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Madagaskar, 7 de febrero, 21:00 horas

—¡Empuja, judía! ¡Vamos!

La enfermera llevaba un uniforme de color tostado y negros guantes de goma hasta el codo. Patrullando la sala tras ella circulaba un obstetra de las SS, parodia de un marido nervioso que no deja de mirar su reloj mientras pasea arriba y abajo. Tenía las espesas cejas rubias y la sonrisa de un escorpión. Fuera, el cielo nocturno gruñía y gorgoteaba emitiendo truenos.

«¿Por qué me has hecho esto, Burton?».

Madeleine seguía repitiéndose la pregunta una y otra vez. Sus labios se movían, pero no emitían ningún sonido. Las contracciones eran más frecuentes, cada veinticinco segundos. Contaba los intervalos, tal como le habían enseñado cuando dio a luz a Alice. Fue en Harley Street, pero allí contaba con abundante clorhidrato de petidina, el sol se colaba a través de las ventanas y había jarrones preparados para los ramos de flores. Jared esperaba tranquilamente sentado.

Ahora estaba en una larga sala de hospital llena de camastros vacíos, con paredes blancas desnudas y suelo de cemento. Sobre la entrada colgaba una insignia, con la calavera y la palmera grabadas en el caparazón de una tortuga. El símbolo de las SS africanas. Madeleine estaba desnuda, bañada en sudor, aunque el ambiente era gélido debido al aire acondicionado. El colchón era lo bastante fino como para sentir los muelles que se le clavaban en la espalda y las sábanas eran de plástico. Cada vez que respiraba, el olor del antiséptico le inundaba la nariz.

—¡Empuja! —insistió la enfermera entre sus piernas abiertas—. Empuja y podremos irnos a casa.

¿Por qué Burton no le había hecho caso? ¿Por qué no se había quedado con ella en lugar de desaparecer en África? ¿Por qué había escogido a Hochburg y no a ella? Sentía vergüenza de su indignación, pero se aferraba a ella.

Madeleine se había despertado aquella mañana en Antzu, su nuevo hogar en Madagaskar, con un hormigueo de excitación y una entumecida sensación de temor. Sentía el cuerpo distendido y desbloqueado, sabía que el bebé nacería ese mismo día. Rompió aguas a las dos de la tarde y tuvo que caminar pesadamente bajo la lluvia y el barro hasta el hospital. Era un viejo almacén de arroz reacondicionado, pero demasiado pequeño para separar secciones como la de Maternidad. A Madeleine le dieron una cama en una sala contigua a la de los tuberculosos. Un anciano doctor y una comadrona le examinaron el vientre y después colocaron una harapienta cortina alrededor de la cama. Ella captó los susurros que intercambiaban:

—Tenemos que decírselo a las SS —decía el médico. Su voz era descarnada, frágil.

—No es ético —respondió la comadrona.

—Si no lo hacemos, nos trasladarán a un grupo de trabajo. O algo peor.

—¿Cómo van a descubrirlo?

El médico dejó escapar una risa amarga.

—Mire lo llena que está la sala. ¿Quién no se chivaría a cambio de un trozo de carne y un saquito extra de arroz?

—¿Cree que ella lo sabe?

—No. Y mejor que no se entere.

—¿Hay algún problema? —preguntó Madeleine.

Cualquiera que fuera la vida que le esperase en Madagaskar, necesitaba a la criatura. En los meses pasados desde que había llegado a la isla, no había dejado de hablar con su hijo nonato como si fuera el propio Burton, eso aliviaba las privaciones y el temor que no le dejaban dormir. Incluso aquella apestosa humedad era más fácil de soportar si la compartía; como el dolor que sintió en el corazón cuando vio una pareja caminar fatigosamente por las calles con la cabeza baja, hambrientos pero capaces de abrazarse mutuamente. El pequeño corazón que latía en su interior era el único lazo tangible que le quedaba con Burton. Necesitaba tocarlo, olerlo, abrazarlo.

La conversación al otro lado de la cortina se reanudó entre susurros.

—No quiero dejarla en manos de esos carniceros de las SS —dijo la comadrona.

