52

Vía férrea Tana-Diego Suárez, 21 de abril, 00:55 horas

Salois había oído algunos sonidos terribles en su vida: gemidos en las playas de Dunquerque, quejidos de los hombres que se ahogaban en cemento durante la construcción de Diego Suárez, los gritos casi infantiles de los lémures cuando los nazis quemaban la selva para desalojar a los rebeldes… pero ninguno lo perturbaba tanto como el de un hombre y una mujer discutiendo.

Madeleine y Burton reñían en susurros y lo más desesperante era que era su manera de intentar ser discretos. Salois se había alejado un poco de ellos —hasta donde la sombra de los tamarindos daba paso a campo abierto—, pero no por eso dejaba de oír todas y cada una de sus palabras. Sobre él, las hojas se agitaban movidas por el viento. No había ni rastro del tren que había prometido Cranley. De repente, Madeleine lo llamó y Salois reaccionó con sorpresa al escuchar su nombre.

—¿Qué opinas, Reuben? —preguntó.

Salois la miró primero a ella y después a Burton. No había conocido a ningún compañero legionario durante su estancia en Madagaskar y allí tenía a un hombre que resistió el mismo entrenamiento brutal, atravesó el mismo desierto y devoró la misma comida asquerosa, aunque en aquel momento un cuenco de carne de camello y dátiles le parecería un festín. La Legión tenía dos bases principales: Saida, donde estaba destinado Salois, y Bel Abbés. Ambas rivales feroces, unidas por la amistad y el odio. Mientras huían de Nachtstadt, siguiendo el estímulo de la vía férrea, Salois y Burton intercambiaron nombres, buscaron algo en común que los uniera todavía más que su pertenencia a la misma institución, pero no encontraron nada hasta que Burton mencionó a Patrick. Ah, l’american! Un vieux camarade, había respondido Salois.

Madeleine hizo su pregunta con ojos suplicantes. Salois se sintió incómodo. Lo obligaban a inmiscuirse en un dolor y un miedo que no eran suyos.

—Burton tiene razón —terminó admitiendo—. No deberías ir a Mandritsara, no hay esperanza… Pero si yo tuviera la oportunidad de abrazar a mi hijo, aunque solo fuera un instante, lo arriesgaría todo por conseguirlo.

El viento volvió a sacudir las ramas que tenían sobre sus cabezas y los salpicó de gotas de lluvia. Abner se levantó del tronco en el que estaba sentado.

—El tren —anunció casi sin aliento.

Salois recogió su BK44 y una de las mochilas que se colgó al hombro. Pesaba lo suyo por la dinamita y los detonadores. Abner cargó con la otra. No iría con él a Diego Suárez, pero se había comprometido a ayudarlo a subir al tren.

—¿Sigues queriendo ir a pesar de todo lo que te he contado? —preguntó Burton. Le había explicado todo lo ocurrido en el Kongo y la implicación de Cranley en aquel desastre.

—Destruir Diego Suárez es la única oportunidad que tiene esta isla.

—Pero… no puedes confiar en él —insistió Burton.

—El tren está aquí tal como prometió. Esta vez todo será distinto.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Salois les ofreció una sonrisa de disculpa.

—No tengo una aventura con su esposa. —Se ató la mochila—. Él no es el único que dirige este asunto. Están Rolland y los mozambiqueños, y el acuerdo con Estados Unidos. Aunque Cranley sea todo lo que dices que es, quedan los demás implicados. Y todos queremos lo mismo.

Hasta ellos llegó un pitido.

Salois no tenía nada más que añadir. Le ofreció la mano a su compañero legionario y después a Madeleine.

—¿Puedo quedarme con tu cuchillo? —le preguntó.

Ella asintió y lo besó en la mejilla.

—No me parece correcto despedirnos así.

—Cuando terminéis con vuestro asunto en Mandritsara, tendréis cuatro días para llegar a Kap Ost y al barco. No esperarán.

—Allí estaremos.

Salois sintió que ella quería decir algo más, pero en aquel momento sonó otro pitido.

—Cuídala —le dijo a Burton.

Abandonó la cobertura de los árboles, seguido por Abner con la segunda mochila.

Corrieron a través de la hierba, que les llegaba hasta la cintura y estaba húmeda como en un arrozal, hasta que llegaron al pequeño montículo sobre el que se asentaban los raíles del ferrocarril. En aquel punto la línea se dividía durante varios kilómetros para que pudieran cruzarse sin dificultad dos trenes que fueran en direcciones opuestas. El ojo amarillo de la locomotora rodó hacia ellos. Cranley le había informado de que el tren reduciría la marcha en aquel punto para que el equipo pudiera subir a bordo; y ya estaba haciéndolo.

