25
Noroeste de Madagaskar, 18 de abril, 16:50 horas
Solo cuatro llegaron a la orilla.
Reuben Salois nadó los últimos metros y se derrumbó en la orilla, a sus músculos no les quedaba ni una gota de energía. Le habían fallado los brazos más de una vez y se había abandonado a las olas. El ansia de abrir sus pulmones al mar le había resultado irresistible, pero Cranley tiró de él varias veces, lo obligó a sujetarse al barril y lo retó a seguir nadando. «Ya han muerto demasiados judíos», decía. Ahora le parecía imposible tener tierra firme bajo los pies: treinta metros de arena blanca como la sal lo separaban de la selva. Cada vez que respiraba, pensaba en lo dulce y doloroso que le parecía el aire. Nadie se movió durante varios minutos.
El recuerdo de su llegada a Mozambique afloró en su mente. Por entonces ya había perdido la cuenta de los días transcurridos desde que había escapado de Madagaskar e iba a la deriva por las brillantes aguas grises, midiendo el tiempo por el deterioro de la piel que cubría sus ya casi inexistentes músculos. Los tiburones lo rodeaban y le cantaban canciones. Primero, con las voces de hermosas mujeres y, después, con el estridente canto de los borrachos acompañado de violines y panderetas. Al final despertó y descubrió que la balsa estaba cerca de la orilla. Rodó sobre sí mismo y casi se ahogó en un palmo de agua. Se arrastró para alejarse del océano, deteniéndose a cada metro para hundir la cara en la arena e invocar los restos de su espíritu. Por delante, siempre lejos de su alcance, tenía una anhelada franja púrpura.
Salois se liberó del recuerdo y se levantó para comprobar el estado de los demás. Sus botas seguían colgadas del cuello y la sal le ardía en la boca; se imaginó atiborrándose de papayas y exprimiendo el zumo de una lima en la lengua. Del equipo solo quedaban Denny y el cabo Grace. Unos diez metros más allá se encontraba Xegoe, apretando su bolsa contra el pecho. Había perdido la gorra.
—¿Dónde está Cranley? —preguntó Salois con los pulmones doloridos. La fuerza de las corrientes había separado el grupo cuando ya se acercaban a la costa—. ¿Y el resto?
Nadie respondió.
Salois deshizo los nudos de los cordones de las botas como si desenrollase una guirnalda y estudió la playa en ambas direcciones. No vio ninguna figura emergiendo de las aguas. En mar abierto, la patrullera nazi seguía a la deriva y humeante. Ordenó a los demás que se levantasen, recuperaran todo el equipo posible y lo llevasen a un cráter abierto en la playa. Su ladera era suave y el fondo estaba sembrado de manchitas rosas. Los hombres se apiñaron junto a él.
—¿Qué hemos podido salvar?
Denny hurgó en las bolsas.
—Explosivos… bengalas de humo… granadas de mano… parecen bastante secas… detonadores… pero nos falta la radio…
—La llevaba Cranley.
—… un botiquín y algo de munición. Eso es todo.
—¿Y las latas de comida?
—Nada. —Denny se sacudió la arena de las orejas—. ¿Qué hacemos, comandante?
—Buscar a los demás. Y después, seguir el plan.
—¿Y si no ha sobrevivido nadie más? No tiene sentido atacar Diego Suárez si alguien no elimina antes el radar.
—El sargento tiene razón —añadió el cabo Grace—. Todo se acabó en el momento que nos abordaron los nazis.
Grace —Gracovitz— era un judío que había escapado de Madagaskar siendo adolescente y por eso pensaba que era el único con experiencia en la isla, hasta que Salois se unió al equipo. Era duro, irritable y depresivo. Los demás lo llamaban el Judío de Oro a causa de su pelo. Sorbía incesantemente bolitas de anís.
—Lo único que podemos hacer —añadió Grace— es cruzar la isla y llegar al punto de extracción.
—No. Cranley está vivo —replicó Salois—. Si no lo encontramos, buscaremos la manera de anular el radar.
—¿Cómo?
—Primero, salgamos de la playa.
Mientras Denny repartía el equipo entre las mochilas, Salois se puso las botas y caminó hacia Xegoe, que estaba tumbado en la orilla. Le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse, pero el capitán del velero la rechazó y se levantó solo, sujetando su bolsa.
