13
Kongo, 1 de abril, 12:00 horas
La selva era densa, llena de acacias y sombras. Salois no sabía si se trataba de territorio alemán o insurgente. Había estado combatiendo como guerrillero durante tres años. Primero, formando parte de la insurgencia contra el régimen alemán del Kongo; después, en la guerra declarada al norte de la colonia. Una vida dedicada a tenderle emboscadas al enemigo y matarlo siempre que fuera posible. Ahora viajaba sentado en la trasera de un jeep, con las manos esposadas en el regazo y un policía militar de la Fuerza Pública a cada lado. Como tenía las piernas libres, de haber sido los guardias alemanes le habría dado una patada en la nuca al conductor, habría saltado del vehículo y se habría alejado de él todo lo posible hasta que le hubieran disparado. Pero no lo eran, así que permanecía sentado resignadamente.
—¿De dónde eres? —le preguntó al guardia de su izquierda.
—De Stanleyville.
—Me refiero a tu ciudad de origen.
—Amberes.
—Mi ciudad natal —reconoció Salois riendo. Amberes había sido el centro de la vida judía belga durante siete siglos. El único recuerdo que conservaba de ella era una impresión borrosa.
—¿Qué le parece tan divertido? —preguntó el policía.
—Que me hayáis encontrado. Que me hayáis arrestado.
Los nazis habían reconquistado Stanleystadt tras un feroz contraataque; después, se internaron en la selva en busca de insurgentes y hasta llegaron a utilizar gas mostaza contra el baluarte guerrillero de Bambill. Salois había oído rumores de una segunda rebelión en Madagaskar y de su sangrienta represalia. Aun así, en medio de la carnicería, alguien había ordenado a aquellos chicos que lo localizaran y lo arrestaran por un crimen cometido hacía toda una vida.
—No está arrestado.
—Entonces, ¿a qué viene esto? —preguntó Salois, haciendo entrechocar sus esposas.
—Órdenes.
El jeep cambió el pavimento de la autopista alemana por la tierra de la antigua carretera belga, pero siguió avanzando por un túnel de árboles. A través de las aberturas del dosel de ramas, Salois vio que el sol alcanzaba su cénit y empezaba a descender. Poco después, la selva dio paso a una pradera cocida por el calor.
—¿Estamos en Sudán? —preguntó Salois. No había frontera, pero habían estado viajando constantemente hacia el norte.
—Ya falta poco —anunció el chófer.
El cielo había adquirido un color ocre cuando llegaron a una pista polvorienta que terminaba en una puerta flanqueada por dos columnas de ladrillos. Un centinela los guio hasta un convento con un campanario imponente. Aparcados frente a la puerta podían verse tanques y camiones militares.
Escoltaron a Salois al interior por una puerta trasera del edificio. El aire olía a piedra caliza, y poco después captó el aroma de carnes asadas y salsas, no de platos individuales, sino de toda una cocina de campaña. Llegaron frente a una puerta encajada en la pared de piedra. El policía de Amberes llamó a aquella puerta, mientras el otro le quitaba las esposas a Salois y le indicaba que pasara. Entró en una sala amplia y desnuda, bañada por una luz tricolor: dorada, roja y azul. El único mobiliario era una mesa de reuniones, a cuya cabeza se sentaba un oficial vestido con un blanco uniforme naval. Se puso en pie y se dirigió a él en francés con acento británico.
—¡Ah, comandante Salois! Estábamos esperándolo.
—Saluas —lo corrigió.
—Pido disculpas si nuestros colegas belgas lo han alarmado, pero no podíamos enviar soldados británicos. Y temíamos que si no lo esposábamos habría intentado huir. —Sus mejillas parecían una vela que hubiera ardido toda la noche; de los ojos le colgaban bolsas de carne—. Me llamo Rolland, vicealmirante Rolland de la Marina Real Británica. Siéntese, por favor.
Salois no se movió.
—Estamos muy lejos del mar.
—Era una invitación, no una orden —aclaró, soltando una carcajada.
Había dos hombres más a la mesa. Uno de ellos era moreno como un árabe y llevaba un uniforme azul grisáceo que Salois no reconoció; el otro, más joven y al parecer bien alimentado, vestía traje civil y tenía el pelo plateado. Ambos olían a jabón y sábanas limpias, algo de lo que Salois no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Se sentó en una silla frente a los demás.