—Buena suerte en Diego Suárez —le deseó Abner—. Ojalá pudiera ir contigo. Hace mucho que esperamos la intervención de los norteamericanos.

Madeleine se unió a la pareja.

—¿Harás una cosa por mí? Es por si no lo consigo en el hospital —dijo, depositándole algo en la palma de la mano. Salois miró y vio el bolígrafo y el clip que ella se había llevado de la estación de radio—. Por Jacoba.

Él asintió.

Lo abrazó con fuerza. Salois le pasó un brazo por encima de los hombros, sujetando el fusil en la otra mano.

—Quizás esto no sea un castigo —susurró Madeleine. Sus palabras se mezclaron con el acerado ruido de las ruedas del tren—. Quizás estés de verdad perdonado, Reuben. Quizás estés destinado a realizar una gran hazaña. Por algo llaman a esta línea el tren de los destinos.

—Encuentra a tus hijos —dijo en respuesta—. Y no vuelvas nunca a esta isla.

Los raíles vibraban cada vez más. Salois dejó que pasaran algunos vagones, contándolos hasta que pudo ver el final del convoy. Cranley le había indicado que tenía que subir al penúltimo. Salois empezó a correr, seguido como siempre por Abner.

—Estaremos pendientes del cielo —gritó Madeleine.

En la parte trasera del vagón indicado había una estrecha plataforma. Salois subió a ella, medio saltando, medio impulsándose a sí mismo. Abner aceleró la carrera para mantenerse a la misma altura. Se quitó la mochila de la espalda y la mantuvo en alto sobre la cabeza como si estuviera presentando una ofrenda. Salois la sujetó por las correas y la atrajo hasta la plataforma.

Abner y su hermana quedaron atrás en pocos segundos. Vio que Madeleine decía adiós con la mano y la imitó alzando la suya.

Volvía a estar solo.

Salois abrió la puerta del vagón y vio lo que había dentro. Esperaba un vagón de ganado, pero se encontró con un suelo tapizado, una mesa de comedor vacía, una jarra de acero inoxidable y una vajilla completa que tintineaba con el traqueteo del tren. El ambiente olía a tabaco, plátano y posos de café. Cranley, y no él, había elegido el vagón de los guardias para el equipo. Se imaginó sus quejas por tener que viajar como los judíos. De las paredes colgaban lámparas de parafina. Salois se aseguró de que las persianas estuvieran bajadas antes de encender luces y empezar a preparar los explosivos. Sacó la dinamita de las mochilas y la dejó sobre la mesa; a continuación, hizo lo propio con los detonadores.

Para el asalto a Mazunka, Cranley había equipado a su equipo con detonadores controlados por radio, lo último en tecnología. También se los había ofrecido a Salois, pero él prefería el mismo tipo que había estado utilizando desde hacía dos décadas. Sus detonadores eran mecánicos y se conectaban a un temporizador con un reloj y un contador que podía regularse de los diez segundos a los cincuenta y cuatro minutos.

El tren estaba adquiriendo velocidad. Las borlas doradas que decoraban el vagón aumentaron su balanceo.

Salois probó los detonadores uno a uno: una pequeña chispa brillando entre los dedos. Una vez satisfecho, se quitó el caftán y cortó las mangas en tiras, que utilizó para atar los cartuchos de dinamita, cuatro en cada paquete, y asegurar un detonador con otra tira de tela. Cuando el contador llegase a cero, saltaría una chispa que haría estallar la carga. Siguió trabajando hasta que todo estuvo preparado y dividió los paquetes entre las mochilas.

Seleccionó una taza de la vajilla y se sentó. Aún tardaría dos horas en llegar a Diego Suárez y necesitaba descansar. Pero, antes, tenía que cumplir una promesa.

Exprimió la tinta del bolígrafo que le había dado Madeleine en la copa y desdobló el clip. Aparte de la cara y de las manos solo quedaban pequeños espacios en su cuerpo que no fueran de color índigo. Hasta las plantas de sus pies estaban llenas de números. Los jesuitas le habían ayudado a tatuarse la espalda. Afiló uno de los extremos del clip, lo mojó en la tinta y fue haciéndose meticulosas punciones bajo el tobillo izquierdo hasta añadir el número de Jacoba. Lo había hecho tantas veces, que era casi insensible a la sensación.

