19

Sector Oeste (Sur), Madagaskar, 18 de abril, 10:30 horas

Al bajar del helicóptero, Hochburg le había pedido dos cosas al Untersturmführer: una comida caliente y todos los espejos personales de sus hombres.

Estaba de pie bajo la lluvia mientras reunían al grupo de trabajadores. Había seguido el rastro desde el Arca hasta aquel campo de trabajo, aunque sin garantías de que el judío que buscaba estuviera allí; o de que estuviera vivo siquiera. Hochburg vestía un impermeable de cuero negro, con el cuello subido hasta las orejas. El vendaje que le cubría el ojo herido estaba empapado. Cuando un guardia acudió solícito con un paraguas abierto, lo rechazó sin miramientos.

La carretera terminaba bruscamente tras los trabajadores. El asfalto daba paso a cincuenta kilómetros de un camino polvoriento que llevaba hasta la Reserva Betroka. Aquello era parte del Proyecto Manos Ociosas de Globus: la construcción de una autopista que enlazara Tana con el puerto de Daufin en el extremo sur de la isla. Durante la estación seca, el terreno era duro como el pedernal, pero aquella mañana en el barro podía ahogarse un hombre. En el borde del tramo ya construido se levantaban las tiendas de los guardias y una estructura de bambú con techo de hojas de palmera para acoger a los judíos. Había calderos de asfalto hirviendo que endulzaban el aire.

—Busco al número 1215132 —tronó Hochburg frente a las filas que formaban los judíos.

Como nadie dio un paso al frente, el Untersturmführer ordenó que levantasen los brazos. Hochburg intentó revisar los números tatuados de los primeros, antes de comprender que era inútil: tenían la piel demasiado sucia para leer nada.

La lluvia le chorreaba por el cráneo. El Arca podía haberle dado la localización del 1215132, pero fue su investigación en Alemania la que le proporcionó los detalles. La Gestapo tenía un expediente del hombre, incluida una fotografía tomada en 1931. En ella se veía una cara delicada, un frágil cuello blanco y una tripa que presionaba la botonadura cruzada del traje. Feuerstein miraba a la cámara con la arrogancia de un hombre que piensa que su mundo será eterno. «Así nos comportamos nosotros ahora —pensó Hochburg—. Posamos con nuestro uniforme como si nos perteneciera la misma luz que nos inmortaliza».

Dejó la foto y se fijó en los demacrados judíos llenos de costras que tenía ante él. Debían de ser un centenar y su cuerpo quedaba oculto bajo un uniforme hechos jirones. La fotografía era inútil.

—¿Quién de vosotros es Julius Feuerstein? —preguntó Hochburg.

Juntó las manos a la espalda y caminó entre las filas salpicando barro con las botas, seguido por el Untersturmführer y un guardia armado con un BK44.

—Doctor Julius B. Feuerstein, nacido en Viena el año 1900, en la Marc Aurel Strasse. Asistió primero al Ackademisches Gymnasium y después a la escuela Franz Josef, donde despuntó en matemáticas. La dejó en 1915 para alistarse, pero fue rechazado debido a su corta edad. Un mes después viajó a Múnich y lo intentó de nuevo, mintiendo esta vez sobre su edad. Sirvió tres años en la Décima División de Infantería del ejército bávaro. Herido en la batalla del Marne, fue recompensado con la Cruz de Hierro.

Hochburg estudió los rostros. Ninguno se inmutó. Todos miraban fijamente el barro, con los hombros hundidos bajo el peso del uniforme empapado.

—Estudiante becado por la Universidad de Múnich en 1919, estudió con el profesor Somerfeld. Se doctoró en Heidelberg en 1927. Dos años después, ya era titular de una cátedra… hasta que entraron en vigor las Leyes de Núremberg. En 1938 se le concedió un visado para Estados Unidos. —Hochburg miró a los guardias, su severa expresión y su fusil goteante—. Un hombre inteligente lo hubiera aceptado. En 1941 fue internado en Mauthausen, después lo trasladaron al campo de tránsito de Trieste y llegó a Madagaskar en 1945. Casado con Evelyn y padre de cinco hijos.

Un judío decrépito salió de la fila cuando Hochburg pasó frente a él.

Apfelsaft —dijo.

—¿Qué?

Apfelsaft. Zumo de manzana.

—No tengo tiempo para juegos.

