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Suffolk, Inglaterra, 28 de enero, 15:30 horas
—¡Detenga el coche!
—Aún no hemos llegado…
—¡Pare!
El taxista frenó bruscamente.
—Ahora retroceda. Creo que he visto algo.
A punto estuvo el taxista de replicar, pero se lo pensó mejor. Puso la marcha atrás y retrocedió por la vacía carretera. Un espeso bosque de robles, fresnos y olmos la flanqueaba por los dos lados. El sol del ocaso se filtraba entre ellos.
—Aquí.
El coche volvió a detenerse.
Burton Cole salió del taxi y se detuvo ante un hueco entre los árboles, sintiendo que se le cortaba la respiración. Sobre él, el viento azotaba las ramas. No tenía que haber mandado el telegrama.
—Está bien escondido —dijo el taxista, siguiendo su mirada—. ¿Es suyo?
Burton afirmó con la cabeza. Tenía el pelo rubio trigueño y los ojos del color de una tarde otoñal, tranquilos pero alertas. Oculto entre los troncos y el follaje había un Riley RMF negro. Metió la mano, la mano derecha, su única mano, en el bolsillo y sacó un billete.
—Me quedo aquí —le dijo al taxista, entregándole el dinero por la ventanilla.
—No tengo cambio de cinco.
—Tómese libre el resto del día, bébase una cerveza. Y si alguien le pregunta, ni me ha visto ni me ha traído hasta aquí.
—¿La policía? —preguntó el taxista, mirando desconfiadamente el dinero.
—Un marido celoso —respondió Burton, forzando una sonrisa.
El taxista asintió comprensivo y estrujó el billete.
—Un par de pintas y no recordaré una mierda.
Burton se echó la mochila al hombro y cerró la puerta del vehículo. Iba sin afeitar y llevaba un chaleco de piel de oveja sobre un traje de segunda mano. El pantalón y la chaqueta eran de viscosa marrón, y tenían el sudor de un cuerpo desconocido impregnando la ropa. Cuando Hitler devolvió los prisioneros ingleses de Dunquerque ordenó que, en lugar de entregarlos con su uniforme, los vistieran con aquellos «trajes de paloma» fabricados apresuradamente. Pocos de los prisioneros quisieron conservar aquella ropa y podían encontrarse fácilmente amontonados en las traperías.
El taxi maniobró para cambiar de dirección y aceleró en dirección a la estación de tren en la que Burton se había apeado aquella misma tarde.
Pasados unos segundos, el paisaje quedó en silencio.
En cuanto estuvo solo, Burton sacó su Browning HP, insertó un cargador y se la metió en el cinturón. Se encontraba a poco más de un kilómetro de su casa y conocía de sobra los alrededores. Antes de comprar la granja, cuando iba con Madeleine, había aparcado allí en varias ocasiones; era un lugar discreto para dejar el coche. Después desaparecían entre los árboles, sintiendo un lecho de hojas bajo los pies. Quizás el Riley era de una pareja que buscaba algo de privacidad.
Cruzó la carretera y puso la mano sobre el capó: el metal estaba frío. Atisbó el interior, pero solo descubrió un cenicero lleno de colillas. Todas las puertas estaban cerradas.
Se aflojó el cuello de la camisa y aspiró profundamente. No estaba el tiempo para aventuras de amantes.
En el barro se veían huellas —dos pares, masculinas— que se alejaban del coche y seguían el camino que conducía a la granja. Burton aceleró el paso. Sus botas emitían un sordo chapoteo. Eran lo único que había conseguido en Angola, cogidas de los pies de un cadáver, los cordones mal atados. Nunca se imaginó lo difícil que resultaba ser manco.
Había sido idiota enviando los telegramas.
El primero lo mandó desde Ciudad del Cabo antes de que lo admitieran en el hospital, cuando aún deliraba por el agotamiento y los remordimientos. Sin ninguna precaución, lo envió a la mansión londinense de Madeleine, cuyo esposo había enviado a Burton al Kongo para que lo mataran; ¿qué podía hacerle ahora en Inglaterra? «ESTÁS EN PELIGRO. ¡MÁRCHATE INMEDIATAMENTE! VUELVO A TI», dictó. Incluso en su estado febril, comprendió que era mejor cambiar la última frase por «VUELVO A CASA». Mandó otro desde Mombasa y un tercero en Nochebuena desde Alejandría. Las frases eran idénticas, pero el tono, más desesperado. Probablemente ya era demasiado tarde, pero no podía soportar más días de un tedioso viaje por mar sintiéndose impotente. Al no recibir ninguna respuesta, no se atrevía a pensar en lo que podía haber pasado.
