5
De Stanleystadt a Elisabethstadt había mil cuatrocientos kilómetros. Hochburg prefirió pilotar él mismo, a pesar de las protestas de Zelman y del equipo de tierra. «¿Cómo puede un hombre gobernar la tierra si no es capaz de gobernar los cielos?», fue su respuesta. Había aprendido a volar cuando era gobernador de Muspel, recorriendo en solitario su mar de dunas.
El avión era un Focke-Wulf Fw-189, un aparato impulsado por dos motores apodado Le Chambranle, «el marco de ventana», por los belgas a causa de su cabina en forma de pecera sostenida por dos bandas de metal. Su función principal era de reconocimiento. Hochburg despidió al piloto, pero se quedó con el copiloto y el artillero. Fenris se situó tras su asiento y se tumbó en el suelo. El Focke-Wulf se elevó en medio del fuego artillero enemigo y giró hacia el sur y el vacío cielo. Hochburg mantuvo la vista al frente; se sentía demasiado angustiado para mirar atrás.
Tras el estallido de la guerra en África Central, el primer ministro Halifax pidió una audiencia con Hitler. Ante su sorpresa, el Führer hizo una declaración detallando que no había necesidad de intensificar las hostilidades tras tantos años de paz: «Si decimos que combatiremos al Imperio británico hasta la muerte, obviamente solo conseguiremos que hasta su último súbdito se alce en armas contra nosotros». No obstante, no abandonó su palacio en Germania. Los rumores proliferaron: que el Führer estaba enfermo, que se había quedado incapacitado por una misteriosa enfermedad, que se negaba a firmar documentos porque planeaba pulverizar Rodesia desde el cielo… Algunos dijeron que, a los sesenta y tres años y siendo prácticamente dueño del mundo, se había aburrido del juego diplomático. En su lugar envió a Reinhard Heydrich, jefe de seguridad del Reich y ayudante de Himmler; y, según parecía, su más alto negociador. Heydrich se reunió con Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores de Halifax, y juntos anunciaron que habían llegado a un acuerdo en algunos puntos.
El conflicto se consideró un «problema local», una disputa en las fronteras coloniales entre el Kongo y Rodesia del Norte, provocada por elementos británicos renegados que no representaban la política oficial del Gobierno. No habría una escalada de intervenciones. No se enviarían refuerzos desde Europa u otras colonias africanas, a excepción de personal de apoyo e intendencia. Churchill se burló del acuerdo diciendo que las Waffen-SS acabarían teniendo más cocineros que cualquier otro ejército de la historia. Para proteger las infraestructuras, y la población civil de forma implícita, se estableció una zona de exclusión aérea entre el paralelo uno norte y el dieciséis sur. Mientras, Germania y Londres trabajarían en un acuerdo negociado. Ambos bandos estuvieron de acuerdo en que la guerra de Angola era un tema aparte y que Portugal —un pequeño país europeo con colonias africanas desproporcionadamente extensas— tenía que llegar a un entendimiento inmediato con el Reich. La noticia de la aprobación por parte del Führer se difundió desde su palacio: el Pacto Heydrich-Eden resultó ser un punto muerto mutuamente beneficioso.
El Focke-Wulf hizo una parada en Tarufa para reaprovisionarse.
Hochburg bajó del aparato y paseó por la pista de aterrizaje para estirar las piernas y que Fenris pudiera vaciar la vejiga. Sus botas levantaban un polvo rosado en la pista. Situada en una región algodonera del Kongo, Tarufa no se había visto afectada por la guerra. Cuando el avión tocó tierra, una pandilla de niños corrió hasta el perímetro vallado para satisfacer su curiosidad. Se habían aburrido enseguida y ahora estaban jugando a béisbol, que se había hecho popular gracias a la colonia de prospectores norteamericanos que trabajaban con la SS Oil Company. Algunos creían que acabarían siendo una amenaza mayor que los tanques británicos. Uno de los chicos permanecía sentado, lejos de los otros, con la espalda contra la verja. Parecía estar serrando algo que mantenía en el regazo.
