mismo por depender de una mentira.

—¿Y si primero nos sacas a Maddie y a mí de esta isla?

—Tú espera, algo se me ocurrirá. —Tünscher apagó la colilla y caminó hacia el aerodeslizador—. Quizá la flota pesquera de Varavanga…

Burton se fijó por primera vez en que su amigo se sujetaba el costado derecho.

—¿Estás bien, Tünsch?

—Exultante. —Se metió en el aerodeslizador para registrarlo en busca de todo el equipo que pudiera serles útil, incluyendo los bolsillos del cañonero muerto. Le entregó a Burton una brújula, una cantimplora, un paquete de carne seca y un botiquín.

Del exterior les llegó ruido de disparos, lo que espantó de nuevo a los pájaros. Era imposible deducir lo cerca o lo lejos que estaban.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Burton.

—El río es demasiado peligroso —comentó Tünscher—. Deberíamos ir tierra adentro. Son cinco o seis horas de marcha.

Cinco o seis horas. Parecía una nimiedad para llegar hasta Madeleine.

—¿Conoces el camino? —Burton ya había estado en la isla como mercenario, pero en Tana. No estaba familiarizado con aquella parte de la isla.

—Debemos atravesar la selva hacia el sureste. —Tünscher se puso la gorra y la inclinó con aire de chulería—. Pasadas unas horas tendríamos que ver el palacio del gobernador. Eso nos guiará.

Ya estaban fuera, corriendo entre los edificios, cuando Tünscher frenó en seco.

—Espera, tengo una idea.

Volvió al almacén y sacó el cuerpo del cañonero de la cabina. Tiró los casquillos del MG48 y toda la basura que pudo encontrar al suelo alrededor del cadáver. Burton miró confuso a Tünscher, que recogía un casco y una postal de Hitler con traje tirolés que encontró en el tablero de mandos.

—Los partisanos solían hacer mierdas así en Siberia, después de tenderles una emboscada a nuestras patrullas.

—¿Qué significa? —preguntó Burton.

—Ni puta idea. —El latón de los casquillos brilló entre sus dedos—. Nos pasamos horas intentando buscarle sentido. Si encuentran el aerodeslizador, podría concedernos algo de tiempo.

Se marcharon en cuanto Tünscher consideró que había acabado y siguieron un sendero lleno de barro que intentaba tragarse sus botas. Entre los árboles se arracimaban los tentáculos de la niebla.

Tras ellos, el cañonero quedó apoyado contra el colchón de aire del aerodeslizador con el casco del revés, una mano en los genitales, la pierna izquierda plegada y sin botas ni calcetines. Lo rodeaban figuras geométricas hechas con los casquillos además de la palabra KÜRBIS. «Calabaza». La postal de Hitler estaba partida por la mitad: una parte enrollada entre los dedos de los pies y la otra entre sus labios.