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Palacio del gobernador, Tana, 20 de abril, 20:50 horas

El Reichsführer colgó sin felicitarle el cumpleaños; ni siquiera se despidió. Globus sostuvo pensativo el auricular contra la oreja unos segundos. Su despacho era amplio, con un frío suelo de piedra y mobiliario de caoba. Solo la mesa era tan grande como un escenario. Junto a ese despacho, la sala de su equipo de mecanógrafas estaba en silencio. Por lo general, a esas horas de la noche, solía haber un par de secretarias cotilleando y acicalándose, pero ese día las había echado. Desde más allá de las ventanas llegaba el estrépito de los carpinteros en plena faena.

Globus se meció en su sillón —imaginándose la tristeza de Himmler si se caía y se rompía el cuello—, y contempló arrepentido el teléfono, semienterrado por los regalos de los gobernadores sectoriales y de sus admiradores europeos: entre ellos, una botella antigua de champán Pol Roger enviada por el presidente brasileño Vargas. Globus había prohibido que las noticias sobre Antzu y la creciente rebelión salieran de la isla, pero no tenía control sobre las comunicaciones de Nightingale. El norteamericano había mandado un mensaje por vía diplomática al otro lado del Atlántico y, desde allí, había llegado al Ministerio de Asuntos Exteriores y al cuartel general de las SS en Germania. Himmler, despectivo, le había dicho: «No puedes contener a los judíos más de lo que puedes contener la gripe. La única forma de que no se extienda el contagio es erradicar el virus. Creí que eras el hombre adecuado para ese trabajo, Odilo. Puse mi reputación en tus manos». Nunca antes había llamado a Globocnik por su nombre.

Sonó el teléfono.

Globus lo descolgó, esperando que fuera otra vez el Reichsführer, pero de mejor humor. Hubo una época, durante la euforia de la derrota de la primera rebelión, en la que Himmler le telefoneaba colmándole de cumplidos, contándole sus chistes de colegial y animándolo a conseguir la gobernación de Ostmark. Globus hacía que sus secretarias estuvieran presentes durante las llamadas mientras él, apoyado en su sillón, con los pies encima de la mesa, soltaba un ja! de vez en cuando para demostrar la sintonía que compartía con el jefe de las SS. Ellas estaban encantadas.

Globocnik se llevó el auricular a la oreja. Era el almirante Dommes, el comandante de la base Diego Suárez. Se trataba de uno de esos tipos con aires tranquilos de superioridad, muy respetado en Germania y adorado por sus hombres, con la barba bien recortada, puntiaguda, y unos ojos fríos como un témpano. Globus lo encontraba irritante. Dommes le lanzó un sermón sobre la seguridad antes de que el gobernador pudiera interrumpirlo para recordarle que la isla estaba bajo la jurisdicción de las SS y no de la Marina.

—En el supuesto de que sea capaz de mantener el orden —matizó el almirante—. La nueva rebelión está extendiéndose como el fuego.

—¿Acaso están llamando a su puerta los judíos? —respondió furioso—. ¿Diego Suárez está en llamas?

—No… de momento. Pero si la situación empeora, le recuerdo que tengo autoridad para tomar las medidas que considere necesarias para defender la base. Y la isla.

—Eso nunca pasará. Me encargaré de esos bandidos.

—¿Y si atacan?

—Los aniquilaré sobre el terreno.

—Puede que entonces ya sea demasiado tarde —dijo Dommes con frialdad—. Necesita restaurar el orden de inmediato.

—La Kriegsmarine no tiene que preocuparse. Estoy apretando el nudo. ¿No ve que ese es el plan de los judíos, enfrentarnos unos contra otros cuando deberíamos estar de celebración? ¿Qué puedo esperar de usted y del resto de los oficiales? Antes usted siempre se divertía el día de mi cumpleaños.

Una pausa incrédula.

—Tengo demasiado trabajo aquí.

Y cortó la llamada.

