El mundo de 1940 a 1952

En mayo de 1940, durante varias horas se creyó que las fuerzas británicas concentradas en Dunquerque conseguirían escapar. Entonces Hitler ordenó destruirlas.

En el desastre subsiguiente murieron miles de soldados británicos y unos doscientos cincuenta mil fueron hechos prisioneros. El primer ministro Churchill dimitió. Lo sucedió en el cargo Lord Halifax, que, en vista del terror de la gente, negoció la paz. En octubre de aquel año, Gran Bretaña y Alemania firmaron un pacto de no agresión y crearon el Consejo de la Nueva Europa. A los países ocupados —Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega— se les garantizó cierta autonomía, siempre que permanecieran bajo gobiernos de derechas, y pasaron a ocupar un lugar junto a Italia, España y Portugal. Aunque debilitado, el Imperio británico seguía abarcando gran parte del mundo.

En 1941, con las fronteras occidentales aseguradas, Hitler lanzó una invasión sorpresa sobre la Unión Soviética; dos años después, esta ya no existía. El Reich se extendía del Rin a los Urales y su capital fue rebautizada como Germania. La camarilla hitleriana empezó a reclamar la devolución de las colonias alemanas perdidas tras el Tratado de Versalles. «El día que consolidemos la reorganización de Europa —anunció Hitler como respuesta ante un público expectante formado por miembros de las SS— nos centraremos en África».

Los ejércitos del Reich se dirigieron hacia el ecuador y a su paso conquistaron una vasta franja de tierra que abarcaba del Sahara al Congo belga. A medida que los límites de aquel nuevo territorio se acercaban a las fronteras del Imperio británico, Hitler y Halifax firmaban nuevos acuerdos de paz, que garantizaban la mutua neutralidad entre ambos países. Aquellos acuerdos culminaron en la Conferencia de Casablanca de 1943, en la que el continente se dividió —«se partió», según Churchill— entre ambos poderes. Gran Bretaña mantenía sus intereses en África oriental y Alemania se quedaba con la occidental. Otras negociaciones le garantizaron a Mussolini un pequeño imperio colonial italiano, y Portugal mantuvo sus colonias de Angola y Mozambique.

En medio de toda aquella turbulencia, Estados Unidos se mantuvo tozudamente aislacionista.

El Imperio africano de Alemania se dividió en seis provincias. Las administraciones civiles y militares fueron sustituidas poco a poco por gobernadores de las SS que respondían ante Himmler, pero que actuaban de forma semiautónoma y gozaban de un poder casi ilimitado. El más ambicioso fue Walter Hochburg, gobernador del Kongo. Creador de ciudades nuevas y resplandecientes, así como de una red africana de autopistas, Hochburg explotó vorazmente los recursos naturales para «fortalecer el vigor de Europa». También fue responsable de la deportación de la población negra al Sahara y pocos se atrevían a cuestionarlo.

A pesar de una década de paz y prosperidad, Hochburg no descansaba: quería que la esvástica sobrevolase toda África. En 1952, atacó la Angola portuguesa y empezó a preparar la invasión de la británica Rodesia del Norte. La Oficina Colonial de Londres y ciertos elementos de Germania que temían el creciente poder de Hochburg decidieron actuar contra él. Prepararon un chapucero intento de asesinato para provocar la invasión apresurada de Rodesia y, así, obligarlo a dividir sus fuerzas para luchar en dos frentes. La derrota tenía que acabar con sus ambiciones.

El 21 de septiembre de 1952, mientras el ejército alemán estaba ocupado en Angola, Hochburg ordenó que sus pánzer entrasen en Rodesia. A Hitler le prometió una victoria relámpago.