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Mandritsara, 21 de abril, 03:20 horas

—No tenemos por qué hacer esto.

—Entremos y salgamos mientras podamos —replicó Madeleine secamente.

—¿Cómo puedes decir eso? —Intentó volver a cogerle la mano—. No pueden haber sobrevivido, Maddie. No hay nada que podamos hacer.

—Son tus hijos.

—No ha sido culpa tuya.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que hago esto para no sentirme culpable? —Su tono era firme—. Están vivos, lo sé.

Burton negó tristemente con la cabeza.

—No es posible.

—¿Creías que yo estaba viva?

—Sí.

—Pero no lo sabías seguro; podía haberme pasado cualquier cosa. ¿Por qué viniste a buscarme?

—Creí… creí en ti.

—Lo mismo que pienso yo. Es algo más que una simple esperanza. Sé que están ahí abajo, Burton. Que están esperándome.

Abner intervino en la discusión.

—Dejad que vaya yo.

Estaban acuclillados entre la maleza al socaire de una colina. A su alrededor se extendía el bosque que rodeaba el hospital. Habían añadido nuevos eucaliptos a los árboles habituales; la mayoría de los nuevos ya habían arraigado, pero también podían verse otros más jóvenes sostenidos por estacas. Burton planeó hacer lo mismo en la granja, reforzar el límite sur del prado con más árboles para conseguir más intimidad en la casa. No corría la brisa, y por culpa del calor húmedo tenían las caras empapadas de sudor. A través de los troncos se filtraban rayos de luz procedentes del hospital.

—Son nuestros hijos —dijo Madeleine—. Tú no deberías arriesgarte.

—Las posibilidades de que nos descubran son menores si solo va uno de nosotros —replicó Abner, arañando el suelo cubierto de hojas, sin atreverse a mirarla a los ojos—. Para compensar mi comportamiento anterior, Leni.

Burton creyó que también pretendía darles tiempo para estar a solas y se lo agradeció mentalmente. Desde que se reunieron, habían estado siempre con alguien más, sin oportunidad de hablar en privado de todo lo que necesitaban. La febril felicidad de las primeras horas había dado paso a la confusión y a los reproches. Pensó en la propuesta del hermano de Madeleine.

—Si me descubren, alejaos de aquí —añadió Abner.

—Llévatela —dijo Burton, ofreciéndole su Beretta.

Abner se negó a aceptarla.

—Buscaré una entrada. Si la encuentro, volveré. —Se arriesgó a mirar a su hermana—. Burton tiene razón, ¿sabes? Deberías salir de aquí mientras puedas. Todos deberíamos hacerlo.

Se marchó antes de que ella pudiera responder.

Lo vieron deslizarse por la pendiente y desaparecer entre los árboles, silenciando los insectos a su paso. Poco a poco los chasquidos y los zumbidos fueron retornando, envolviéndolos en una algarabía incesante. Más allá, a lo largo del valle, Burton sintió una creciente presión de movimientos y fuerzas invisibles, como le ocurrió en Dunquerque, cuando esperaban los tanques de Guderian. Según Abner, llegaba de la Reserva Sofía. Podían oír en la distancia el sonido de los helicópteros y algún pitido ocasional de un tren. Madeleine contempló el hospital a través de los árboles con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre. Él deseaba tocarla, estrechar su cuerpo contra el suyo, sentir la calidez de su aliento.

—Nunca imaginé que nuestro reencuentro sería así —dijo finalmente.

—Yo tampoco.

—¿Cómo te lo imaginabas?

—Creía que habías muerto, Burton. Te lloré, pero luego intenté olvidarte. Era la única forma de sobrevivir.

De nuevo el silencio entre ellos.

—¿Comprendes por qué no quería venir aquí? —Procuró ser lo más amable posible—. Yo también quisiera salvarlos, pero creo que están muertos.

—Circulaban historias sobre que mantenían a la gente viva para experimentar con ella.

—Bien, supongamos que siguen vivos y supongamos que Abner encuentra una forma de entrar. No dejarán que nos los llevemos. Si nos descubren en el hospital, se acabó. —Le apretó cariñosamente la mano—. Todo lo que quiero es salir de esta isla y que vivamos juntos. Podemos tener más hijos.