—Tú eres el culpable de que hayan matado a mis marineros y de que hayan hundido mi barco —le gritó en sus narices a Salois, que retrocedió un paso. Una daga curvada brilló en la mano de Xegoe—. ¡Eres la piel del diablo!
Antes de que pudiera atacar, Grace se lanzó al suelo y arrastró al capitán por las piernas. Xegoe se derrumbó lanzando maldiciones en su idioma natal e intentó alejarse gateando por la arena.
—No, espera —gritó Salois—. No podrás sobrevivir en esta isla sin nosotros.
—Si los nazis lo capturan… —dijo Grace, apuntando al capitán con su pistola.
Una sorda detonación. El suelo tembló bajo las botas de Salois.
Xegoe desapareció. En su lugar solo quedaron unas volutas de humo.
Un instante después de la explosión de la mina, llovió sobre ellos una mezcla de vísceras y Reichmarks de oro. El sangriento repiqueteo cesó tan abruptamente como había empezado. Solo quedó el sonido del batir de las olas y los arrullos de los pájaros mesitornis en la selva.
Grace se limpió la sangre de los ojos. Un escalofrío recorrió su nuca.
—¿Por qué habré vuelto?
—Por la misma razón que yo —dijo Salois—. Dentro de tres noches, Diego Suárez iluminará el cielo. Toda la isla lo verá. Y los yanquis vendrán.
La daga de Xegoe estaba sobre la arena con la mano del capitán aferrada a ella. Salois abrió los dedos para liberarla y siguió las huellas del capitán, pisando únicamente allí donde lo había hecho el otro.
—¿Y el botiquín? —preguntó Denny.
—Déjalo. Una vez que aseguremos un sendero hasta la selva, volveremos a buscarlo.
—Yo llevaré los explosivos —se ofreció Grace, queriendo disimular sus dudas—. No podemos volar Diego Suárez sin ellos.
Cuando Salois llegó al humeante cráter, se tumbó sobre la tripa y, delicadamente, hincó la hoja de la daga en la arena hasta el mango. La retiró. Avanzó unos centímetros arrastrándose y repitió la maniobra buscando minas.
Sondeo. Alivio. Arrastre.
Sondeo. Alivio. Arrastre.
Así fueron ganando centímetros.
Se decía que la frontera entre Kongo y Rodesia estaba minada. Salois había oído que en la invasión de las Waffen-SS, los judíos iban en vanguardia. Se trataba de un grupo numeroso sacado del penal de Steinbock, en el África Central, y al que se le ordenó que abriera camino en la frontera. Eran quinientos hombres, uno al lado del otro. El avance fue rápido y los alemanes no perdieron ni un solo vehículo.
Grace primero y Denny después, siguieron el sendero abierto por Salois. Habían cubierto ya diez metros cuando la punta de la daga tocó metal. El aire se congeló en los pulmones del valón. Extrajo la daga de la arena.
—Aquí —señaló a los otros, marcando el lugar con una equis.
—¿Y ahora qué? —preguntó Grace con apenas un susurro.
—No hace falta que susurres. No son sensibles al sonido.
—Tú no llevas un paquete de explosivos encima.
Salois probó el terreno a su izquierda. Sondeó todo lo que le daba la longitud del brazo y, cuando comprobó que era seguro, volvió a deslizarse. Repitió el procedimiento tres veces antes de seguir avanzando hacia la selva. Habían cubierto otros cinco metros cuando Salois volvió a detenerse. El sabor de la sal se volvió acre en su lengua. Tenía que haberle pedido alguna de las bolitas de anís a Grace. Sus dedos temblaban.
—¿Otra mina? —preguntó Denny.
—Necesito unos minutos —respondió con voz febril.
Apoyó la mejilla en el suelo. La arena era cálida, pero bajo ella sentía frío y humedad, como en la playa de Mozambique cuando tuvo que cruzarla arrastrándose por ella. Al final de ella había encontrado una alfombra de flores magentas y azules, y se había atiborrado de ellas hasta que su saliva se volvió magenta y el estómago le ardió. Entonces se había desplomado, mirando el canal de Mozambique y dispuesto a morir. Cuando el sol hubo alcanzado su cénit, había aparecido un pescador por casualidad. Parecía consumido y llevaba las redes sobre los hombros a modo de capa. Al inclinarse sobre Salois, este había captado su aliento etéreo.
