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Antzu, 20 de abril, 15:20 horas
«Más putos caballos», pensó Hochburg cuando Kepplar abría la puerta del helicóptero. A su alrededor revoloteaban briznas de paja.
El Flettner había aterrizado junto a los establos, tras la villa del gobernador. Apareció un mozo de cuadra en mangas de camisa y condujo a los dos hombres hasta la casa, pasando por un cobertizo de aparejos y un vestíbulo adornado con jarrones, cuadros y ornamentos de plata. Flotaba un olor mareante a franchipán e ylang-ylang.
—Es para enmascarar el hedor de la ciudad —explicó el mozo, antes de ser relevado por un ayudante que los llevó por unas escaleras hasta llamar a una puerta.
Hochburg la cruzó y entró en un comedor: más opulencia chabacana, más tesoros saqueados. El aire era helado. Ya había pasado por lo mismo antes: eran los típicos europeos para los que el estatus se medía por la capacidad de enfriar el aire tropical. Hochburg contempló la cantidad de comida expuesta sobre una mesa y sintió náuseas. Era el nuevo estilo alemán, el exceso, la gente que se llenaba la boca hasta que no podía ni respirar. Un pobre ejemplo de los altos cargos que se estaba filtrando a las masas. No pasaría mucho tiempo antes de que todo el mundo exigiera ese estilo de vida.
En la mesa podían verse los manjares tradicionales de un Führertag: cordero asado con salsa de enebro, jamón con costra de pan, ensalada de patata y col lombarda. Había un montón de botellas de vino. Ya hacía diez años que las autoridades animaban a los ciudadanos del Reich a comer pan especiado con nueces en esa época del año, siguiendo las preferencias dictadas por Hitler, nunca muy populares. Por toda la sala revoloteaban criadas judías, que servían a una mujer obesa de rizos rubios y a cinco niños rollizos vestidos de uniforme. Toda la familia llevaba pieles de zorro para protegerse del frío y deslumbrantes anillos en los dedos. A la cabecera de la mesa, con una cara redonda como una tetera, se encontraba el gobernador del sector, el Brigadeführer Felix Quorp.
—Herr Oberstgruppenführer, ¡cuánto honor! —saludó Quorp con una evidente falta de sinceridad—. Acabamos de brindar por sus fuerzas del Kongo.
—Tenemos que hablar en privado —dijo Hochburg.
—Seguro que tiene tiempo para unirse a nosotros en la mesa.
—De inmediato.
Quorp dejó escapar un suspiro y señaló unas ventanas francesas; se abrían a una galería que circundaban todo el primer piso de la casa. Hochburg se alegró de volver a sentir la humedad en las mejillas. Más allá del muro que aislaba la villa podía verse una amalgama de tejados semioculta por la niebla.
—El gobernador Globus me telefoneó para avisarme de que podría aparecer en mi casa —dijo Quorp en tono agresivo, cerrando las puertas tras ellos—. No pienso ofrecerle ayuda. La ciudad ya está bastante revuelta por culpa de lo ocurrido con el Arca.
—Necesito una docena de hombres.
—Odilo y yo somos viejos amigos desde los tiempos de Carintia. —Ocultó un eructo con la mano—. La lealtad lo es todo.
—Este asunto afecta a la seguridad del Estado. ¿De quién recibe órdenes, de Globus o del Reichsführer?
—De ambos. Y usted no es ninguno de los dos.
Hochburg le dio la espalda al comedor. Kepplar estaba rechazando una copa de champán que le ofrecía la esposa de Globus. Bajo la mesa, dos sétters devoraban el contenido de unos cuencos con comida. Le hubiera gustado ir acompañado de Fenris.
—Su familia, supongo.
—Por supuesto.
—¿Qué edad tiene su hijo pequeño?
—Emilia tiene cuatro años. Nació aquí, en Mandritsara, sus instalaciones son excelentes… —explicó, fijando la vista en el único ojo bueno del otro.
—Una familia adorable. —Hochburg no profirió una amenaza; se limitó a dejar que su voz transmitiera un sinfín de posibilidades.
