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Palacio del gobernador, Tana, 21 de abril, 02:20 horas
—Gracias por venir a una hora tan tardía.
Los ojos de Nightingale estudiaron la sala. Tenía el pelo alborotado y su antes inmaculada barbilla ya mostraba rastros azulados de una barba incipiente, pese a estar envuelto en una nube de loción para después del afeitado.
—¿Dónde está el gobernador Globocnik? —preguntó.
Hochburg había ocupado el despacho de Globus y estaba sentado en su sillón. La superficie de la mesa quedaba oculta bajo un maremágnum de despachos que Hochburg había estado firmando durante la pasada hora. Bajo su firma, añadía: «per pro Der Reichsführer-SS». El exterior de la sala era una cacofonía de gritos y de teléfonos sonando, a la que se sumaba el constante teclear de las máquinas de escribir. Hochburg había reclutado a todos los hombres leales a las SS, no a Globus. Sentado en un rincón tras él se hallaba Feuerstein, con un plato lleno de migajas de pastel en el regazo. Miraba fascinado las fotografías que colgaban de las paredes: Globocnik y el Führer, Globocnik y Himmler, Globocnik y Heydrich, Globocnik y una miríada de otros dirigentes del partido. Las escenas era una mezcla de fotos oficiales y otras informales: cenas, partidas de caza, los Juegos Olímpicos de Garmisch-Partenkirchen… Hochburg las había definido como «una galería de leones, los complacientes y los ladrones».
Invitó a Nightingale a sentarse.
—Globus ha ido en helicóptero a la presa Sofía. Yo iré dentro de poco… para arrestarlo. Pero, primero, quería hablar con usted. —Vertió café en dos tazas—. ¿Quiere también un trozo de pastel?
Antes había ido hasta la cocina, donde encontró un pastel con velas de cumpleaños y la forma de Ostmark. Cortó un trozo para el enviado norteamericano. Nightingale hizo caso omiso.
—He oído su transmisión, Oberstgruppenführer, pero es demasiado tarde.
—¿Qué quiere decir?
—Tomé precauciones por si se producían nuevas salvajadas, piense que mi deber es mantener a Washington informado. Saben que la sinagoga ha ardido y conocen los transportes masivos de judíos a las reservas. He visto los trenes desde mi ventana. —Enumeró otras denuncias hasta que Hochburg lo detuvo—. Solo estoy exponiendo la situación. El presidente Taft ha sufrido muchas presiones del Comité Judío Norteamericano y mi Gobierno ha decidido enviar el USS Yorktown a Madagaskar.
—¿El Yorktown?
—Un portaviones con sesenta aviones a bordo. Más los navíos de apoyo.
Hochburg digirió la información. El barco norteamericano no pasaba de ser un engorro para la flota de Diego Suárez, pero el peligro estaba en su proximidad. Se podían cometer errores, como el derribo accidental de un avión de combate o un torpedo disparado sin órdenes, y si se cometían, los acontecimientos podían desmandarse más allá de lo razonable.
—Contacte con su Gobierno —le dijo a Nightingale—. Dígales que me he hecho con el control.
—Cortaron mis comunicaciones poco después de recibir el mensaje del envío del Yorktown.
—Pronto descubrirá que han sido restablecidas. Ambos creemos en la neutralidad de su país. Dígale a Washington que su intervención no es necesaria.
El enviado negó con la cabeza.
—Solo usted puede detener este problema, Oberstgruppenführer. —Le dio un sorbo a su café—. Si restaura el orden en la isla, cierra las reservas y termina con las matanzas, no tendremos necesidad de que nuestros barcos lleguen hasta la isla. Volverán a casa.
—Sigue habiendo una rebelión. No puedo controlar a todos los hombres que están combatiendo.
—Mientras no se cometan mayores atrocidades, por nosotros puede encargarse de los rebeldes.
Hochburg ocultó una sonrisa: la eterna conveniencia de la diplomacia.
—Los judíos tienen mi protección —dijo con sinceridad.
—¿Puedo confiar en usted?
—Usted mismo lo dijo en la presa, Herr Nightingale. Mis tropas en el Kongo no se sentirían contentas con una intervención norteamericana. Salvaguardar a mi ejército es proteger a los infortunados habitantes de esta isla.
—¿Es la política oficial?
Hochburg había cortado todas las líneas de comunicación con Germania.
—Tengo las bendiciones del Führer. Él comprende lo importante que es la paz para toda África.
—Pax Germanica.
—No hay otra.
Nightingale se acabó el café y se levantó de la silla.
—Rezo por que tenga razón. No deseo fallarle a mi país, Oberstgruppenführer.
—Nadie lo desea.
Se estrecharon las manos y Nightingale prometió transmitir las garantías de Hochburg a sus superiores. Antes de marcharse, hizo una pausa en la puerta.
—Cuando todo esto acabe, la situación de la isla debería volver a ser la de hace cinco años. Eso tranquilizará a los judíos de mi país. El plan original para Madagaskar era algo con lo que todos nos sentíamos cómodos.
Tras irse el enviado, Hochburg le pasó el pastel a Feuerstein, que aceptó encantado. Su cara seguía manchada y sucia a pesar del ofrecimiento de Hochburg de agua y una toalla.
—En los tiempos de la mered —dijo entre bocados—, estábamos convencidos de que Estados Unidos nos salvaría.
—Fue un norteamericano quien me llevó hasta tu arma. Ellos la quieren como un seguro contra esta isla.
—¿Para defendernos o para defenderse ellos mismos?
—Eso es muy cínico, doctor. ¿Crees que ellos pueden construirla?
—Nightingale es su respuesta —replicó Feuerstein.