—Tengo que pensar en mi familia, en mis pacientes.

Se produjo una larga pausa antes de que la comadrona volviese a hablar. Su tono era incómodo y pragmático, el mismo tono que se oía en toda Antzu.

—Está bien, pero yo no quiero saber nada.

—Yo haré la llamada, así tu conciencia quedará limpia.

Madeleine se quedó sola, deseando poder entrelazar sus dedos con los de Burton. Cada vez que pensaba en él, las lágrimas fluían incontrolables de sus ojos. Estaban en la estación de las lluvias y el techo resonaba. Era de chapa ondulada, y las lagartijas entraban y salían por los agujeros del revestimiento. Madeleine tenía pánico de que le cayera encima una y le recorriera el estómago con sus pegajosas patitas. Podía sentir las contracciones aumentar en velocidad e intensidad. El dolor era cada vez más agudo.

Pasó una hora antes de que oyera ruido de pasos. El silencio reinó en la sala y alguien corrió la cortina.

Apareció el médico de las SS, con su gorra y un goteante abrigo blanco. Le ofreció su sonrisa de escorpión y le acarició el abdomen. Sus dedos eran blandos y cálidos, y llevaba las uñas cuidadas de manicura como las de Jared. Su contacto tenía una cualidad acerada, como si estuviera moldeando arcilla. Le abrió las piernas. Madeleine intentó resistirse, pero tenía demasiada fuerza. Los dedos volvieron a sondearla. Tras él se encontraban dos ordenanzas judías sin atreverse a mirar. Él chasqueó los dedos y colocaron a Madeleine en una camilla, la ataron a ella y la sacaron de la sala.

—Lo siento —le dijo la comadrona cuando pasaron junto a ella.

—Tendrá el mejor tratamiento —le contestó el médico de las SS apartándole la mano.

En la plaza frente al hospital, donde filas de pacientes esperaban ver a un médico, los esperaba un helicóptero. Sus rotores empezaron a girar mientras se acercaban.

El pánico se apoderó de Madeleine.

—¡No! ¡Devolvedme a la sala! —gritó, luchando con las correas.

El toque de queda en Antzu era a las ocho. Cuando oscurecía, sus habitantes se reunían para intercambiar noticias y rumores, mejor cuanto más macabros, especialmente en el Sector Este. Los hombres y las mujeres demasiado viejos para trabajar maldecían entre los bloques de piedra de los tsingy de los barrancos. A los judíos rumanos los obligaban a beber agua de mar hasta que les ardía el estómago. Le recordaban a Madeleine los meses pasados en Viena tras la toma de poder de los nazis y las historias que Abner, su hermano menor, solía contarle. Él trataba de tranquilizarla, le decía que no importaba lo desagradable que se hubiera vuelto su vida porque la situación empeoraba en todas partes y solo podían contar con ellos mismos. Atemorizarlos era la forma que utilizaba Abner para sentirse más seguro. Ella imaginaba su destino como un ejemplo admonitorio: una mujer embarazada ascendiendo a una montaña y gritando al aire como si fuera un experimento de las SS; o puede que solo su diversión.

Mientras el helicóptero ascendía entre las nubes, empezó a hiperventilar, y a abrir y cerrar las manos compulsivamente como si estuviera teniendo un ataque. El médico se inclinó sobre ella con una aguja hipodérmica en las manos. Madeleine sintió un pinchazo en el hombro y el mundo se tornó borroso. Esperó hundirse en la nada, pero, en vez de eso, planeó sobre la inconsciencia viendo pasar las verdes colinas.

—¡Empuja, judía! ¡Vamos!

La enfermera de las SS parecía enfadarse cada vez más. A su lado, una Blutsschwester —una «hermana de sangre»— intentaba no perder el equilibrio.

Madeleine jadeaba, pero el dolor aumentaba con cada jadeo. Alzó la cara como le habían enseñado. Sobre ella vertían su brillo duros haces de luz.

—¡Empuja!

El médico sondeó entre sus piernas.

