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Roscherhafen, DOA, 17 de abril, 11:00 horas
—Podría haber sido peor —le había dicho su esposa.
El Brigadeführer Derbus Kepplar puso los pies calzados con botas militares sobre la mesa, contempló la pared situada frente a él y se dio cuenta de que había dejado de llover. Era un espécimen ario ejemplar: rubio, ojos azules, musculoso… Frente a él había pilas de papeles que no tenía ganas de revisar: minucias de patrullas fronterizas, aduanas e inmigración en la Deutsch Ostafrika. Las persianas estaban echadas y dejaban el cuarto en penumbra. Aunque tenía la camisa pegada a la espalda por el sudor, no se molestó en encender el ventilador del techo. Se sentía una víctima.
«Podría haber sido peor». Fueron las primeras palabras que le había dicho su esposa cuando le ordenaron regresar a Germania. Ella tenía unos pómulos perfectos, y era una mujer íntegra y devota, pero si los niños no hubieran estado presentes, si no se hubiera sentido tan consumido, se habría quitado el cinturón y le habría dado una paliza.
—¿Cómo? —exigió—. ¿Cómo podría haber sido peor?
El año anterior, cuando todavía era ayudante de Hochburg, recibió el encargo de atrapar a Burton Cole y a su banda de asesinos. Ante su fracaso, Hochburg insistió en que se tomase seis semanas de permiso obligatorio; después fue trasladado a la DOA, perdió el derecho a llevar su distintivo uniforme negro del Kongo y su diamante plateado en la charretera, y redujeron su rango de Gruppenführer a Brigadeführer.
Su esposa reculó ante el estallido.
—Podrían haberte enviado al este; o a uno de esos batallones de castigo que hay en el Kongo. Me hablaste de ellos.
—¿Has estado alguna vez en el Kongo?
—Sabes que no, cariño.
—Entonces no hables de lo que no conoces. No sabes nada sobre África. —Se golpeó el pecho con la mano—. Servir en cualquier puesto del Kongo, aunque sea con mestizos étnicos, es todo un honor.
Salió en tromba de la habitación tras «recomendarle» a su esposa que durmiera en el sofá, enfadado porque ella tenía razón. Su castigo podría haber sido peor.
«La seguridad es atroz en la DOA. Encajarás bien, Derbus», le había dicho Hochburg. El Oberstgruppenführer tenía poder para haberlo retirado a Germania definitivamente.
Kepplar se alejó de la mesa. Las paredes de su despacho estaban desnudas, a excepción de dos fotografías enmarcadas. Descolgó la primera sin dejar de mirar de reojo la segunda. La había tomado un fotógrafo de las SS dieciocho meses antes durante una inspección de rutina. En ella se veía a Kepplar al volante de un Mercedes, y a un Hochburg risueño y arremangado inclinándose sobre el capó.
El Brigadeführer delineó la figura del Oberstgruppenführer con el pulgar, ansiando volver a escuchar su risa. «¡Ay, Walter! Esto es agónico», pensó. Cada vez hablaba más con la foto, recordando todo lo que habían conseguido juntos.
Hochburg tenía que saberlo. Un traslado indefinido a un miserable despacho del edificio Zolgrenzschutz era un castigo sádico.
Kepplar había seguido devotamente los progresos de la guerra entre el Kongo y Rodesia. Lloró por la caída de Elisabethstadt y destapó una botella de champán cuando la batalla de Stanleystadt terminó en victoria. Varias semanas antes había firmado una autorización para un vuelo que quería reabastecerse en su camino hacia Germania y evitar que interviniera Inmigración. En la lista de embarque estaba el pasajero Hochburg. Solo podía elucubrar sobre el motivo por el que su antiguo superior tenía que viajar a la capital del mundo, ya que Walter la odiaba tanto como él. Se había sentido tentado de visitar el aeropuerto y pedirle a Hochburg una nueva oportunidad. No habían hablado desde aquel 19 de septiembre en la Schädelplatz.
Todo por culpa de Cole.
Volvió a colgar la foto de Hochburg y miró la otra. Era una foto secreta de la Gestapo en la que se veía a Cole y a Patrick Whaler, el norteamericano. Kepplar estudió el rostro de Cole como había hecho innumerables veces, sus rasgos le eran más familiares que los de su propia familia.