El judío tropezó, cayó sobre el barro y sus manos desaparecieron hasta las muñecas.

—Denos nuestro zumo de manzana y le diré dónde está el doctor.

Entre el resto de los judíos creció un murmullo de desaprobación.

—¿De qué está hablando? —preguntó Hochburg al Untersturmführer.

—Es un agitador.

El anciano judío se levantó y se quedó encorvado.

—El CDJ nos envía zumo desde Estados Unidos, pero los guardias nos lo quitan.

El CDJ era el Comité de Distribución Judío, una organización judía que enviaba comida y medicinas a la isla.

—¿Es cierto, Untersturmführer?

—Lo guardamos para ofrecérselo como recompensa. Un incentivo para que los prisioneros trabajen más.

Hochburg se volvió hacia el judío.

—Dime quién es Feuerstein y el zumo de manzana será vuestro.

—Primero el zumo.

El Untersturmführer abofeteó al judío y lo derribó.

—¿Cómo te atreves? ¿Quiere que lo azote, Oberstgruppenführer?

—Hoy no. Traed su zumo de manzana.

Cuando el Untersturmführer se fue, Hochburg levantó al judío del barro. Era endeble como una muchacha.

—¿Dónde está Feuerstein?

—No se lo digas, papá.

Un niño se situó frente al anciano. Hochburg sacó la pistola de la cartuchera y apoyó el cañón en la sien del chico.

—Para mí no hay diferencia entre un judío vivo y un judío muerto. —Volvió a dirigir el ojo bueno hacia el hombre—. ¿Dónde?

Durante una fracción de segundo por sus rasgos revoloteó cierto orgullo familiar. Le susurró algo a su hijo y dijo:

—Yo soy Feuerstein.

—Mientes.

—Mire el expediente. Rechacé el visado para Estados Unidos porque no incluía a mi familia. ¿Cómo iba a saber eso si no soy Feuerstein?

—Una hipótesis con cierto fundamento.

—¿Por qué iba a inventármelo?

—Quizá creas que he venido a salvarlo.

—O a asesinarme, como a tantos otros.

Hochburg se acercó para estudiarlo más detenidamente.

—Eres demasiado viejo para ser Feuerstein.

—Esta isla consume a cualquiera. Nací el 21 de abril del año 1900.

Hochburg comprobó la fecha.

—El mismo día que el gobernador Globocnik. Seguro que hará una fiesta, quizá te invite: ¡el judío de honor!

Le hizo un gesto al guardia, que se llevó a Feuerstein.

Así que aquel saco de huesos y llagas era el hombre que podía cambiar su suerte, el hombre que lo ayudaría a recuperar toda África. Hochburg lo siguió, estudiando sus movimientos: su caminar encorvado, la forma en que movía los brazos como un simio… Calzaba unos zuecos de cuero llenos de barro con la suela medio suelta.

Se dirigieron a las tiendas de los guardias. La mayor era la del Untersturmführer. Hochburg había ordenado que la vaciaran, excepto por una mesa y dos sillas. Entraron levantando el faldón que protegía la entrada. El interior estaba iluminado con lámparas, el aire seco e intoxicado por la parafina. Del techo colgaban dos docenas de espejos de mano. Era improbable que el científico se mostrase obediente y sumiso, así que Hochburg quería que se diera cuenta de lo profundo del abismo en que había caído; eso fomentaría su docilidad. Por el hueco que había dejado el faldón entró una ráfaga de viento que agitó los espejos, haciéndolos chocar unos con otros. El sonido le recordó a Eleanor y sus carillones, aquellos péndulos que reflejaban la luz en su cañamazo.

Feuerstein contempló los espejos y alargó la mano para coger uno. Se miró en él, girando el cuello para contemplar su perfil, pero no tuvo más reacción que una breve mueca.

Hochburg le ordenó que se sentase y él ocupó la silla opuesta. En aquel espacio cerrado notó que el judío apestaba. Su empapado uniforme irradiaba todos los olores que un cuerpo puede producir. El Oberstgruppenführer pensó en la foto de aquel hombre, en su cuello impoluto, en su pelo engominado. ¿Cuánto tiempo había necesitado para que la vergüenza no le afectase? ¿Cuánto hasta no notar su hedor peor que un cerdo? ¿Cuánto podía soportar un hombre?