—Usted no… no se atrevería… —balbuceó Quorp, como si se le hubiera atragantado un hueso.
Quince minutos después, Hochburg esperaba impaciente en la puerta de la villa. La casa, pintada de un verde ácido, estaba rodeada de bismarckias y situada sobre la única colina de la ciudad merecedora de tal nombre. Una simple barrera con dos centinelas daba paso a una carretera de grava que conducía a Diego Suárez, al norte, o a Mandritsara, al sur; un tercer ramal llevaba al puerto y a la misma Antzu. Jugueteando con el cuchillo de Burton entre los dedos, Hochburg captó el aroma del pan recién hecho.
—Estoy ansioso por encontrarme de nuevo con Cole —comentó Kepplar mientras esperaban la escolta—. En Roscherhafen no tuve ocasión de estudiar detenidamente su cráneo. Supongo que es de categoría cuatro, quizá cinco, un tanto negroide, no sabría decirlo con precisión.
Hochburg no le respondió, pero vio la obsesión en los ojos de su exayudante. Qué poco comprendía su misión en África por culpa del exceso de adoctrinamiento. Era un soldado entregado a la causa pero incapaz de pensar por sí mismo y Hochburg estaba empezando a hartarse de los hombres como él. En realidad, de todos los hombres. Suspiraba por tener en sus manos la superarma que lo liberaría de tener que depender de esa especie de zombis.
La fachada de la villa estaba decorada con macetas llenas de buganvillas escarlatas. Hochburg recordó una frase: «Si me dieran una flor cada vez que pienso en ti, caminaría eternamente por un jardín». ¿Quién había escrito aquello? La melancolía hizo presa en él, pero se aferró a las predicciones de Feuerstein para alejarla. Los científicos hablaban de que la explosión del artefacto emitiría un fogonazo capaz de fundir la retina.
—Recuperaré África para ti, amor mío —le susurró a una ausente Eleanor.
De repente, entendió el interés de los norteamericanos por la bomba. Nultz tenía razón, para ellos era un seguro. Cualquiera que fuera el tipo de presión que el Comité Judío Norteamericano ejerciera sobre Taft, este había jurado repetidamente que su país seguiría siendo neutral. Estados Unidos no quería la bomba para atacar, sino como medio de disuasión. Cada vez que Globocnik arrasaba una ciudad o enviaba más judíos a las reservas, corría el riesgo de que los norteamericanos se vieran arrastrados a la guerra contra el Reich. La amenaza de la bomba le cortaría las alas a Globus y los reduciría al papel de simple administrador. El CJN se tranquilizaría y Washington no tendría necesidad de embarcarse en aventuras al otro lado del Atlántico.
El ruido de los pasos de cuatro jóvenes apartó a Hochburg de sus pensamientos. Se cuadraron en posición de firmes con su BK44, frescos y sonrosados europeos de cabezas rapadas y emocionados por portar armas.
—¿Eso es todo? —se extrañó Kepplar—. ¿Mozos de cuadra?
—A menudo los de más abajo son los más entregados —replicó Hochburg. Quorp se había negado a prestarle soldados de la guarnición.
—Pero ¿podemos confiar en ellos? Si los judíos…
Hochburg lo hizo callar mirando hacia la villa.
—Nómbrame un solo hombre en el que pueda confiar. Llevan la insignia de la calavera y la palmera, con eso me basta. —Quorp los observaba desde el comedor, con su hija pequeña sobre las rodillas—. Seguro que ya ha hablado con Globus. No tenemos mucho tiempo.
Hochburg ordenó que levantaran la barrera y se encaminó hacia la niebla. Guardó el cuchillo de Burton en el uniforme, sacó la ficha de Madeleine y se dirigió al chico más próximo a él. Era el mismo mozo de cuadra que los había recibido al aterrizar el helicóptero.
—¿Conoces la ciudad?
—Sí, Oberstgruppenführer.
—Bien. Llévame a Boriziny Strasse.