—¿No juegas con tus amigos? —se interesó Hochburg.
El chico fingió sorprenderse. Tenía el mismo rebelde cabello negro de Hochburg cuando era niño y sus ojos transmitían una mirada voraz que parecía querer devorar el mundo.
—Me odian —confesó, antes de añadir—: Pero yo los odio a ellos todavía más.
—¿Estás en las JVA? —Se refería a las Juventudes Africanas, el movimiento que incluía a los chicos entre los diez y los catorce años.
—Todo el mundo lo está; es obligatorio. Pero yo prefiero estar solo.
—Pero ¿te diviertes en las JVA?
—Me divertiría más si admitiesen chicas.
En los labios de Hochburg apareció una sonrisa.
—¿Qué tienes ahí?
—La he matado yo mismo.
El chico le enseñó una serpiente de escamas amarillas descabezada y con la cola retorcida. Hochburg la reconoció, era una víbora sopladora. Su veneno podía matar a un hombre en pocos minutos.
—¿Ya sabe tu madre que te dedicas a cazar víboras?
—Está muerta. Y papá, también. Malaria.
Hochburg quiso consolar al muchacho.
—Yo también perdí a mis padres cuando era joven. Y a mis hermanos.
—¿Quién cuidó de ti?
—Alguien especial. Yo era mayor que tú, casi un adulto, y tuve mucha suerte de encontrarla.
—Ahora vivo con mi tía, pero se preocupa demasiado. —El chico resopló para ahuyentar una mosca que se le había metido en la nariz—. ¿A tus padres también los mató la malaria?
—No. Los mataron.
—¿Cómo?
—Los asesinaron los salvajes.
Hochburg había sido el único superviviente de su familia. Después, enfermo de dolor y acosado por pesadillas, lo acogieron Eleanor y su marido, unos misioneros que dirigían un orfanato en Togolandia. Burton apenas tenía once años cuando llegó. Hochburg lloró en brazos de Eleanor y compartió los horrores que había presenciado; ella lo recompuso pedazo a pedazo. Más tarde se convirtieron en amantes y se fugaron —Eleanor se entregó al amor, quizá porque era la forma de olvidarse de una realidad dolorosa: el abandono de su esposo y su hijo—. Los dos años que pasaron juntos fueron los más felices de toda la vida de Hochburg. Vivían de forma sencilla y cada uno se saciaba con el amor del otro, hasta que el remordimiento hizo mella en Eleanor y se sintió culpable por la vida que había dejado atrás. Y esa vez fue Hochburg el abandonado. Ella huyó a la selva para encontrar a Burton, pero solo encontró la muerte, la misma muerte que los padres de Hochburg. Un presagio.
—Debes de ser muy viejo —advirtió el chico—. Ya no hay negros.
—Quedan algunos. —Hochburh pensó en los rostros que vio en la Schädelplatz—. ¿Qué harías si vieras uno?
El chico meditó la respuesta. Entonces alzó las dos mitades de la serpiente.
—Oberstgruppenführer, estamos preparados —anunció el copiloto.
Hochburg desenfundó su pistola y extrajo el cargador. Sacó una bala y la pasó a través de la verja. El chico soltó la serpiente y la cogió entre sus ensangrentados dedos.
—Úsala sabiamente, hijo mío.
El Fw-189 volvió a elevarse hacia los cielos. La sabana se extendía dos mil quinientos metros por debajo, alternando manchas verde jade y caqui, como las chaquetas de camuflaje de las SS. El sol brillaba a través del cristal de la cabina. Dormir era un lujo que Hochburg no se había permitido las últimas noches y la modorra se apoderó de él.
—¿Cuánto falta para llegar a nuestro destino? —le preguntó al copiloto.
—Otra hora. Suponiendo que podamos pasar entre las defensas antiaéreas británicas.
—Tome el control —le ordenó al otro, soltando el control de los mandos—. Despiérteme dentro de veinte minutos.
Bostezó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Dejó caer la cabeza. Elisabethstadt llenó sus pensamientos semiconscientes.
