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Antzu, 20 de abril, 17:15 horas

Había un ritmo en las zancadas de Hochburg, como una sensación de renovación. Se movía enérgicamente por la villa, utilizando todos los atajos posibles para alcanzar a Burton en los establos, pero con una lánguida urgencia. Era como perseguir a alguien por un campo de concentración: ¿adónde podía ir? Si no lo atrapaba hoy, lo haría mañana; en todo caso, la persecución estaba llegando a su fin. Los candelabros oscilaron y repicaron al aterrizar el helicóptero. Desde el comedor podía oír los ladridos de los perros de Quorp y los gritos de alegría de los niños.

—¡Es el tío Globus! ¡Es el tío Globus!

Hochburg llegó al cobertizo de los aperos, a tiempo de ver cómo Burton y su camarada cruzaban la puerta principal galopando a toda velocidad. El Valkiria de Globocnik se situó sobre los establos. Hochburg cerró la puerta para amortiguar el ruido y se pasó la lengua por los labios. El atrevimiento de Madeleine, su lealtad hacia un hombre al que creía muerto, le había impactado. Ojalá Eleanor hubiera tenido un poco más de esa lealtad… Pero inmediatamente lamentó ese pensamiento, ya que lo llevaba a lo único que no quería admitir, que el amor que ella había sentido por Burton era más fuerte que el que sentía por él.

De su espalda le llegó un rechinar de botas. Era Kepplar, empapado de pintura de pies a cabeza, con los distintos colores superpuestos unos a otros como en un cuadro abstracto. Una muestra ambulante del arte degenerado tan detestado por el Führer.

—Aún podemos atrapar a Cole —sugirió. El repicar de los cascos de las monturas todavía era audible por encima del rugir de los motores del helicóptero.

—No. Globus lo vería y podría arrebatarme mi premio. De momento, sigue con la persecución tú solo.

—¿Y usted, Herr Oberst?

—Intentaré suavizar las cosas.

—Globocnik estará furioso y se dice de todo sobre su mal genio.

—Prefiero que la responsabilidad caiga sobre sus espaldas y no sobre la mías. Que eche espuma por la boca si quiere.

—Podría quejarse de usted a Germania.

—Tu preocupación es conmovedora, Derbus, pero no te preocupes. El Reichsführer tiene muy en cuenta el rango de cada uno. Requisa lo que necesites, pero sigue a Burton… y tráemelo.

—¿Y la judía?

Hochburg se imaginó a Madeleine como invitada en la nueva Schädelplatz, alimentándose de guisos nutritivos y chucherías hasta que los huesos de sus pómulos no se marcaran tanto como lo hacían ahora, mientras Burton sufría en las mazmorras subterráneas, impotente para impedir que su esposa engordara y sanara.

—Tu prioridad es Burton. Su mujer va después.

—Ella es peligrosa.

—Si la encuentras, verás que estará desarmada. Todos ellos lo están.

En el exterior, el helicóptero de Globus estaba aterrizando.

—Cole es un terrorista declarado. No entiendo por qué no podemos decírselo a Globocnik, facilitaría nuestro trabajo…

—Entonces también se enteraría de nuestros asuntos —contestó Hochburg—. Y después no tardarían en saberlos Himmler, Heydrich y hasta la última telefonista desde aquí hasta el Báltico.

La nariz de Kepplar goteaba pintura azul y amarilla. Se la limpió con la manga.

—Es pintura al óleo —explicó, mirando lo que antes había sido un uniforme negro—. Está arruinado.

—Ya te conseguiremos otro.

—¿Tengo que encontrar a Cole antes?

Un solemne asentimiento.

—Ambos sabemos lo que ocurrirá si fallas.

—¿Y cuando consiga atraparlo?

—Volverás al Kongo conmigo, y te devolveré tu cargo y tus privilegios. Ahora ve, amigo mío.

Kepplar dio media vuelta para marcharse, y entonces su sonrisa desapareció.

—Los británicos nos derrotaron en Elisabethstadt. ¿Y si avanzan hacia el norte? ¿Y si se apoderan de toda la colonia?