El bosque dio paso a campo abierto. Diez minutos después, Burton descubrió un letrero desgastado por el tiempo: Granja Saltmeade. Ese momento había alimentado sus esperanzas durante el largo viaje. Se fijó en la imagen de unas ventanas iluminadas, en el aroma de la leña de manzano retorciéndose en el fuego de la chimenea, en Maddy abriendo la puerta con su vestido de flores azules, el vientre abultado por el niño que nacería pronto. Su primer hijo. Él la abrazaría, se hincaría de rodillas ante ella y le pediría perdón por abandonarla para ir a matar a Hochburg y para así poder perdonarse a sí mismo.
El letrero no hizo que se sintiera aliviado, solo le provocó más ansiedad y más ira de la que ya palpitaba dentro de él desde que había dejado África.
Quinientos metros de un camino lleno de baches llevaban hasta la granja; la casa aún no era visible desde allí. Aceleró el paso, asumiendo que quizá se dirigía hacia una trampa, pero la esperanza era demasiado fuerte. Por eso había ido hasta la granja.
—Dios, por favor… —susurró Burton—. Por favor.
No rezaba desde que era niño, desde que Hochburg mató a sus padres, desde Dunquerque, cuando la artillería alemana convirtió la costa en un matadero. Ni siquiera cuando se vio atrapado en el consulado de Angola sin esperanza de poder escapar. Ahora las palabras se agolpaban en sus labios, rogando un momento de gracia. Si tuviera la fe suficiente, Madeleine estaría esperándolo.
Una ráfaga de viento barrió el camino. Burton oyó cerca el ulular de una chimenea, un sonido triste y débil.
De repente se sintió expuesto: era un blanco perfecto para un francotirador. Se apartó del camino. Llegaría a la casa por detrás, protegido por las hileras de manzanos y membrillos. Tardó varios minutos en abrirse paso y, de repente, resbaló en la hierba y se cayó; desde el suelo pudo oler el frío de la noche concentrándose en la tierra.
Había una hilera de espinos blancos que formaba una barrera natural alrededor del huerto y protegía los frutales del viento. Mientras se aproximaba, Burton sintió que algo había cambiado, algo antinatural, como si la disposición del huerto estuviera distorsionada. Se deslizó por un hueco en el seto hasta poder ver la casa. En las ventanas solo había sombras; en la chimenea ni rastro de vida. Pero no fue la casa lo que más le impactó, sino la escena que lo rodeaba.
Se le cortó la respiración.
Se tambaleó y la mochila se deslizó de su hombro. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas.
Cranley.
Solo Cranley podía haber hecho aquello.
Burton tuvo que apartar la vista. Sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho con tal ferocidad que le había dejado todo el cuerpo entumecido. Lo observaban dos cuervos, como centinelas vestidos con un elegante uniforme negro.
Había descubierto la granja hacía un par de años, en abril. Lo recordaba por las noticias de la mañana: el duque y la duquesa de Windsor habían aceptado la invitación del Führer para asistir en Germania a su fiesta de cumpleaños. La gente no sabía si mostrar su indignación o seguir con la cabeza agachada. Madeleine pasaba unos días en el hogar familiar de la costa de Suffolk, mientras que su marido y Alice se habían quedado en Londres. Burton la recogió allí y viajaron hacia el interior, donde no hubiera la menor posibilidad de encontrarse con alguien conocido. Caminaron juntos explorando los bosques y los prados, y se habían detenido a comer junto a un muro semiderruido desde el que podían ver la granja. Mientras se comían los sándwiches de queso y chutney, soñaron con poder vivir en un lugar como aquel. Al final se convirtió en uno de sus lugares preferidos. A ambos les atraía su aislamiento y su estado desvencijado, ruinoso. Era un lugar que pedía a gritos que no restauraran.
La misma semana que decidieron compartir su vida apareció mágicamente un letrero: «En venta».
