38
La discusión con Abner le había robado a Madeleine toda la energía que le quedaba. Comprendía que quisiera mantenerla a salvo, pero creía que no necesitaba su protección. Era una actitud egoísta, un deseo de probarse a sí misma. La única persona que le había hecho sentirse a salvo era Burton.
Madeleine cerró la puerta y aseguró el pestillo lo mejor que pudo. El aire estaba saturado de un olor de tierra, de humedad. Estaba sola por primera vez en muchos meses. En el matadero habría dado lo que fuera por disfrutar de unos momentos de soledad; ahora, el silencio le parecía ensordecedor. Su casa, a pesar del lujo que se le suponía a Boriziny, consistía en una sola habitación, con una separación en la parte trasera que escondía unos cubos y un agujero donde ponerse en cuclillas; el agua llegaba de una tubería procedente de la calle. Las paredes, pintadas de un rojo coral por su anterior ocupante, estaban desmoronándose y los toscos tablones del suelo los cubrían hojas de platanero a modo de estera. El único mobiliario era una cama, una cuna improvisada con una caja y una segunda caja que usaba como mesa. Una idea acudió a su mente: que su hermano la había engañado llevándola hasta allí. Madeleine se sentó en la cama y el armazón crujió como si fuera a partirse.
Quizá su animadversión hacia Abner se debía a que tenía razón. Ella no tenía espíritu guerrero. Si quería reunirse con los gemelos, debía ir inmediatamente a Mandritsara. Contempló la cuna conteniendo un sollozo.
—Estoy demasiado cansada —dijo en voz alta para romper el silencio—. Necesito descansar… solo unos minutos. Perdonadme.
No sabía si les hablaba a los bebés, a Burton, o a sí misma. El azúcar del pastel de miel, tan vigorizante hacía un momento, recorría su sangre y hacía que le latiera el corazón. En su interior iba cuajando una sensación de desesperanza: encontrar a los gemelos iba a ser imposible; además, nunca podrían salir de la isla. Y aunque algún día llegara a encontrarse frente a Cranley, seguramente podría derribarla de un manotazo como si estuviera ahuyentando un olor desagradable. Quería culpar a alguien: a Burton por su temeridad, a su marido por exiliarla, a Hochburg… De no ser por Hochburg, Burton nunca habría ido al Kongo. Madeleine pensó en las semanas que pasó esperando que volviera de África. Más de una vez había estado a punto de coger a Alice y huir. ¿Por qué fue tan idiota de quedarse?
Tras sus ojos sentía como si la cara se le estuviera desmigajando. Era el agotamiento. Burton solía decirle: «Nunca pienses cuando estés cansada porque el mundo te parecerá muy negro». Necesitaba calmarse, dormir un poco. Aquellas descascarilladas paredes rosadas habían protegido a sus hijos durante el embarazo; estando allí no le había ocurrido nada malo.
Madeleine se quitó la bota izquierda antes de enfrentarse al nudo de los cordones de la derecha. Las uñas, romas y reblandecidas por la lluvia, no le servían de nada. Pensó en usar el cuchillo, pero el cordón era demasiado valioso para cortarlo.
La segunda vez que se encontró con Burton Cole también luchaba con un nudo. Fue en agosto de 1949, un día luminoso en la costa. Más tarde se daría cuenta de que todos los acontecimientos importantes de su vida, la huida de Viena, su encuentro con Jared, el nacimiento de Alice, tuvieron lugar cuando el año empezaba a cambiar. Aquella vez, Madeleine caminaba por la playa llena de guijarros como solía hacer casi todos los días que estaba en Suffolk. Podía perderse por aquel paisaje desierto en todas direcciones, a excepción de alguna vela solitaria en alta mar; hacia el interior solo había dunas y marjales. Iba vestida con la última moda para hacer excursiones y un par de resistentes botas Ayres&Lee. Salir de casa y pasear le servía de desahogo, ya que la criada cuidaba de Alice y Jared se quedaba en Londres hasta el fin de semana. Era un momento para llenarse los pulmones de aire limpio y fresco. La campiña local era demasiado llana para el tipo de excursiones que le gustaban cuando era niña. No obstante, el ejercicio le recordaba a su padre. Ojalá estuviera allí para intercambiar confidencias.