Globus volvió a recostarse en su sillón y se meció. Las paredes de su despacho estaban cubiertas de fotografías de su antigua gloria. Sin embargo, se concentró en una pequeña foto de su padre, colgada en el espacio que dejaba la puerta abierta. Su madre se la había dado cuando se convirtió en el Gauleiter de Viena. Un recuerdo, le había dicho. Al principio no quería ni verla, pero cuando fue destituido de ese cargo empezó a colgarla en cualquier sitio libre. Su padre había desertado durante la Gran Guerra y Globus juró que nunca avergonzaría a su familia de esa forma. Y no iba a hacerlo por culpa de un puñado de puñeteros judíos.

Llamaron a la puerta y entró el médico de Globus. Tenía los modales de un hombre al que no le preocupaba nada de este mundo. Globocnik pensó que así vivían sus subordinados, sin la carga que recaía sobre su espalda.

Le ofreció el brazo —todavía llevaba las mangas cortas de su equipo de equitación—, mientras el médico abría una pequeña caja y extraía una jeringuilla y una ampolla. Globus había exigido una dosis doble de su tónico regular con una dosis adicional de testosterona para potenciar las vitaminas y la anfetamina. La cabeza le palpitaba como consecuencia del martilleo del exterior. Necesitaba estar fresco y en forma. La última noche que había podido dormir lo suficiente había sido la del viernes, cuando llegó Hochburg y lo sacó de la cama. Desde entonces, vivía entre la amenaza y el peligro.

Globus apartó la vista mientras el médico le inyectaba, odiaba las agujas, y mantuvo la vista clavada en la pared. Entre las fotos había colgado los planos para construir una mansión del gobernador en Ostmark. Se habían basado en sus propios bocetos, otro de sus diseños neomesopotámicos. Pretendía pasar sus últimos años en él, y después cedérselo a las SS… suponiendo que pudiera salir de aquel agujero de mierda. Temía que Himmler lo destituiría sin más. ¡Menudo lugar para morir!

El médico terminó, le deseó un feliz cumpleaños y se marchó.

La mente de Globus volvió a Hochburg. En solo cuarenta y ocho horas había convertido lo que era un reto en una pura calamidad. ¿Cuál era su juego? ¿Por qué iba allí en busca de judíos? Quizás Hochburg quería desestabilizar la isla para que terminase bajo su control. En su conversación con Himmler le preguntó abiertamente si sabía lo que pretendía Hochburg. «Está en el Kongo ganando una guerra», contestó el Reichsführer. «Ojalá pudiera decir lo mismo de ti».

Globocnik se levantó, lo que hizo rechinar los muelles del sillón, y flexionó el brazo. Era hora de hacerle una visita a su prisionero.

Hochburg estaba sentado en la oscuridad con las manos atadas a la espalda. De su ojo muerto salían ondas de dolor, que se extendían por toda la cabeza como un mapa de carreteras. El dolor se agravaba por el constante ruido exterior de las sierras, los martillos y los gritos de los trabajadores. Cada vez que respiraba, la nariz se le llenaba de un olor rancio. El cuarto en el que lo retenían desprendía el hedor de un armario lleno de abrigos de pieles. Era demasiado oscuro para ver nada con claridad, pero desde que había recuperado la consciencia tenía la impresión de que lo vigilaban cientos de ojos. A su espalda sentía la presencia de un guardia, silencioso y grande como un armario. Hochburg había intentado hablar con él, pero no recibió respuesta alguna.

Oyó el ruido de una cerradura y de unas botas que se acercaban, acompañadas del sonido metálico de unas espuelas. No se preocupó, Globus no tenía nada con qué amenazarlo y tampoco podía mantenerlo prisionero indefinidamente. Kepplar debía de estar a punto de capturar a Burton y, cuando lo consiguiera, lo buscaría a él. Se deleitó ante la idea de su próxima liberación: su primera orden sería formarle un consejo de guerra a Globocnik.

Alguien susurraba fuera de la habitación. La puerta se abrió y ese alguien se situó frente a él. Reconoció el aliento alcohólico de Globus.

—¿Por qué me retienes aquí? —preguntó Hochburg—. ¿Con qué cargos? Cuando Heinrich se entere…

—No se han presentado cargos, Oberstgruppenführer. De otro modo estarías en una celda. Estás aquí por tu propia seguridad, has sufrido una especie de… crisis nerviosa.

—¿De qué estás hablando?