—«He nacido con una paciencia infinita, porque el sufrimiento es el emblema de nuestra tribu» —recitó Hochburg.

—Un nazi culto —admitió el doctor—. ¿Qué maravilla toca ahora?

Hochburg se inclinó hacia él y crujió el cuero de su impermeable.

—Muy atrevido para ser judío. He matado a gente por menos que eso…

—Al menos no me ha preguntado si tengo manos, deseos, pasiones…

—Tú y todos los hombres que hay ahí fuera.

—Pero no usted, Oberstgruppenführer.

—Qué confianza.

—No sé por qué ha venido. Pero yo sabía que, si lograba sobrevivir, algún día uno de ustedes me buscaría… aunque tuviera que desobedecer al Führer.

—Continúa.

—Aquí, los guardias no tienen otra cosa que hacer que golpearnos y contar chismes. Sabemos cómo va la guerra en el Kongo, que los británicos han tomado Elisabethstadt.

—La recuperaremos —cortó Hochburg a la defensiva—. Stanleystadt vuelve a ser nuestra y el resto de África no tardará en serlo.

—Pero no está muy convencido. El Reich ha llegado a la cima de su poder, pero usted necesita más, ¿por qué si no iba a estar sentado delante de mí? —Una fugaz sonrisa de suficiencia bailó en los labios de Feuerstein—. Me niego a ayudarlo.

—Entonces, ayúdate a ti mismo. —Hochburg le hizo una seña al guardia, que trajo un carrito cargado con frascas, bandejas, platos, cubiertos y servilletas—. Dejadnos solos.

Levantó la tapa más cercana, y el aroma de pollo asado y jengibre llenó la tienda.

Feuerstein no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desprecio. Ni su hambre.

—¿Cree que puede comprarme con un plato de comida?

—Nada tan vulgar, Herr doctor.

—A diferencia de los espejos, esto no es una revelación. He visto en lo que me he convertido, he visto el reflejo de una bestia en un charco. —Cruzó los brazos—. Tendrá que hacerlo mejor.

Hochburg permaneció en silencio un momento largo. La gasa húmeda de su herida le presionaba el párpado. La lluvia repiqueteaba sobre la lona de la tienda.

—Me disculpo; he insultado a tu inteligencia —dijo al fin—. Pero eso no es razón para que no cenes conmigo.

Los ojos de Feuerstein miraron los platos. Por la comisura de sus labios goteó la saliva. Hochburg alcanzó un frasco y llenó un cuenco con agua caliente. Lo colocó ante el científico.

—Querrás lavarte un poco…

El judío metió los dedos en el cuenco y cerró los ojos ante el instintivo placer de sentir el agua caliente. Entonces recordó dónde estaba y los abrió sobresaltado. El agua se había teñido de negro. Cuando terminó, retiró las manos y se mordió una uña, como lo haría un gato con una de sus garras. Hochburg le acercó una servilleta y sirvió dos platos de pollo asado, arroz hervido y tomates.

Feuerstein no se molestó en utilizar los cubiertos. Cogió el pollo con las manos. Cada bocado era una mezcla de carne desgarrada y chasquido de dientes.

—¿Le repugnan los judíos, Oberstgruppenführer? ¿Le repugno yo?

Hochburg cogió el tenedor, lo enterró en el arroz del otro y comió de él. Feuerstein rio a carcajadas, salpicando toda la mesa.

—He vivido así diez años, los últimos dos en esta carretera. He visto hombres mucho más fuertes que yo desmoronarse en semanas. ¿Sabe cómo he sobrevivido?

—¿Intelecto? —sugirió Hochburg.

—Eso aquí no sirve de nada. No; salvajismo. Comprendí que ya no era un hombre, que era un animal. —Cogió un palillo y rasgó la carne de pollo con él—. Con todos los instintos primarios que tienen los animales para poder sobrevivir.

—El hombre puede ser así de básico.

—No como las bestias.

—¿Y por qué deseas sobrevivir, doctor Feuerstein?

—Por mi chico. Para ver a mis otros hijos. Para abrazar a mi esposa.

Hochburg masticó su ración de pollo. La carne era correosa y llena de tendones. Decidió ser franco.

—Cuando estuve en Alemania, hablé de ti con un colega tuyo, el profesor Mannkopff. Buscaba información, algo con lo que convencerte. Dijo que no podría apelando a tu familia.