—Lo tengo todo controlado.

Hochburg pensó en las palabras que le había dicho a Feuerstein: «Muspel puede ser duro. Confío en que el sol no te meterá ideas raras en la cabeza».

«Los judíos somos un pueblo del desierto —le había respondido el científico—. Déjenos trabajar en paz y cumpliremos con lo prometido».

Kepplar asintió con la cabeza. Dio un paso atrás, giró sobre sí mismo y se marchó.

En el patio frente a los establos, los rotores del helicóptero estaban reduciendo velocidad. Los pensamientos de Hochburg volvieron a Madeleine una vez más: quizá podría alimentarla hasta que reventase, aunque fuera a la fuerza. Se llenó los pulmones de aire. El cobertizo olía a cuero y acero, y al rico aroma de la cera.

La puerta se abrió. Globus. Seguía con su vestimenta de jinete.

—¡Te lo dije! —rugió—. ¡Te dije que no vinieras a esta puta ciudad!

Estaba temblando de rabia y tenía la nariz púrpura rodeada de venitas. Tras él entró la criada de piel color moca que ya conocía de su primera visita a Tana. Agitaba una cáscara de coco humeante, como si fuera una sacerdotisa bendiciendo el aire con incienso.

—¿Quién es la negra?

—Es malgache, no una de tus negras. Viene conmigo porque no puedo soportar los mosquitos, y el humo los mantiene a raya.

—Chamanismo —bufó Hochburg.

—¡Entraste en la ciudad con una patrulla e incendiaste la sinagoga! —Apenas podía hablar de la indignación.

—Hace años que a ti te hubiera encantado hacerlo, pero Heydrich no te lo permite. Míralo como un favor de un gobernador a otro. Un regalo de cumpleaños anticipado.

—Nightingale querrá colgarme por las pelotas.

—Esta mañana no parecías muy preocupado por el yanqui.

Globus hacía girar frenéticamente sus anillos de boda. Caminó por el cuarto hacia Hochburg con las espuelas tintineando, hasta que quedaron cara a cara.

—¡Y todo esto durante el Führertag! Cuando se sepa todo lo que has hecho, la isla entrará en erupción. Ni con mil Valkirias podré impedirlo. —Sacudían su cara y su cuello espasmos incontrolados; sobre la frente y los ojos le cayó un mechón de pelo—. Todo aquello por lo que he trabajado se perderá irremediablemente.

—Cálmate, Obergruppen.

Globus le dio un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas.

Hochburg cayó de rodillas. Le pareció que jamás podría volver a respirar. Un segundo golpe en la nuca y chocó de bruces contra el suelo.

Globus se puso de cuclillas y siseó en su oído.

—¿Crees que puedes venir aquí y joderme en mi propia isla? —Le puso la mano en la coronilla e hizo rebotar la cabeza del Oberstgruppenführer en el suelo antes de ponerse de pie.

Un instante después, la punta de su bota impactó contra el ojo vendado de Hochburg. La oscuridad estalló en mil estrellas, deslumbrantes, supernovas intensas, que fueron desapareciendo lentamente. La agonía no fue nada comparada con perder a Eleanor o los decenios pasados desde entonces, el dolor físico le resultó insípido a pesar de su intensidad. Hochburg fue consciente de que hacia él se dirigían más botas, que se reunían a su alrededor otros hombres. Quorp y Globocnik hablaban entre ellos en voz baja como dos gánsteres. Lo registraron brevemente y lo obligaron a poner las manos en la espalda. Sintió un frío metal cerrarse sobre sus muñecas y el clic del cierre de las esposas.

Sacaron a rastras al Oberstgruppenführer Walter Hochburg.

Tünscher vio el caballo por casualidad. No tenía jinete y estaba descansando bajo la sombra de un mango solitario, grueso como un roble. Habían seguido el rastro de Madeleine hasta allí.