Antes del asedio había sido la capital minera del Kongo, con hileras de preciosos bungalós, un jardín botánico de renombre mundial, fábricas de hielo y un núcleo ferroviario que enlazaba con Ciudad del Cabo, en el lejano sur, y con los placeres de Roscherhafen. Hochburg planeó cambiarle el nombre como se había hecho con otras ciudades conquistadas; ese cambio formaba parte de la psicología de la victoria y reafirmaba el dominio del Reich tanto como las botas militares que pisaban los bulevares o el ondear rojo, blanco y azul. Durante años supo cómo llamarla, incluso tenía la aprobación del Führer, que dijo comprender la homérica alusión. Pero la pluma de Hochburg dudó en el momento de firmar el documento que lo convertiría en ley. Miró el nuevo nombre de la ciudad estampado en el grueso papel color crema de los documentos oficiales. En la parte superior tenía el sello del águila y la esvástica. Iba a ser su homenaje.
ELEANORSTADT
Pasaron los minutos. Una gota de tinta se deslizó hasta la punta del plumín y cayó sobre el papel. Hochburg apartó la pluma, dobló la hoja por la mitad, volvió a doblarla una segunda y una tercera vez, y acabó por quemarla. Cuando los burócratas preguntasen por el cambio, Hochburg haría caso omiso: «Jorge VI no siempre estará en el trono. Dentro de pocos años, los británicos se tranquilizarán teniendo el nombre de su monarca tan cerca de la frontera».
Le ofrecería a Eleanor algo más que Elisabethstadt.
Todo el Reich africano serviría para inmortalizarla: cada piedra, cada guarnición, poblado o ciudad, los puertos, las blancas carreteras que cortaban la selva, la babel de un millón de hilos de cobre conectando el continente. Un mausoleo de una gloria tal que no haría falta que el nombre de ella estuviera escrito. De ahí su impaciencia por invadir Rodesia: para consagrarle más tierras a ella. No lo entenderían en Germania, por supuesto. Para los ministros de Wilhelmstrasse, África solo era un tesoro de minas y madera, y sus plantaciones solo existían para llenar las barrigas de las hordas alemanas; para Hochburg, África era un reino de templos, la única forma de mantener presente a Eleanor. Mientras su corazón latiera, los británicos y sus desarrapados aliados nunca prosperarían.
Él encontraría la manera de aplastarlos.
Sus sueños vagaban: desde Elisabethstadt a su falta de tropas, de la guerra del general Ockener sin la intervención de hombres —«Un ejército así será eternamente victorioso»— a la visión de todo el continente en llamas. Después llegó el reconfortante arrullo de las olas y del río junto al que Eleanor y él habían vivido juntos.
Se deslizaba con ella por aguas cálidas como el líquido amniótico, sobre un insondable negro índigo. Una salpicadura, una risa… y yacían desnudos en la orilla, uno al lado del otro, con el sol impregnando su piel de luz. Él contaba las pecas que rodeaban su nariz, tan pequeñas como las semillas de una banana. Esa paz era todo lo que ansiaba. Si ella no hubiera escogido a Burton, si no lo hubiera abandonado para terminar asesinada, él habría mirado con indiferencia el ascenso nazi en toda África.
Le tomaba la mano, la sentía vívidamente: sus dedos sedosos, los pliegues de la palma. Recorría su línea de la vida con el pulgar hasta que llegó al abrupto final…
—Oberstgruppenführer! —Un grito urgente.
Hochburg se arrancó a sí mismo de la orilla del río. Rara vez soñaba ya con ella y deseó poder sumergirse de nuevo en ese momento. Su corazón se resistía a soltarle la mano.
—Oberstgruppenführer! —Era el artillero situado en la parte trasera del aparato.
Captó un destello de aluminio pintado de verde oliva.
—Es un Meteor —aclaró el copiloto. Se retorció dentro del arnés para identificar el avión. La cabina se sacudió con el despertar de sus motores—. Insignias británicas. De la RAF.
Fenris gemía desconsolado. Hochburg se volvió para acariciar al perro.