—Puede que todavía tarde un poco, avisadme cuando aparezca la cabeza —le ordenó a la enfermera antes de dirigirse hacia la puerta.

—Por favor, Herr doctor —rogó la Blutsschwester yendo tras él—. Tiene que darle algo para el dolor.

El médico clavó la vista en ella. La mujer agachó la cabeza atemorizada, estrujando el delantal entre las manos. Las Blutsschwester, con sus zuecos y sus brazaletes con la estrella de David, eran sirvientas de baja categoría. Su tarea era recoger y limpiar los fluidos que ningún alemán quería tocar. Él sopesó sus palabras y le ordenó que lo siguiera. Volvió diez minutos después con una taza de agua y un puñado de pastillas. Ayudó a Madeleine a sentarse en la camilla.

—Aspirinas —le susurró la Blutsschwester al oído.

Madeleine tragó las pastillas con ayuda del agua caliente, mientras la enfermera la observaba con las manos en las caderas.

—Yo tuve a mis tres hijos tal como quiso la naturaleza —dijo con desprecio—. Con dolor y sangre. El deber de una madre es sobrevivir al parto, igual que el deber de un hombre es sobrevivir al campo de batalla.

Las contracciones eran ya incesantes, demasiado rápidas para distinguir las pausas.

Fuera volvía a llover. Madeleine se concentró en la granja, imaginándose acurrucada en los brazos de Burton mientras la lluvia azotaba las ventanas, en el dormitorio seco aunque oliera a humedad, en la sensación de seguridad que le daba la cercanía de su cuerpo. Allí encontraba su propio santuario, no en los grandes tratados de paz de las naciones o en las promesas de las comunidades. Había visto demasiado —Viena, Londres, Auntz ahora— para creer en ninguna ilusión. Todo lo que siempre había necesitado eran unos cuantos ladrillos, un techo y la calidez de la piel de alguien que amara la vida de la misma forma que ella. ¡Los dos habían planeado tantas cosas para el futuro! ¿Cómo podía haberla abandonado?

Madeleine arqueó la espalda y gritó. El niño estaba abandonando su protección.

La enfermera le mantuvo las piernas abiertas. Por encima de su hombro podía ver el rostro ansioso de la Blutsschwester.

—¡Empuja, judía! ¡Empuja!

Madeleine empujó. Rugió. Volvió a empujar. Una agonía como nunca había sufrido.

La enfermera dio un estirón.

—Ya viene —exclamó, torciendo la boca. Su labio inferior era gordo y brillante. Le dijo a la Blutsschwester que permaneciera atenta y se dirigió hacia el teléfono de la pared para marcar una extensión.

La Blutsschwester hundió los dedos en el pelo de Madeleine.

—Lo estás haciendo muy bien. Sigue así —susurró. Tenía la piel reseca y el pelo gris. A Madeleine le recordaba una camarera del café Herrenhof al que solía ir todos los viernes con su familia cuando era niña para tomar café y pasteles. Ahora, tal normalidad distaba mucho de parecer posible.

Madeleine apretó los dientes, tensó los músculos de la cara y empujó con un esfuerzo que la dejó agotada.

La enfermera colgó el teléfono.

—No responden —le dijo a la Blutsschwester—. Tengo que avisar al médico.

—Date toda la prisa que puedas —susurró ella cuando se quedaron solas—. Antes de que vuelvan.

Madeleine no la escuchaba, solo era consciente de su desgarro interno. Tragó saliva, aspiró todo el aire que pudo y lo soltó hasta que sintió que se le tensaba la columna vertebral. Volvió a gritar como lo hizo cuando Russell y Lyall la arrastraron por las neblinosas calles de Londres, conmocionada por la inmensidad de la muerte de Burton.

—Ya asoma la cabeza —anunció la Blutsschwester.

Una última contracción y el bebé se liberó.

La lluvia seguía golpeando las ventanas, un sonido exagerado y salvaje contra el silencio.

La Blutsschwester levantó la vista y cerró los ojos. Ahora que el dolor había cesado, recorrieron el cuerpo de Madeleine unos escalofríos de alivio y con ellos llegó un creciente pánico por el silencio reinante. La Blutsschwester levantó una masa carnosa de entre sus piernas. Tras una tos provocada, la criatura empezó a llorar.