—Puede que antes tuviera razón —replicó el científico—. Mi familia era un simple accesorio que ayudaba a consolidar mi posición, pero Magadaskar me ha enseñado más de lo que me enseñó la universidad.

Después de eso, Hochburg lo dejó comer en silencio. Feuerstein, cuando terminó, lamió el plato. Él lo detuvo y le pasó una segunda ración. El judío siguió comiendo vorazmente, hasta que le goteó salsa por las manos y la barba quedó llena de granos de arroz.

—Quiero guardar algo para mi hijo.

Hochburg llenó una servilleta con el resto del pollo, limpió los cubiertos y le entregó una caja a Feuerstein.

—Puede que estén un poco duros, pero dudo que te importe —dijo, abriendo la caja.

Feuerstein miró el interior y se llevó los dedos a los labios.

—Mannkopff habló demasiado.

—Te envía sus saludos. Lamenta lo que te ha pasado.

Feuerstein soltó un bufido y metió una mano en la caja.

Aunque Europa estaba declarada oficialmente judenfrei, Germania seguía teniendo cierta predilección por la cocina judía. Las tiendas de delicatessen vendían furtivamente arenques salados y dulces hamantashen, y el cocido cholent se podía encontrar en ciertos chiringuitos clandestinos. Hochburg había ido a una panadería alejada de la avenida Kurfürstendamm, donde se rumoreaba que Goering enviaba a su chófer en busca de «dulces judíos». Vestido de negro, cruzó la cortina del fondo de la tienda y bajó al sótano. La chica del mostrador no dejó de temblar mientras le empaquetaba en una caja los Mandelbrot y las galletas almendradas. Le divirtió tanto que pagó con un billete de cincuenta Reichmarks y le dijo que se quedara el cambio.

El científico masticó lentamente, saboreando aquellas delicias.

—Es lo bastante inteligente para comprender que las galletas son más persuasivas que los puños, Oberstgruppenführer. Pero no supondrá ninguna diferencia: no lo haré para usted.

—Seguramente sabrás que vas a morir aquí. No solo tu hijo y tú, sino que morirá hasta el último judío de la isla. La humanidad os ha abandonado.

—Es posible, pero no quiero ser responsable de su destrucción.

Hochburg creyó percibir parte de la antigua arrogancia de aquel hombre.

—¿De verdad es tan poderosa?

Feuerstein sacó otra galleta de la caja.

—¿Sabe por qué empecé a trabajar en ella? Fue después de Versalles. Recuerdo nuestra mayor humillación y los años que siguieron. Quería que volviéramos a ser grandes.

Hochburg nunca había sentido tanta amargura contra el tratado de paz que transfirió las colonias africanas alemanas a Inglaterra. Eso lo llevó de nuevo a Eleanor. La carnicería de las trincheras fue el precio que se tuvo que pagar por aquello.

—Cuando empecé a investigar al acabar la carrera —siguió Feuerstein—, me di cuenta de las implicaciones que tenía el trabajo de mi generación… Es más poderosa de lo que pueda imaginar.

Oculto en la parte trasera de la tienda había un maletín. Hochburg lo recuperó, consciente de que tenía poco con qué amenazar al judío. Un cuerpo humano, sobre todo si estaba tan castigado como el de Feuerstein, no podría resistir mucho más antes de morir; y entonces perdería la única mente capaz de desarrollar su nueva arma. Hitler había prohibido seguir con lo que llamaba física judía, y la mayoría de los científicos consultados por él estaban ideológicamente obligados a decir que era imposible de desarrollar. El profesor Mannkopff fue el único disidente. Le habló de un programa secreto de los años treinta, más tarde cancelado por Himmler. Y creía que era posible que los norteamericanos estuvieran trabajando en algo similar. Aunque la posición de Mannkopff le impedía proseguir aquel tipo de investigación, había sugerido que Feuerstein era uno de los pocos físicos capaces de hacerlo.

Hochburg extrajo un bloc de notas del maletín y lo dejó sobre la mesa.

—Tócalo —lo animó—. Siéntelo.

Los dedos del judío se movieron por encima del cuero de la cubierta del bloc, pero sin tocarlo. Su rostro era una amalgama de emociones: maravilla, perplejidad…

—Yo… quiero limpiarme las manos.

Hochburg le acercó otro cuenco de agua caliente. Esta vez, Feuerstein se lavó metódicamente los dedos uno por uno.