—No tienes de qué avergonzarte —siguió Globus—. Yo mismo tuve una en el cuarenta y tres por todo lo que me hicieron. Es fácil dar órdenes estando en Germania, lejos del meollo de los problemas. Somos hombres decentes, pero más pronto o más tarde tenemos que pagar un peaje. Debes de sufrir un estrés inmenso por lo que ocurre en el Kongo.

—No he tenido ninguna crisis.

—¿De qué otra forma puedo explicar tu conducta? Te dije que no fueras al Arca y fuiste, te dije que no fueras a Antzu y fuiste… Las dos veces me desafiaste. Ahora todo es un caos. Seguro que perdiste la cabeza; a menos que tengas una explicación mejor.

Globus encendió las luces y se dirigió a un mueble bar mientras Hochburg observaba su alrededor. Un guardia le apuntaba al pecho con su BK44.

—Impresionante, ¿no? —exclamó Globus, sirviéndose un vaso de schnapps—. Estamos en las profundidades de mi palacio. Aquí abajo nadie puede oírnos.

La sala era la cueva de Aladino de la taxidermia. Un cocodrilo embalsamado, una tortuga, docenas de especies de lémures, una especie de extraño felino. En el muro opuesto, del suelo al techo, había estanterías llenas de aves, con sus ojos de vidrio que reflejaban la luz.

—Mi colección privada —dijo Globus—. La muerte en mil formas distintas. Yo mismo maté a todos y cada uno de ellos, no solo en Madagaskar, también antes. —Señaló algo tras Hochburg—. Los traje conmigo desde el este, son como viejos amigos.

Hochburg se giró en la silla, lo que hizo que las esposas se le clavaran en las muñecas. Tras él, con las zarpas alzadas a punto de atacar, vio un oso negro de tres metros de altura. Globus se sirvió otro schnapps y se tumbó en una chaise-longue. Había sillas y sofás diseminados por toda la sala, y un gramófono en un rincón, pero ni un solo libro, observó Hochburg.

Globus vació su copa.

—Me has causado innumerables problemas. La rebelión está extendiéndose como dije que pasaría. Si los judíos creen que ni siquiera Antzu está a salvo, ¿qué control es ese? Tengo granjas que se rebelan, plantaciones que se queman, ganado que se sacrifica. Eso significa ingresos y beneficios perdidos. Pero esto ya no es la Rebelión de los Cerdos, es la Rebelión de Hochburg. Tú has sido la chispa.

Se puso en pie, gritando:

—¿Por eso estás aquí? ¿Quieres quedarte con Madagaskar?

En el silencio que siguió, solo se oyó el ruido de los trabajos del exterior y Globus acabó resoplando. Sacó algo plateado y afilado de su bolsillo y lo acercó al ojo bueno de Hochburg hasta que casi lo tocó.

El Oberstgruppenführer ni siquiera pestañeó. Prefería ser un ciego al que Kepplar guiase por toda África como lazarillo, que decir una sola palabra. Globus sonrió y le enseñó lo que llevaba en la mano. Era una llave. Con ella abrió las esposas de Hochburg.

—Si lo que quieres es esta isla, quédatela —ofreció Globus—. Es un castigo. Ahora tomemos una copa.

—Agua.

—¡Ah!, me olvidaba de que ni hueles el alcohol. —Parecía receloso, como si estuviera ante un hombre que no respirase ni cagase. Globus cogió una botella de Apollinaris y cruzó la sala—. ¿Recuerdas cuando nos conocimos, Walter? Yo estaba en Windhuk y pensé: ese es un hombre como yo, un hombre con el que se pueden hacer negocios.

Hochburg estaba sediento, pero apenas le dio un sorbo al agua, reacio a diluir el resto del sabor de Madeleine que aún creía conservar en la boca.

—No nos parecemos en nada.

—Ambos somos ambiciosos, ambos hacemos un trabajo peligroso para una gente a la que no le importa, ambos nos jugamos el cuello en una cloaca racial. Cuando tenemos éxito, nadie nos lo agradece; cuando las cosas se joden, nos saltan encima como lobos.

—Tú eres un animal que disfruta matando.

Globus se sonrojó, pero consiguió controlar su genio.