Burton vislumbró varias veces el grupo, una pequeña mancha tostada contra el verde de las colinas. Pero se hizo de noche y lo perdió de vista. Desmontó, palmeó cariñosamente el lomo del animal y buscó alrededor del árbol moviéndose en círculos cada vez más amplios, hasta que descubrió un cuerpo semioculto entre los matorrales. Reconoció a la anciana que había visto con Madeleine en Antzu. Ella gimoteó desesperadamente cuando se aproximaba, pero no hizo ningún esfuerzo por escapar.

Burton se arrodilló. La hierba a su alrededor estaba sembrada de piedras.

—¿Estás herida?

Jacoba no respondió. Bajo la menguante luz púrpura, su cráneo parecía luminoso. Tünscher revisó su cuerpo. No vio sangre ni rastro de ninguna herida.

—Creo que tiene la espalda rota, ha debido de caer sobre una roca —susurró. Le dio un pellizco en la mano—. ¿Puedes sentir esto?

La mujer siguió tan callada como temerosa.

—Olvídate del uniforme —dijo Burton—. Te vi con Madeleine. Me llamo Burton.

—Burton está muerto.

—No, sobreviví. He venido para buscar a Madeleine y llevármela a casa.

—¿Cómo os conocisteis?

—¿Qué?

—Madeleine y yo éramos las únicas personas civilizadas en ese terrible lugar, las únicas con las que valía la pena hablar. Nos contamos nuestras vidas mutuamente.

Burton lo comprendió: quería pruebas.

—Fue en casa de mi tía, durante una fiesta. Ella tocaba Schubert al piano.

—La Melodía húngara —añadió Jacoba. En su rostro apareció una sonrisa y tarareó unas cuantas notas.

Él pensó en la tarde de su segundo encuentro en la playa. Y recordó algo que Hochburg le había dicho una vez: «No hay coincidencias en los asuntos del corazón». Los heridos, los imperfectos, los que se buscan mutuamente. ¿Sería verdad? ¿Era eso lo que les pasaba a Maddie y a él?

Tünscher volvió a pellizcar a la mujer. Jacoba parecía febril, pero sus ojos carecían de brillo.

—Nada —dijo ella—. El caballo tropezó y me caí. No soy lo bastante buena sin una silla de montar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Burton tomándole la mano. Estaba fría.

—Jacoba. El destino ha querido que me encuentres.

—Necesito saber hacia dónde se dirige Madeleine.

—A Mandritsara. Al hospital.

—¿Está enferma?

—Mandritsara no es esa clase de hospital —intervino Tünscher, evitando mirarlo a los ojos—. Pero se han equivocado de camino. Mandritsara está al suroeste.

Jacoba volvió a hablar.

—Primero íbamos a Nachtstadt.

Tünscher chasqueó la lengua, un sonido que podía significar cualquier cosa: incredulidad, irritación, desespero.

—¿Dónde está eso?

—No lo sé. Era Abner quien nos guiaba…

—¿Te refieres a su hermano? —Por supuesto. Era el hombre medio calvo que había visto con ella. Sintió un alivio idiota y miró a Tünscher—. ¿Alguna idea de cómo llegar hasta ese Nachtstadt?

—Quizá —admitió su amigo, buscando su paquete de Bayerweed en el bolsillo. No encendió ninguno. Estaba racionándolos.

Burton estrechó la mano de Jacoba unos segundos. Después se quitó la guerrera para tapar con ella a la mujer. Quería darle las gracias, pero no sabía cómo expresarlas. Cuando ella le dijo que no quería que la cubriera con aquel uniforme, la enrolló para formar una especie de almohada y la colocó debajo de su cabeza. Se llevó a Tünscher aparte. Las colinas reverberaban con los truenos de la inminente tormenta.

—No podemos dejarla así —susurró.

—Deberías estar más preocupado por Mandritsara. Si tu mujer piensa ir allí, es que está loca.

—¿Qué quieres decir?

—Es un mal sitio.

—Hemos visto muchos de esos.

—No como Mandritsara. —A la escasa luz del anochecer tenía un aspecto gangrenoso—. Vuelven a la gente del revés. Literalmente. Experimentan con la carne, como si fuera una especie de broma enfermiza. Tienes que impedir que Madeleine vaya allí.