Se dio cuenta inmediatamente de que acababa de decir una estupidez.

—¿Recuerdas nuestra última noche en la granja, cuando me hablaste de Hochburg? Ambos sabíamos que no debías ir al Kongo, pero me dijiste que la única forma de afrontar el futuro era dejar atrás el pasado. Por eso estoy aquí.

—Me equivocaba.

—Entonces, deja que me equivoque yo también.

Una vez más se impuso el silencio, hasta que ella añadió:

—Lo vi. Vi a Hochburg en Antzu. Es más calvo de lo que imaginaba. —Intercambiaron una incómoda sonrisa—. Intenté ajustar cuentas con él.

En el interior de Burton lucharon el orgullo y la vergüenza; y un calor que le nacía en el pecho ascendió hasta su garganta, ardiente como un vómito.

—¿Puede la vida ser siempre la misma? —Estaba anonadado por la profundidad del pesar de ella.

Madeleine no respondió inmediatamente. Se estremeció a pesar de la calidez de la noche.

—Hubo un tiempo en que pensé que nunca volvería a ser feliz. Pero nos conocimos, encontramos la granja e hicimos planes.

—Nunca podremos volver a aquel punto.

—Quiero vivir en las montañas o en el desierto, no importa, siempre que sea un lugar seco. Estoy harta de tanta exuberancia, de tanta humedad. Siento que hasta mis huesos están empapados.

Burton recordó la descripción que Patrick había hecho de su casa en Las Cruces, Nuevo México, del calcinante sol y de las distantes cumbres.

—Vayamos a América.

—Esa es una frase simbólica para los Vainillas. Aquí significa algo diferente.

—Conozco un lugar donde nadie nos encontrará.

—¿Exiliarnos?

—Volver a empezar. Un nuevo hogar.

En la mente de Burton se aglomeraron recuerdos al azar. Pensó en los primeros días de sus encuentros en la playa de Suffolk, cuando estaba desesperado por que Madeleine enlazara el brazo con el suyo y se apoyase en él. No lo movía el deseo, entonces no, sino la soledad, la urgencia de compartir una agradable intimidad con ella. Se dio cuenta de que ahora eran iguales, dos personas rotas que se habían recompuesto juntas pero que nunca volverían a ser tan fuertes como antes. Ambos necesitaban a alguien que conociera sus puntos débiles, las invisibles fisuras acumuladas con el paso de los años.

Madeleine temblaba más violentamente que antes, como si fuera incapaz de controlarse. Burton no sabía si era por el frío o por el miedo ante lo que les esperaba en el hospital. Se acercó más a ella, hasta que se tocaron los muslos. Le asaltó otro recuerdo.

—¿Te acuerdas de los pretzels que comíamos en el Tiergarten? —preguntó. Él casi podía olerlos—. ¿Y el algodón de azúcar? ¿Y las almendras recubiertas de miel?

—Calla. Estoy famélica.

Habían estado paseando por el Tiergarten, el parque más grande de Germania, situado entre el Gran Auditorio y el palacio del Führer. Exploraron las casetas que vendían tentempiés y vieron a los acróbatas y a los hombres de caras enrojecidas tocando la tuba. Los nervios fueron haciendo presa en Burton toda la tarde. Habían prometido hablar sobre su futuro —la eterna pregunta de los amantes: «¿y ahora qué?»—, pero ninguno de ellos se atrevía a abordar el tema. Burton ya estaba seguro de que aquello no era una simple aventura, pero no sabía si Madeleine estaría dispuesta a dejar a su marido.

Ahora, descansando entre los matorrales de Mandritsara, él experimentaba la misma sensación de incertidumbre que entonces. Pasó el brazo por los hombros de Madeleine; dudó un momento, pero terminó por acercarse lentamente. Ella ya no olía como él recordaba y su cuerpo era todo huesos, le daba la impresión de estar abrazando un saco con un esqueleto dentro. Sintió la amenaza de unas lágrimas que nunca llegaban al recordar la tensa, firme, excitante carne de su cuerpo. Ella se libró de su abrazo, cogió su brazo herido y recorrió las marcas con los dedos.