A medida que iba marcándose la piel, pensó en Madeleine y deseó haber soltado el fusil para abrazarla con ambos brazos antes de partir. No era la primera persona a la que se había confesado. Había descargado su conciencia en varias ocasiones, cuando creía que la muerte por fin lo requería. Los que compartieron su secreto no vivieron mucho. Si bien la muerte no parecía tener muchas ganas de reclamarlo a él, se mostraba voraz con sus compañeros. ¿Habría abandonado a Madeleine a ese mismo destino? Un perturbador sentido de la responsabilidad hizo presa en él… pero no, ella tenía a su hermano para protegerla; y ahora también a Burton. Además, apenas le había contado algunos detalles.

Pensaba muy poco en el día en que cometió su crimen; lo había obsesionado demasiado tiempo para que siguiera teniendo significado o capacidad de conmoverlo. Todo ocurrió durante el desayuno. Su recuerdo pintaba la cocina de escarlata: el suelo, el techo, el mobiliario, todo. Sabía que no era verdad —la mesa era de pino sin barnizar y en el exterior brillaba la más azulada de las mañanas—, pero solo evocaba los acontecimientos en rojo.

Frieda iba descalza, con el bulto de su hijo colgando del vientre. Cuando el embarazo empezó a ser evidente —apenas tenían veinte años y no estaban casados—, su familia se desentendió de ella, pero no le importó mientras él siguiera a su lado. Empezaron a discutir. Él lanzó un puñetazo, su respuesta habitual, que impactó contra un diente de Frieda y a él le rasgó la piel de los nudillos, una de esas heridas que suelen sangrar mucho. La sangre cayó sobre el suelo de la cocina. Frieda le dirigió una mirada cargada de tanto perdón, tanta lástima, que no pudo controlarse y volvió a golpearla. No podía resistir aquellos ojos llenos de dolor. La segunda vez no lo hizo con el puño sino con la mano abierta, pero con tal ferocidad que le hizo perder el equilibrio. El desacostumbrado peso de la criatura la tumbó. Él oyó el crujido del cuello de ella contra la mesa de la cocina cuando cayó. Se le grabó el sonido. Supo de inmediato que la había matado. Cortó una rebanada de pan. La tostó, la untó con mantequilla y se la comió. Después se inclinó sobre ella y le dijo que dejara de fingir. Le tomó el pulso y descubrió que la piel ya se estaba enfriando. Creyó percibir una pequeña vibración en ella: todavía había esperanza. Le levantó el camisón, y en los años y las pesadillas que siguieron, juró que había podido ver unos puños diminutos golpeando el vientre desde el interior, los últimos estertores de su hijo.

Salois sintió la garganta seca y áspera. Terminó de tatuarse el número de Jacoba y se secó la sangre con los restos de su caftán. Apenas había intercambiado una docena de palabras con la judía, y ninguna con los cadáveres cuyos números memorizó, pero seguían existiendo en su cuerpo. Para Frieda y su hijo nonato no tenía números, solo la orden de arresto que Cranley había conseguido y el recuerdo de Salois: desconsolado y teñido de rojo. Meditó en las palabras de despedida de Madeleine. En ciertos momentos también se preguntaba si seguía vivo para llevar a cabo alguna hazaña importante, era una explicación reconfortante para su supervivencia.

Pero el mundo no era amable. Tanto si tenía éxito en Diego Suárez como si fallaba, estaba resignado a la idea de que él sobreviviría. Si los años pasados le habían permitido perdonarse a sí mismo por golpear a Frieda, el origen de toda discusión, de toda su mezquindad persistían. No había liberación para Reuben Salois.

Echó una cabezada, sobresaltándose cada vez que empezaba a deslizarse en un sueño profundo. Cuando dedujo que había pasado una hora, se levantó y miró a través de las persianas. Destacando sobre la oscuridad vio Die Teckiste, una montaña de cumbre plana y falda vertical que los franceses fortificaron durante su período colonial, pero que no pudo resistir ante la invasión nazi. Los paracaidistas de las Waffen-SS la habían tomado e inundaron las fortificaciones con gas nervioso. El tren bordeaba la montaña, y tras ella se encontraba Diego Suárez.

Salois se desperezó y miró el reloj. Eran las 3:45 de la madrugada. Cranley atacaría la estación de radar dentro de quince minutos. Los bombarderos ya estarían volando sobre el canal de Mozambique. Se imaginó al coronel Turneiro en su base caminando impaciente por la pista y a Rolland en su centro de control esperando que le llegaran noticias por radio mientras se bebía un whisky para templar los nervios.