La primera vez que llegó a Londres, con un uniforme usado y una desastrada maleta, creyó que el resto de su vida sería una criada solterona, más huesuda y desagradable con el transcurrir de los años. Ahora tenía una hija maravillosa, dos casas hermosas y un matrimonio que la protegía de la persecución antijudía, aunque no de ocasionales comentarios malintencionados; Jared era un esposo sobrio, adinerado e infinitamente fiel. La vida nunca había sido tan cómoda para ella… y, aun así, se avergonzaba de admitir lo desgraciada que se sentía.
Madeleine ya no era la mujer a la que Jared le ofreció un anillo. Había florecido en el rico sustrato en el que él la plantó y había crecido por vías que ninguno de los dos había imaginado. Cuando se dejaba ir, él la reprendía y siempre parecía insatisfecho con los resultados. Por mucho que ella lo intentara, por mucho que lo amara, no conseguía mostrarle su agradecimiento como él esperaba. El milagro de los primeros años se convirtió en algo opresivo como una tormenta que acechase en el horizonte, siempre oscura y amenazante pero nunca desatada. Como ocurrió tras el desastre de Dunquerque, cuando el país contenía el aliento esperando la invasión. A veces deseaba entablar una discusión, gritar y que le gritasen para disfrutar de la reconciliación que seguiría. Jared no había cambiado, pero no era el marido que había imaginado. Sentía que él prefería a la inmigrante sucia y vulnerable que entró por primera vez en su despacho. Podría haber sido más llevadero si hubiera tenido alguna confidente, pero pocas mujeres querían ser sus amigas; y las que querían, aunque se mostraban amables, eran incapaces de comprender la vida que había llevado. Entretanto, ella se fue acostumbrando al lujo.
Caminando entre guijarros, Madeleine se dio cuenta de que se le había desatado una bota. Se agachó y descubrió que los cordones tenían un nudo. Cuanto más intentaba soltarlo más parecía apretarse. Terminó por quitársela y se la acercó a la cara para poder ver mejor el nudo. Sintió que las piedrecitas bajo sus pies eran ásperas pero sensuales. Le gustaba sentirlas en la piel, así que se quitó los calcetines y enterró los dedos en ellas, arqueando la columna de placer. El nudo resultó menos placentero, tiró de él con el pulgar, pero se negaba a deshacerse.
—Verfluchter mist! —gritó en alemán.
Madeleine siguió intentándolo hasta que se le rompió la uña. Juró otra vez, y otra más, cada vez más fuerte. Las palabras le salían como un torrente. La playa estaba vacía, ¿qué importaba?; además, le sentaba bien. Maldijo el cordón, y la bota, y los cuchicheos de los criados cuando volviera a casa. Fue siguiendo su repertorio favorito hasta llegar a los nazis, a Hitler, ese centro de odio gratificante y visceral. Jared siempre se mostraba muy diplomático cuando hablaba en público de Hitler.
La tensión se fue reduciendo hasta que acabó riendo. Como el nudo seguía sin deshacerse lanzó la bota por los aires frustrada.
Rebotó en los guijarros y aterrizó frente a un extraño.
Madeleine se encogió de vergüenza, preguntándose cómo había podido acercarse tanto sin hacer ruido. Su rostro le pareció familiar y, por un momento, temió que fuera uno de los amigos de Jared. Pensar que aquel incidente pudiera llegar a oídos de su marido era más de lo que podía soportar. El extraño llevaba una chaqueta impermeable y estaba muy bronceado.
—¿Problemas con la bota? —preguntó en alemán.
Su voz era grave y exótica. De repente, recordó quién era.
—Usted es el sobrino —dijo—. El africano.
—¿Conoce a mi tía?
—Usted y yo nos conocimos el año pasado en una de sus fiestas. Yo estaba tocando a Schubert en el piano, ¿se acuerda? Se llama Burton.
Él medio sonrió, halagado porque lo reconociera. La miró como si estuviera recuperándose de una larga enfermedad. Su barba incipiente mostraba los primeros atisbos de color gris. Madeleine tenía buena memoria para los nombres, un talento heredado de su padre; decía que su éxito como médico radicaba tanto en sus habilidades clínicas como en la familiaridad que establecía con los pacientes. Recordaba aquella noche muy vívidamente… y el error que había cometido. Tras dejarlo junto al piano, comprendió que de las personas con las que había hablado era la primera capaz de responder a sus preguntas. Buscó por toda la casa y los jardines, pero Burton había desaparecido.
