56

El aire frío olía a antiséptico, un olor que le era familiar por su anterior estancia. Madeleine se sintió intimidada por el miedo y la sensación de pérdida. Se abrazó el vientre de forma inconsciente. Las luces parpadeaban como si la energía estuviera siendo redirigida hacia alguna otra parte.

Burton se arrodilló junto a los cadáveres.

—Hace tiempo que murieron —dijo, levantando el brazo de un médico. Se estremeció al tocarlo.

—Fueron gaseados —dijo ella.

—¿Cómo lo sabes?

Madeleine señaló algo tras él. En el suelo se veían dos máscaras antigas que parecían dos cabezas cortadas. Ella las recogió.

—Una para cada uno, como si nos estuvieran esperando —señaló Burton. Soltó el brazo del médico, que se mantuvo rígido en su posición. Un medio saludo al Führer—. Deberíamos irnos ahora que todavía podemos.

—Hemos llegado demasiado lejos para eso.

—Este lugar es una tumba.

Ella se negó a someterse al miedo.

—Eran pequeños paquetes de piel, sonrosados y perfectos, Burton, deseosos de vivir. Éramos tú y yo.

—¿Adónde se los llevaron?

—No lo sé. Después del parto, no volví a verlos.

Siguieron por el pasillo y miraron en cada habitación ante la que pasaban; las botas chirriaban sobre el suelo de linóleo. Aquel nivel estaba casi enteramente dedicado a oficinas y almacenes llenos de vitrinas. Una de las puertas daba a un dispensario. Encontraron más cadáveres de médicos, enfermeras y Blutsschwestern, abandonados allí donde habían caído, con la boca rodeada de espuma y saliva. Madeleine y Burton llevaban la máscara colgada de la cintura; no se la habían puesto, excepto un momento en que Burton creyó detectar un ligero olor a cloro. El aire mantenía un regusto a sintético.

Mientras buscaban por toda la planta, Madeleine recordó la época en la que trabajó de sirvienta en Londres. Un fin de semana que los señores no se encontraban en casa, se dedicó a explorarla. Era un mausoleo. Fue de habitación en habitación, buscando algo que ni siquiera sabía lo que era. Años después acudió con Jared a una fiesta que se celebraba en aquella misma casa. Si la familia se acordaba de ella, no lo demostró.

En las paredes podían verse carteles y flechas que señalizaban diversas partes del complejo, pero todo estaba descrito con números y acrónimos. Madeleine no tenía mucha idea de las diversas secciones del hospital, ya que siempre la habían mantenido confinada o drogada; y siempre la transportaban en camilla por pasillos infinitos, apenas consciente de otra cosa que no fueran las luces del techo que pasaban sobre ella.

Se detuvieron al llegar a la escalera principal. El edificio seguía completamente silencioso, aparte del ruido del aire acondicionado. La ropa de Madeleine estaba húmeda por la lluvia y el frío se iba apoderando lentamente de ella.

—El gas pesa más que el aire —observó Burton—, así que primero iremos al piso superior.

Más pasillos, más habitaciones distribuidas en un cuadrángulo. Y la primera señal de que estaban en un hospital: descubrieron filas de camas vacías y un quirófano. Madeleine no encontró la sala donde había dado a luz ni la habitación de paredes amarillas donde la mantuvieron prisionera después, mientras el médico con la sonrisa de escorpión le realizaba innumerables pruebas. No encontraron una sección de pediatría ni pistas de dónde podían encontrarse los gemelos. Tampoco ningún rastro de Abner. Daba la impresión de que hubieran esterilizado todo el complejo.

—Quizá… quizá me equivoqué —confesó Madeleine cuando acabaron de recorrer toda la planta. Su voz reverberaba en el recinto, lo que obligaba a Burton a hacerle señas de que bajase el tono. Sus dedos estaban blancos de tanto apretar la pistola—. Estaba loca de dolor, no era muy consciente de lo que me rodeaba. ¿Y si se trataba de otro hospital?