El bloc era un conjunto de folios encuadernados en cuero. A Hochburg le había costado un verdadero esfuerzo encontrar en las papelerías de Germania uno que no tuviera grabada una esvástica. Feuerstein abrió la cubierta con los ojos empañados y acarició el papel. Era grueso y lujoso, de color crema fresca.

—¿Sigues siendo un animal? —preguntó el Oberstgruppenführer, buscando en el interior de su gabardina una pluma estilográfica. Con su tinta negra había firmado los documentos que crearon Muspel y Kongo, así como el Decreto Windhuk, cuando todos los reunidos en torno a la mesa, incluidos Himmler y Globus, se habían negado—. Escribe todos los detalles posibles sobre tu mujer y tus hijos y al anochecer quedarán libres.

—No puedo darle al Reich un arma así.

—No se la das al Reich, me la das a mí. El régimen nunca se enterará.

—¡No puedo!

—Entonces, condenas a tu familia.

—No sabe lo que me está pidiendo. Morirán millones de personas.

—Si no lo haces, serás tú el que muera. Y tu esposa morirá, y tus hijos e hijas morirán. ¿Quieres que siga? —Hochburg deslizó la pluma entre los dedos engarfiados del judío—. Escribe.

Feuerstein dudó, pero terminó apoyando el plumín sobre el papel con la delicadeza de un padre besando a su hijo recién nacido. Hochburg lo vio garabatear un nombre, Evelyn —dubitativamente, como si los músculos apenas se acordasen cómo se hacía—, y llorar.

—No he escrito en años… Ni una sola palabra.

—«Me quitáis mi vida cuando me priváis de los medios de vivir» —recitó el Oberstgruppenführer.

Esta vez el científico no replicó. Completó los nombres de sus hijos, pero no levantó la pluma del papel. Una mancha de tinta comenzó a extenderse por el folio.

Pasó la página.

Empezó a escribir palabras, números y ecuaciones. Puede que fueran coherentes, puede que no tuvieran sentido, Hochburg no podía saberlo. Llenó una página, luego otra, luego…

—¡Basta! —Hochburg golpeó el bloc con tanta violencia que los espejos tintinearon. Dardos de luz bailaron por toda la tienda—. ¿Cuánto tardarías en construir esa arma?

—Depende de los recursos que me ofrezca.

—Todos los que África puede ofrecerte.

El científico se enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos.

—Tres años… quizá cuatro.

—Eres un insensato si pretendes burlarte de mí. Te doy seis meses.

—Imposible. Todos los detalles de esta tecnología tienen que crearse de la nada.

—Dieciocho —contraatacó Hochburg, ocultando su decepción.

—Dos años. Y solo si no hay interferencias. Los errores serán inevitables. Los castigos no ayudarán, solo retrasarán el proyecto.

—Tienes mi palabra.

—Y no puedo hacerlo solo —añadió Feuerstein sin aliento—. Necesitaré más hombres. Más colegas. Judíos. En la isla hay algunas mentes brillantes… si siguen vivos.

—Tienes la libreta, escribe sus nombres. Si viven, los encontraré.

—Y sus familias.

—No abuses de tu suerte, Herr doctor.

—Un hombre trabaja mejor si sabe que su familia está a salvo.

De repente, Hochburg comprendió.

¿Qué había dicho Feuerstein? «Sabía que, si lograba sobrevivir, algún día uno de ustedes me buscaría». Debía de haber imaginado la situación actual en su cabeza mil veces y había racionalizado su ética hasta estar convencido de que aceptaría. Lo que fuera para no tener que volver a empuñar un pico, para liberarse de una vida que se medía por el hambre constante, el agotamiento y, con suerte, la muerte. Su negativa inicial le había servido para conseguir todas las concesiones posibles. Hochburg había juzgado mal al judío.

—Mi avión puede transportar cincuenta personas —dijo—. Elije los nombres cuidadosamente.

Hochburg se apartó de la mesa, captando una docena de imágenes de Feuerstein inclinado sobre el bloc de notas. Si tenía que volver al Arca, necesitaría enmascarar su rastro para que Globus no lo encontrara. Cogió el cuchillo de Burton y empezó a cortar las cuerdas que sostenían los espejos. Tras él sonaban los arañazos de la pluma sobre el papel.