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Nachtstadt, 20 de abril, 20:45 horas

—He oído un feo rumor sobre este lugar —dijo Tünscher.

Le costaba cierto esfuerzo hablar. Estaba tumbado, pero no dejaba de moverse o rodar sobre sí mismo como si ninguna posición le resultara cómoda. Tenía la piel húmeda y había cogido un color cetrino. Las manchas oscuras bajo los ojos se extendían como hongos.

Hasta ellos llegaban la música y los gritos de fiesta. Los truenos resonaban en la distancia.

—¿Qué rumor? —contestó Burton distraídamente.

Estaban en una colina sobre el Totenburg. Burton había encontrado el caballo de Madeleine pastando bajo las torres y observaba el valle con el telescopio de su amigo.

—Dicen que pertenece a Himmler.

—Pues no parece muy bien guardado —comentó Burton, bajando la lente.

Tünscher se encogió de hombros. Se había quitado el guardapelo del cuello y lo mordisqueaba para mantener a raya el dolor.

—Parte del licor que he contrabandeado debe de haber terminado ahí. Es un puesto Vit B.

Los chicos Vitamina B eran hijos de oficiales del partido, por lo que se les concedía puestos cómodos para cumplir el servicio militar. Nada de primeras líneas en ningún frente, solo un año en cualquier guarnición aburrida antes de ir a un puesto en la maquinaria de la burocracia.

Burton volvió a mirar por el telescopio. Aparte de la fiesta en el extremo más alejado del campo, el lugar parecía desierto. Cambió de los edificios a las pocilgas; allí debían de aglomerarse miles de cerdos. Alice había querido tener cerdos en Suffolk, o vacas, u ovejas. «Si no hay animales, no es una granja de verdad», le había dicho cruzando los brazos. Burton detectó movimiento entre las jaulas. Enfocó mejor el aparato. Era el hermano de Madeleine. Abner arrastró una pieza de equipo hasta campo abierto y alzó algo hacia las nubes como si estuviera tomando una lectura del tiempo. Burton no podía saber exactamente qué era.

—Voy a bajar —anunció.

Tünscher se pasaba su último Bayerweed bajo la nariz, inhalando profundamente. Se había fumado el otro hacía una hora y había jurado que el último se lo guardaba hasta que encontrasen a Madeleine. Lo devolvió al paquete.

—Voy contigo.

Burton ayudó a su amigo a ponerse en pie. Tünscher gruñó, llevándose la mano al costado. La venda que le rodeaba la cintura debía de estar empapada, ya que estaban formándose manchas oscuras en su guerrera.

La culpabilidad royó a Burton. Aún cargaba con la mancha de la sangre de Patrick. No necesitaba otra más.

—Deberías quedarte aquí.

—Estoy bien.

—Me retardarás.

Era verdad a medias. Al cabalgar toda la noche, Burton había esperado encontrar a Madeleine en Nachtstadt antes de que amaneciera, pero Tünscher necesitaba descansos cada vez con más frecuencia, sujetándose las entrañas y con la barbilla apoyada en la crin de su cabalgadura.

—He dicho que estoy bien —replicó Tünscher irritado—. No quiero arriesgarme a que te pillen, tengo que cuidar mi inversión…

Oyeron el estallido de un fusil automático. El ruido rebotó por todas las colinas, pero la música no se interrumpió.

Burton utilizó de nuevo el telescopio. No vio nada excepto sombras y barro, y cerdos saltando unos sobre otros, agitados por los disparos… Y otro resplandor junto a un edificio coronado por antenas de radio. Los soldados lo rodeaban, pero seguía sin ver ni rastro de Madeleine.

—Espérame aquí —dijo Burton, pasándole el telescopio a su amigo.

—Olvídalo.

—No estás en condiciones, Tünsch.

—Esto no es la Legión, comandante, no puedes darme órdenes. No perderé de vista mis diamantes.

—No hay diamantes.

Las palabras le salieron antes de que supiera lo que estaba diciendo.

—¿Qué?

Burton siguió mirando al suelo.

—Te mentí. Necesitaba tu ayuda. No hay diamantes.

—Pero… ¡me diste uno! —Tünscher dejó escapar una risita, intentando reafirmarse—. Lo llevé a un joyero. Cinco quilates. De las minas de Kassai.

—Es el único que tenía.

Tünscher se frotó el costado manchado de sangre mientras sacudía incrédulo la cabeza e intentaba digerir la confesión de Burton. Este vio que una nube de humo rojo rodeaba el edificio de la radio.

—Lo siento, Otto.

—¿Cómo has podido hacerme esto? —De repente, su voz parecía hueca—. Necesito esos diamantes.