—Empecemos por un asunto delicado —dijo Rolland, sentándose a su vez—. No todos hablamos francés; ni inglés ya puestos. De hecho, nuestro idioma común es… bueno, el alemán.
—Deutsch ist gut —aceptó Salois.
—Excelente. ¿Le apetece alguna bebida para refrescarse antes de que empecemos? ¿Un té? ¿Una copa de algo más fuerte? A mí me parece que, a estas horas de la tarde, un poco de whisky escocés enfría la sangre. —Hablaba alemán con más fluidez que en francés.
—¿Qué tal un poco de comida?
El vicealmirante descolgó el teléfono que tenía sobre la mesa.
—Algo encontraremos.
Los ojos de Salois recorrieron la sala. Sobre ellos colgaban tres ventiladores, aunque solo funcionaba uno. Tras la mesa había una vidriera policromada que representaba a Abraham atando a Isaac. No estaba abierta. Salois sintió que el sudor empezaba a empaparlo, aunque no se aflojó el cuello de la camisa ni se subió las mangas. No quería que aquellos hombres vieran la historia que narraba su piel.
Por primera vez fue consciente de que había una cuarta persona en la sala. Estaba sentada en el alféizar de una ventana, por lo que solo veía su silueta recortada contra el sol. Vestía un traje de lino, que parecía no haber visto una mancha de sudor en toda su vida, y camisa de seda sin corbata. Su rostro quedaba semioculto por el ala de un sombrero Panamá. Notó que el hombre estaba estudiándolo.
—Nos costó mucho rastrearlo, comandante —observó Rolland.
—¿Por qué me buscaban?
—Usted es una leyenda entre las guerrillas del Kongo… ¡El judío invencible! ¡El único hombre que ha logrado escapar de Madagaskar!
—¿Seguro que he sido el único? —La idea deprimió a Salois.
—No, realmente no —corrigió el hombre de la ventana—. Pero sí el único lo bastante loco como para quedarse en África.
Su alemán era impecable. Arrogante y acusador.
—No tenía elección.
—Yo me habría ido a Estados Unidos.
—Si supiera de lo que dispongo, sabría que eso era imposible —replicó Salois.
—¿Es que quiere redimirse?
—Madagaskar no será libre hasta que toda África lo sea. Odio seguir aquí.
—Una virtud incomprendida —intervino Rolland—. Perdone a mi colega, cree que su participación en nuestro proyecto solo complicará las cosas. Yo, por otra parte… Su historial militar es extraordinario, comandante, necesitamos su experiencia.
—¿Esto es un interrogatorio?
—No exactamente —negó el almirante, jugueteando con los dedos.
Llamaron a la puerta y un sargento entró en la sala portando una bandeja cargada con un servicio de té. Frente a Salois colocaron un plato lleno de sándwiches de carne y él cogió uno del que sobresalía una lengua de mostaza. En la selva había subsistido con una dieta de batatas, orugas y carne de mono.
—Lamento lo ocurrido con la porcelana, almirante —confesó el sargento mientras servía el té—. Todavía estamos esperando el material adecuado de Jartum. Uno de los belgas logró salvar esto durante la retirada de Stanleystadt.
Las tazas eran tan finas como los pétalos de una flor, y las decoraba un friso de esvásticas doradas y rojas.
—Suficiente para un simple marinero. —Sorbió un poco de té y dejó escapar un murmullo de satisfacción—. Estaba usted hablando de la guerra, comandante.
—Los alemanes no pueden ganarla.
—Han recuperado Stanleystadt.
—Por ahora. Y les ha costado muy caro. Pero Elisabethstadt está bajo control británico. Los nazis no tienen bastantes hombres, no mientras tengan que combatir en Angola. A menos que dejen desprotegidas sus otras colonias.
—Así pues, ¿las guerrillas están en ascenso?
Salois se aflojó, por fin, el cuello de la camisa, el calor era insufrible.
—No tenemos bastante armamento pesado. Ni hombres. Podemos herir a la bestia, pero no matarla.
—¿Y si los británicos se uniesen a la guerra? —preguntó Rolland—. No solo en Elisabethstadt por el sur, me refiero a todo el Kongo, empezando por una punta de lanza desde Sudán.