Hochburg cortó un trozo de pastel para él con el cuchillo de Burton. Esa era otra razón para rebajar la tensión en Madagaskar, reiniciar el reloj tal como había sugerido Nightingale. Si la isla se mantenía estable, Estados Unidos tendría menos razón para desarrollar la nueva arma. Se reclinó en el sillón y mordió el pastel: alimento para la larga noche que le esperaba. Limpió el cuchillo y volvió a guardárselo en la guerrera.
Apareció un ayudante:
—Sus Valkirias están reaprovisionados y plenamente armados, Oberstgruppenführer.
Hochburg se puso en pie y le indicó a Feuerstein que hiciera lo mismo.
—Nos vamos inmediatamente.
El ayudante dio un taconazo y se marchó, cruzándose con Kepplar. El rostro del Brigadeführer parecía ceniciento en comparación con su uniforme. La pintura se había secado y cuarteado.
Hochburg suspiró.
—Te presentas con las manos vacías. Como siempre.
Vio que su ayudante luchaba por tragarse unas lágrimas de vergüenza, pero había algo más en él, algo que Hochburg no había visto nunca, un destello de resentimiento. Y no pensaba tolerar algo así.
—Sé dónde están Cole y la mujer —anunció Kepplar.
—Entonces, ¿por qué no me los has traído?
—Después de tanto tiempo, Herr Oberst, he creído que el placer debe ser suyo. —Titubeó un instante, antes de hundirse como un corredor tras una larga carrera—. Estaba a veinte minutos de ellos y pensé en ir personalmente, pero era demasiado riesgo. Si volvía a fallar…
Hochburg lo miró con lástima.
—¿Tanto significa para ti?
—No quiero que vuelva a enviarme a Roscherhafen. O a Germania. Todo lo que deseo es servirle.
—¿Dónde están?
—En el hospital. En Mandritsara.
La devoción de Kepplar era enternecedora, como lo era la de Fenris. Le esperaban años muy difíciles. El sentimiento era un lujo para las futuras generaciones. No le había llevado el corazón de Burton, pero al menos sí su localización. Quizá todavía podría serle útil en Muspel, vigilando a Feuerstein.
—Mandritsara. ¿Estás seguro?
—Me juego la vida, Walter.
Una sonrisa helada curvó los labios de Hochburg.
—Y por la pira de la Schädelplatz ambos sabemos lo mucho que la valoras, ¿verdad? —Buscó bajo la mesa y le lanzó un paquete a Kepplar—. Puede que necesite algunos retoques, pero de momento bastará.
Kepplar abrió el paquete y vio un uniforme negro. Sus ojos brillaron.
—¿Puedo ponérmelo ya?
Hochburg había encontrado un par de esposas. Llamó a Feuerstein y encadenó su muñeca a una de las del judío.
—No pienso perderte de vista.
—¿Y mis colegas?
—Están a salvo y seguros.
Tras su excursión a la cocina, Hochburg había pasado por el cine privado de Globus. Contaba con cuarenta sillas plegables y un buen montón de latas de celuloide: pornografía japonesa, algunas comedias de Heinz Rühmann y dibujos animados de Disney. Había dejado a los científicos con mucha comida viendo Dumbo y les había ordenado a los guardias que no los molestaran.
Hochburg se volvió hacia Kepplar.
—Cuando tenga a Burton, volveré a nombrarte Gruppenführer. Yo iré al hospital, tú ve a la presa Sofía.
—Déjeme ir con usted —le pidió, quitándose la guerrera y esparciendo por el suelo motas de colores.
—Tu tarea es demasiado importante para que se la confíe a nadie más. Ve a la presa y detén a Globus. Redímete.
Kepplar bajó la cabeza como si hiciera una reverencia y se enfundó el prístino uniforme negro.
La atmósfera era toda truenos, viento y combustible de aviación. Las luces rojas y blancas alumbraban la pista de aterrizaje. Dos Valkirias esperaban permiso para despegar junto a dos helicópteros más, transportes llenos de soldados.
Hochburg caminó hacia el Valkiria más cercano, tirando de Feuerstein. Tras ellos iba Kepplar orgulloso de su nuevo uniforme, aunque con los fondillos caídos. Fingía que no le importaba, pero Hochburg lo había pillado subiéndose el pantalón cuando creía que nadie lo miraba.
—El otro Valkiria es para ti —dijo Hochburg—. Uno de los transportes de tropas te acompañará. Haz lo que puedas para coger a Globocnik vivo y tráemelo aquí. Antes de que dejes la presa, y esto es importante, Derbus, comprueba que las compuertas de desagüe no se pueden abrir ni alterar. Si Globus intenta inundar la reserva, mi pacto con los norteamericanos quedará en nada.
—¿Y usted, Herr Oberstgruppenführer?
Él dudó, preguntándose si no sería mejor arrestar a Globus en persona, pero no podía volver a perder a Burton. En aquellos momentos tenía todo un banquete de venganzas donde escoger.
—Volveré con el joven Burtchen. Y luego nos iremos al Kongo.
El helicóptero de Kepplar despegó primero. Hochburg estuvo siguiéndolo con la vista hasta que sus luces se perdieron en la oscuridad. Se estaban agrupando bancos de nubes, manchas de carbón contra la noche, y el viento refrescaba. Segundos después, Hochburg sintió una sacudida mientras su aparato ascendía. Feuerstein iba apretujado en el mismo asiento que él, mirando hacia abajo, hacia el palacio que se alejaba.
—Un avión por la mañana y un helicóptero por la tarde, Herr doctor. Para un hombre que nunca había volado, hoy es un día para recordar.
El físico se tapó la boca, convencido de que iba a vomitar.