3

Oyó una voz en el interior de la casa. Una voz familiar, una voz imposible.

«África tiene forma de pistola… y el Kongo es su gatillo».

Alguien había forzado la puerta trasera. El marco no pudo resistir contra una buena palanca.

Burton empujó la puerta con el muñón del brazo izquierdo. Había perdido esa mano durante su huida de Angola. En los meses siguientes aprendió a reprimir la angustia cada vez que miraba la manga vacía, pero la falta de peso más allá de la muñeca seguía pareciéndole antinatural. Entró en la cocina con la pistola por delante.

Esperaba oler el familiar aroma a mosto y manzanas; en su lugar, solo le llegaba el de tabaco. La escasa luz del atardecer bañaba las paredes y los armarios con un brillo escarlata. Burton probó el interruptor de la luz. Nada. En la mesa había una linterna y, junto a ella, media barra de pan, un montón de migas y un tarro abierto con una cuchara que aún goteaba mermelada. Habían apagado varios cigarrillos sobre la madera de la mesa, lo que había dejado un conjunto de quemaduras.

La rabia volvió a brotar en Burton. No por la intrusión, sino por la descuidada indiferencia de aquellos actos, los de alguien al que no le importaba que lo descubrieran. Pensó en el rígido orden que Cranley insistía en mantener en su propio hogar. Madeleine lo encontraba agobiante.

La voz procedía de salón y parecía intencionadamente amplificada. Avanzó hacia ella, intentando escuchar por encima de su entonación cualquier ruido que indicase el escondite del intruso: el crujido de la madera del suelo, una tos contenida…

«… No debemos consentir que el continente se convierta en un dominio alemán», declaraba Churchill. De fondo, una multitud se dividía en aplausos y abucheos. «Por lo tanto, insto al primer ministro a reconsiderar el vergonzoso compromiso del Ministerio de Asuntos Exteriores…».

En el salón no había nadie, y la puerta que daba a un oscuro cuarto sin ventanas estaba abierta. Burton observó la escalera, pero ningún rostro se asomó por encima de la barandilla. Sobre una mesita auxiliar vio un transistor Grundig, una de esas nuevas radios portátiles alemanas que todo el mundo deseaba desesperadamente y que no le interesaban ni a Burton ni a Madeleine.

«… Y apelar en su lugar al nuevo presidente al otro lado del Atlántico. Solo podremos contener a los nazis con la ayuda de Estados Unidos».

Accionó el botón de apagado con el cañón de su Browning. África era su tierra natal y el continente en el que había pasado la mayor parte de su vida: primero en Togo; más tarde en el Sahara y, tras la muerte de sus padres, como soldado de la Legión Extranjera francesa. Durante la conquista nazi había combatido como mercenario por todo el continente y esperaba no volver a oír hablar de él.

Sintió una repentina corriente de aire. Un hombre trajeado que se desplazaba en silencio le lanzó un segundo golpe. La barra de hierro golpeó a Burton en el hombro, lo que le obligó a soltar la Browning. No llevaba zapatos, por eso no lo había oído acercarse, así que pisó con fuerza sus pies descalzos.

El hombre cayó hacia delante, agarrándose a él. Ambos cayeron sobre la mesita, que destrozaron, y después al suelo. La voz de Churchill retumbó de nuevo —«… Inglaterra es más débil de lo que queremos admitir, necesitamos el poderío norteamericano…»—, seguida del crujido de la estática.

Burton tenía la espalda contra el suelo y el peso del otro sobre él. Sus puñetazos le nublaron la vista. Se apoderó de la radio y la estrelló contra la cabeza de su contrincante. Su mano quedó llena de pedazos ensangrentados del transistor.

En el piso superior se abrió una puerta. Los escalones de madera crujieron.

En el salón, el hombre trajeado se puso en pie. Le lanzó una patada a Burton que lo mandó de nuevo al suelo. Algo duro, metálico, con forma de L se clavó en la espalda de Burton. Luchó por cogerlo.

El hombre del traje avanzó hacia él enarbolando la palanca de hierro.

—¡Lyall, ya tengo al cabrón! —gritó hacia las escaleras, antes de volverse hacia Burton—. Has roto mi puta radio. ¿Sabes lo que me costó?

Burton le disparó en la rótula.

El hombre cayó agarrándose la pierna herida.

—¿Dónde está Madeleine?

—¡Lyall!

—¿Qué le habéis hecho?

En la pared tras él explotó un pedazo de yeso. Lyall estaba en las escaleras con un revólver en la mano. Llevaba un traje negro idéntico al del otro y unos refinados zapatos sin cordones. Los labios y la mandíbula quedaban ocultos tras una espesa barba. Burton le apuntó con su Browning y disparó dos veces antes de cargar contra él.