Desenfundó su Luger y apoyó el cañón en el pecho de Burton. El movimiento fue lento, sin convicción. Los ojos de Tünscher, apagados, agotados, estaban teñidos de amarillo. En su rostro apareció durante un segundo una expresión de odio a la que sustituyó otra de desolación. Burton apartó la pistola.

—Lo siento —repitió—. Madeleine lo es todo para mí. No tenía elección.

—Lo sé… lo sé…

Su voz destilaba tanta comprensión, que Burton sintió un profundo remordimiento. Al mismo tiempo fue consciente de que si Tünscher lo hubiera traicionado, lo habría hecho con un simple encogimiento de hombros. ¡Cuántas veces lo había visto enseñarle a un tipo sus dientes amarillentos mientras decía: «La próxima vez sé más listo»!

—¿Qué harás ahora?

—¿Acaso importa? —Se guardó el guardapelo bajo la camisa—. Iré a Nosy Be. O buscaré una patrulla y le diré que me atacó una banda de judíos, me entregaré y…

—Te meterán en el calabozo. Y sabes lo mucho que odias los barrotes.

—No pueden relacionarme con nada de esta mierda. Puedo estar en Roschenhafen a final de mes, volver a mis safaris y seguir con el contrabando hasta que me haga rico. —La desolación se apoderó de él una vez más—. Necesito ese dinero, Burton. Más de lo que te imaginas.

—Si alguna vez llego a tenerlo, Tünsch, te buscaré y te lo daré.

Tünscher lanzó una carcajada llena de resentimiento que le hizo doblarse sobre sí mismo.

—¿Te acuerdas cuando andábamos juntos Patrick, tú y yo? Él me dijo que tú eras el mejor, el único decente…, ¡estúpido yanqui cabrón!

Las nubes se abrieron en ese momento.

La lluvia le golpeó el pelo a Burton. Quería marcharse tal como se habían encontrado, con un apretón de manos y lanzándose bravuconadas mutuamente. Eran dos hombres que una vez estuvieron en lo mismo. El zoo parecía pertenecer a otra época. Burton le ofreció un medio saludo avergonzado y empezó a descender la colina.

—Si la encuentras, no vayáis a Mandritsara —le advirtió—. Prueba con esos barcos pesqueros en Varavanga. Es vuestra única posibilidad de salir de la isla.

—Lo intentaré.

Bon courage, comandante.

Burton le deseó lo mismo, pero Tünscher ya se alejaba cojeando, oscurecido por la cortina de lluvia.

Salois oyó el sonido de unas botas subiendo por la escalera. Le dijo a Cranley que esperase y miró a Madeleine. Ella estaba embobada con la radio, los ojos brumosos como si alguien le hubiera dado una bofetada. A medio camino de los escalones había un Untersturmführer, que se quedó helado al ver a Salois y darse cuenta de su brazo tatuado.

El Untersturmführer retrocedió. Salois arrancó el arma de las manos de Madeleine y apuntó entre los hombros del soldado. Pensó en Steinbock, donde los prisioneros llevaban uniformes con una enorme X pintada en la espalda para que fueran un blanco fácil si intentaban escapar. En el último momento relajó el dedo que tenía en el gatillo, ya que pensó que el disparo atraería más rápidamente a los soldados de lo que el Untersturmführer podía reunirlos.

Salois volvió al micrófono.

—¿Cranley?

—¿Qué ha pasado? Cambio.

—Nada.

—¿Estás en posición?

—Junto al tren RV. Estaré en Diego Suárez a las cuatro en punto. ¿Dónde estás tú?

Madeleine se situó a su lado y se inclinó hacia el altavoz para no perderse palabra. Intentó hablar por el micrófono, pero Salois la detuvo.

—Estoy en Mazunka —contestó Cranley—. Tengo a la vista la estación de radar. Todo está preparado.

—¿Cuántos sois?

—Tres, incluyendo al cabo Manny de tu equipo.

Así que habían conseguido llegar a la orilla. La euforia se adueñó de Salois.

—¿Procedemos?

—He contactado con Rolland. El tiempo es bueno para los bombarderos. Adelante con la misión. Repito: adelante. Nosotros haremos nuestra parte, el resto es cosa tuya. ¿Recibido?

—Afirmativo.

—Buena suerte, comandante. Cambio y corto.

En cuanto Salois aflojó la mano del micrófono, Madeleine se lo arrebató.

—¿Jared? ¿Jared? —Solo le respondió la estática—. Llámalo otra vez —exigió.

—Ya no está.

—¿Trabajas con él? ¿Te envió para buscarme?

