51
Palacio del gobernador, Tana, 21 de abril, 00:45 horas
Una brisa ventilaba la sala de trofeos gracias a la ventana y sus destrozados postigos, Hochburg los había roto a patadas en un intento fallido por escapar. Bajo ella solo había un muro prácticamente liso y una caída que mataría a cualquiera que intentase escalarlo. Del gramófono brotaba música de Schubert.
Contempló Tana. En la última hora había visto Valkirias cargados de misiles que rugían sobre la ciudad sumida en la oscuridad y regresaban vacíos. Los pitidos de los trenes creaban ecos desde muy lejos. Sus vagones de carga debían de estar llenos de judíos en ruta hacia la Reserva Sofía. Hochburg podía percibir la escalada de violencia. Había buscado con la vista la residencia de Nightingale, que se encontraba en un conjunto de edificios del período colonial francés. Sus ventanas estaban iluminadas. ¿Habría pasado la tarde enviando informes a Washington sobre las medidas tomadas por Globus? ¿Era posible que ya estuviera navegando hacia África un barco de guerra norteamericano?
Pudo oír un fuerte chasquido en el jardín de la terraza, seguido por el rumor de unos silbidos. La noche se iluminó.
Hochburg se acercó a la puerta.
—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó al soldado que hacía guardia al otro lado.
—Órdenes del gobernador. Van a colgar a sus judíos.
Hochburg experimentó una sensación tan vertiginosa que se lanzó de cabeza hacia la ventana. Se imaginó a Feuerstein colgando del extremo de una soga. Sus secretos se perderían para siempre.
—Son míos —rugió Hochburg—. Quiero verlos. —Nada—. ¡Abrid la puerta!
Golpeó la madera con los puños, pero cada golpe se topó con el silencio.
Hochburg retrocedió. Antes ya había buscado por la sala, entre las aves disecadas y en los cajones, algo que le permitiera escapar. En su frustración derribó el oso. Una caja cerrada le ofreció una momentánea esperanza, hasta que logró abrirla y la encontró llena de discos de vinilo, la mayoría de folk austríaco, pero también de música clásica, como grabaciones de The Ring, de Keilberth. Hitler las había enviado a los altos cargos de las SS en las Navidades del año cincuenta. Hochburg las quemó en su Schädelplatz; Globus ni siquiera les había quitado el celofán original. También vio una copia sin abrir de los Impromptus de Schubert, los favoritos de Eleanor.
Puso el disco para tranquilizarse, levantó el oso y siguió con su búsqueda, sin encontrar nada más que una media femenina entre los cojines de la chaise-longue. Se sentó y cruzó los brazos, a la espera, y notó un bulto en el pecho. Rebuscó en el interior de su guerrera y encontró el puñal plateado de Burton. Casi lo había olvidado y agradeció que el registro que le habían hecho tras ser arrestado fuera bastante somero.
Empuñó la daga, fue hasta la ventana y sacó el cuerpo todo lo que pudo. Le golpeó una ráfaga de viento. Diez metros por encima de él tenía la terraza con una balaustrada de hierro forjado, pero intentar escalar la pared parecía suicida. Los muros del palacio estaban formados por enormes bloques de piedra pulida. Hochburg recorrió con los dedos el mortero que unía las piedras y clavó el cuchillo en él para probar su resistencia. Quizá podría aguantar su peso. Recordó los cuchillos de la cubertería de Eleanor, la que solo utilizaba en las ocasiones especiales. Burton los había fundido para convertirlos en una daga letal.
Desde la terraza llegaban órdenes gritadas y la balbuceante cháchara de los borrachos. Durante su encarcelamiento, no pocas veces se había filtrado el ruido de las fiestas hasta la sala de trofeos. Puede que Globus estuviera ausente, pero sus invitados sabían cómo disfrutar del Führertag.
Hochburg maldijo a Kepplar.
Habían pasado suficientes horas como para poder encontrar a Burton y llevarlo allí; ya tendría que haber liberado a Hochburg. Su antiguo colaborador había demostrado una vez más que no se podía confiar en él y era una nueva prueba de que necesitaba la superarma de Feuerstein. Si hasta sus colaboradores más fieles le fallaban, necesitaba medios para combatir sin tener que depender de esos hombres. Quizá Kepplar ya había dado de sí todo lo que podía.
Desde lo alto le llegó un nuevo ruido: el sombrío redoblar de los tambores previo a una ejecución.
¡El típico montaje teatral de Globus! Sin duda, también habría insistido en la obligatoriedad de llevar vestimenta de etiqueta. Tampoco habría una caída corta en la que los judíos se partieran el cuello; en vez de eso patearían, lucharían y se ahogarían durante varios minutos: un espectáculo para el público. Con su muerte, también expirarían las ambiciones de Hochburg respecto a África.