—Enséñame tu tatuaje —pidió Burton, queriendo ver sus cicatrices.

—No tengo ninguno.

—¿Por qué no?

—Cuando llegué, pasé muy deprisa por los trámites obligatorios. Creo que no le importaba a nadie. —Examinó los pliegues de piel donde terminaba su brazo—. ¿Me contarás algún día lo que te pasó?

Él intentó esconder el muñón.

—Alice me dijo que no te gustaría.

—Es un milagro que aún pueda tener todo el resto de ti —acarició la punta del muñón. Él nunca se había sentido tan desfigurado—. ¿Cómo estaba Elli?

—Te añoraba. Le prometí que te llevaría de vuelta con ella.

—¿Cómo vamos a poder alejarla de él?

Una vez más quiso decirle que era imposible, rescatar a Alice, salvar a los gemelos, pero no le quedaban fuerzas para hacerlo.

—No lo sé.

—El barco de Salois.

—Hay otras formas de salir de la isla.

—Cranley estará allí. Lo esperaremos. Lo mataremos.

—La venganza es vanidad —replicó Burton, recordando las palabras de su tía—. Mira dónde me ha conducido.

—Es la única forma. No soporto la idea de imaginarlo en Inglaterra, en su casa. Sano, salvo y próspero. Tenemos que impedirlo como sea.

Creyó que había perdido la razón, pero al mirarla a los ojos se dio cuenta de que estaba en sus cabales. Como lo estaba él cuando decidió ir al Kongo para matar a Hochburg. Su piel tenía un tinte cobrizo. Notó pequeñas arrugas alrededor de los ojos y de los labios que no estaban antes. Burton le había contado más cosas de su vida a ella que a cualquier otra persona, pero seguía habiendo experiencias sobre las que no le había contado nada. No tenía necesidad de repetir ahora y allí todas las crueldades que había presenciado. Comprendía que Madeleine había visto y vivido cosas que nunca compartiría. Eran más parecidos que nunca.

—¿Por qué sonríes? —preguntó ella.

Retiró el muñón de sus manos y lo pasó por su cintura, atrayéndola hacia él.

—Por el futuro.

La respiración de Madeleine era superficial, pero su rostro parecía relajado. Cayó en un sueño profundo, como si estuviera agotada por haber escalado una montaña. Burton repasó sus cejas con un dedo. Eran oscuras y densas, muy distintas de las líneas depiladas que recordaba. De las cejas, sus dedos pasaron a los mechones de pelo.

—Ahora tienes el corte de pelo de un soldado —susurró.

Su cabello era débil y quebradizo. No importaba cuánto daño hubiera sufrido Burton en el cuerpo, siempre se reponía en cuanto se iba de África. El aire de ese continente era nocivo y envenenaba a todo aquel que lo respiraba; creía que todas las enfermedades del mundo se concentraban en cada aliento.

Dejó que Madeleine durmiera hasta que la ansiedad hizo presa en él. La energía que le había transmitido el encuentro con Salois, un compañero legionario, se había agotado. El cielo mostraba los primeros signos del amanecer. Despertó a Madeleine con ternura. Ella abrió los ojos, le palpó la cara para convencerse de que no era un sueño y lo besó. Una ráfaga de viento se filtró entre los árboles y provocó que las hojas susurraran.

—Abner está tardando demasiado —dijo él.

—¿Y si lo han descubierto?

—Nos hubiéramos enterado.

—¿Qué hacemos?

—Echemos un vistazo.

Descendieron por el bosque siguiendo el mismo sendero de Abner hasta el límite de los árboles. Vieron una carretera y una verja que los separaba de los terrenos del hospital. En la cima de la colina más lejana se adivinaba un Totenburg. Sus cuatro columnas parecían vigilar el valle.

—No puede haber entrado por aquí —dijo Burton.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucha. —En el aire flotaba un zumbido constante—. La verja está electrificada.