Salois no entendía nada.

—Estoy aquí para destruir Diego Suárez.

—Con Cranley. ¿Dónde está ahora?

—En Mazunka, en la costa oeste. ¿Por qué? ¿Lo conoces?

—Estuvimos casados. —Lo miró llena de confusión—. Es un empleado civil… juró cuidar de Alice…

Salois no estaba menos confuso.

—Puede ayudarte a encontrar a tus hijos…

Madeleine estalló en una carcajada tan fuerte que sintió un pinchazo en el costado.

Empezó a sonar una alarma.

Salois se ajustó la mochila y volvió a coger a la mujer de la mano. Madeleine se negó a que la arrastrase tras él. Se resistía a soltar el micrófono como si esperase que Cranley volviera a hablar.

Salois la soltó y fue hasta la escalera. Los soldados acudían a la cabaña desde todas las direcciones. Corrían haciendo eses, tropezando y riendo; algunos incluso llevaban todavía gorritos de fiesta. Todos iban armados, pero para ellos parecía un divertimento, no una amenaza seria contra la seguridad.

—Coge el fusil y abre esa trampilla —le gritó a Madeleine, señalando al techo. Era un punto de acceso al tejado para que los ingenieros pudieran llegar a las antenas.

A Salois le quedaban dos botes de humo. Lanzó el primero por la escalera, con lo que los pilares del edificio quedaron envueltos en niebla; entonces, volcó un archivador para bloquear la puerta. Madeleine bajó una escalera de aluminio plegable situada bajo la trampilla. La aseguró y subió por ella. Salois la siguió. Quitó la anilla del segundo bote y lo lanzó en la cabina de radio antes de cerrar la trampilla. Le quedaban dos botes verdes en la mochila, pero quería reservarlos para Diego Suárez. Eran tan importantes como los explosivos.

Se encontraron en el tejado rodeados por las antenas, que se agitaban y gemían a causa del viento. El humo rojo se filtraba por todas partes: a pesar de ello, Salois pudo ver los depósitos de agua claramente por primera vez. Uno era nuevo y estaba hecho de acero, por lo que el clima de Madagaskar aún no había tenido tiempo de erosionarlo; el otro era de madera y estaba claramente podrido, en desuso. Los raíles del ferrocarril empezaban en la base del depósito de metal y se curvaban para salir de la granja antes de desaparecer en la oscuridad que rodeaba las colinas. En el extremo más lejano de las vías, una red camuflaba dos helicópteros.

—¿El barco es de Cranley? —preguntó Madeleine. La luz intermitente situada en la punta de la antena más alta teñía su rostro de rojo, negro, rojo, negro…

—Sí.

La desesperación se adueñó de ella bajo la sombra que iba y venía. Él ya había visto aquella expresión —la boca floja, la mirada vacía— muchas veces antes; horas después solían morir algunos hombres, demasiado desmoralizados o abatidos para seguir interesados en su propia vida. Por mucho que deseara lo mismo, nunca se permitió exteriorizarlo.

De repente el rostro de Madeleine pareció animarse, como si acabara de comer algo fresco y delicioso.

—Esta es mi oportunidad, quizá mi única oportunidad. Iré contigo a Kap Ost y lo mataré.

Salois gruñó. No se había equivocado cuando le pareció ver odio en sus ojos. Los dañados y los condenados siempre se reconocían.

—Siempre que él pueda antes destruir la estación de radar.

Abajo, los soldados nazis no dejaban de reír. Uno de ellos disparó su BK44 contra las ventanas y destrozó la mayoría de los cristales. Salois y Madeleine se acercaron al borde del tejado: el edificio más cercano quedaba a menos de un metro de ellos. Saltaron.

Sonaron más disparos, esta vez dirigidos a los cerdos. Por encima de los tejados, Salois vio a los trabajadores irrumpir de algunas de las barracas. Habían dominado a los guardias y estaban derribando las puertas del resto, mientras que otros se dirigían hacia las vallas de alambre de espino. El acordeón seguía tocando su alegre melodía.

Salois y Madeleine llegaron al límite del nuevo edificio, pero el siguiente tejado estaba demasiado lejos. Se colgaron del borde del techo y se dejaron caer los últimos metros. Empezó a llover. Sobre ellos y sobre los edificios cayeron gruesas gotas, que empezaron a disolver el humo que cubría su huida. Salois atrapó a Madeleine mientras caían y huyeron a la carrera.

Una voz dio la alerta a su espalda.

Zigzaguearon entre los pilares de los edificios en dirección a la vía férrea. Los soldados de la radio empezaron a perseguirlos bramando y riéndose. A la lluvia real se unió una lluvia de balas que impactaban a su alrededor.