Cuando llegó al rellano, Lyall ya había desaparecido y las puertas de todas las habitaciones estaban cerradas. Era como el juego que practicaba con Hochburg cuando era pequeño: las tres puertas del lavadero. Cuando abría una de ellas y lanzaba uno de sus rugidos de león, el tío Walter provocaba terror y risas tanto a su madre como a él. El padre de Burton había sido demasiado confiado al permitir que Hochburg entrase en sus vidas. Burton, pistola en mano, revisó primero la habitación de Alice: estaba fría y húmeda, vacía excepto por un saco de dormir que nunca había estado allí. Por la ventana pudo ver los campos cada vez más oscurecidos. Se preguntó qué mentiras le habría contado Cranley a Alice sobre su madre.

Pasó a otra habitación —también vacía—, y por último al dormitorio principal. El hacha utilizada en el huerto también había cumplido con su trabajo allí.

Las paredes y el armario habían recibido muchos tajos, y una de las puertas colgaba de sus bisagras como una mandíbula rota. Las sábanas estaban desgarradas y el colchón rajado. La ropa de Burton se hallaba esparcida por el suelo y apestaba a orina. La Browning tembló de indignación en su mano.

En aquel momento, el cañón de un revólver le tocó la mejilla y presionó la carne contra sus dientes.

—Suelta la pistola —dijo Lyall.

Su voz era áspera como la de una anciana.

Burton dejó que la Browning cayera de su mano.

—Las manos en la cabeza. Y date la vuelta.

Se vio obligado a salir de la habitación con el cañón del revólver contra la nuca. Y se imaginó dónde se había escondido.

Si a Madeleine le importaba un solo lujo, ese era el baño. Le explicó a Burton que tras huir de Viena pasó años sin tener un baño apropiado, y tenía que lavarse el cuerpo con un trapo y un cuenco, o compartiendo las instalaciones y el agua grisácea de unos baños públicos de la calle Merlin. Por unas peregrinas razones de higiene, a los judíos solo se les permitía acudir los martes por la tarde y podía pasarse horas sumergida hasta la barbilla en burbujas aromáticas. La única vez que Burton había visto su cuarto de baño en Hampstead —mármol italiano, grifos de oro— se desanimó, pero decidió que lucharía para poder ofrecerle algo semejante. No, algo mejor. Descubrir que la granja tenía buena fontanería fue una de las razones para comprarla.

—Abre la puerta —ordenó Lyall.

En el cuarto de baño había una bañera esmaltada en blanco, un lavabo y un espejo. Las paredes y el suelo estaban embaldosados, pero chapuceramente. Lyall había preparado montones de toallas que les facilitasen las tareas de limpieza cuando hubieran acabado con él.

—De rodillas.

Burton dudó en obedecer, hasta que el revólver le presionó con más fuerza.

—Eres Burton Cole —dijo Lyall. No se trataba de una pregunta sino de una afirmación.

—No.

Lyall rebuscó en su chaqueta, sin dejar de apuntar a Burton.

—Entonces, ¿quién eres?

—Oí que este lugar estaba vacío y pensé en venir a ver si había algo de valor.

—La mayoría de los ladrones no llevan una Browning HP.

—La tengo desde mi época del ejército. No me he llevado nada, así que puedes dejarme marchar.

Lyall encontró lo que estaba buscando y chasqueó la lengua. Puso un papel frente a Burton.

Era su expediente militar. Cranley debió de conseguirlo del Ministerio de la Guerra. En el interior había una foto suya sobre fondo blanco. Era de hacía diez años, cuando firmó, antes de ser degradado. Sus años de servicio en la Legión no contaban mucho en el ejército británico. No le importó; lo que quería era luchar contra los alemanes. Burton miró a su antiguo yo. «Dios mío, ¿qué le ha pasado a ese chico?», pensó.

—Fuiste capturado en Dunquerque —aseguró Lyall, pellizcando el hombro de Burton.

—No. Me escapé.

—Cabrón con suerte. Yo me pasé seis meses en un campo de concentración. Y a eso, Halifax[2] lo llamó una victoria —añadió con amargura.

—Espera —pidió Burton—. Había una mujer. Madeleine.

—¿Te refieres a la judía?

—He vuelto por ella. ¿Qué le ha pasado?

—Russell se encargó de esa judía. Y te puedo decir que se empleó a fondo. Ya sabes cómo son esos chicos que se perdieron la guerra.

—¿Russell?

—El señor Russell, ese pequeño terrier de abajo. El que caminará raro a partir de hoy.

—¿Qué le hizo?

No obtuvo respuesta.

Burton giró en redondo. Los ojos de Lyall no reflejaban compasión alguna.

—¿Qué le hizo? —insistió.

—Sigue caminando —fue su única respuesta, reforzada con un nuevo empujón de pistola.

