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Boriziny Strasse, Antzu, 20 de abril, 16:15 horas

Tünscher lanzó una sonora carcajada.

—No me lo digas. No está.

Sudaba, su rostro tenía un color cetrino y los ojos enrojecidos. Habían tardado más de lo que pensaban en llegar a Antzu, ya que debía detenerse y descansar cada hora.

Burton bajó los escalones de la casa de Maddie y se unió a él en la calle. La niebla flotaba a su alrededor. Si Burton no hubiera estado tan agitado, podría haber disfrutado de la ironía. Como en la granja, había recorrido medio mundo para encontrarse al final con una habitación vacía. El único indicio de que alguien había estado allí era el hueco dejado por una cabeza en la almohada. Y el olor. Tenía la misma sensación que la primera vez que conoció a Madeleine, cuando esperaba en la playa sin estar seguro de que volvería a verla o esperaría en vano solo y desilusionado. Cuando caminaban juntos, su voz lo acompañaba el resto del día.

Abrió la carpeta con la ficha de Madeleine, todavía húmeda por el tiempo pasado en el agua al saltar del Arca, y volvió a leer el número de la casa, aunque sabía que no se habían equivocado. Reconocía la fragancia almizcleña del interior, lo último que se esperaba. Hizo que sintiera ganas de vomitar.

La calle estaba desierta en ambas direcciones. Toda la ciudad parecía vacía, a excepción de la nerviosa policía judía que encontraron a las puertas de la ciudad. Tünscher les ordenó que abrieran la puerta utilizando de nuevo su voz de actor y sus movimientos autoritarios. ¿Quién iba a cuestionar a dos comandantes de las SS que habían emergido de la selva con la gorra calada hasta las cejas? Para entonces una mancha de sangre había empapado la guerrera de Tünscher, pero cada vez que Burton le preguntaba por la herida, el otro se encogía de hombros.

Burton captó algo con el rabillo del ojo; algo oscuro y viscoso que goteaba en la fachada de la choza que tenían enfrente. Cruzaron la calle y se acercaron a ella. En la pared había una mancha escarlata, como si la hubiera pintado un niño. Tünscher apagó su cigarrillo contra ella y la colilla siseó.

—Es reciente. —Buscaron por toda la casa, pero no descubrieron ningún cadáver ni indicios de lucha—. Una coincidencia. No creo que tenga nada que ver con tu chica.

Su tono era tan tranquilizador que Burton añadió una puñalada de vergüenza a su decepción. Volvieron a la cabaña de Madeleine. Tünscher rebuscó febrilmente su paquete de Bayerweed, pero cuando lo encontró, lo abrió y volvió a guardárselo. Estaba quedándose sin cigarrillos.

—¿Y ahora qué?

En la Legión Extranjera, si te separabas de tu unidad, te quedabas donde estabas y esperabas que una patrulla de búsqueda te encontrase en vez de buscarla tú; si no, entre la arena y el viento, los dos podían terminar sin encontrarse.

Burton se echó la gorra hacia atrás y volvió a mirar a un lado y a otro de la calle. Esperaba ver a Madeleine volviendo a casa con su hijo. No vio ni un alma.

—Esperaremos.

Entraron en la casa. Sus orificios nasales volvieron a verse atacados por el olor y presionó el muñón contra la nariz para bloquearlo. Tünscher se tumbó en la cama mientras Burton volvía a examinar el cuarto en busca de alguna pista que le indicara dónde podía estar Madeleine. Su mirada se topó con la improvisada cuna y sintió una punzada en el corazón. ¿Cómo podía haber dado a luz? ¿Cómo podían hacerlo millones de mujeres, arrancadas del orden y la modernidad de las ciudades europeas para acabar en aquel gueto tropical? Al menos Burton había nacido en un ambiente de humedad relativa y con el constante arrullo de los insectos, cuyas noches de luna eran más agradables que las iluminadas por la electricidad. Con los años había ido borrando el recuerdo de aquel lugar por ella.

—Varavanga —dijo de repente Tünscher.

—¿Qué?

—He estado pensando en ir allí. Hay una pesquería y quizá puedan sacaros.

—Pero es territorio de las SS —comentó Burton frunciendo el ceño.

—Departamento VIII. Bacalao del Báltico. Solo hay redes y sureños, sin alambradas. Mientras no crean que somos judíos fugitivos podremos llegar a un trato.

—¿Con qué?

—Con uno de tus diamantes.

—Prometí pagarte con los que me quedan.

—Puedo prescindir de uno.

—Muy noble por tu parte, Tünsch. —Burton no se molestó en ocultar el sarcasmo.