—El Pacto Heydrich-Eden elimina esa posibilidad. Es una disputa fronteriza, ¿recuerda? Nada de escaladas.
—Estamos planeando una operación, comandante Salois —desveló el almirante—. Alto secreto. Algo que podría cambiar la situación en África…
Salois alzó una mano para interrumpirlo.
—El año pasado me convocó un comandante de la Fuerza Pública. También tenía algo que era alto secreto. Prometió que cambiaría las cosas. ¿Sabe qué era?
—Matar norteamericanos —respondió el hombre de la ventana—. Para ser exactos, matar a un equipo que hacía prospecciones en el distrito Kosterman.
Salois les había cortado la garganta cuando dormían. Perdonó a uno y se paseó ante él con su uniforme negro y su brazalete con la esvástica.
—Supongo que la idea era provocar a Estados Unidos, forzar su intervención en África —añadió el hombre de la ventana—. Muy inteligente. Por desgracia, el testigo superviviente volvió a Stanleystadt y protestó ante el gobernador Hochburg, que comprendió lo delicado de la situación y mandó fusilarlo. Los norteamericanos nunca han sido muy listos.
—¿Cómo sabe todo eso?
—He estado suministrando armas a la Fuerza Pública desde hace años. —Puede que estuviera sonriendo en el contraluz del atardecer—. Cuando les dijimos que lo buscábamos, nos dieron un montón de detalles.
—Eso no me gusta.
—Debería sentirse orgulloso de que tengamos tanto interés en usted.
—Mire, comandante, la política oficial es respaldar el Pacto Heydrich-Eden —intervino de nuevo Rolland—. No queremos un recrudecimiento de la guerra aquí ni que, Dios no lo quiera, pueda extenderse a Europa. No obstante, algunos pensamos que es inevitable… a menos que cambiemos el equilibrio de poderes.
—¿Quiere decir embarcarse en una guerra aún mayor?
—Por un bien mayor, sí. —Vació su taza—. Traer tropas desde Europa no es factible. No solo dejaría expuesto nuestro país, sino que tampoco podríamos mover una fuerza militar a través de Suez sin que Germania se enterase. Ni podemos rodear el Cabo sin tener que navegar frente a todas las bases nazis de la costa occidental africana. Lo que solo nos deja una alternativa.
—¿Diego? —Salois lo había comprendido de inmediato, pero se mantuvo inexpresivo.
El almirante miró uno por uno a los hombres reunidos en torno a la mesa y asintió.
Diego Suárez, situado en el extremo norte de Madagaskar, era uno de los mayores puertos naturales del mundo. Los nazis lo militarizaron en cuanto se hicieron con el control de la isla y transformaron el ruinoso puerto francés en una fortaleza naval de primer orden. Salois había trabajado en las cuadrillas que lo reconstruyeron, un minúsculo punto de carne entre la piedra y el acero, como cualquiera de los esclavos que levantaron las tumbas de los faraones, consciente de que cada ladrillo que ponía, cada viga que ensamblaba, reforzaba el control nazi. Aprovechando un descuido de la vigilancia, había saboteado una remesa de cemento y los guardias seleccionaron al azar un equipo entero de trabajo —veinticinco hombres— para fusilarlos sin piedad. Desde Diego Suárez, la flota oriental del Reich dominaba las rutas de transporte de todo el océano Índico.
—Tenemos miles de soldados estacionados en el Lejano Oriente —explicó Rolland—. Bastaría una fracción de esa fuerza para marcar la diferencia. Estamos preparando líneas de abastecimiento a través de Kenia y Sudán. Una vez que estén listas, tardaremos apenas una semana en poder llevar nuestras tropas hasta la frontera del Kongo, mucho menos que los nazis en movilizar las suyas. Si nos unimos a la Fuerza Pública, podremos tomar de nuevo Stanleystadt.
—¿Y después? —se interesó Salois.
—Seguiremos hacia Elisabethstadt, presionando al enemigo tanto por el norte como por el sur.
—Pero no pueden traer sus hombres hasta África.
—Precisamente. Durante dos siglos, la Armada Real ha dominado el océano Índico. —Una expresión de disgusto deformó la boca de Rolland—. Ahora tenemos que compartirlo. Queremos que destruya la base de Diego Suárez.