—Y eso me lo dice el amo de Muspel. Has quemado suficientes negros como para cubrir toda esta isla con sus cenizas.

—Pero no disfruté haciéndolo. Soy un utópico, no un asesino.

Globus se rio muy divertido hasta que se dio cuenta de que Hochburg no estaba bromeando. Se detuvo junto a un lémur y acarició su piel como si se tratara de un gato.

—Déjame que te hable de utopías, Oberstgruppenführer. El 16 de junio de 1992. El Führer y yo solemos hablar a menudo de esa fecha. Será un día que pervivirá mientras los hombres sigan caminando sobre la Tierra, el día en que, según imaginamos, todo el mundo se verá libre de judíos.

—¿Y cómo planeas conseguir ese milagro?

—Ya has visto las reservas y cómo trabajan los bulldozers. Estamos construyendo una nueva fase para los judíos de Argentina. El presidente Perón ya ha firmado un acuerdo con el Führer. De momento es secreto, pero los judíos empezarán a llegar en septiembre. —Se frotó la cara—. Otra razón por la que necesito acabar con esta rebelión. Después de Argentina irá Brasil. Cuando acabe la década, toda Sudamérica se habrá librado de sus judíos como lo ha hecho Europa.

—Te olvidas de Estados Unidos.

—También se someterá a su debido tiempo. Una vez que el resto del mundo esté curado del patógeno judío y se acerque a nosotros, Estados Unidos se quedará atrás, asfixiándose en su propia decadencia. Entonces, los yanquis comprenderán su error. Según nuestras predicciones eso ocurrirá en la década de los setenta. Después, ni siquiera podrán embarcar a sus judíos hacia aquí tan deprisa como desearán. Una generación de monzones y malaria —hizo un ruido con la boca como si rompiera el cuello de algo o de alguien— y los judíos se habrán extinguido.

—¿De verdad te crees ese cuento de hadas?

—Al Führer se le parte el corazón de pensar que no vivirá lo suficiente para verlo.

—Los judíos tienen poder en Washington. Influencia.

—Ya discutí eso con los anteriores enviados. Tras una botella o dos de su bebida preferida, estuvieron de acuerdo en que ese es el futuro inevitable.

—No para Nightingale.

—No me hables de ese tipo. Ha sido como un grano en el culo desde que volví de Antzu. —Globus puso un acento norteamericano sorprendentemente exacto—. «Mis informes indican que usted destruyó la sinagoga, que está internando cada vez más población en las reservas. Las reservas ya están al borde del colapso y ahora pretende vaciar Antzu. Insisto en que debe parar».

Hochburg cambió de postura en el asiento. Ansiaba respirar un poco de aire que no oliera a animal muerto.

—¿Eso es cierto?

—Tu intromisión no me deja alternativa.

—Nightingale tiene razón. Recuerda lo que dijo en la presa, quieren enviar un barco de guerra. La situación ha cambiado desde la elección de Taft, hasta tú tendrías que verlo.

Globus se rascó la oreja.

—Eso dificultaría mis esfuerzos en el Kongo —siguió Hochburg—. Necesitaría más tropas tuyas y hasta tu propia posición se resentiría.

—Entonces liquidaré a los judíos y no necesitaré más tropas.

—Ni siquiera lo pienses. Atraerás a Estados Unidos a la zona, quizás a la guerra en África.

—Los norteamericanos siempre trazan líneas rojas… y después no hacen nada.

—Nunca gobernarás Ostmark.

—O puede que el Reichsführer me siente en un trono dorado. Él tampoco se deja intimidar por los norteamericanos. En fin, me estoy aburriendo. Quiero saber por qué estás aquí. Última oportunidad.

Como Hochburg no respondió, Globus terminó su schnapps.

—¿No? Entonces te enseñaré una cosa.

Dejaron la sala de trofeos. Hochburg iba azuzado a cada paso por el BK44 del guardia. No tuvo más remedio que contemplar la obesa espalda y el orondo culo de Globus mientras subían una escalera y salían al jardín que el Oberstgruppenführer conocía de su primera visita. Aspiró a fondo el aire impregnado del aroma de la húmeda vegetación y las durmientes flores. En la terraza, un equipo de carpinteros trabajaba a la luz de unos potentes reflectores. Estaban construyendo una horca.

