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Presa Sofía, 21 de abril, 04:45 horas

—Quiero más —ordenó Globus—. Quiero hasta el último cartucho que tengas.

—No es necesario, Obergruppenführer —respondió el zapador, tragando saliva con tanta dificultad como si tuviera paperas.

Se encontraban dentro de la presa Sofía, dos niveles por debajo de la superficie. En la sala reinaba un martilleo sordo e implacable, como el dolor de cabeza que castigaba las sienes de Globus. El suelo estaba pintado de un brillante verde botella.

—La detonación es un triángulo —explicó el zapador—. Primero explota la base, y la gravedad y la presión del agua hacen el resto. En los niveles altos se necesita menos potencia.

Globus no estaba muy convencido. Intentó imaginar visualmente lo que había explicado el zapador, pero tenía que hacer un esfuerzo en concentrarse. La inyección que le habían puesto en Tana ya no le hacía efecto. Revisó los cables que conectaban las cargas de TNT a lo largo del pasillo hasta desaparecer en la sala de control, aunque no tenía ni idea de lo que estaba viendo. Estaba de pie, pero se tambaleaba inconscientemente.

—No confío en la gravedad. Dobla las cargas aquí y en el nivel inferior. Cuando termines, saca a tus hombres.

Se dirigió a la escalera de metal que conducía a la superficie. Le habían limpiado las botas al llegar y las espuelas volvían a relucir y a tintinear. Adoraba ese sonido, hacía que se creyera un oficial de caballería.

—Lo hace por precaución, ¿verdad, Obergruppenführer? —preguntó el zapador—. No piensa en serio detonar las cargas.

—Depende de los judíos. Nosotros solo cumplimos las órdenes del Reichsführer, esto tendría que haberse preparado hace meses.

Subió las escaleras y salió a la vía que coronaba el embalse. Era noche cerrada y hacía frío. Globus aspiró aire por la nariz y escupió a un lado.

Debajo de él se abrieron las compuertas de desagüe.

De la presa surgió el rugido de una gigantesca manga de agua. En la sala la había llamado Cascaglobus y los técnicos le habían reído la supuesta gracia. Les ordenó que calculasen el volumen necesario de la descarga para asustar a los judíos. Su plan no era inundar la reserva, al menos no esa noche, sino solo mojarles un poco los tobillos, recordarles quién controlaba su destino.

Eso tendría que haberle animado, pero a la vista de los chorros de agua Globus se sentía inseguro, desalentado.

Pensó en su cumpleaños anterior, cuando gobernar Ostmark no era un sueño sino una realidad que lo esperaba. Aquella misma mañana y en aquel mismo lugar, mientras Hochburg y Nightingale conspiraban contra él, aún confiaba en su futuro. Recordó los cumpleaños de su infancia: entonces le era imposible imaginarse teniendo cincuenta y tres años, pero ya estaba seguro de que se convertiría en uno de los emperadores de esa era.

Abajo, en el valle, algunas barracas ardían. Podía ver a muchos judíos con antorchas a ambos lados del río. Debían de ser los mismos bandidos que habían pintado la presa la noche anterior. La guarnición de Mandritsara le había fallado. Tras ayudarlo a minar el embalse, los envió a la reserva para mantener el orden; pero, a menos que estuviera encima de cada uno de los hombres, su debilidad prevalecía… y la culpa siempre recaía sobre él. ¡Era tan injusto…! En cuanto amaneciera, mandaría todo un escuadrón de Valkirias para que sobrevolase el valle.

Todavía podía recuperar el favor de Himmler.

La sala de control de la presa era un espacio amplio de luz tenue. Contenía lo que parecía un conjunto de armarios de cocina con diales del tamaño de platos y, tras ellos, mesas con palancas y botones donde trabajaban los técnicos. A causa de los sedimentos y las turbinas obsoletas, la mayor parte del equipo era redundante y solo se utilizaba para alterar el flujo de los desagües de agua o para las comunicaciones. Un mapa de la red eléctrica del norte de la isla colgaba de la pared cubierto de polvo. Dos enormes ventanales en los extremos de la sala mostraban el valle y el embalse. A pesar de los millones de litros que se estaban desaguando a través de las esclusas, el nivel apenas había descendido perceptiblemente.

Un zapador fue al encuentro de Globus cuando entró en la sala y le enseñó un detonador. Era del tamaño de un paquete de cigarrillos con un enorme botón rojo en un extremo.

—Si lo mantiene presionado tres segundos, creará un circuito. Si repite la operación, lo desarmará. Una vez que esté creado, dos rápidos clics harán estallar la carga.

El cerebro de Globus absorbió la información: uno largo… dos cortos… Tiró del cable para asegurarse de que estuviera conectado.

