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Hospital de Mandritsara, 21 de abril, 04:55 horas
Miró a Madeleine inseguro y con náuseas. Abner seguía junto al ventanal de cristal esmerilado que ocupaba toda la pared, del suelo al techo, y que daba a un patio interior. Intentó controlar la tartamudez, pero solo consiguió empeorarla.
—¿Po-por qué no quieres que se im-implique Estados Unidos?
—¿Qué más te da? —replicó Madeleine—. Ya tienes tu billete de salida.
—Los norteamericanos pueden hacer que todo sea di-diferente. Salois estaba convencido. Los Vainillas también lo es-estábamos.
Habló Cranley.
—Los norteamericanos solo añadirían más caos al mundo.
—A tu mundo —puntualizó ella.
—Un mundo del que disfrutaste muchos años, un mundo en el que crecerá tu hija. He dedicado toda mi carrera a preservar mi país y a apuntalar su futuro. Solo un loco lo pondría en peligro por esta isla podrida.
—Pero Salois y tú vinisteis aquí juntos —apuntó Abner.
—¿Sabes cómo define Hitler a Estados Unidos? «El principal competidor del Imperio británico». Y la Oficina Colonial está de acuerdo, como también lo están Halifax y Eden…
—Pero no Churchill —replicó Madeleine, recordando los discursos tras la invasión de Rodesia y su llamamiento al otro lado del Atlántico.
—Su madre es norteamericana. Churchill nunca aceptó su fracaso en Dunquerque y pretende compensarlo con beligerancia. Todavía peor, siempre hace hincapié en nuestras deficiencias. —Cranley frunció el ceño como si acabara de tragar vinagre—. Inglaterra es más débil económica y militarmente de lo que nos atrevemos a admitir. Se suponía que la guerra del Kongo sería algo fácil y que terminaría en Navidad, pero nuestra victoria en Elisabethstadt solo nos demostró dónde estaban nuestros límites. Si Estados Unidos interviene con éxito, será nuestro fin. Las colonias empezarán a cuestionarse nuestra supremacía y quizá pretendan independizarse; y creemos que Estados Unidos apoyaría esa independencia para ganárselas. El imperio se enfrentaría a muchos años de declive. —Su tono se había vuelto agresivo—. ¿A quién le beneficiaría eso?
—Juntos podríais de-derrotar a los alemanes, li-liberar Madagaskar —replicó Abner.
Cranley le lanzó la mirada que les dedicaba a los criados cuando pretendía enseñarles disciplina.
—Taft juró preservar el aislacionismo norteamericano. Ni él ni su nación desean intervenir, a pesar de las peticiones del Comité Judío Norteamericano. Nuestro deber es asegurarnos de que esa posición se mantenga. El mundo es como un matrimonio: añade un tercer elemento y lo que había ido bien hasta entonces se hundirá.
—¿Y si los norteamericanos…? —Intentó insistir Abner.
—¿De verdad quieres seguir discutiendo eso? —El hermano de Madeleine calló—. El mejor regalo de Washington es su neutralidad, no hay nada más que discutir.
—¿Y las tropas de Extremo Oriente? Salois nos dijo que trasladaríais miles de soldados para combatir en el Kongo…
—Otra mentira necesaria para convencerlo de nuestra sinceridad. Mientras Estados Unidos no intervenga, la situación de África entre los alemanes y nosotros seguirá en punto muerto. Y los puntos muertos significan negociaciones, acuerdos… estabilidad. El mundo se sostiene sobre dos pilares, y ya nos va bien. Devolveremos Elisabethstadt a los alemanes a cambio de una garantía de…
Mientras seguía con su argumento, Madeleine miró a Burton. Parecía que había dejado de sangrar. Estaba atento a la discusión sin perder detalle de la sala, buscando algo que pudiera ayudarlos a escapar a pesar del fusil que se apoyaba en su espalda. Le dedicó un furtivo asentimiento, que pretendía ser tranquilizador, pero había pocas dudas sobre lo que iba a pasar a continuación. Ella sintió una punzada de pánico. No importaba con qué la amenazaran, no estaba dispuesta a aceptar la propuesta de su exmarido.
Cranley se dio cuenta de ese intercambio de señales.
—Ella no te ama, nunca te ha amado —dijo bruscamente—. No de la forma que me amó a mí. Tú solo fuiste una diversión, una aventura, pero no un amor. Díselo —ordenó—. Quiero oírtelo decir.
—No es verdad —dijo ella.
—Díselo.
—Los tres sabemos la verdad.
—Una orden mía y meterán a tu madre y a tu hermana en un avión directo a Tana.