Él se agachó con dificultad para recoger la bota.
—Un nudo feo.
Madeleine alargó la mano, mortificada porque la bota pudiera oler mal. Esa mañana no se había puesto calcetines limpios, un acto infantil de rebeldía.
—No se preocupe, puedo desatarlo.
—¿Lanzándolo contra los guijarros?
No estaba segura de si se burlaba de ella; sus ojos no transmitían nada.
—Por favor. No es un problema. —Él le devolvió la bota. A ella le gustó que no insistiera ni alardeara de ser más hábil. Luchó con el cordón otros treinta segundos antes de rendirse—. No quiero cortar los cordones.
Burton estaba mirando al suelo.
—¿No tiene frío en el pie?
Le pasó la bota y empezó a ponerse el calcetín. Él cogió los cordones entre los dedos, hizo algo que ella no pudo ver bien y, en un instante, el nudo estaba deshecho.
—¿Cómo ha hecho eso? —Estaba exasperada porque a él le hubiera resultado tan fácil.
—Un viejo truco de la Legión Extranjera.
—¿Es soldado?
Asintió con la cabeza y le entregó la bota.
—¿Hacia dónde se dirige?
—A Dunwich.
—Igual que yo. ¿Le molestaría tener compañía?
Madeleine dudó sin saber qué contestar. No quería animarlo, pero tampoco ser grosera. Sabiendo que quizá no volverían a verse nunca más, aceptó. Sentía curiosidad.
Caminaron en silencio, excepto por el crujir de los guijarros. Burton luchó por seguir el ritmo de la mujer. Siempre mantenía por lo menos un metro de separación entre ambos por si se topaban con alguien conocido. Oía a su marido diciendo: «Una yarda. No deberías utilizar esos términos continentales».
—¿Acaba de volver de África? —preguntó. Él volvió a asentir con la cabeza de modo evasivo—. Siempre he querido visitar África.
—No hay nada allí. Solo miseria.
Madeleine aflojó el paso, preparándose para la pregunta importante.
—¿Y ha estado en Madagaskar?
—Una vez.
—¿Cómo es?
Él la miró e intuyó que, probablemente, ella tenía sangre judía. Ella no solía admitirlo, detestaba la piedad o el veneno que aparecía en las caras de la gente cuando se enteraban. La expresión de Burton siguió inalterable.
—Fue hace mucho —respondió al fin—. Antes de que los enviaran al sur.
—Nunca he conocido a nadie que haya estado allí.
—En mi última noche, estábamos escondidos en las colinas sobre Mazunga esperando un barco. El bombardeo había terminado y todo estaba en calma, realmente en calma, menos los insectos —exhibió una sonrisa distante—. Casi se podía pensar que reinaba la paz.
Ella siguió preguntando, sorprendida de lo comedidas que eran las respuestas ya que, por alguna razón, había pensado que sería un bruto. Sabía que no encontraría palabras de consuelo en él, tampoco las necesitaba, simplemente quería saber más sobre el lugar donde habían mandado a su familia, cómo era el color de la tierra y el olor del cielo, por boca de alguien que hubiera estado allí.
Diez minutos después, él se detuvo abruptamente.
—No puedo seguir. Me duele mucho —dijo, agarrándose el muslo. Se giró en la dirección por la que habían llegado hasta aquel punto—. ¿Viene a menudo por aquí?
—Me gusta.
—El médico dice que necesito ejercitarme todos los días para reforzar la musculatura. Quizá volvamos a vernos.
—No creo que sea apropiado. Estoy casada.
Se alejó cojeando, aplastando guijarros con las botas antes de detenerse de nuevo.
—Ahora me acuerdo de Schubert. La Melodía húngara. Tocaba usted muy bien, pero, lo siento, no me acuerdo de su nombre.
—Señora Cranley.
—Su nombre de pila.
—Madeleine —respondió tras una leve duda.
—Como en la Biblia. —Burton sonrió y cambió al alemán—. Sanadora de heridas y de malos espíritus.