La persecución de Burton Cole era para él una pesadilla recurrente. En los meses siguientes a su fallida captura, había rememorado hasta el infinito sus propios fallos. ¿Y si hubiera conseguido que los camaradas de Cole hablasen un poco antes? ¿Y si se hubiera esforzado más durante la persecución, sacrificando las necesidades físicas de su cuerpo? No debió involucrar a soldados de menor rango con su juvenil brutalidad; claro que el error de Kepplar quizás había sido esa falta de brutalidad por su parte. Si hubiera utilizado métodos más drásticos, si hubiera sido menos cuidadoso para evitar las muertes, no solo dando órdenes sino personalmente, quizás el resultado habría sido distinto. Esa idea era la que más lo martirizaba. El éxito pudo estar en sus manos, de haber estado dispuesto a manchárselas de sangre. Sus limitaciones habían quedado patentes.
Le dio la espalda a la foto de Cole y echó un vistazo a través de las persianas al brillo encapotado. La ciudad era una amalgama de edificios de un estilo vagamente oriental, herencia del siglo anterior y de las austeras estructuras blancas erigidas durante la pasada década. En la distancia podía ver la estructura más famosa del Roscherhafen: la gigantesca noria que destacaba del parque de atracciones KdF como la aleta de un tiburón sobre el agua. Su hijo mayor le rogaba constantemente que lo llevara al parque para montar en ella; más allá quedaban las mansas aguas del O. A. O. Detestaba el océano, quizá por ser austríaco, y llevaba la tierra firme en las venas. Los ojos de Kepplar descendieron a nivel de calle.
Llamaron a la puerta.
En la calle un tullido caminaba dando tumbos por la acera. Iba vestido de negro, llevaba aparatos ortopédicos en las piernas y muletas. A Kepplar le dio la impresión de estar viendo una tarántula monstruosa. Se preguntó cómo podía ser tan deforme, tan débil, tan inútil, y haberse librado de una justa eutanasia. Sintió el impulso de bajar corriendo a la calle y ofrecerle a aquel lisiado un puñado de Reichsmarks. Más adelante, el Brigadeführer recordaría ese momento. El partido mostraba una clara hostilidad hacia la religión, y Hochburg se burlaba ante toda mención de Dios, pero a Kepplar le pareció que alguien había escuchado sus plegarias. Aquella araña fue una profecía.
Otra llamada a la puerta, más urgente que la anterior.
Kepplar volvió a su mesa, abrió un expediente al azar y fingió estar leyéndolo.
—¡Pase!
Entró un Untersturmführer y, con él, el tableteo de las máquinas de escribir.
—Siento molestarle, Brigadeführer. Normalmente me hubiera encargado yo mismo. —Le ofreció un teletipo—, pero como lo menciona a usted expresamente…
Kepplar miró el mensaje. Según el encabezamiento, el teletipo había circulado por medio continente: de Rovuma, en DOA, a Stanleystadt, pasando por Windhuk y de vuelta a DOA. Un mensaje en busca de un receptor.
Leyó la primera frase y sintió que un millar de agujas al rojo se le clavaban desde el coxis hasta la base del cráneo. Kepplar se tocó la oreja derecha (de la que le faltaba la mitad superior, un tema del que nunca hablaba) y se acarició el lóbulo.
—¿De dónde viene esto?
—Del puesto fronterizo con Mozambique.
—¿De dónde de este edificio?
—Del tercer piso. Según parece lleva allí un par de días. Ya sabe lo ocupados que están con las festividades del Führertag.
Kepplar salió corriendo de su despacho.
La gente que circulaba por el pasillo frenó en seco y se apartó para dejarlo pasar. No se molestó en esperar el ascensor, sino que bajó dos pisos por las escaleras y cruzó varias puertas de cristal esmerilado. Si él mantenía su despacho en penumbra, entrar en el tercer piso fue como penetrar en una foto de color sepia: suelo marrón, mobiliario marrón e incontables burócratas con camisa marrón. Se percibía un ligero aroma a trementina en el aire. Pasó junto a varias filas de mesas hasta la oficina de Fregh.
Al abrirse de improviso la puerta de su despacho, el Standartenführer no pudo evitar que se le derramara su café de media mañana. Sobre su mesa tenía un plato de Führerplätzchen, una popular galleta especiada.
—¿Por qué no se me informó de esto en el acto? —exigió Kepplar, agitando el teletipo ante las narices de Fregh.
—¡Herr Kepplar, qué sorpresa! ¿Le apetece un café? Las galletas son deliciosas.
—¿Por qué?