Burton se acercó a un ventanal y contempló el conjunto del recinto. En la distancia podía distinguir las escasas y dispersas luces de la Reserva Sofía.

—Queda mucho por registrar.

Regresaron a la planta principal. Burton hizo una pausa en los escalones y se puso la máscara antigas antes de seguir descendiendo. Madeleine también se colocó la suya, y su respiración se volvió pesada y ruidosa. Tuvieron que bajar dos tramos de escalera para llegar al sótano. Allí las luces eran más débiles y el pasillo parecía el de un búnker. Se extendía varias decenas de metros, con puertas a ambos lados situadas a intervalos regulares. A medio camino encontraron otro cadáver en el suelo.

—Esto debe de llevar a uno de los edificios anexos —dijo Burton, casi ininteligible a causa de la máscara.

Cada uno se encargó de revisar las puertas de un lado del pasillo. Las abrían y cerraban rápidamente en previsión de que contuvieran gas. El clic clic de los pomos resonaba por todo el pasillo, pero Madeleine estaba casi convencida de que los gemelos no podían encontrarse allí. Era una zona de almacenaje, las puertas no ocultaban más que montones de papeleo. Burton avanzaba más rápido que Madeleine. Ella quiso decirle que bajara un poco el ritmo para estar seguros de que no se dejaban nada por revisar. Si encontraba alguna cerrada, apoyaba la oreja en ella por si captaba el llanto de un bebé, pero solo se encontraba con el silencio. Los visores de su máscara de gas estaban empañándose.

De pronto fue consciente de que Burton ya no se movía.

Estaba frente a una puerta abierta y miraba el interior. Un momento después retrocedió lentamente, como si se hubiera topado con un animal peligroso. De la habitación surgía una luz verdosa que iluminaba el pasillo.

Madeleine corrió hacia él.

—¿Qué has encontrado?

Se fijó en que la cerradura del cuarto había sido forzada. Él le respondió despacio, con voz entrecortada, barrándole el paso con el muñón.

—No entres ahí.

Ella dudó, pero terminó apartándolo y entrando.

No había ventanas, la sala no disponía de luz natural, solo eléctrica, y el zumbido parecía más nauseabundo que nunca. Un fulgor verde jade de apariencia biliosa ondeaba por el techo, aunque Madeleine no podía determinar su fuente. Entonces vio dos tanques llenos de un líquido turbio. Era una sala pequeña, con no más de veinte camas reunidas por parejas. Lo significativo de ese detalle le impactó. La mitad de las camas estaban ocupadas.

Oyó tras ella los resoplidos mecánicos de la respiración de Burton a través de su máscara.

—No hace falta que veas esto —dijo él—. Sal, ya lo revisaré yo.

Madeleine siguió entrando en la sala, mirando las camas e ignorándolas al mismo tiempo, hasta que se detuvo. En el colchón que tenía ante ella yacían dos chicas, gemelas idénticas, de la misma edad que Alice. Estaban desnudas, abrazadas, con los miembros entrelazados y el cabello dorado desparramado sobre las sábanas. Tocó con la punta de los dedos el pie más cercano de una de ellas: estaba helado.

—Pobres niñas —dijo.

La mano de Burton se apoyó en su hombro.

—El efecto del gas debió de ser instantáneo.

Por primera vez Madeleine se dio cuenta de que la sala era más amplia de lo que pensaba, ya que unas cortinas verdes la dividían en dos. Estaban corridas, pero en algún momento alguien las había cruzado descuidadamente y una había quedado doblada. Se deslizó por la abertura y entró en un espacio que contenía seis cunas. Los listones de madera de los lados eran demasiado altos para poder mirar por encima y tuvo que mirar entre ellos. La luz verdosa seguía ondeando sobre su cabeza.

Madeleine sintió que el corazón se le subía a la garganta y sus latidos le retumbaban en los oídos. Sus entrañas parecían haberse licuado.