Salois no dijo nada. Tomó otro sándwich y dejó que la mostaza le quemase el paladar.
—Está descartada una operación a gran escala —siguió Rolland—. El sigilo y el secreto son nuestra única esperanza. Usted liderará un equipo de cuatro personas.
—Diego es enorme, más grande que una ciudad —apuntó Salois moviendo la cabeza.
—Sabemos que conoce el terreno, comandante. Es su oportunidad para liberar Madagaskar.
—Habrá represalias. Peores que las que Globocnik haya tomado nunca.
—Piense en esto como en la gangrena —dijo el hombre de la ventana—. A veces tienes que perder un miembro para salvar el resto del cuerpo.
Salois apartó los ojos de la luz que se colaba por la vidriera.
—Eso es fácil de decir, cuando no es tu cabeza la que está bajo el hacha del verdugo.
—Cuando incendió unas cuantas granjas productoras de vainilla, se unieron a la lucha miles de hombres. Destruya Diego Suárez y toda la isla se alzará.
Había parte de verdad en lo que decía; pero Salois también captó impaciencia en su voz, cinismo en su argumento. Se volvió hacia Rolland.
—Cinco hombres no bastan.
—Este es el momento —replicó el almirante—. Han trasladado toda una brigada para que combata en el Kongo. La seguridad nunca ha sido tan escasa.
—Pero cinco hombres…
—Su tarea se limitará a incapacitar las defensas aéreas. Nosotros haremos el resto desde el cielo.
—¿Un bombardeo?
El almirante señaló al hombre de tez oscura que estaba sentado frente a Salois.
—El coronel Turneiro, de la Fuerza Aérea Mozambiqueña.
—No sabía que tenían fuerzas aéreas.
El aviador se irguió orgulloso.
—Los británicos nos vendieron un escuadrón de Lancasters.
—Eso los llevará a la guerra.
—Decisión de Lisboa. Es hora de que nos unamos a nuestros hermanos angoleños. ¿Qué mejor forma que con una victoria importante?
Salois pensó en las colinas bajas que dominaban Diego Suárez. Había una pista donde podían aterrizar los aviones.
—Aunque me encargue de los cañones, debe de haber un centenar de Messerschmitts. Los bombarderos nunca alcanzarán sus objetivos.
—Por eso yo lideraré un segundo equipo que destruirá la estación de radar de Mazunka —dijo el hombre de la ventana—. Si lo conseguimos, toda la costa oriental quedará ciega. Cuando descubran nuestros aviones sobre Diego Suárez, será demasiado tarde.
Salois fijó la vista en los faldones de su chaqueta.
—Puede que se ensucie el traje.
—No deje que eso le preocupe —replicó con una risa hueca—. También me siento cómodo con uniforme. Puede que mucho más, ¿verdad, almirante?
Salois se recostó en la silla; sintió un cambio de tapicería e intentó recordar la última vez que se había sentado en algo tan cómodo. Quería creer en aquellos hombres. Fuera, el sol seguía descendiendo y pintaba el suelo con los colores de la vidriera. Volvió a sacudir la cabeza.
—Nada de eso marcará la diferencia. Aunque puedan destruir Diego Suárez, aunque lancen miles de nuevas tropas a la batalla, lucharán unos contra otros hasta que la carnicería llegue a un punto muerto.
—Entonces, ¿qué sugiere? —preguntó Rolland.
—Lo que todos los judíos saben: Norteamérica.
—Se nos adelanta, comandante. Como hizo cuando mató a aquellos trabajadores de las petroleras. El Kongo es enorme. Si combatimos en el norte y en el sur, queda el oeste. Por eso, en cuanto abramos el nuevo frente, Estados Unidos planeará atacar desde el Atlántico. Así lo han acordado al más alto nivel.
Los ojos de Salois se entrecerraron incrédulos.
—Que haya estado combatiendo en la selva no significa que esté desinformado. Sé cómo ganó Taft las elecciones, prometiendo que los norteamericanos no se involucrarían en aventuras en el extranjero.
—Ganar unas elecciones y gobernar son dos cosas distintas. Hace quince años su economía estaba en ruinas. Ahora la han reconstruido y vuelve a ser pujante. Necesitan nuevos recursos y África los tiene en abundancia.