La vista de Burton se centró en las baldosas que tenía frente a él. Las había colocado la tarde antes de partir hacia África y recordó el sonido de Alice jugando fuera de la casa. No pudo ponerlas en línea recta por mucho que lo intentó. Las que estaban bajo la bañera parecían definitivamente torcidas. Al final, Madeleine dijo que ella se encargaría.

—¿Estás casado? —preguntó Burton.

—Lo estuve.

—¿Y si fuera tu esposa? Tienes que decírmelo, me debes eso al menos.

—He estado esperándote cuatro semanas. Cuatro semanas en este agujero de mierda, Navidades incluidas. Sin calefacción ni comida decente, ni siquiera un pub cerca. —Exhaló un aliento que apestaba a tabaco—. No te debo nada.

Burton seguía mirando las baldosas. Aún quedaban unas cuantas bajo el baño. Madeleine debió de trabajar allí mientras él estaba en el Kongo, usando un escoplo para arrancarlas antes de volver a colocarlas rectas como lo haría un alemán.

Podía ver el mango del escoplo bajo la bañera, casi oculto a la vista.

—Nunca has matado a nadie —tanteó Burton.

—No seas estúpido.

—Entonces, ¿por qué no me has metido en la bañera?

—¡¿Qué?!

—Menos lío y mucho más fácil de limpiar.

Se produjo una larga pausa. Abajo, Russell berreaba de dolor. Lyall gruñó:

—Vale, métete.

Burton se arrodilló sin dejar de sentir la presión del revólver en la cabeza. Antes, en el huerto, había conseguido controlar la bilis que le subía hasta la garganta; ahora la dejó fluir. Cogió el tobillo de Lyall con una mano y tiró de él hasta hacerlo caer. El ruido del revólver al dispararse resultó casi ensordecedor. Burton se lanzó hacia el baño y rebuscó el escoplo bajo él. Giró en redondo y se lo clavó a Lyall en la ingle.

El hombre gritó de dolor y apretó el gatillo de su arma. Una bala rebotó contra la bañera, haciendo saltar el esmalte de esta.

Burton manoteó desesperadamente para intentar coger a Lyall del cabello. Lo consiguió, tiró de él y le aplastó la cara contra el lavabo. Luego tiró de su cabeza hacia atrás y, esta vez, la incrustó contra el espejo, frenéticamente, una vez, dos, tres, provocando una cascada de cristales. Por fin podía dar rienda suelta a la furia que había estado conteniendo desde África. Pensó en el intento fallido de vengar a sus padres matando a Hochburg; pensó en todos los hombres que habían muerto bajo su mando en Angola, incluido Patrick, su mejor amigo; pensó en Madeleine, maltratada a manos de Russell. ¿Habría gritado pidiéndole ayuda a Burton? Se le tensaron al máximo los tendones del cuello. Golpeó contra el muro, con más fuerza todavía, el flácido cuerpo de Lyall.

Entonces se detuvo, jadeante.

Dejó que Lyall se desplomase e intentó controlar las náuseas. Sus botas estaban rodeadas por un archipiélago de fragmentos plateados. Burton vio reflejada en ellos una imagen de sí mismo, de su rostro manchado de sangre, de sus ojos insomnes, más oscuros de lo que recordaba. Se le escapó una risita histérica. Imaginó a Patrick agitando la cabeza ante la visión de los pedazos del espejo roto, diciendo: «Eso es un montón de años de mala suerte». Rechazó la visión, la culpabilidad era demasiado intensa.

Abajo Russell había dejado un rastro de sangre intentando llegar hasta la puerta principal. Burton se plantó sobre él y le exigió saber qué había hecho con Madeleine.

Como no obtuvo respuesta, presionó con la bota la pierna de Russell y disfrutó de sus gritos. Volvió a preguntarle, antes de acuclillarse y colocarle el cañón de su Browning contra el agujero de la rodilla.

Russell luchó brevemente antes de darse por vencido y asentir con su carnosa cabeza.

—Nos la llevamos. De la casa.

—¿De su casa de Hampstead?

Russell volvió a asentir. Tenía la frente cubierta de sudor.

—¿Adónde la llevasteis?

—Cumplíamos órdenes del gobernador. Solo hacíamos nuestro trabajo.

Burton hurgó en la rodilla de Russell con el cañón de su Browning.

—¿Adónde?

Russell parecía aturdido por el dolor y susurraba algo una y otra vez. Burton se inclinó sobre él para intentar entender su balbuceo.

El hombre gruñó y movió rápidamente la mano, armada con una navaja automática.