Madeleine dejó escapar un suspiro tembloroso y a la vez gozoso. Sus músculos estaban doloridos y agotados, pero pudo sentarse a pesar de todo y miró detenidamente al bebé. ¿Era niño o niña?

Cuando la comadrona le presentó a Alice, una sensación de haber fallado se apoderó de Madeleine. Aunque Jared nunca lo había mencionado, sabía que quería un hijo. Al apartar la tela que envolvía al bebé, él enarcó las cejas en una expresión indescriptible. Ella pasó mucho tiempo preguntándose por el significado de aquella expresión antes de comprender que era de alivio. Alivio por no verse ante un macho que pudiera disputarle su posición en el futuro.

—¿Niño o niña? —preguntó Madeleine.

La Blutsschwester ató el cordón umbilical del recién nacido, lo cortó con unas tijeras y buscó una manta. Lo envolvió y le enseñó el paquete a Madeleine.

Tenía un rostro perfecto; manchado de sangre, pero hermoso. Se retorcía, gritaba, vivía. Madeleine pudo ver a Burton en sus rasgos, en su expresión cuando dormitaba en el huerto tras un día de trabajo, cuando los últimos rayos de sol bañaban su piel y el sueño lo liberaba de los problemas. Movió un dedo para seguir la nariz del bebé. Quería besarlo y aspirar el bendito aroma de su piel. Abrió los brazos para recibir al bebé.

Un espasmo contrajo el cuerpo de Madeleine, como si una corriente eléctrica le arquease la columna vertebral.

La Blutsschwester se llevó el paquete con los ojos llenos de lágrimas.

—Perdóname —balbuceó—. Perdóname.

Otra contracción.

La enfermera cogió el bebé, lo dejó a los pies de la cama y empezó a ahogarlo. El llanto del bebé quedó sofocado por la manta.

—¿Qué está haciendo? —gritó Madeleine. Luchó por sentarse, pero otra ola de dolor le atravesó el abdomen.

—Es lo mejor —aseguró la Blutsschwester—. Confía en mí.

Madeleine miró alrededor, buscando algo que le sirviera para detener a la enfermera, y sus dedos rozaron la taza que se hallaba sobre el armarito junto a su cama. La otra dudó, susurró nuevamente cuánto lo sentía y apretó más fuerte, casi enterrando el bebé en el colchón. Una furia terrorífica, apabullante, inundó a Madeleine. Alzó la taza y la lanzó con todas sus fuerzas contra la cabeza de la enfermera. Le impactó en la ceja y le abrió una herida. Cayó hacia atrás y Madeleine aprovechó el momento para recoger a su hijo y estrecharlo contra su pecho.

Abrió la manta y se encontró con un rostro aplastado y unos ojos hundidos. Madeleine le sopló suavemente en la boca. El bebé tosió y empezó a llorar de nuevo.

Otro espasmo.

Después de parir a Alice, el dolor había cesado casi de inmediato y la había dejado con una agotadora euforia. Ahora debía de tener alguna herida interna.

—Me duele mucho —dijo, esperando poder aplacar a la mujer que estaba en el suelo.

La Blutsschwester se puso en pie. Se tambaleó hasta la cama e intentó arrancarle el bebé de las manos. Madeleine le clavó las uñas en la cara, negándose a entregárselo. Vio a Burton entrando por la puerta de la granja aquella última mañana, sus hombros oscuros recortados contra el cielo de coral. «Nunca grites “socorro”, la gente no te hará caso, pero si gritas “fuego”…», le dijo una vez.

Feuer! —aulló Madeleine—. Feuer!

—¡Chsss! Solo intento ayudarte —siseó la enfermera, acercando su rostro al de Madeleine—. Tienes que arrebatárselo y esta es la mejor forma.

—¡Aléjate de mí! —gritó Madeleine empujándola con un brazo, mientras protegía al bebé con el otro.