Fregh dejó la taza de café, cogió el mensaje y lo leyó siguiendo el texto con el dedo. Kepplar había sido el mejor en las clases de craneometría y creía poder juzgar a un hombre mediante el estudio de su cabeza. Existían cinco tipos: el uno, el dos y el tres eran germánicos, el cuatro y el cinco eran untermenschen, subhumanos. El requisito mínimo para trabajar en una oficina pública era la categoría tres. Kepplar nunca había sido capaz de deducir la forma exacta de la cabeza de Fregh, ya que estaba deformada por una capa de grasa, pero creía discernir trazas negroides en su pelo. Se había casado con alguien por encima de su categoría y le debía su posición a su esposa. Era ampliamente conocida la predilección de la mujer por los jóvenes estudiantes de eugenesia de la Universidad de Roscherhafen.
Fregh asintió pensativamente.
—¡Ah!, sí, algo muy poco habitual. Lo recibimos el viernes.
—¿Y por qué no fui informado?
—Quizá debió actualizar su destino o informarnos de que ahora trabaja con nosotros. Quizás así habría sido más fácil localizarlo.
Durante la persecución contra Cole y el norteamericano, Kepplar había emitido una alerta continental para que los arrestasen si intentaban cruzar las fronteras del África alemana. Era dudoso que intentase cruzarlas de forma convencional, pero quería cubrir todas las posibilidades. Ahora, siete meses después, tenía un teletipo que decía que se había detectado al propietario de un pasaporte norteamericano a nombre de Patrick Whaler intentando entrar en la DOA desde Mozambique por el puesto fronterizo de Rovuma Brücke.
—¿Qué puede significar?
Fregh miraba melancólicamente sus galletas.
—Hay muchos norteamericanos aquí. Les gusta pasárselo bien.
—Pero ese hombre, Whaler, murió el año pasado. El gobernador Hochburg vio el cadáver.
—¿Un error?
El teletipo volvió a manos de Kepplar.
—Aquí dice detectado. No indica si lo detuvieron o no.
—Esas cosas es mejor dejarlas correr.
—Necesito hablar con Rovuma de inmediato.
Fregh abrió la boca para replicar y se entrevió una lengua ennegrecida por el café, pero se lo pensó mejor y marcó el teléfono de su secretaria.
En el muro había un mapa de Deutsch Ostafrika. Kepplar lo descolgó y lo dejó sobre la mesa de Fregh.
Rovuma Brücke era sinónimo de poco rigor y uno de los destinos más solicitados del continente, allí hasta los hombres de rango más bajo podían volverse ricos. Desde que se había hecho cargo de su nuevo puesto, Kepplar solo había practicado una inspección y descubrió que la situación era todavía peor de lo que se imaginaba. Una semana después fue invitado a la residencia de Robert Ley, gobernador general de la DOA. Era tan lujosa como austero el despacho de Hochburg. Tras la cena hablaron de la salud del Führer y de los informes de una segunda rebelión en Madagaskar. Entonces, inesperadamente, el gobernador dijo:
—Dicen que usted quiere hacer cambios en Rovuma.
—La seguridad es un chiste.
—En la DOA somos conocidos por nuestro sentido del humor.
Kepplar dejó de masticar y soltó el tenedor.
—Ejecute a algunos contrabandistas si quiere; utilícelos para dar ejemplo —prosiguió Ley—, pero recuerde que esto no es Alemania ni el Kongo. Aquí vemos las cosas de otra manera.
—¿Está disculpando todo lo que sucede?
—Claro que no. No obstante, hay veces en que una actitud más flexible con la seguridad tiene sus beneficios. Para mí, para nuestros ciudadanos más importantes y para la provincia como un todo. —Suspiró—. Si algún día llega a una posición como la mía, Brigadeführer, lo comprenderá.
Kepplar se había visto obligado a explicarle su degradación.
Estudió el mapa. De la frontera partían dos rutas obvias: una se dirigía hacia el oeste y Songä, pero allí había poco más que plantaciones de tabaco y una excavación en busca de huesos de dinosaurios para el museo Linx; la otra seguía la costa hacia el norte, hacia Roscherhafen.
Kepplar imaginó un puñado de tropas armadas cargando contra un norteamericano inocente que estaba en la ciudad para comprar una cabeza de león y visitar los burdeles. Él empezaría a gritar tonterías sobre sus putos derechos y la embajada norteamericana en Kelele Platz exigiría una explicación. Desde que el presidente Taft había visitado el Reich el mes anterior, Germania estaba más dispuesta que nunca a mantener buenas relaciones con ellos. Esta vez enviarían a Kepplar de vuelta a la madre patria permanentemente; puede que hasta lo internasen en un campo de concentración para que calmase sus impulsos más erráticos.
Pero si tenía razón…
—Necesitamos registrar las habitaciones de los hoteles de toda la ciudad —dijo Kepplar.
Fregh dejó escapar un eructo de incredulidad.
