12
Reuben Salois fue ejecutado durante Mered ha-Vanill, la Rebelión de la Vainilla. Su lugar definitivo de descanso fue una aislada playa del extremo sur de Madagaskar. Al amanecer los obligaron a cavar una zanja: cientos de judíos demacrados tuvieron que extraer arena endurecida sin ni una sola pala. Cuando llegaron a dos metros de profundidad, los nazis les ordenaron que salieran del agujero, se situaran en el borde de la zanja y dieran media vuelta para quedar de cara al mar.
—¡Mirad qué vista más hermosa! —gritó el Hauptsturmführer.
El cielo era de un color azul cobalto.
—Tenemos que darles la cara —exclamó Salois con voz serena pero teñida de odio.
Giró sobre sus pies descalzos y urgió a los demás a que hicieran lo mismo. Unos cuantos lo secundaron, pero la mayoría siguió con la vista fija en el océano. Los judíos a su lado empezaron a murmurar plegarias. Salois sintió lástima por ellos: el cielo estaba vacío, allí no había nadie que oyera la angustia de su tribu.
—¡Daos la vuelta! —gritó el Hauptsturmführer—. ¡Daos la vuelta!
Salois abrió los brazos y contempló a los soldados que tenía enfrente. El corazón le martilleaba en el pecho, pero una extraña calma se apoderó de él. Había ansiado ese momento muchas veces y era un alivio afrontarlo por fin. Había cosas peores que la muerte.
—¡Daos la vuelta!
Su último recuerdo fue caer en la trinchera cuando el fiu-fiu de las balas impactaba sobre los cuerpos que le caían encima. Oyó que alguien escupía en la lejanía; después, el rumor de las olas fue desvaneciéndose hasta desaparecer.
Mered ha-Vanill comenzó en marzo de 1947, en la región productora de vainilla del sureste. La vainilla era el cultivo principal y un negocio muy provechoso para las SS, que controlaba el noventa y nueve por ciento de la producción mundial. Habían existido grupos de resistencia desde que los primeros judíos llegaron a la isla, pero pocos se atrevían a retar a los nazis o tenían apoyo popular. Cualquier disensión se castigaba con la horca para los cabecillas y con una fuerte reducción de alimentos para toda comunidad que los apoyase. El ciclón Eva había azotado la isla dos meses antes, lo que había provocado que se anegaran enormes franjas de tierra fértil y se ahogaran miles de personas. Medio millón más de personas quedaron sin hogar, ya que la estación de las lluvias no había terminado. A eso siguió una epidemia de tifus. El informe oficial de Heydrich al Consejo de la Nueva Europa estimaba que había muerto el cinco por ciento de la población por culpa de su falta de preparación; en privado, para regocijo de la Cancillería del Reich, reconoció que la cifra real llegaba al quince por ciento.
Con la cosecha de vainilla casi destruida, un supervisor llamado Sakle quiso conservar sus beneficios recortando las raciones de los trabajadores hasta llegar a los cuarenta gramos de arroz diarios. Poco después fue apuñalado en el cuello. Cuando fueron los guardias en busca de los asesinos los rechazó una lluvia de rocas y boles de comida. Los judíos incendiaron las barracas, las granjas y la planta de procesamiento. Llegaron más tropas de la guarnición de Sambava, fueron masacradas por la furia de unos hombres que no tenían nada que perder. Los judíos comprendieron, por primera vez, que era posible hacer algo contra la voluntad y el poder de los alemanes.
Ardieron más plantaciones de vainilla. La rebelión del norte se extendió al corazón de la isla con columnas de humo exageradamente dulce. Cuando el puerto oriental de Salzig fue capturado por los judíos de la vainilla, el gobernador Bouhler fue convocado a Germania; más tarde lo encontraron en su mansión de Schwanenwerder junto a una nota de suicidio. Salzig era el puerto donde tenían que desembarcar los judíos polacos, los más numerosos del Reich y los más despreciados. Aún quedaban por trasladar más de trescientos veinte mil, una operación que ahora corría peligro. En Inglaterra, Lord Halifax dijo que seguiría apoyando el envío de judíos a Madagaskar, siempre que contaran con la seguridad adecuada: las deportaciones se paralizaron temporalmente.
Hitler entró en cólera. Según él, su visión de una Europa sin judíos estaba siendo saboteada por un complot sionista y la incompetencia de los hombres encargados de llevarla a cabo. Reprobó a Heydrich, el director del proyecto, y amenazó con bombardear la isla hasta arrasarla por completo. Al final intercedió Himmler, quien sugirió que la respuesta podía ser Odilo Globocnik, su protegido caído en desgracia. Había tenido ciertos éxitos en el este y estaba listo para su rehabilitación. «A pesar de todos sus errores, creo que hay que reconocer el intenso fervor y el dinamismo de ese hombre. No hay otro más cualificado que él», argumentó Himmler para persuadir a Hitler.
El nuevo gobernador llegó con amplios poderes, tres nuevas brigadas de soldados y una flota de helicópteros de ataque Valkiria, la llamada Fuerza de Defensa de Madagaskar. Criticaron su entusiasmo la Cruz Roja y el Comité Judío Norteamericano, que disponía de un poderoso lobby en el Congreso. Washington invocó la consabida neutralidad del país, al tiempo que enviaba un acorazado a África y un subsecretario de Estado a Germania. «Mantenlo ocupado, necesito otras seis semanas», le confesó Globocnik a Heydrich.