—No lo entiendes. Se lo llevarán como se llevaron a los míos. —La sangre resbalaba por su sien y le ennegrecía la oreja; sus ojos llenos de ferocidad—. Les hacen cosas terribles, aquí, en el hospital. Experimentos.

Del pasillo llegó una cacofonía de sonidos: gritos, portazos, pisadas…

—No dejes que sufran —insistió la enfermera. Extendió los brazos para que le entregase el bebé—. Concédeles la muerte de una madre. A los dos.

—¿Qué?

—Estás teniendo gemelos. Por eso les interesan a las SS…

El obstetra entró en tromba, seguido de una multitud de enfermeras y guardias. Se acercó a la Blutsschwester con su bata blanca flameando y la apartó de Madeleine.

—Lleváosla de aquí.

—La muerte de una madre, no la suya. La de una madre… —repetía mientras la arrastraban por la sala.

Desapareció por la puerta sin dejar de gritar. Un segundo después se oyó un golpe y dejó de oírse su voz.

—Está trastornada, no le haga caso —dijo el médico, antes de examinarla cuidadosamente—. Su segundo hijo está a punto, no se preocupe. Siga empujando como hacía antes. Todo saldrá bien, Madeleine.

Su voz era aterciopelada; su olor, penetrante por el exceso de café.

Ella no podía recordar la última vez que alguien la había llamado por su nombre. El agotamiento empezaba a oscurecerle la visión. Su cuerpo quería expulsar el segundo bebé y perder la consciencia. La enfermera de las SS tomó al recién nacido de sus brazos y Madeleine no tuvo fuerzas para resistirse.

—Llevaremos a su hijo a una cuna —explicó el médico con una sonrisa—. Y tenemos espacio para el otro. Siga empujando.

Las enfermeras la rodearon. La tocaban manos como tentáculos, la manoseaban.

Ella volvió a tensarse; le pareció que la nuca solo era un cúmulo de tendones.

Y otra vez.

Madeleine sintió que su cuerpo se abría, se partía; siguió una enfermiza sensación de vacío. Los gritos del segundo bebé inundaron la sala, mientras el médico cortaba el enlace entre madre e hijo y le enseñaba el bebé para que Madeleine lo viera. Otra cara perfecta. El fantasma de Burton volvía a guiñarle el ojo.

—Parecen fuertes. Sanos —observó el obstetra. Ahora, sus palabras tenían un ritmo mecánico—. Las condiciones de que disponemos aquí suelen atrofiar los fetos muy a menudo. Es una rara oportunidad.

El segundo bebé desapareció de la vista de Madeleine. Oyó el llanto de los dos, el rechinar de ruedas cuando una enfermera se llevó la cuna.

—¿Adónde los lleváis? —preguntó Madeleine. Se sentía volátil, mareada.

—Tenemos instalaciones especiales —explicó el médico—. Son los mejores especímenes que he tenido en mucho tiempo. Pero tú volverás a Antzu.

Escoltó la cuna por la sala. Cuando abrió la puerta, entró una ráfaga de aire que hizo balancearse las luces del techo, cortando el llanto de los bebés. Cuando volvió a oírlo ya se perdía por el pasillo.

Madeleine sacó los pies de la cama dispuesta a seguirlos. Había sangre en el suelo y la huella de una bota en ella. Una mano la obligó a tumbarse de nuevo. Las correas se cerraron sobre sus muñecas y tobillos.

El sonido de los lloros seguía levantando ecos en la sala, pero cada vez más distantes. Una puerta se abrió y se cerró ahogándolos un poco más. El momento en que acabaran ahogados por el silencio sería demasiado para poder soportarlo.

Luchó por sentarse. Sus miembros luchaban contra las correas con tal ferocidad que las enfermeras se apartaron. Los músculos del estómago cedieron ante el esfuerzo, pero ella apenas lo notó. Algo puntiagudo se hincó en su hombro. Una esponja fría exploró entre sus piernas. Olió a antiséptico.

Madeleine se dejó caer sobre las sábanas de plástico y se quedó en silencio un segundo. Las luces le quemaban los ojos. Entonces abrió la boca y gritó. Gritó hasta que se quedó sin aire.