Quedaban algunos trozos de pan en los bolsillos de la mochila y los devoró ávidamente, bebió un poco de café frío de la jarra y buscó por el vagón hasta encontrar una bolsa, exactamente donde Cranley dijo que estaría, llena de uniformes de la Kriegsmarine. Cualquiera que fuera su motivo, quería destruir la base tanto como Salois.

—¿Sabes por qué fracasó la primera rebelión? —le preguntó Cranley la noche antes de partir de Mombasa. Su tono era extrañamente amistoso, conspiratorio.

—Porque nosotros teníamos palos y piedras, y ellos tenían helicópteros de combate. Y porque el mundo no quiso intervenir.

Cranley sacudió la cabeza.

—Los judíos sois valientes, sabéis odiar… pero no tenéis miedo. —Salois soltó una carcajada desdeñosa—. Al menos no como los nazis. Ellos están aterrorizados de vosotros, de lo que sois y representáis. Un miedo profundamente primordial, como el miedo a la misma muerte. Cuando aprendáis a temerlos tanto como ellos os temen a vosotros, podréis inclinar la balanza a vuestro favor.

A pesar de las advertencias de Burton, él no dudaba de Cranley.

Salois se puso un uniforme de la Kriegsmarine. Si no estuviera tan tenso, se habría reído de su aspecto. Pantalón blanco, chaqueta blanca y cinturón con una hebilla brillante. Perfecto para pasar desapercibido en la oscuridad. La única concesión a la hora nocturna era un pañuelo de cuello azul oscuro, casi negro. En la bolsa había tres uniformes más, pero Salois los dejó a un lado con una punzada de arrepentimiento.

Apagó las lamparitas y se agachó frente a la ventana. Fuera, los campos cubiertos de maleza dieron paso a un barrio de chabolas. Ahí vivían los judíos que servían en Diego Suárez, los hombres que transportaban el carbón y limpiaban las calles, las cuadrillas de estibadores, las sirvientas que atendían la villa de los oficiales. Eso los diferenciaba de los que se encontraban bajo el dominio de Globus. A estos judíos seguían considerándolos poco importantes, pero esenciales para el correcto funcionamiento de la base y los trataban como tales. Ahí no habría ninguna rebelión.

Después, el tren llegó a una zona industrial de fábricas y talleres, su perfil oscurecido por una serie de chimeneas. A ella siguió un breve interludio de más barracas. Había pocos marineros acuartelados en la base, la mayoría de ellos vivían en una zona situada al este, Französinnenbutch.

Un estallido de ruido y color. Salois se agachó bajo la ventana mientras el tren pasaba por el centro de la ciudad. Las cervecerías aún estaban atestadas de marineros celebrando el Führertag. Si alguno de los bombarderos de Turneiro dejaba caer sus bombas segundos antes de lo planeado, arrasarían aquellas calles.

«Bien», pensó Salois.

El jolgorio quedó atrás. Poco después, la locomotora desaceleró al entrar en un vasto patio que rodeaba los muelles. Salois vio almacenes y los largos cuellos de las grúas. Diego Suárez también era sede de una parte bastante sustancial de la flota mercante del África Oriental. De allí partían con destino al Reich barcos cargados de vainilla, cacao y carcasas de cerdo. El tren siguió a paso de tortuga, con las ruedas y los enganches rechinando, hasta que todo el convoy topó con los parachoques, dio una sacudida y se detuvo. Lanzó una última y cansada exhalación de vapor y… silencio.

Minutos después pasaron los conductores charlando junto al vagón de Salois. Las voces fueron desapareciendo a medida que se alejaban.

Abrió la puerta del vagón. El paisaje aparecía verde azulado bajo las luces de mercurio; y vacío. Saltó al suelo y se colgó las mochilas, una delante y otra detrás. Abner había bromeado: «Vas a ser el judío más gordo de toda la isla».

El aire olía a combustible, carbón y acero engrasado, mezclados con la brisa marina. Varios cientos de metros más allá, el patio terminaba en una alambrada y un pequeño acantilado que daba directamente al mar. Salois corrió como un rayo entre trenes y vagones; el peso de las mochilas hacía los movimientos engorrosos.

Creyó oír un ruido, y se detuvo en seco y se apretó contra un vagón de ganado. Frente a él había una serie de tuberías de cemento, lo bastante altas como para que un hombre pudiera caminar erguido por su interior. El patio seguía desierto.

Salois estaba preparándose para moverse de nuevo cuando volvió a oír el sonido. Esta vez sonaba muy claro. Alguien lo llamó por su nombre.