—No creo en las coincidencias —dijo Madeleine, luchando por contener una sonrisa.
—Bien. Yo tampoco —coincidió Burton.
El hijo del propietario les había enseñado la finca, disculpándose por el aspecto destartalado que tenía todo. Les explicó que su padre había muerto recientemente y que él no tenía ganas de encargarse de la granja: el trabajo le parecía demasiado duro y los beneficios, escasos, y más con la política agrícola de Alemania. Con las vastas y fértiles llanuras rusas y la infinita riqueza africana, Hitler había alcanzado su sueño autárquico. Es más, Alemania empezaba a exportar alimentos, más baratos que los de los granjeros británicos.
—Está el huerto, por supuesto —explicó el hijo—. Es un buen negocio, la gente siempre preferirá las manzanas inglesas.
Los llevó hasta los árboles frutales. Las ramas ya estaban floreciendo.
—Hay membrillos —exclamó Madeleine, aspirando el aroma.
—Tenemos manzanos y membrillos, perales, ciruelos de varios tipos y cerezos —añadió el hijo.
—Mis favoritos son los membrillos —insistió Madeleine, pasando un brazo por la cintura de Burton—. ¿Sabes lo que representan?
—Eva tenía uno en el Jardín del Edén —contestó él, recordando su infancia. Sus padres habían sido misioneros.
—No me refiero a esos cuentos de hadas. En la antigua Grecia, el novio y la novia tenían que comer sus frutos en la noche de bodas.
—¿De verdad? —A él le encantaba que la mente de Madeleine fuera el tesoro de una infancia pasada entre libros—. Pero nosotros no creemos en coincidencias, ¿te acuerdas?
Tres meses después, y gracias a que Burton le pidió prestada una pequeña fortuna a su tía, la granja y el huerto eran suyos. A veces, se preguntaba si había hecho bien porque, por más que se lo prometiera a Madeleine, le era imposible silenciar por completo los cantos de sirena de la aventura. La granja necesitaba mucho más trabajo del que él podía hacer, y descubrió que era mucho mejor con las armas que con los aperos de labranza. Pero era el primer hogar que tenía desde su infancia y había momentos —cuando reparaba el tejado, aspiraba el aroma de una tostada en la cocina u observaba las zapatillas de Maddie junto a la cama—, en los que sentía una satisfacción que no había sentido nunca. Era una vida que siempre se le había negado.
La humedad de la hierba le estaba empapando el pantalón. Se levantó con el rostro encendido y espantó a los cuervos, que se elevaron graznando y planearon bajo los rayos de sol. Burton se dirigió en dirección opuesta y atravesó el huerto.
Cranley había derribado los árboles a hachazos. Los árboles que florecían con frutos dorados, cuyos anillos habían crecido durante decenios, estaban reducidos a meros tocones. Burton dedujo que no había sido recientemente, antes del invierno: la madera expuesta a la intemperie estaba ennegrecida por la escarcha. Desparramadas, las ramas rotas sembraban el terreno como cadáveres caídos en un campo de batalla.
El acto en sí parecía frenético, como si Cranley hubiera sido incapaz de controlarse. Burton pudo oír en su cabeza el terrible golpeteo de los hachazos, el crujido de los troncos al quebrarse y caer. Y a Cranley aullando de placer. No habían talado todos los árboles, algunos tenían enormes heridas, pero seguían en pie; otros parecían intactos. Burton se acercó a uno de los indemnes; necesitaba sentir en la palma de la mano la seguridad que transmitía su corteza.
Podía sentir la bilis en la garganta, provocándole náuseas y ganas de vomitar. Y con la bilis, llegó el ansia de matar a Cranley, una furia que había ido creciendo dentro de él durante meses.
Pasó por encima de un tronco caído y se dirigió hacia la casa…
… Pero se detuvo de repente.
Había visto algo en una de las ventanas superiores: un rostro en la oscuridad, el contorno de una camisa blanca y una corbata. Un instante después, la figura había desaparecido. Solo el movimiento de una cortina sugería que había un extraño en su casa.
Burton estudió la destrucción de su huerto. Estaban esperándolo. Quizás el propio Cranley.
«Bien», pensó Burton hirviendo de rabia. «Bien».
Buscó su Browning, la empuñó firmemente y se lanzó hacia la casa.