—La neutralidad ya les compra una parte.
—Que controlan los alemanes —añadió el hombre de la ventana—. Si se le antojase a Der Führer, podría dejarlos sin ellos.
—No me lo trago.
—¿Qué dijo Churchill?… «Norteamérica siempre hará lo que debe, tras agotar todas las demás alternativas».
—¿Lo ve? Nuestros caminos pueden ser distintos, pero llevan al mismo punto —añadió Rolland, con una sonrisa forzada—. Comandante, usted es el más adecuado para comandar la operación. Es más, es el único.
—¿Y si me niego?
—Esto no son las SS, no podemos obligarlo. No obstante, hay un asunto…, bueno, digamos que complicado.
Mientras el almirante parecía absorto con su taza vacía, el hombre que estaba junto a la ventana se adelantó y extrajo una hoja de papel de su chaqueta. La deslizó por encima de la mesa. Salois pudo verlo claramente por primera vez y sintió una punzada de simpatía: la mitad de su cara era puro tejido cicatricial de color ciruela. Centró su atención en la fotocopia que le había ofrecido. El remordimiento lo inundó. No importaba lo profundamente que lo enterrase, bastaba con rascar la superficie para que apareciera.
—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó, ocultando su náusea.
—Como dije antes, la Fuerza Pública nos dio todos los detalles que necesitábamos.
Salois estudió el documento. Estaba fechado el 1928 en Amberes, cuando solo era un estudiante universitario de veterinaria. Su nombre estaba blasonado en él… No Reuben Salois, sino el verdadero, el que había abandonado cuando huyó del país para enrolarse en la Legión Extranjera, donde pasó una década de brutalidad en el desierto.
—Esto no tiene sentido —dijo finalmente, empujando la orden de arresto—. Bélgica ni siquiera existe ya.
—Cierto. No obstante, creo que en su caso harán una excepción. La nueva Europa es próspera, limpia, respetuosa con la ley. En ella no caben criminales.
—Excepto en Germania.
La orden quedó expuesta unos segundos más antes de desaparecer en el bolsillo del hombre, que regresó a la ventana. Su forma de moverse le recordó a Salois los trueques furtivos en Madagaskar: un puñado de sal, un poco de pan o un gallo esquelético brevemente mostrado e inmediatamente ocultado hasta que se acordase el precio. Con tanta hambre, el comprador siempre tenía las de perder.
Salois tomó el último sándwich y lo masticó en un silencio deliberado. La luz del sol agonizaba y el brillo de la vidriera desaparecía. Los cuatro hombres lo contemplaban inmóviles.
—No me gusta que me amenacen, pero lo haré —admitió cuando hubo tragado el último bocado—. No por ustedes, sino por mí. Por lo que vendrá después. Por la esperanza.
Rolland pareció aliviado.
—Me alegra que sea realista. Mañana partirá de Mombasa para reunirse con los demás; después a Madagaskar antes del Führertag.
El Führertag. El cumpleaños de Hitler, el 20 de abril. Los alemanes lo celebraban en todas partes, desde las adornadas avenidas de Germania a los témpanos del norte de Europa o los desiertos de África del Sur. Simultáneamente, por lo que respectaba al aparato del Estado, sus enemigos conspiraban. Los días anteriores intensificaban la seguridad, las bases militares se ponían en alerta.
—Todo volverá a la normalidad al día siguiente, el veintiuno —aseguró Rolland—, que resulta ser el cumpleaños del gobernador Globocnik. Las festividades empezarán a medianoche, con una fiesta a la que están invitados los jefes regionales, incluido el comandante de Diego Suárez. Atacaremos una hora antes del amanecer de esa misma mañana.
—¿Y después?
—Su ruta de escape ha sido estudiada concienzudamente, pero ya hablaremos de eso después. Primero, haremos las presentaciones adecuadamente. Ya conoce al coronel Turneiro.
A su lado… Salois estaba más interesado en el hombre de la ventana.
—¿Y usted?
—¡Ah!, nuestro maestro de ceremonias —sonrió Rolland—. Es el coordinador entre Londres y Lisboa. Washington incluido.
El hombre volvió a separarse de la ventana y le ofreció una mano abrasada.
—Jared Cranley, Inteligencia británica.