—Lo sé. Y también sé que no veré ni un pfennig si no salimos de la isla. Podría funcionar. Fingiremos ser desertores. Cuando vean que no tenemos números tatuados en las muñecas, sabrán que no somos judíos.

—¿Y qué hacemos con Madeleine? Seguro que ella sí tiene un número tatuado.

Tünscher miró la manga vacía de Burton y sonrío.

—¿Le cortamos el brazo?

—No tiene gracia.

A Burton le encantaba la delgadez de las muñecas de Madeleine, pero nunca había pensado que podían tatuarlas. La mera idea lo horrorizaba, pero también había algo perversamente tranquilizador en ella: ambos compartirían la misma mutilación.

Burton se sentó en el suelo frente a Tünscher, que le lanzó los restos de biltong que se llevaran del aerodeslizador y del que se habían alimentado durante el viaje a Antzu. El biltong consistía en tiras de carne seca mezclada con especias para que se conservase mejor; podía aguantar meses enteros, incluso en aquel clima africano. Burton partió un pedazo tan grueso como una pieza de tabaco de mascar y se lo comió en silencio. Después le pidió a Tünscher que encendiera otro Bayerweed para librarse del olor ambiental.

Cuando la conoció, Madeleine solía parapetarse tras una nube del perfume francés más caro. Al despedirse él siguió sintiéndolo durante días por mucho que se duchara. No era el olor natural de su cuerpo, sino las fragancias que le compraba Cranley. Burton nunca se quejó, no quería parecer autoritario o posesivo, pero a medida que transcurrían los meses, Madeleine fue utilizando cada vez menos perfume, hasta que un día dejó de usarlo por completo. Por entonces ya eran capaces de entrar y salir de los pensamientos del otro con facilidad. Su verdadero olor, a madreselva, era tan parecido a un hogar como él podía imaginar. La casa de Boriziny Strasse olía a un tiempo largamente olvidado, Burton no le encontraba sentido.

La afirmación de Cranley de que el hijo era suyo se abrió camino en la mente de Burton. Era una semilla de maldad, de duda, que lo atormentaba. No quería creerlo, la prueba estaba en el viaje que había emprendido… pero la idea persistía, oculta en los recovecos de su cerebro como un tumor maligno.

Tünscher terminó su cigarrillo expulsando una bocanada de humo.

—Cuando tenga mis diamantes puede que me compre una casita como esta.

—Nunca me has dicho para qué los quieres.

—Ya te lo dije. Deudas.

—¿Qué clase de deudas?

Su amigo iba a contestar, pero se lo pensó mejor y se sentó. Respiró hondo; estaba pálido.

—¿Estás malherido?

Tünscher se subió el uniforme por encima de la cintura. Tenía el abdomen empapado en sangre. Buscó una gasa en el botiquín y se limpió la piel. En la Legión habían recibido entrenamiento de martin-pécher, de Martín Pescador, que era como llamaban al médico.

—Me corté cuando estrellaste el aerodeslizador.

—¿Es grave?

—¿Qué nos decía Patrick? «Si duele, no es grave». Y duele un huevo.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—¿Qué habrías hecho? —preguntó a su vez, encogiéndose de hombros como había hecho todo el viaje hasta Antzu. Su rabia había desaparecido, sustituida por la resignación—. ¿Darme mis diamantes y decirme auf Wiedersehen?

Se quitó la camisa para revelar un torso hirsuto y un guardapelo colgado del cuello. Burton contempló cómo limpiaba y vendaba la herida, no mayor que un penique, pero que seguía sangrando. Pensó que debía haberlo dejado en Roscherhafen. Una copa, unas cuantas bromas de la Legión… y nada más. O, por lo menos, haberle contado la verdad acerca de los diamantes. Había visto a hombres desangrarse hasta morir por heridas menos graves que aquella.

Para mantener a raya su sentimiento de culpa, Burton paseó por la habitación imaginando la sorpresa y el alivio en el rostro de Maddie cuando llegase a casa. Y podría ver a su bebé por primera vez. ¿Sería una niña como quería ella? Eso debería hacerle feliz, pero su mente volvía a Patrick y a la hija de la que no había podido despedirse.

El estampido de un disparo rompió el rítmico crujido de sus botas.

Fue hasta la puerta y escuchó: el sonido había levantado ecos por los ondulados tejados de Antzu. Era la inolvidable réplica de un BK. Manoseó nervioso la visera de un gorra.

Oyó un segundo disparo… seguido por toda una andanada.

—No puede tener nada que ver con Madeleine —dijo Tünscher.

—Seguramente tienes razón —admitió Burton, aunque consciente del nudo que tenía en el estómago.

Empuñó su Beretta, bajó los escalones hasta la calle y empezó a caminar en dirección al tiroteo.

No tardó en correr a toda velocidad.