—¿Y Jacoba?

—Lo mismo que el Vikingo.

El Vikingo era un soldado que formaba parte del mito de la Legión. Sus camaradas lo rescataron bajo el fuego enemigo, pero fueron incapaces de salvarle la vida. Solo pudieron poner fin a su sufrimiento.

—Ya no tengo estómago para esa mierda —confesó Burton.

—¿Por qué te importa tanto? Acabas de conocerla. Pegarle un tiro es lo más piadoso que puedes hacer.

—Es amiga de Maddie.

—Bueno, pues a mí no me mires. Siete diamantes no son suficientes. —Se acercó a los caballos—. Siete diamantes no son suficientes para todo esto.

Burton sintió una repentina urgencia de confesarle la verdad y se preguntó si, durante el tiempo que duró su idilio, Madeleine habría experimentado algo similar. Pero se tragó la culpabilidad y volvió con Jacoba. La mujer intentaba decirle algo.

—Mi bolsillo…

Buscó en él y encontró la fotografía de una mujer vestida con elegancia. Debía de tener la misma edad que Madeleine.

—Mi hija —explicó Jacoba—. Fui al muro de la sinagoga a buscarla. Quería sentirme cerca de ella.

—¿Qué le pasó?

—Pobrecita mía, murió durante la epidemia de tifus. Al menos no fue la única, la muerte es más fácil cuando estás rodeada de ella.

Parecía tranquila y resignada. Burton dejó la foto en la mano de la mujer, le cerró los dedos y le llevó la mano hasta el pecho. Pero él tenía algo más que preguntar.

—Madeleine estaba embarazada. ¿Qué le pasó al bebé?

—Tuvo gemelos.

—¡Gemelos! —Burton experimentó un segundo de euforia. Pero la alegría no sería completa hasta que sus dedos pudieran volver a entrelazarse con los de Maddie—. ¿Niños? ¿Niñas? ¿Qué pasó con ellos?

—Eso te lo tiene que decir Madeleine.

Cerró los ojos para evitar más preguntas.

Un trueno retumbó sobre ellos y asustó a uno de los caballos. Burton sacó la Beretta.

Jacoba volvió a abrir los ojos.

—¿Me enterrarás?

—Tengo que alcanzar a Madeleine.

—Por favor. No quiero terminar como carroña para las bestias salvajes.

—Te lo prometo —mintió Burton.

Ella cerró los ojos y se dejó ir. Su respiración era superficial pero regular, como si se negara a rendirse. Burton alzó la Beretta y apuntó a la sien. Todo terminaría en un instante. Sin dolor. Según Patrick, lo único que importaba.

Siguió inmóvil unos segundos con el dedo en el gatillo. Pensaba en sus hijos y en los dos hermanastros que había tenido su padre de un primer matrimonio, y que él nunca había conocido. De niño solía maravillarse ante una foto de ambos que su padre conservaba en el estudio. Su simetría era increíblemente milagrosa. Burton le preguntó dónde estaba su propio duplicado, pero él le respondió que no existía. La herencia genética había saltado hasta Madeleine. En su interior se desató un nudo, un nudo del que no había sido plenamente consciente. Era una prueba física de que Cranley mintió cuando dijo que el bebé era suyo.

Burton bajó el arma sin disparar.

Tünscher seguía bajo el mango, junto a los caballos. Tenía la piel más pálida; los labios, más grisáceos; las ojeras, más profundas.

—Un disparo haría demasiado ruido —dijo Burton sin convicción.

—¡Serás cabrón…! —suspiró Tünscher.

Le arrancó la Beretta de las manos y caminó hasta Jacoba. Segundos después se oyó un solo disparo. Volvió con un cigarrillo colgando tristemente de los labios.

Ninguno de los dos dijo nada, mientras contemplaban cómo desaparecían los últimos vestigios del día. Los caballos pastaban tras ellos. Cuando Tünscher terminó su Bayerweed, miró abatido el paquete.

—Solo me quedan dos.

—¿Qué pasará cuando se te acaben?

Se encogió dentro del uniforme.

—Las cosas empeorarán.