—A morte nao o quer mesmo levar —había dicho. Y se había reído.
Salois volvió a la realidad al oír un grito:
—¡Comandante!
Se enjugó el sudor del rostro y volvió a escarbar con la daga. Oyó un zumbido distante como el de un avispón encerrado en una lata.
—¡Comandante! Tenemos que movernos.
—No puedes meterme prisa.
—No tenemos elección.
En el cielo, las nubes se oscurecían todavía más. Volando en círculos sobre la patrullera nazi había un helicóptero Valkiria. Bajó el morro y se dirigió hacia tierra.
Salois clavó la daga en la arena y se movió todo lo rápido que pudo hasta que la hoja tropezó con algo duro.
—Otra mina —anunció. Marcó la zona y cambió de rumbo. Estaban a quince metros de los árboles.
El helicóptero llegó a la orilla y pasó aullando por encima de su cabeza. El viento generado por las hélices lanzó una nube de arena a los ojos y a la boca de Salois.
—¿Nos ha ignorado? —se extrañó Grace.
—No —le aclaró Denny—. Va a dar media vuelta para tener un blanco mejor.
Sondeo. Arrastre. Sondeo. Arrastre. Las minas parecían más numerosas a medida que avanzaban. Su propósito era matar a los hombres que escapaban de la selva más que a los que emergían del mar.
El Valkiria completó su giro volando bajo, con las ametralladoras perfectamente alineadas hacia ellos.
Grace se puso en pie y corrió. Salois intentó detenerlo cuando pasó junto a él salpicando arena. Pensó que siempre estaban corriendo, huyendo de los alemanes. La sombra protectora de la selva llamaba a Grace.
Un géiser escarlata. Y un segundo después, la onda expansiva de los explosivos al estallar.
Salois intentó protegerse la cara de los escombros y gritó cuando algo impactó contra su antebrazo.
El Valkiria abrió fuego. Las balas azotaron el mar y fueron acercándose progresivamente a la arena. Denny gateó incontrolablemente.
—¡Camina! —gritó Salois, poniéndose en pie y siguiendo las huellas de Grace. Daba cada zancada tan amplia y controlada como le era posible, como si estuvieran tomando medidas a pasos.
El suelo reverberó cuando las ametralladoras del helicóptero descargaron sus balas contra él. Salois siguió concentrado en lo que tenía frente a él. Ya podía distinguir vides y el dibujo de las cortezas. Otra explosión y otro grito. La sangre y la arena le azotaron su nuca.
Otra zancada. Un paso más y se encontró bajo las ramas.
El Valkiria frenó y quedó flotando sobre el follaje, con las aspas del rotor azotando los árboles. En torno a Salois revolotearon hojas y aves de brillantes colores, manchas de blanco, amatista y esmeralda. Corrió siguiendo los senderos que se abrían en la selva y se cruzaban al azar, tropezó con las raíces y se golpeó con las ramas en la cabeza. Siguió corriendo hasta que la selva lo oscureció todo a su alrededor y ya no pudo oír el tableteo de las ametralladoras. Solo entonces paró.
El caftán de Salois estaba empapado, aunque no sabía si de sudor o de sangre. Le palpitaba el antebrazo hasta el hombro y se subió la manga para examinarlo. Clavado en la carne tenía un molar completo, con la raíz y todo, y una pepita de mercurio en el centro. Grace y sus bolitas de anís. Al arrancárselo hizo un ruido de succión. Se sintió invadido por una culpabilidad que le era familiar, el castigo de estar solo, y volvió a oír la risa del pescador que lo encontró en Mozambique. A morte nao o quer mesmo levar.
Aquel anciano le salvó la vida. Lo alimentó con caldo especiado y le ofreció refugio hasta que Salois se sintió con fuerzas para reemprender su misión en Inhambane. Allí, uno de los jesuitas hablaba portugués y le preguntó qué significaban aquellas palabras. El misionero le guiñó un ojo.
«La muerte no te quiere».
Salois hizo rodar el diente entre los dedos como si fuera una joya. Después se internó en la espesura.