—Dicen que usted no enciende el ventilador ni abre las ventanas de su despacho, Herr Kepplar. Creo que el calor le ha afectado la cabeza.
—Diríjase a mí como Brigadeführer.
—¡Pero, todas las habitaciones de todos los hoteles…! No tenemos hombres suficientes.
—Para empezar veo treinta de sus hombres que solo calientan sillas con sus culos.
—No están bajo sus órdenes —farfulló Fregh.
Seis meses antes nadie se hubiera atrevido a hablarle así.
—Puedo conseguir permiso de la más alta autoridad, pero eso llevaría tiempo. Tiempo del que usted tendrá que responder si…
Sonó el teléfono.
Fregh respondió antes de pasarle el receptor al Brigadeführer.
—El jefe del puesto fronterizo de Rovuma.
Kepplar se acercó el auricular a su oreja buena. Una voz indolente, pastosa, respondió a sus preguntas: «Sí, Whaler… la mayoría de yanquis suele volar desde Roscher, así que nos pareció raro… Fue detenido e interrogado… No, no tenía unos cincuenta años, más bien unos treinta… ¿Rubio y de ojos azules?… Afirmativo. No, no parecía nervioso, y sus papeles estaban en regla… No, no recuerdo otros detalles… ¡Ah, excepto uno! Su mano. Le faltaba la mano izquierda».
Eso le dio tiempo a Kepplar para pensar.
—¿Todavía lo tienen ahí?
—No.
—Mis órdenes eran explícitas.
—Y tenían siete meses de antigüedad, Brigadeführer. Intentamos contactar con usted, pero al no recibir respuesta…
—Debió arrestarlo.
La voz se puso a la defensiva. Kepplar se preguntó cuántos Reichsmarks habrían cambiado de manos. De momento estaba convencido de que el que había cruzado la frontera era Cole.
—¿Con qué motivo? Nos dijeron que fuésemos amables con los yanquis. Y sus instrucciones indicaban que detuviéramos a los sospechosos que quisieran salir de nuestro país, no entrar.
—Tuvo que dejar una dirección. —Oyó un revuelo de papel.
—Hotel Kaiserhof.
Kepplar lo conocía, era una parodia de hotel bávaro cerca de la estación central.
—Ha sido muy útil —le dijo al auricular—. Incluiré esta conversación en mi informe.
Fue hasta el Kaiserhof con dos soldados armados de subfusiles. Tal como sospechaba, no había ningún huésped de nombre Whaler o que encajara con la descripción de Cole. Volvió al edificio Zollgrenzschutz y empezó a organizar la búsqueda por toda la ciudad.
El descubrimiento llegó diez minutos después de las cuatro. Kepplar había pasado una hora en silencio, con la garganta irritada por haber estado gritando órdenes sin parar. Ahora estaba movilizando a todo el personal de los pisos tercero, cuarto y quinto, que murmuraban maldiciones cuando creían que no podía oírlos o miraban desesperanzados sus relojes. Los días anteriores al Führertag las calles estaban llenas de músicos y desfiles, de globos y serpentinas. Esa tarde habían programado un desfile en la playa y todo el mundo quería estar allí con su familia. Sonó el teléfono del despacho de Fregh, que se había convertido en el centro de mando temporal de Kepplar. El Standartenführer respondió suspirando, se quitó algunas migas de la pechera de su camisa y se sentó.
—Lo han encontrado. Hotel Msasani. —Era el colosal hotel KdF situado al norte de la ciudad.
Kepplar le arrancó el teléfono de las manos y sintió un hormigueo de satisfacción mientras el conserje le describía a Burton Cole.
—¿Se ha fijado si le falta una mano?
—Por supuesto. Estamos acostumbrados, aquí vienen montones de veteranos.
—No cuelgue. —Kepplar tapó el auricular y habló con Fregh—: Necesitaré dos coches. Uno para mí y otro de apoyo para usted. Y un camión lleno de guardias. Armados. Vestidos de paisano para vigilar las salidas.
—¿Quién es ese hombre?
—No podemos permitir que escape. —Fregh miró el reloj y frunció el ceño—. Seguro que su esposa aprobará que trabaje hasta tarde —dijo Kepplar animosamente, antes de volver al teléfono—. ¿Dónde está ahora Herr Whaler?
—Salió esta mañana. —Una corta pausa al otro lado de la línea—. Su llave no está aquí, ha debido de regresar a su habitación. ¿Quiere que lo compruebe?
—¡No! —gritó Kepplar. Los ojos de Hochburg brillarían de gratitud cuando le entregase a Cole—. Asegúrese de que no se marche. Llegaremos dentro de quince minutos.