¿Así iba a ser el resto de su vida? ¿Tendría que vivir bajo la amenaza constante de un avión cada vez que no estuviera de acuerdo o pusiera algún reparo? ¿O cuando no mostrara suficiente entusiasmo por su reclusión? ¿O cuando mirase sospechosamente un cuchillo mientras cenaban? ¿Cuán triviales tenían que ser sus faltas? ¿Bastaría con unos pendientes inadecuados o un pintalabios equivocado? ¿Unos tacones demasiado altos, demasiado bajos o demasiado lo que fuera?
—Solo s-son palabras, Leni —dijo Abner, pero sin convicción.
Ella pensó en los gemelos, en los breves segundos que los tuvo en los brazos. Podía recordar cada pliegue de su cara, cada brillo de su piel, cada arruga de su boca. Cuando intentaba recordar a su madre o a Leah, apenas se le aparecían sombras y una difusa culpabilidad.
—Perdí a mi familia hace mucho, no puedes amenazarme con ella.
—Entonces, ¿por qué pasaste tantos años buscándola?
—Ahora mi familia es Burton. Puedes arrastrarme a Londres, pero nunca conseguirás que diga lo que quieres.
A Cranley le escocieron esas palabras. Apuntó con su pistola a Abner.
—Acosaste a toda la Oficina Colonial para que te dieran hasta el más mínimo detalle de ellos —le recordó a Madeleine—. Lo que fuera para confirmar que los Weiss estaban vivos. Ahora no los sacrificarás.
Ella no dijo nada.
—¿Crees que me estoy marcando un farol?
—¡Leni, no seas tan terca! —rogó su hermano.
El ruido del disparo fue ensordecedor. El impacto de la bala lanzó a Abner contra el ventanal y dejó un rastro rojizo en el cristal al deslizarse lentamente hacia el suelo.
Madeleine logró liberarse de la presa del soldado y corrió hacia su hermano. Le dio la vuelta y vio que tenía las gafas dobladas y retorcidas sobre la frente, y la mugrienta camisa empapada. Le recorrió el pecho con las manos atadas intentando encontrar la herida, la sangre parecía manar entre las costillas.
Abner intentó decir algo. El color rojo corría entre sus dientes. Ella se inclinó junto a su oído, pero todo el sonido que pudo emitir fue un gorjeo incoherente. Se quedó exangüe. Su pulso era un recuerdo.
Abner se había ido a América.
Cranley amartilló de nuevo la pistola. Después de un disparo, el clic era intimidatorio. Apuntó al corazón de Burton.
—Nunca lo he querido —dijo Madeleine de forma mecánica.
—Díselo a él, no a mí.
—Nunca te he querido.
Cranley parecía insatisfecho, pero volvió a colocar el percutor en su posición original y guardó la pistola en su cinturón. Le habló al soldado que estaba sujetando a Madeleine.
—Ve al Mercedes. Comprueba que el cargamento está seguro y prepáralo todo para marcharnos. —Se giró hacia ella—. Nos largamos.
Madeleine no lo escuchaba, ocupada en enderezar las gafas de Abner. Su expresión variaba entre la sorpresa y la vergüenza.
—Niño idiota —susurró, acariciando la calva cabeza.
—Podría decirte que tu hermana está embarazada —añadió Cranley muy cerca de su oreja—, que puedo hacer que su marido sea trasladado a Sudáfrica si me da la gana, pero dudo que eso te haga cambiar de opinión. —La rodeó con los brazos desde atrás—. ¿Qué tiene Burton? Solo es un vulgar soldado que tiene que seguir matando para poder comprarte un anillo o usar uno de los diamantes con los que le pagué.
—Si lo liberas, me iré contigo.
—Esto no es una negociación —dijo Cranley, soltando una carcajada amarga—. Solo puedes hacer una cosa para solucionar este problema…
La bilis ascendió hasta la garganta de Madeleine.
—… y tienes que hacerla.
La obligó a ponerse en pie y la arrastró hasta situarse frente a Burton.
—Santo Cielo, qué delgada. Estás incluso más delgada que cuando nos conocimos. Cuando lleguemos a casa, tendremos que alimentarte bien. —En su voz había afecto, mezclado con una pizca de repulsión.
Ella intentó liberarse, pero Cranley era demasiado fuerte. La sujetaba como si fuera la blanda masa interior de un cangrejo y él el caparazón y las pinzas. Burton, de rodillas, la contemplaba con el fatalismo que había visto en tantos rostros de la isla.
Cranley le puso la pistola en las manos y sus dedos sobre los de Madeleine, alzando el arma hasta situarla a pocos centímetros de la frente de Burton. El soldado que lo vigilaba parecía incómodo ante la situación.
—¿Cuándo empezó? —preguntó Cranley—. Sé todo lo demás: las citas en los hoteles, las promesas mutuas en Germania, el sexo en el huerto de membrillos…; pero no el principio.