Se retiró de la ventana y aporreó de nuevo la puerta. Lo contemplaban los ojos muertos de cientos de animales.
La música del gramófono llegó a un exultante crescendo, seguido del arañazo y el salto entre pistas que precedía a la siguiente pieza. Hochburg la reconoció de inmediato: era la Melodía húngara. Una interpretación más lenta y solemne de lo que estaba acostumbrado. Recordó a Eleanor tocando la pieza al anochecer bajo las lámparas de parafina. Al principio le resultó encantador, pero al cabo de un rato se convirtió en un público nervioso. Tras huir juntos, nunca más volvió a escucharla.
Impelido por la música, Hochburg volvió a la ventana y puso un pie en el alféizar. Volvió a verse azotado por el viento y tuvo la sensación de que podía arrancarle la venda que le tapaba el ojo herido. Hundió el cuchillo de Burton en el mortero como si fuera un picahielos y empezó a trepar por la pared.
Ascendió lenta, cuidadosamente. Su cuerpo no estaba hecho para aquello. Deseó tener los dedos largos y flexibles de un mono para poder meterlos en las grietas; o haberse quitado las botas, ya que los dedos de los pies le proporcionarían un mejor asidero. Siguió concentrado en el balcón, unos metros más allá de donde llegaba. Ya no oía la melodía de Schubert ni los tambores, tan solo el viento. Soplaba a rachas: tan pronto parecía querer incrustarlo contra la piedra como arrancarlo del muro.
Clavó el cuchillo entre los bloques de piedra y tiró de sí mismo hacia arriba.
La hoja se soltó.
Por un instante se sintió ingrávido…; después, una sensación de estar volando.
Arañó la piedra con la otra mano, balanceándose en el vacío, mientras intentaba clavar de nuevo el cuchillo. Miró las rocas de abajo y sus bordes afilados.
Resbaló. Su agarre se debilitaba. En aquel largo segundo no pensó en Eleanor o en salvar a Feuerstein, sus pensamientos volaron hasta Burton y la venganza que siempre le era negada. Qué insatisfactoria había demostrado ser su vida. Hundió la hoja en el muro con fuerza renovada y encontró un punto débil en el cemento. El cuchillo desapareció hasta la empuñadura.
Hochburg se abrazó a la piedra e impulsó su cuerpo hacia arriba, hasta que pudo agarrarse con la mano a la forja de la balconada. Se aupó hasta una ventana francesa que se abría a una suite. El interior era tranquilo y cálido, repleto de seda. Había un vestidor lleno de frascos de perfumes y de baratijas, desparramados por el suelo había docenas de pares de zapatos de tacón alto.
Sin el viento, volvía a escuchar los tambores.
La puerta estaba cerrada. Descargó toda su fuerza contra ella. Tuvo que golpearla varias veces antes de que cediera y pudiera acceder a uno de los pasillos de piedra del palacio. Corrió hacia la escalera principal con el repicar de los tambores creciendo a cada piso que descendía, hasta que llegó al jardín… y los tambores enmudecieron.
Abajo, en la terraza, el patíbulo estaba iluminado por los focos. Los judíos estaban alineados de cara a la ciudad, dándole la espalda, con la soga alrededor del cuello. Los pies se apoyaban en cajas de colores chillones, como si contuvieran regalos para los niños asistentes a la fiesta. Los guardias se mantenían vigilantes.
En medio del silencio, Hochburg creyó oír las últimas notas de la Melodía húngara. Empuñó la daga de Burton.
El verdugo asintió a la señal del Hauptsturmführer, que supervisaba el acontecimiento. Caminó a lo largo de la línea de judíos y fue dándole una patada a cada una de las cajas.
El jardín parecía anémico bajo la luz artificial, a pesar de sus cascadas de rosas y buganvillas. La delicada fragancia de las flores se mezclaba con el olor de los asados, la fruta y el champán. Una parte de la terraza había sido acordonada para los invitados y cubierta con un toldo para resguardarla de la posible lluvia. Bajo él habían colocado sillas. Allí se veían oficiales con uniformes desaliñados y muchas chicas jóvenes. Globus tenía un hambre insaciable de carne fresca. Hochburg nunca permitiría que nadie de su personal femenino terminase en Madagaskar.
Subió los escalones del patíbulo y pasó entre las piernas convulsas de los judíos para verles las caras. La de Feuerstein ya estaba morada, los ojos se le salían de las órbitas y la lengua le asomaba entre los labios. Tenía las manos atadas a la espalda como los demás, pero sus pies estaban libres y se sacudían, otro detalle de Globus para potenciar el espectáculo. Hochburg utilizó el cuchillo para cortar las ligaduras del científico y dejó la daga en sus manos ya libres.