—Es para mi fiesta de cumpleaños —explicó Globus—. Una tradición que instituí en el este.

—¿A quién piensas colgar? —preguntó Hochburg, impresionado por el tamaño de la construcción. Había espacio para unas veinte sogas.

—Depende de si hablas o no.

Globus lo llevó hasta otra escalera.

—Este es el lado norte del palacio —le informó mientras descendían—. Aquí tengo mis oficinas y en el fondo están los calabozos; son la única parte que he conservado del edificio original. —Llegaron hasta el nivel inferior y dirigió una incisiva mirada a Hochburg—. Aquí es donde la reina de Madagaskar solía encerrar a los traidores.

Cruzaron una serie de puertas cerradas, que iban abriendo los guardias hasta que llegaron a su destino.

—Quizás ahora hables.

Globus desatrancó la puerta y empujó a Hochburg. La altura de la celda los obligó a que se agachasen. La sala era lóbrega y estaba repleta de apestosos prisioneros. El hedor de los excrementos humanos era espeso como si fuera niebla.

—No vi la necesidad de instalar desagües —dijo Globus, tapándose la nariz y la boca con una mano—. ¡Luces!

Una bombilla eléctrica iluminó la celda.

Al principio Hochburg no comprendió lo que estaba viendo. Después la rabia creció en su interior y, por primera vez, tembló de miedo.

Del pasillo llegó el repicar de botas contra la piedra. En la puerta apareció un ayudante.

Obergruppenführer

—Ahora no. —Estaba muy ocupado viendo la reacción de Hochburg.

—Es una emergencia.

El ayudante le dijo algo al oído. Hochburg no pudo captar las palabras, pero el aire pareció restallar alrededor de Globus.

—Vuelve a la radio y diles que usen toda la fuerza de que dispongan. Yo iré pronto.

Hochburg contempló las caras aterrorizadas de los prisioneros, pero logró mantener su tono de voz indiferente.

—No tengo ni idea de por qué me has traído aquí.

—¿Creíste que te dejaría salir de mi isla sin registrar primero el cargamento de tu avión? —preguntó Globus caminando entre los cautivos.

Apiñados en el calabozo estaban los científicos que Hochburg había reunido para que le construyeran su superarma. Buscó desesperadamente con la mirada al más importante.

Como si pudiera leerle la mente, Globus dijo:

—Sé que uno de ellos es Feuerstein, lo descubrí en el Arca. Pero has entrenado bien a tus monos. Ninguno ha querido hablar… por más que he insistido. En el suelo yacían varios cadáveres con un agujero en la cabeza; uno de ellos estaba desnudo.

—Mi asunto está más allá de tu comprensión —susurró Hochburg—. Si quieres acabar en Ostmark, será mejor que no le hagas daño a ninguno más.

—¿Sabe Heinrich que eres amigo de los judíos?

—No solo está en juego tu carrera o la mía, sino el destino de toda África. Puede que la del mismísimo Reich.

—¿Por unos cuantos judíos apestosos? Mientes. —Globus se frotó incrédulo los ojos—. Habla o te juro que iré matándolos uno a uno hasta que lo hagas.

Hochburg no dijo nada.

Se negaba a que su secreto cayera en manos de alguien como Globocnik. Siguió buscando entre los prisioneros y descubrió a Feuerstein al fondo de la celda. Sus ojos se encontraron por un segundo.

—O quizá los mate solo por diversión —dijo Globus con una mirada maliciosa—. O porque te pertenecen.

Le arrebató la pistola a uno de los guardias y apuntó con ella a la multitud de prisioneros. Como Hochburg no reaccionó, sonrió ampliamente, aunque la cara reflejaba su frustración.

—Tengo que marcharme. He de cumplir un importante trabajo para el Reichsführer. Hablaremos más tarde. —Se volvió hacia un guardia—. Devolvedlo a la sala de trofeos.

Mientras se lo llevaban, Hochburg lanzó una última mirada a Feuerstein. Se había deshecho del traje y llevaba un uniforme harapiento. Su rostro estaba manchado de suciedad. El científico no le devolvió la mirada, sino que se retiró a las sombras. Volvía a ser un animal.