La mañana siguiente amaneció cálida y azul, ideal para caminar. Un chiste muy común por entonces decía: «El tiempo es mejor desde que no hay judíos». Madeleine se quedó en casa, igual que el día siguiente; después, Jared se presentó y se quedó hasta el domingo. Llevó regalos y bonhomía, como siempre, y eso tensó la atmósfera de la casa. El martes diluvió. Madeleine se recogió el pelo en un moño y se puso un impermeable asumiendo que tendría la playa para ella sola, pero se topó con Burton en la misma zona pedregosa donde se encontraron el primer día. Intercambiaron cumplidos bajo la lluvia y él le preguntó por su fin de semana. Por razones que nunca comprendió, el complot del tiempo, la necesidad de aliviar su carga, el instinto, ella le contó la verdad. No dijo nada malo de Jared, pero le contó lo asfixiante que eran las expectativas que recaían sobre ella en la casa y que los criados no la dejaban en paz, por lo que tenía que mantener el aplomo constantemente.
—Debe de pensar que soy terriblemente ingrata —dijo al terminar. «Terriblemente ingrata»; sonaba como una parodia de Celia Johnson.
—Mi tía es una buena mujer y su doncella también —explicó Burton—. Me tratan como si fueran enfermeras, pero a veces tengo la necesidad de salir de esa casa para no ponerme a gritar.
Madeleine estaba empapada cuando llegó a casa. Corrió al baño y mientras se quedaba en ropa interior, con el vapor surgiendo del grifo, se preguntó si a Burton le gustarían los baños calientes. Cuando era adolescente, solía decirles a sus amigos que nunca podría casarse con un hombre al que no le gustara un buen baño. La nueva obsesión de Jared eran las duchas. Para él suponían el futuro, solo había que fijarse en los norteamericanos.
Volvió a salir al día siguiente, con una tranquila expectación por encontrarse con Burton. Pero cuando lo vio en la distancia —una oscura y renqueante figura contra los grises guijarros— se quedó helada. ¿Qué estaba haciendo? Nunca podrían ser amigos. Pronto tendría que volver a Londres con Alice. Cuando él levantó la mano a modo de saludo, ella salió corriendo en dirección opuesta.
—Ami! —gritó él. El sonido reverberó sobre los guijarros por encima del romper de las olas—. Ami!
Madeleine despertó de golpe, convencida de estar oyendo el eco de la voz de Burton a su alrededor, tan real como las paredes rosadas y la penetrante humedad.
Ami… Era la llamada del legionario al aproximarse a una fortificación.
Fue dando tumbos hasta la puerta, medio cayéndose, y miró en ambas direcciones de la calle Boriziny. Estaba vacía, con niebla que se enroscaba y se desplazaba por toda la calle, y solo captaba el olor de la comida. Al verla, la vecina de enfrente dejó de hacer ejercicios de respiración y frunció el ceño.
Madeleine entró. Se quitó la otra bota y se concentró en anudar los cordones tal como le había enseñado Burton. Solo tardó unos segundos. Dejó las botas y se masajeó los pies. Tenía las plantas arrugadas y peladas, y una verruga en el talón. Recordó lo ágiles y hermosos que tenía antes los pies y la forma en que Burton los apretaba ligeramente, una sensación deliciosa. Se quitó la camisa y el pantalón mojados.
Más allá de la separación de la parte trasera, había un desagüe, una tina de ceniza y varios cubos de agua que nadie había tocado desde hacía meses. Madeleine cogió un puñado de ceniza, que usaban como sustituto del jabón, y se restregó el cuerpo con ella hasta que la piel adquirió un tono rosado. Después se echó un balde de agua por la cabeza. De vuelta a la habitación fue consciente del olor a agua estancada que emanaba de su cuerpo. Buscó la maleta que tenía debajo de la cama y sacó la última de las botella de perfume que Jared le había metido en el equipaje. El resto lo había vendido en el mercado, sorprendida de los precios que alcanzaban y la vanidad de algunas mujeres entre tantos cuerpos malolientes. Apuntó el vaporizador hacia el cuello, pero no presionó el pulsador.
Madeleine no había querido ni buscado una aventura. Solo retrospectivamente se daba cuenta de hasta qué punto su vida afectiva estaba aletargada. Jared podía ser atento y afectuoso, le había dado a Alice, pero solo era capaz de dar amor. No necesitaba recibirlo ni lo quería.