—Tendrás que liberarte tú mismo —dijo Hochburg.
Se agachó bajo él y apoyó los pies descalzos de Feuerstein en sus hombros para soportar su peso. El científico cortó la soga que llevaba alrededor del cuello.
Una de las espectadoras se puso en pie indignada. Iba cargada de perlas, rizos de color plateado y los mismos rasgos que su hijo.
—¡Estás estropeándolo todo! —gritó con acento cantarín.
El Hauptsturmführer avanzó indeciso hacia Hochburg.
Feuerstein cayó al suelo tosiendo e intentando coger aire. Se puso en pie y ayudó a soportar el peso del hombre que tenía al lado. Hochburg le cortó las ligaduras. A todo lo largo del patíbulo, ojos llenos de esperanza le imploraron, pero había demasiados para poder liberarlos a todos antes de que se ahogasen. Cada uno de aquellos científicos podía ser esencial para el Proyecto Muspel como componentes individuales de algo mayor, que era la bomba. No podía arriesgarse a perder a ninguno. Algunos ya estaban dando sacudidas con el rostro inflado y de color púrpura.
Tan pronto como Hochburg cortó la cuerda, le pasó el cuchillo a otro y se dirigió a los guardias. Parecían sorprendidos e inseguros sobre cómo reaccionar. El Hauptsturmführer había desenfundado su Luger, pero la mantenía baja, apuntando al suelo. Hochburg utilizó su voz más profunda y la hizo resonar con la autoridad de su rango y de los territorios que gobernaba.
—Estos judíos son más valiosos que toda la riqueza de esta isla. Y vosotros me ayudaréis a salvarlos. —Nadie se movió. Una de las chicas resopló fastidiada—. Me ayudaréis a salvarlos o pasaréis el resto de vuestra vida trabajando en las minas del Kongo.
Los guardias siguieron sin moverse. Hochburg cogió al más cercano y lo arrastró hasta dejarlo debajo de uno de los científicos. El Hauptsturmführer avanzó hacia él.
—Tú, al siguiente —ordenó Hochburg.
—Ningún judío va a pisotearme. —Alzó la pistola—. Se lo advierto…
Hochburg hizo lo mismo que con los norteamericanos de la mina de Shinkolobwe. Lo sujetó por el cogote y lo arrastró por la terraza. Cuando llegaron al borde, un murmullo temeroso se extendió entre los invitados. Tana centelleaba bajo ellos. Hochburg lo levantó por encima del parapeto y lo lanzó al precipicio. A diferencia de los norteamericanos, no gritó.
Así estaban las cosas. Una momentánea esperanza revoloteó en sus entrañas, las SS aún podían imperar en África.
No todos los guardias obedecieron, pero sí los suficientes para sujetar a los judíos por los tobillos y aguantar su peso. Unos pies sucios que ensuciaron las insignias que los soldados llevaban en los hombros y las solapas. Algunos de los invitados más borrachos estallaron en risas ante el espectáculo. El resto de ellos negaban con la cabeza o se marchaban disgustados. Frau Globus se abrió paso hablando en voz alta.
—Mañana lo ahorcarán con el resto de los judíos, ya lo veréis.
Aparecieron más cuchillos y un guardia escaló la viga del patíbulo. El resto de los judíos fue liberado bajo la supervisión de Hochburg. No fue lo bastante rápido para salvarlos a todos; varios cayeron al suelo, muertos.
—La mujer de Baranovich —dijo Feuerstein, cerrando los ojos de una mujer. Su voz era como un graznido.
—Dijiste que no te gustaría ser el único viudo —replicó Hochburg—. La vida en Muspel será más fácil.
—No quería decir eso. Deseaba… yo…
El resto de su respuesta quedó ahogado por el rugido de un escuadrón de Valkirias que sobrevoló sobre ellos camino de sofocar alguna rebelión.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Hochburg cuando pasaron los helicópteros. Solo habían llevado una veintena de científicos hasta el patíbulo.
—Abajo, en las celdas. —Feuerstein miró a Hochburg lleno de gratitud y de repulsión hacia sí mismo por sentir lo primero. Se frotó el magullado cuello—. Te debemos la vida dos veces.
—Lo único que quiero es mi arma.
Los judíos se reunieron en torno a él con los ojos nublados por las lágrimas, tosiendo y farfullando. Le tocaron las mangas, todo su uniforme como si fuera un ídolo, mientras emitían un gemido fantasmal. Hochburg se libró de ellos y se plantó en el límite de la terraza contemplando la ciudad. Entre las banderas y las esvásticas pudo localizar la de barras y estrellas.