Volvieron de nuevo entre los árboles y siguieron la carretera hasta la entrada principal. Consistía en una puerta de hierro con un puesto de ametralladoras a cada lado y una garita, todo bien iluminado.

—¿Dónde están los centinelas? —susurró Madeleine.

La entrada estaba desierta.

Esperaron varios minutos por si aparecía alguien. Nada. Llegaba un débil olor a quemado desde la Reserva Sofía. El constante trasiego de helicópteros se había reducido a vuelos de reconocimiento intermitentes.

Burton empuñó su Beretta.

—Espérame aquí —dijo. Y corrió por la carretera, esperando que un foco lo iluminara en cualquier momento. Al aproximarse a la puerta redujo la velocidad, se irguió y caminó con la chulería de Tünscher. No se encontró con nadie. En la garita había un teléfono, que supuso conectado con el edificio principal. Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja. La línea parecía muerta. Pensó en lo que Patrick solía decir en situaciones similares: «Esto es raro de cojones».

Madeleine apareció en la puerta.

—¿Algo?

Él negó con la cabeza.

—Quizás han evacuado el hospital por la rebelión.

La carretera seguía varios cientos de metros hasta la fachada del hospital. A medio camino había otra barrera. Torres de guardia con focos punteaban todo el perímetro de la ralla. Al lado del teléfono vieron algunas tazas esmaltadas. Burton cogió dos, se asomó a la ventana de la garita y las lanzó al aire.

Se estrellaron contra el suelo estrepitosamente. Los focos siguieron apagados.

Madeleine salió de la caseta y corrió hacia el hospital. Burton la siguió.

—Los gemelos podrían estar ahí —dijo llena de entusiasmo—. A lo mejor podemos cogerlos y marcharnos antes de que nadie se entere.

—Pero ¿dónde está Abner?

En vez de responder, ella aceleró la carrera. Burton hizo lo mismo y se situó delante. Un gesto inútil, ya que podían atacarlos desde cualquier parte.

El hospital estaba construido con bloques de piedra de color rojizo, extraídos de una cantera local. Consistía en un edificio central de dos pisos con un techo de estilo pagoda, sostenido por columnas de ladrillos. Tras él se veían docenas de otros edificios conectados por pasajes cubiertos, como si el complejo hubiera ido creciendo sin un diseño preconcebido. La parte superior de unas palmeras sobresalían de algunos tejados, lo que indicaba que había patios interiores. Burton supuso que aquel lugar era considerablemente mayor de lo que parecía desde el lugar donde se encontraban. En la parte trasera del complejo destacaban una antena de radio y un par de chimeneas.

—¿Recuerdas algo de esto? —le preguntó a Madeleine.

—No. Me trajeron en helicóptero. Cuando me sacaron, ya nada me importaba.

Aparcado frente a la entrada encontraron un Mercedes Geländewagen sin chófer. Burton miró el interior. Tenía espacio para seis pasajeros y en la parte trasera había una cuna vacía.

Las luces eran el único indicio de que el edificio no estaba abandonado. Llegaron a la puerta principal y Burton le quitó el seguro a la Beretta. Deseó más que nunca tener la familiar empuñadura de su Browning, que era tanto su amuleto como su arma. Abrió la puerta poco a poco con el pie y entraron en el vestíbulo, un espacio que servía de esclusa para mantener el fresco ambiente del interior resguardado del calor exterior. Allí había una oficina donde el personal y los visitantes firmaban entradas y salidas, y el obligatorio retrato de Himmler. Enfrente tenían un par de puertas dobles.

Madeleine las empujó. Se movieron unos centímetros, pero entonces se bloquearon. Volvió a intentar abrir las puertas pero no tenía la fuerza suficiente. Burton arrimó el hombro y entre ambos consiguieron moverlas lo suficiente como para que él pudiera deslizarse al interior.

—¿Ves algo? —preguntó Madeleine.

Burton se encontró en un largo pasillo blanco. Un mazazo de refrigeración. Contuvo la respiración. La entrada estaba bloqueada por un montón de cadáveres. Doctores, enfermeras y guardias, apilados unos encima de otros, todos agarrándose la garganta con las manos.