Todas las cunas estaban vacías.

El alivio fue tal que de su máscara surgió una bocanada de aire, casi una carcajada. Y tras el alivio llegó la duda. Madeleine sintió una sensación de vértigo que amenazaba con hacer que se desmayara. Colgando de cada cuna había una tablilla con notas médicas: dos columnas de números y observaciones comparando el espécimen A con el B. Sobre las columnas, una fecha. Una de ellas le atrapó la mirada.

Dio un paso adelante para poder leerla bien y se quitó la máscara antigas.

Fecha de nacimiento: 7 de febrero de 1953.

El día que la habían trasladado de Antzu a Mandritsara.

Se apoderó del papel y leyó los detalles.

Madre: Austro-alemana/británica.

Edad: 37 años.

Salud: Categoría B.

Grupo sanguíneo…

Metió la mano en la cuna y creyó palpar un pequeño hundimiento doble en el colchón. En cuanto los dedos lo tocaron, la forma se arrugó y desapareció.

—¿Dónde están? —preguntó. Las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¿Dónde se los han llevado? —Ellos. Ellas. Sus bebés seguían sin tener sexo ni nombre. Burton estiró el brazo hacia Madeleine, pero ella lo rechazó—. ¿Qué han hecho con ellos?

Gritaba. Gritaba como gritó aquella noche en la sala de maternidad.

Burton tuvo que luchar para calmarla. Su rostro quedaba oculto tras la máscara: negro, alienígena, amenazador. No lograba callarla. Rugió todavía más fuerte, liberando el cúmulo de dolor, de agotamiento y de todo lo que había soportado en los últimos meses. Sentía que le habían arrancado su corazón a pedazos.

—Por favor, Maddie… —rogó Burton.

Le tapó la boca y ella le mordió. Saboreó la sangre caliente y salada. Gruñó y lo golpeó, y solo cuando ya era demasiado tarde fue consciente del sonido.

La histeria que se había apoderado de Madeleine fue cediendo a medida que se alejaban de las cunas. Ella parpadeó desconcertada como si acabara de despertarse.

Del pasillo les llegó el sonido de pisadas.

Burton abrió las cortinas y apuntó la Beretta hacia la puerta, goteando sangre por la muñeca mordida. La náusea y el fracaso lo atenazaban. Le deprimía la casi total seguridad de que seguramente nunca conocería a los gemelos, porque se los habían llevado Dios sabía dónde o porque habían ido directamente al crematorio.

En aquel momento solo tenía una idea en la cabeza: salir de allí lo antes posible. Si tenía que arrastrar a Madeleine, lo haría.

La puerta se abrió.

—Os estaba buscando —dijo Abner, irrumpiendo en la sala con las mejillas encendidas—. Los he encontrado.

Madeleine se adelantó a Burton.

—¿A mis bebés?

—Eso creo. —Miró a su alrededor con repulsión—. Unos gemelos. Unas cositas adorables.

—¿Están vivos?

Abner salió corriendo de la sala con Madeleine a su lado. Burton los siguió.

Llegaron al final del pasillo a través de una serie de puertas basculantes, que dieron paso a otro pasillo idéntico. A medio camino había una escalera. Abner corrió por ella a la planta baja y hasta otra puerta. Estaba entreabierta y una luz amarillenta surgía de su interior.

—Están ahí —dijo Abner ansioso.

Madeleine lo empujó para entrar, seguida de Burton. El aire era cálido y olía a ácido tartárico. Solo tuvo tiempo de ver máscaras de gas dispersas por una mesa y un montón de contenedores abiertos.

Algo golpeó el cráneo de Burton.

Se tambaleó y su visión se tornó borrosa, pero pudo sentir cómo un círculo de metal le presionaba la sien. La pistola estaba amartillada. Reconoció el clic del percutor al instante, tan familiar como el saludo de un viejo amigo. Era el sonido de una pistola que conocía muy bien.