Burton sintió un dolor ardiente en el hombro. Russell retiró la navaja para asestar otro golpe, pero Burton apretó el gatillo de su pistola. A tan corta distancia, la bala sacudió el cuerpo del hombre obeso. Burton se echó hacia atrás —tenía el pecho empapado de sangre— y apretó la herida con la mano para intentar detener el flujo de sangre. Russell se convulsionaba con ojos incrédulos y respiración entrecortada.

—¿Adónde la llevasteis? —rogó Burton. Aplicó más presión sobre la herida y acercó su boca a la de Russell, intentando insuflar vida en el otro—. ¿Adónde?

La sangre que fluía entre sus dedos disminuyó perceptiblemente. Russell lo contemplaba con un rictus en los labios cruel y satisfecho.

Burton se sentó, limpiándose los labios. Entonces centró la atención en la cuchillada del hombro. Tenía la camisa empapada, sentía pinchazos en todo el brazo hasta el muñón.

«Si todavía te duele, no estás tan mal», pensó Burton. Era una de las frases favoritas de Patrick. Sabiduría legionaria. Patrick había sido su oficial superior en la Legión.

Volvió a centrarse en Russell y revisó sus bolsillos en busca de alguna pista del destino de Madeleine. En la chaqueta encontró un sujetapapeles con dinero —cuatro billetes teñidos de rojo— y lo que parecía una billetera. La abrió y se encontró mirando una foto de Russell; y junto a ella, una placa de los Servicios Especiales de la Policía Metropolitana.

Burton arrastró los dos cadáveres hasta la fosa séptica de la granja y los dejó caer en ella. Vio cómo sus caras desaparecían bajo los excrementos. La violencia lo había purgado y se sentía tranquilo, centrado, capaz de controlar de nuevo su ansiedad. Volvió a la casa y la revisó toda a la luz de una linterna. Todas las habitaciones tenían el mismo aspecto que las que ya había visto.

Era como si Madeleine nunca hubiera estado allí.

Su ropa había desaparecido. Vestidos, abrigos, zapatos y medias, echarpes de lana, artículos de aseo, botellitas de esmaltes de uñas, cepillo de dientes, la botella de agua caliente que mantenía en la alacena y que llamaba cariñosamente Clarissa. Todo aquello que fue llevando allí poco a poco, preparándose para el día en que abandonase a su marido. Sus libros ya no estaban en las estanterías, solo quedaban los de Burton: la biblioteca parecía una sonrisa destrozada por un puño de hierro. En el salón faltaba una pintura de la sinagoga donde se habían casado los padres de Madeleine, una de las pocas posesiones que pudo llevarse de Viena. La falta de reliquias del pasado era algo que compartía con Burton. A Cranley le desagradaba aquella pintura, así que Maddie se la llevó a la granja. Burton pasó la mano por la pared; quienquiera que se llevase la pintura, también se había llevado hasta el clavo que la sostenía.

Se movió frenéticamente, intentando descubrir alguna prueba de que ambos compartieron aquella casa. Incluso los cereales que desayunaba con varias cucharadas de azúcar habían desaparecido. Burton buscó incluso en el pequeño armario para la ropa bajo las escaleras. Solía haber un pequeño espejo oval en la pared, frente al que Madeleine se peinaba, la zona bajo él estaba llena de cabellos oscuros. Burton se arrodilló y alumbró con la linterna el suelo junto al rodapié. Alguien había barrido hasta el polvo de la tarima.

Palpó la lisa madera, esperando descubrir un solo pelo olvidado; después corrió al dormitorio principal y levantó jadeante el armazón de la cama. El sonido reverberó por la casa en silencio. El esfuerzo lo hizo doblarse, el dolor de su hombro se extendía. Sus dedos siguieron las ranuras entre los tablones de madera hasta que encontró el que estaba suelto; lo levantó y buscó en el agujero. Las telarañas se enredaron en su mano, pero sacó un joyero. Allí escondía su pistola cuando Alice estaba en la casa. Abrió la cajita.

Dentro encontró una bolsa con diamantes, el pago inicial por el asesinato de Hochburg. Cuando aceptó la misión, no tenía ni idea de que Cranley estaba detrás del plan o que aquello podía provocar una guerra. Sacudió la bolsita antes de guardársela en el bolsillo y oyó el repiqueteo de las piedras preciosas. Volvió a buscar en la caja y extrajo algo mucho más valioso.

La luz de la linterna tiñó de amarillo el brazalete de Madeleine con la estrella de David, el que la obligaban a llevar en Viena. Se lo acercó a la nariz deseando detectar su olor, pero solo percibió un aroma a humedad.

—¡Ay, Maddie!, ¿qué te han hecho? —susurró Burton. Se guardó el brazalete en el bolsillo del chaleco, quería tenerlo cerca de la piel—. ¿Dónde estás?

Pero supo que se engañaba a sí mismo. La última mirada al rostro de Russell se lo había dicho todo.