—¿Hay más? —preguntó al artillero.
—Creo que no.
El Meteor se ladeó para trazar un círculo en torno a ellos.
—Es más rápido que nosotros —informó el copiloto.
—¡Ahí vuelve! —gritó el artillero—. ¿Qué hacemos?
El Meteor frenó hasta situarse un poco por encima de su cola. Cien metros de cielo separaban a los dos aparatos.
—¿Armamento? —preguntó Hochburg, sacudiéndose los restos de sueño.
—Cuatro ametralladoras.
—Aquí no debería haber aviones británicos. —Hochburg tomó los controles del avión y deceleró—. Dejaremos que nos adelante. Si repite la maniobra, bárrelo del cielo.
—Pero, Oberstgruppenführer…
—¿Prefieres que nos derribe él a nosotros?
El Meteor los adelantó, pero volvió a girar rápidamente.
—Ahí vuelve. Quinientos metros. No parece que quiera derribarnos.
—Ya ha oído las órdenes.
—Quinientos metros… —contó el artillero—… cuatrocientos… trescientos…
Disparó, alcanzando al aparato británico.
El Meteor pasó frente a ellos despidiendo humo y los cegó un instante. Cuando recuperaron la visión, Hochburg vio cómo se precipitaba hacia la pradera. El techo de la cabina había desaparecido y, segundos después, vieron aparecer la amapola blanca de un paracaídas.
De repente, el aire que los rodeaba se vio electrificado por un aluvión de balas.
El copiloto empujó la palanca y el avión se lanzó hacia el suelo. Las hélices aullaron.
—¡Nos ataca otro avión! —gritó el artillero por su micrófono.
Un segundo Meteor pasó rugiendo sobre ellos.
Hochburg captó la banda verde y roja de su fuselaje. La Fuerza Aérea Mozambiqueña; con apenas veinte aparatos, era más un acto de vanidad que una verdadera amenaza, aunque recientemente había visto informes de inteligencia que informaban que los británicos estaban entrenando a sus pilotos. De momento, Mozambique, la otra colonia africana de Portugal, había permanecido neutral y no apoyaba a Angola.
El artillero disparó contra el aparato mozambiqueño y le destrozó el alerón de cola. Un segundo después desapareció de su vista al meterse entre las nubes para preparar un segundo ataque.
El Focke-Wulf volvió a nivelarse de forma tan brusca que la cabeza de Hochburg chocó contra el cristal de la cabina y rebotó.
—Pásame los controles —le ordenó al copiloto, antes de forzar el ascenso del aparato.
Otro diluvio de balas pasó junto a ellos.
—Entraremos en barrena —aseguró el copiloto.
Ascendían casi verticalmente y toda la estructura del aparato vibraba. El cielo sobre ellos parecía blanquecino.
—¿Lo tenemos a tiro? —preguntó Hochburg.
—Nos sigue. Cinco segundos para el contacto.
—Preparaos —advirtió Hochburg, enderezando el avión.
Y empujó bruscamente la palanca hacia delante.
Cayeron del cielo, sintiendo que sus estómagos se revolvían, y un instante después vieron pasar por delante el vientre del Meteor. El rat-tat-tat de su ametralladora rugió más fuerte que las ráfagas de aire.
El artillero gritó de alegría, contemplando la bola de fuego que poco antes había sido el Meteor.
Hochburg miró cómo el avión mozambiqueño se precipitaba del cielo. Un pedazo de metal se desprendió de la cola, se precipitó hacia ellos e impactó contra el ala y el depósito de combustible. El aparato se estremeció violentamente. Fenris empezó a aullar.
La gasolina escapaba a chorros del Focke-Wulf y se disgregaba como si estuvieran batiéndola en glóbulos que brillaban como un rastro de diamantes.
Hochburg luchó con los controles.
—¿Cuál es el aeropuerto más cercano? Quizá podamos llegar planeando.
—No hay ninguno en este sector —respondió el copiloto.
Desde la cabina solo podían ver la sabana extendiéndose ante ellos. El indicador de gasolina descendía lentamente hacia el cero.