—En la playa. La casa de Suffolk —respondió Madeleine con las lágrimas rodando por sus mejillas.
—¿Lloraste alguna vez por mí?
—Lo hizo —contestó Burton por ella—. Traicionarte fue lo más duro que tuvo que hacer hasta entonces.
Madeleine creyó percibir un cambio en la respiración de Cranley, que quitó el seguro de la pistola con un dedo.
—Un disparo y todo habrá acabado. Te lo perdonaré todo. Alice se alegrará de recuperar a su madre.
Ella luchó por liberarse.
—Nunca podré mirarte sin sentir ganas de cortarte la garganta.
—Tu amante nunca saldrá de aquí —dijo en un tono casi maníaco—. Su forma de morir es la única concesión que pienso hacerte. Así que hazlo o yo le dispararé en el vientre y dejaré que se desangre durante horas hasta que muera. Será una agonía. Su vida seguirá escapando de él mucho después de que nuestro avión haya despegado.
—Por favor, Jared…
Cranley accionó el percutor con el pulgar. Ella se fijó en la uña manchada de barro. Nunca lo había visto con las manos sucias, incluso se ponía guantes cuando cuidaba del jardín. Insertó el dedo de Madeleine en el gatillo antes de colocar el suyo sobre el de ella. No la obligó a presionarlo, quería que lo hiciera ella sola. El cálido acero del gatillo contrastaba con la frialdad de su dedo.
Burton parecía sereno, su expresión impasible.
Madeleine flaqueó, pero sus brazos seguían rígidos por la presión de su marido.
—No quiero… no puedo…
—Tendrías que haber aceptado mi oferta de hace unos meses para quedarte a mi lado, esto no habría terminado así. Es culpa tuya. No tenías necesidad de sufrir. Ni tú ni los gemelos.
—¿Qué sabes de los gemelos?
—Aprieta el gatillo —insistió—. Apriétalo y dentro de tres días despertarás en tu propia cama. Piensa en eso: en tu propia cama.
—Mi cama está en la granja.
Era vieja, olía a humedad y a veces se levantaba con dolor de espalda, pero era la única en la que quería despertar.
De muy lejos llegó el ruido de una profunda explosión que sintió en los talones. Seguido de otro sonido, como el de un grito de dolor eterno, que desapareció al superar la frecuencia que podía captar su oído.
Madeleine se concentró en Burton, pero veía su imagen distorsionada a causa de las lágrimas. Fluctuaba y se fundía, mientras ella era consciente de la ligera presión que el dedo de Cranley ejercía sobre el suyo. Oyó la voz de Burton como si estuviera muy muy lejos: «No importa, Maddie, no es culpa tuya».
Era el mismo tipo de voz que utilizó su padre la última vez que lo vio. Ella estaba en un andén de Westbahnhof, esperando un tren con destino a Zurich. Había dejado una carta en su casa, esperando que nadie la leyera hasta que hubiera cruzado la frontera. Su padre apareció casi sin aliento entre el humo de la locomotora, segundos antes de que partiera el tren. A los judíos no se les permitía usar el tranvía. Ninguno de los dos lloró, no se dijeron adiós ni se abrazaron. Él simplemente tomó las manos de Madeleine entre las suyas —unas manos arrugadas, llenas de manchas de la edad, rugosas de toda una vida de que las estrecharan los pacientes— y dijo: «Un padre les da a sus hijos dos regalos: raíces… y alas. Und jetz geh, meine Kleine».
Desde más allá de la ventana llegó un rumor; se intensificó hasta convertirse en un rugido, como si un trueno estallase bajo la superficie.
Madeleine apeló a todas sus fuerzas para desviar la pistola hacia el techo.
Cranley era demasiado rápido y demasiado fuerte. Ella intentaba levantar los brazos y él la bajaba para que volviera a apuntar al pecho de Burton. Entonces, ella relajó los músculos y, con el esfuerzo de Cranley, la pistola se dirigió hacia el suelo. Madeleine apretó el gatillo y la bala se estrelló contra las baldosas. Las manos de los dos pugnaban por controlar el arma.
Ella apuntó a los pies de Cranley. Otro disparo fallido. La bala levantó chispas del suelo. El cañón volvió a alzarse y apuntó al centro del cuerpo de Burton. Cranley era más fuerte que Madeleine. Su dedo se curvó sobre el de ella en el pequeño espacio entre el gatillo y el seguro.
Madeleine recurrió a sus últimas fuerzas para retorcer el brazo. No hacia arriba ni hacia abajo, sino hacia sí misma, lo último que él esperaba. Enterró la pistola en su vientre, allí donde sus hijos habían dado patadas y habían luchado por salir al mundo.
Y apretó el gatillo.