Desde una dirección se acercaba otro grupo de soldados, en calzón y tirantes, con la camisa abierta; uno hasta empuñaba una botella en lugar de un rifle. Salois derrapó entre el barro y la lluvia buscando alguna vía de escape.

—El depósito de agua —sugirió Madeleine.

El más cercano era el de madera. Lo aguantaban cuatro patas gruesas como troncos de árbol, con una escalera que llevaba a una plataforma situada en la base y que rodeaba toda su circunferencia. Ella gateó por la escalera seguida por Salois. No veía otra alternativa, pero temía que quedarían atrapados en la plataforma. Toda la estructura estaba torcida y cubierta con manchas de verdín. La construcción más cercana era el depósito de acero, pero la distancia que los separaba era demasiado grande para poder saltar.

Diez metros más abajo, los soldados se reunieron en torno a la base. Un olor a sudor y alcohol ascendió hasta ellos a pesar de la lluvia.

—Ese depósito es peligroso —gritó uno de ellos—. Bajad antes de que os rompáis el cuello y bebamos todos juntos. —La invitación fue coreada por risas—. Una copa de vino por la dama. —Más aullidos.

Empezaron a cantar: «Runter, runter, runter!», «Bajad, bajad, bajad».

Alguien lanzó una botella que se estrelló en la cabeza de Madeleine y le cayeron encima los cristales rotos. Los soldados lanzaron una descarga de balas al aire, como en las celebraciones de boda que Salois había visto en el Sahara, donde los árabes maldecían al cielo.

Un soldado se acercó a la escalera. Su ascenso fue coreado con gritos de ánimo y canciones.

Cuando la sangre judía manche nuestros cuchillos

colguemos a los judíos, pongámoslos frente a un muro.

Su cabeza rodará, los judíos gritarán.

Salois recordó la letra de los grupos de trabajo de Diego Suárez. Para distraerse de la monotonía, los guardias habían organizado un partido de fútbol: La Raza Elegida contra la Tribu de Israel. Once judíos habían improvisado un campo más allá de la pista que estaban construyendo. Estaban exhaustos, eran puros huesos, pero derrotaron a los alemanes. Las canciones de los espectadores se vieron sustituidas por un silencio malhumorado. Tras la victoria jamás volvieron a ver al equipo ganador. Los nazis aseguraron que estaban tan impresionados por su espíritu ganador que, como recompensa, los habían enviado a Antzu. Todos hicieron como que se creían la explicación.

El soldado estaba a punto de llegar a la plataforma, Madeleine se descolgó el fusil del hombro y se lo entregó a Salois. Él se inclinó sobre el borde y apuntó. El nazi levantó la vista y en el punto de mira de Salois apareció el rostro de un muchacho, sorprendido y rosado por la bebida. Disparó.

Clic.

Volvió a apretar el gatillo. Clic. Clic. El arma no estaba cargada.

El soldado siguió subiendo.

Salois le golpeó la cabeza con la culata del fusil. El cráneo crujió y el chico soltó la escalera. Cayó de espaldas en medio de una explosión de barro.

Las canciones enmudecieron.

Mientras varios de los soldados atendían a su camarada, otro barrió el depósito con su BK44. El Untersturmführer que los había descubierto en la caseta de la radio se adelantó un paso y detuvo al tirador.

—Los queremos vivos —dijo, lo bastante alto para que todos lo oyeran. La lluvia siseaba a su alrededor. Dio una orden y otro soldado salió corriendo.

Salois buscó una forma de escapar, pero no había otro edificio cercano al que saltar ni un lugar donde ocultarse. La indiferencia se adueñó de él como si se encontrara bajo una silenciosa nevada. Al mismo tiempo recordó al viejo pescador: «La muerte no te quiere».

Madeleine hurgó en su mochila.

—Usa la dinamita.

—Necesito todos los cartuchos para Diego Suárez.

—Si no la usas aquí, nunca llegarás a Diego Suárez.

—Es demasiado potente. Derribaría el depósito.

Miró a los hombres que tenía bajo ella. Estaba empapada hasta la médula.

—No podemos esperar a ver lo que tienen planeado.

Oyó un chapoteo y vio que el soldado volvía llevando en brazos un montón de ramas, que distribuyó entre sus compañeros. Salois sintió que Madeleine se agarraba a él alarmada. No eran ramas, eran hachas. Los soldados se reunieron en torno a las patas del depósito de agua y empezaron a talarlas, retomando su canción: «Su cabeza rodará, los judíos gritarán…».