Siguió encontrándose con Burton y, a medida que él recuperaba las fuerzas, aumentaba el recorrido de los paseos. Le contó muchas más cosas de Madagaskar, pero pronto quiso conocer el resto de su vida: África, la Legión Extranjera, su infancia. Era como escuchar una voz amiga en la oscuridad. Le conmovieron sus momentos difíciles, sus dudas, tan distintas de la pétrea seguridad de su marido. Por primera vez habló libremente del pasado. Jared procedía de una familia alegre y próspera. Su padre tenía buena salud y su madre había muerto pacíficamente en su casa. Él no podía compartir con ella la amargura del sufrimiento.
A medida que avanzaba la mañana y arreciaba el viento del mar del Norte, Madeleine dejó de mirarse a sí misma para prestar más atención a Burton. Siempre se mantenía a tres palmos de distancia de ella y nunca se insinuó, a diferencia de los amigos de Jared y sus miradas furtivas, como si quisieran comprobar la propaganda nazi sobre la lascivia de las judías. El único contacto ocurrió durante uno de sus encuentros: él tenía una miga de pan en la barba y ella se la quitó; le pareció lo más normal del mundo. Esperaba que tardara mucho en curársele la pierna.
Hubo un momento en que Jared le preguntó por qué pasaba tanto tiempo en su segunda casa.
—Al final Alice se pensará que es una chica de campo —dijo en broma pero sin sonreír.
—Ven y pasa más tiempo con nosotras —le pidió, segura de que no lo haría—. Trabajas demasiado.
Aquel fin de semana Alice y ella volvieron a Londres con Jared.
Cuando Madeleine imaginó a Burton esperándola en la playa, y teniendo que caminar solo, sintió una punzada en el pecho. Le escribió una nota de disculpa por su marcha y firmó «Maddie» antes de añadir una posdata, consciente de que había cruzado un umbral, que estaba compartiendo un secreto. Le pidió que no contestase su misiva ni hablara con su tía de su amistad.
Madeleine encontró excusas para visitar Suffolk, y Burton, para viajar a menudo a Londres. Por alguna razón siempre se encontraban en martes. Ella deseaba que llegase el verano para poder llevar vestidos más ligeros y no ir siempre envuelta en chaquetones de lana y pieles. Se besaron por primera vez en Navidad, en una de las cafeterías de la cadena Kardomah, una tensa, casi embarazosa presión de unos labios que temblaban de expectación. Recordó los villancicos y el frío en la cara, el aroma de las castañas asadas y los humos del petróleo. Fue en Trafalgar Square, junto al enorme árbol que Hitler mandaba todos los años a Inglaterra. Pocos años antes había vagado por aquellas calles como una mendiga, parpadeando deslumbrada ante las luces y los restaurantes lujosos, consciente de que nunca pertenecería a aquel mundo. En cambio, Jared le había permitido acceder a él. La barba de Burton era blanda y cálida. Se besaron bajo las guirnaldas de luz, acariciándose las mejillas, sin importarles que los vieran. Volvió a su casa de Hampstead exultante y enferma, y tuvo que pasar toda una semana en cama con gripe. Después de Año Nuevo le dijo a Burton que tenían que dejar de verse. Aquella misma tarde hicieron el amor por primera vez. Ella ya se había imaginado ese momento y, para su sorpresa, fue menos dulce de lo que pensaba.
Madeleine dejó el frasco de perfume de nuevo en la maleta y se tumbó en la cama, dejando que el agotamiento la venciera. El aire era húmedo y cálido, pero sentía desprotegido su cuerpo desnudo. Tiró de la fina sábana gris y se tapó hasta la barbilla.
Yacía inmóvil, sin pensar, con los ojos abiertos y llorosos, y tenía la sensación de que nunca podría volver a dormir. Según Jacoba, el sueño era el único lugar seguro en Madagaskar. En el matadero circulaban rumores de que los nazis estaban desarrollando una máquina que les permitiría espiar los sueños y así asegurarse de que nadie tuviera tregua ni durmiendo. Vio su cuchillo sobre la cuna, pero estaba demasiado cansada para levantarse y recogerlo. Imaginó que la mano de Burton cogía la suya.
Lo siguiente de lo que fue consciente fue que la puerta estaba abierta y una silueta se recortaba en la niebla. Sus párpados aletearon antes de apartar los ojos de la luz y volver a soñar.