Cinco operadores de radio controlaban las ondas. Globus los había reunido para poder comunicarse con el resto de la isla, ya que la situación no era buena. La rebelión se extendía más rápida que nunca. Uno de los operadores tenía un labio hinchado y un ojo negro. Había compartido antes la noticia de la emisión de Hochburg.

Globus se situó tras él, apoyado en el respaldo del asiento.

—¿Cuándo llegarán los demás?

También había convocado a los comandantes regionales de la presa. Quería actuar según las reglas de Germania: mientras Hochburg estuviera en Tana, se encontraría en el centro de la amenaza judía luchando por restaurar el orden. Había enviado un mensaje a Diego Suárez para informar al mando de la Kriegsmarine que él, y solo él, estaba al cargo en Madagaskar.

—El gobernador Quorp está en camino —le informó el operador—. Todavía no hemos podido contactar con el resto.

—Ahí fuera reina el caos. Deben de estar en sus sectores aplastando a los judíos.

La verdad es que todos habían sido invitados a su fiesta de cumpleaños. Si Hochburg había tomado el palacio, era muy posible que estuvieran detenidos. Quizás Hochburg los intercambiase en las mazmorras por Feuerstein y sus pestilentes compañeros.

Globus paseó por la sala lleno de frustración, accionando teatralmente el detonador.

Conectar/desconectar.

Los técnicos de la presa y los operadores de radio mantenían la cabeza agachada, y trabajaban en silencio o susurrando al micrófono. Un público ingrato. Debería haber llevado un par de secretarias con él: las escogía tanto por sus facultades mecanográficas como por su sentido del humor.

Uno de los técnicos tenía en su puesto de trabajo una fiambrera con sándwiches. Globus se apoderó de uno con carne de cerdo y lo mordisqueó ante el ventanal que daba al valle. Allí donde el río se curvaba y desaparecía de vista en dirección a Mandritsara y su hospital aparecieron un par de luces cegadoras. Volaron por encima de la reserva como luciérnagas. Tenía que ser Quorp, el obeso y fiel Quorp. Se habían producido algunos conatos de agitación en Antzu durante la noche; los había aplastado todos. Globus sintió cierta culpabilidad por las veces que había invitado a Frau Quorp a su sala de trofeos. A él le gustaba su flirteo y sus rizos infantiles, pero su inmensa barriga lo asqueaba.

Las luces se convirtieron en un helicóptero de combate y otro de transporte de tropas. Aterrizaron y desembarcaron los hombres; uno de ellos se quedó en el borde de la presa, contemplando las compuertas abiertas.

El operador de radio con el labio hinchado levantó tímidamente una mano.

—Diego Suárez en línea, Obergruppenführer. Los están atacando. Los judíos.

—Seguro que son marineros borrachos lanzando fuegos artificiales en honor al Führertag.

—Creo… creo que debería hablar con ellos.

Hizo un gesto despectivo y esperó a Quorp y a sus hombres.

Entró una docena de soldados, formando un perímetro alrededor de la sala. Llevaban equipo de combate: cascos y BK44, y granadas en el cinturón. Globus reconoció a algunos. No lo miraban, mantenían la vista al frente y las caras impávidas. Los seguía un oficial con el uniforme negro de las fuerzas kongoleñas al que le faltaba media oreja. Miró a Globus y preguntó quién estaba a cargo de la presa.

Tras una pausa, uno de los técnicos dio un paso adelante.

—Soy el ingeniero jefe.

—Cierra las compuertas.

—Déjalas abiertas —intervino Globus—. Mi isla, mi presa. Yo la construí.

El oficial con media oreja repitió su orden y, cuando el técnico siguió indeciso, se acercó a un operador de radio y le susurró algo. El operador pulsó un interruptor y la voz de Hochburg inundó la sala.

«… tomado el control de Madagaskar con la autorización de la RSHA y la Reichsführer-SS. Diego Suárez seguirá bajo el mando de la Kriegsmarine…».

Globus se imaginó llenando la boca de Hochburg con las cenizas de Feuerstein hasta ahogarlo. Cortó la grabación.

El técnico empezó a dar instrucciones para que se cerrasen las compuertas.

—Tú debes de ser uno de los hombres de confianza de Hochburg, ¿no? —dijo Globus—. ¿Cómo te llamas?

—Soy el Brigadeführer Derbus Kepplar y tengo órdenes de arrestarlo.

Globus detectó un ligero disgusto en su voz y soltó una risita.

—¿Ah, sí? ¿Con qué autoridad?

—Ya ha oído la grabación. La isla está bajo el control de emergencia del Reichsführer. Aquí tiene la orden.

—¿Dónde está Hochburg ahora?

—En Mandritsara.