Todo foco de resistencia fue aplastado. Si cinco judíos defendían una cabaña lanzando piedras, Globocnik enviaba veinte hombres de las SS con ametralladoras, granadas y lanzallamas. Los asentamientos de Kandreo en el Sector Occidental y el de Brickaville en el Oriental, aunque no habían participado en la rebelión, fueron arrasados hasta los cimientos como advertencia para la población civil. Salzig fue tomado calle a calle y los judíos capturados terminaron colgados de las palmeras de su paseo marítimo. Hubo nubes de gaviotas sobrevolando masivamente el puerto durante días. Tres meses después de su llegada, el gobernador Globocnik había recuperado el control de la isla y los barcos volvían a atracar con su cargamento humano. Al año siguiente, el 14 de mayo de 1948, Hitler dio un discurso exultante ante el Consejo de la Nueva Europa, declarando que había cumplido con la misión de su vida. Tras dos milenios, Europa estaba judenfrei. En Germania, Globocnik fue admitido en el panteón de los héroes; no obstante, aún no había terminado con Madagaskar.
—Los judíos culpan a todo y a todos de la rebelión —dijo en un discurso a los líderes de las SS en octubre cuando visitó Tana, la capital—. A nosotros por darles una patria, a nuestros vecinos europeos por permitir su exilio, a Estados Unidos por abandonarlos… Otras veces es la falta de comida o de alojamientos, el clima o las enfermedades. ¡Incluso culpan al pobre lémur de cola anillada! —Entre los asistentes estalló un coro de carcajadas. Entonces, se puso serio—. La verdadera causa es la holgazanería. Sin nada que hacer, los judíos siempre acaban teniendo malas intenciones.
Globocnik, con la aprobación de Heydrich, puso a la población a construir nuevas carreteras, nuevas presas y un ferrocarril que recorrería toda la isla. Las industrias —desde las fábricas de cordones para botas a las de procesamiento de carne— fueron creadas por la WVHA, el departamento económico de las SS. A los judíos les permitieron tener pequeños negocios propios y granjas unifamiliares, siempre que no hubiera más de cinco empleados. Para evitar que extendieran su «contagio mercantil» al resto del mundo, los bienes producidos solo podían venderse en la misma isla, no en el resto del mundo. Y en la isla solo había un comprador, las SS.
Siguiendo el plan original, Madagaskar fue dividida en cuatro distritos equivalentes a las regiones europeas. Según Globocnik, el idioma común en los distritos había permitido que los judíos conspirasen; además de terminar con las manos ociosas, puso en marcha la Operación Babel para «remover la sopa étnica». La población fue dividida en tres sectores y trasladaron familias al azar de una ubicación a otra.
La parte sur de la isla y sus espinosos desiertos fue dividida a lo largo del trópico de Capricornio y se convirtió en Steinbock, el sector penal. Llevaron a los judíos asentados allí originalmente al norte para unirse a otras comunidades o los mandaron a trabajar a la presa Betroka, situada treinta kilómetros más allá de la nueva frontera. Al mismo tiempo viajó una columna de deportados en dirección opuesta, arrastrando penosamente los pies descalzos por las áridas colinas, sin apenas agua para beber. Se trataba de los prisioneros de la rebelión, a los que exiliaron al sur, lejos de los ojos de aquellos a los que podían inspirar. A algunos les esperaba una labor de esclavos en las minas de mica y zafiros; a la mayoría, una muerte agónica. Cuando el Comité Judío Norteamericano intentó intervenir, Germania respondió tajantemente que eran delincuentes y terroristas. En los días despejados, los trabajadores de Betroka podían ver columnas de humo elevándose al cielo.
A Salois lo despertó el fantasmal sonido de una armónica.
Un guardia patrullaba por el borde de la zanja en una burda parodia de vigilancia. El judío percibió sus pasos hasta que anocheció y el nazi abandonó su puesto. Cuando se quedó solo, Salois se miró el pecho, allí donde las balas del pelotón de fusilamiento debían haberle alcanzado… pero no vio rastro de ninguna herida.
Los cadáveres lo aprisionaban, había piernas y pies en ángulos imposibles, brazos rígidos extendidos como si quisieran alcanzar algo. La cosecha de un carnicero. Se abrió paso entre ellos reptando hasta alcanzar la superficie y escuchó. Silencio, excepto por el rumor del viento y del océano. El hedor de la gasolina le asaltó la nariz, pero nadie había lanzado ninguna cerilla. Junto a él descubrió los ojos abiertos de uno de los fusilados, su alma lista para abandonarlo y, por un instante, Salois creyó estar contemplando a su esposa. Hacía tanto que había muerto que apenas recordaba sus rasgos. Con mano temblorosa, el moribundo rebuscó entre los jirones de lo que había sido su camisa y sacó una lata de sardinas en aceite.
—Disfrútalas —balbuceó. Y murió.
Salois tomó la lata de entre sus dedos. En el delirio de los días que siguieron, unió algunas planchas de madera y las echó al mar. Pasó ante minas de sal del tamaño de cisternas y vagó entre patrullas que ignoraron aquel simulacro de balsa. Las sardinas lo mantuvieron vivo, el aceite le lubricó la lengua. No dejó de recitar números durante todo el viaje, como un mantra. La costa de África parecía hacerle señas desde occidente.
Reuben Salois no lamentó su fuga hasta mucho más tarde.