Globus contempló la oscuridad más allá del ventanal y levantó la mano en la que llevaba el detonador.

—Retira a tus hombres —ordenó. Después se dirigió al técnico—. Y quiero que las compuertas permanezcan abiertas.

Nadie se movió.

Globus mantuvo el botón rojo del detonador presionado tres segundos.

—La presa está llena de dinamita, Brigadeführer. Un par de clics de este detonador… y todo saltará por los aires.

—No se precipite. Piense en la reacción de Estados Unidos.

—Que se jodan los yanquis.

Kepplar hizo una señal y los soldados alzaron sus armas. Un anillo de fusiles apuntó a la cabeza de Globus. No se alarmó, solo sintió rabia. La cartuchera de Kepplar seguía abrochada cuando le pidió el detonador.

El operador de radio volvió a levantar la mano.

—Vuelve a llamar Diego Suárez.

Globus lo ignoró.

Un segundo operador también alzó el brazo. Y un tercero. Y un cuarto… hasta que todos hicieron lo mismo, como si fueran una clase de niños en la escuela. Todos tenían comunicación con Diego Suárez.

El primer operador carraspeó para aclararse la garganta.

—Es el almirante Dommes. Necesita hablar con usted urgentemente.

Sin apartar los ojos de Kepplar, Globus retrocedió unos pasos, tomó el teléfono y se vio asaltado por una descarga de acusaciones.

—Me garantizó que los judíos no atacarían, que estaba controlando la situación —dijo Dommes.

—¡Vaya! Ahora resulta que la Marina no puede encargarse de unos cuantos bandidos.

—Todo el cielo está en llamas.

—No sea tan dramático.

—Escuche esto —dijo Dommes fríamente, sosteniendo el auricular en alto. A través de la línea telefónica, Globus oyó una rápida serie de estallidos como los que provocaban los petardos que sus hombres solían lanzar contra los judíos en Viena. Luego, detonaciones y gritos—. Nos está atacando un ejército —explicó el almirante—. Han destruido las defensas antiaéreas y el muelle sur es una bola de fuego. ¿Esta es su promesa de orden?

Su voz seguía siendo calmada, igual que la que utilizaba el padre de Globus cuando era niño, antes de azotarlo con la fusta del caballo. Lo que más odiaba no eran los golpes o el hecho de ser castigado por un desertor, sino la falta de pasión de aquel hombre.

Dommes seguía con su monólogo.

—Si no puede controlar la isla, gobernador Globocnik, la Kriegsmarine lo hará.

El teléfono resbaló de las manos de Globus. Lo dejó apoyado contra su pecho, preguntándose si Dommes podría escuchar los furiosos latidos de su corazón. Sintió un estruendo dentro de la cabeza, como si le estrujaran el cerebro. Primero era Hochburg quien quería su isla y ahora la marina. Ninguno de ellos la tendría. Le demostraría a Germania quién era el más sanguinario de todos. Le vino a la mente un discurso que les dio a sus tropas durante sus últimos días en el este: «Tenemos las placas de bronce en las que se inscribirá que nosotros, nosotros, tuvimos el valor de completar esta gigantesca tarea».

Apretó el detonador con el pulgar.

Una vez.

Dos veces.

Kepplar saltó hacia él.

—¡Herr Oberst está ahí abajo…!

Globus lo empujó y escuchó. El leve temblor que sacudía el suelo le recordó el paso de los pánzer en camino de aplastar a los soviéticos. Miró el ventanal esperando ver la presa volatilizarse en cualquier momento.

Nada.

Entonces, todos oyeron el crepitar de la lluvia en el ventanal opuesto, el que daba al embalse.

Globus y Kepplar giraron en redondo a tiempo de ver los enormes surtidores de agua que se alzaban hacia el cielo. En la superficie se formó una ola que se alejaba de la presa.

—¡Putos zapadores! —rugió Globus—. No tenía que haber confiado en ellos. Se han equivocado de lado al poner las cargas.

—Solo ha sido la detonación —dijo Kepplar con el rostro ceniciento.

Ambos volvieron a mirar al frente. El terreno temblaba. Unas luces rojas iluminaron las consolas. Las luces de la sala parpadearon y se apagaron. Del techo se desplomaron algunas piezas.

La presa parecía desprender un débil resplandor plateado. Desde la distancia, Globocnik pudo ver los restos del grafiti que habían pintado los judíos, una fantasmal estrella de David que sus hombres habían intentado borrar. En ella aparecieron unas grietas que poco a poco se ensancharon y agrandaron y que escupían chorros de agua. Una enorme sección en forma de corazón se desprendió de la pared de la presa.

Y entonces, se derrumbó toda la estructura y soltó una montaña de agua negra.