21
Una voz metálica cruzó el agua y llegó hasta ellos.
—¡Paren los motores y prepárense para ser abordados!
Salois miró la patrullera acercarse con dos de sus tres cañones apuntando al velero. En cubierta podía verse una docena de soldados, todos armados con fusiles BK44. Cranley sacó una pistola con empuñadura de marfil. Salois reconoció el modelo, una Browning HP.
—Usted le dijo a Denny que no hiciera nada.
—Solo es por precaución —explicó Cranley, ocultando la pistola bajo los faldones de su camisa. Con la otra mano acunaba el loro disecado que había sacado de la cabina—. Deje que yo me encargue de esto, mi alemán es mucho mejor.
—Nunca ha tenido que hablar estando su vida en juego —replicó Salois. El arroz y el pescado le repetían—. Déjeme a mí.
—Asegúrese de que acepten esto —dijo Cranley cediéndole el loro. Las plumas del animal eran azules y negras en el dorso, verdes en el pecho. Su cabeza podía separarse del resto del cuerpo para revelar un alijo de Reichmarks de oro—. Y rece por que no lo desnuden para registrarlo. Tendría que habernos avisado en Sudán.
—Rolland dijo que yo era el único que podía hacer este trabajo.
—Un vistazo a su piel y estamos condenados.
Los dos barcos se juntaron; la masa del S-Boot dominaba la del velero. Tendieron una pasarela y se oyeron las pisadas de las botas de los soldados sobre ella, seguidos por un oficial. Salois contempló cómo los alemanes subían a bordo y un chispazo de odio le subió del estómago a la garganta ante la visión de su uniforme negro. El oficial iba casi rapado y le faltaba media oreja.
Escotillas abiertas y cerradas de golpe, telas desgarradas, hachas destrozando la madera.
Kepplar apoyó una bota sobre un cajón y una mano sobre la cartuchera que colgaba de su cadera. El loro le había confundido hasta que desprendió la cabeza y vio el brillo del oro en su interior. Le dio gentilmente las gracias a los contrabandistas, pero ordenó que sus hombres registrasen toda la nave. «Una moneda de oro para cada uno por vuestros esfuerzos». Obligó a los hindúes a arrodillarse a punta de pistola, pero permitió a los dos hombres blancos que permanecieran de pie, aunque con las manos en la cabeza. El rubio —su cráneo era de Categoría Uno—, estaba lleno de quemaduras y tenía las mejillas redondeadas. Su aspecto no era el de un contrabandista.
—¿De dónde sois? —preguntó Kepplar.
Respondió el más delgado, otro potencial recluta de las SS por su cabeza de Categoría Uno/Dos, tapado hasta el cuello a pesar de la temperatura.
—Amberes —dijo en un áspero alemán.
—¡Ah!, un valón. —Valonia. El nombre que le había dado Hitler a Bélgica. Incluso había pensado convertirla en la provincia noroeste de Alemania—. ¿Adónde os dirigís y cuál es vuestro cargamento?
—A Nosy Be. Llevamos regalos para el cumpleaños del Führer.
—¿Nosy Be? Os habéis desviado unos setenta kilómetros.
—Los negros son unos inútiles —replicó el rubio, mirando de reojo a la tripulación arrodillada.
Kepplar se permitió una sonrisa irónica que ocultó su frustración, antes de volverse hacia sus hombres.
—¿Nada todavía, Oberbootsman?
—Mucho licor, pero ningún polizón.
—Seguid buscando —ordenó, decidiendo que aquel sería el último abordaje del día. Aunque aliviado por haberse liberado de su trabajo burocrático, había cambiado una situación desesperada por otra.
Las aguas que rodeaban Madagaskar bullían de barcos cargados con contrabando. Mientras los barcos portasen mercancías baratas, y siempre que no hubiera judíos de por medio, ese tipo de comercio se consentía. El gobernador Globus animaba a que la bebida corriera entre sus tropas y desviaba el material caro para sí mismo. Kepplar no podía seguir patrullando aquellas aguas y deteniendo todos los barcos que aparecieran en el horizonte. El mapa que había encontrado en el cuarto de Cole podía ser su mejor pista, pero resultaba una locura de vaguedad. El área que tenía que cubrir resultaba demasiado vasta, más que la franja del Kongo que había sido su territorio de caza en busca de Cole. ¿Qué decía el Führer? «En tierra soy un héroe; en el mar, un cobarde». Tenía que sistematizar el planteamiento y utilizar sus magros recursos para reducir la búsqueda. Le daba escalofríos enfrentarse a la futilidad de su tarea.
¿Por qué Madagaskar?
Cole casi había muerto intentando escapar de África y su equipo había sido aniquilado. Solo un loco se arriesgaría a volver y menos todavía a una isla llena de judíos. ¿Por qué?
Kepplar visualizó a Fregh, con su cara llena de restos de galleta y su papeleo. Si él se hubiera encargado de rastrear a Cole, no se habría levantado de su silla. De ser necesario, habría revuelto miles de documentos hasta encontrar una solución, para después marcharse a su casa de cornudo. Kepplar siempre había esperado que su esposa tuviera un amante. Durante su larga estancia en el Kongo, aprovechó el envío de múltiples emisarios a Germania para que le entregasen sus mensajes, haciendo hincapié en lo solitaria que era la vida de su esposa y cómo podrían seducirla, pero su persistente lealtad lo desilusionaba.
La apartó de su mente, hizo lo mismo con Fregh y se centró en Hochburg. La recompensa de volver a servir como su adjunto lo había sostenido en medio de aquellos kilómetros de vacío océano. Como técnicamente era un asunto del Kongo, se había puesto el uniforme negro. Por eso y por impresionar a los marineros con los que se topase. Las SS vestían uniforme tropical en toda el África alemana, a excepción de aquellas regiones que gobernaba Hochburg. Él insistía en que sus subordinados vistieran de negro a pesar del calor. No hacerlo significaba un tácito reconocimiento de que las razas negroides eran propietarias de ese color y ellas no se merecían nada: ni luz, ni sombra, ni aire. Hochburg aún no había terminado con los negros —su trabajo más importante, sin duda—, así que su fijación con Cole parecía una distracción innecesaria. Si Kepplar llegase a comprender las raíces de aquella animosidad, quizá pudiera ser un cazador más eficiente.
En un extremo del barco estalló una bronca. Gritos de sorpresa. Los dos prisioneros ni se inmutaron.
—¿Qué ocurre ahí? —exigió Kepplar.
Uno de los marineros sostenía en los brazos un cachorro de labrador.
—Lléveselo —dijo el rubio—. Un regalo para sus hijos.
—¿Y si no les gustan los perros? —respondió Kepplar con tono presuntuoso.
Reanudó sus elucubraciones. Kepplar no sabía nada sobre la vida de Hochburg anterior a las SS. Quizá Cole conocía algún oscuro secreto que su antiguo jefe no quería que se supiera. Era bastante común entre los jerarcas nazis más importantes; se decía que Heynrich había hecho borrar los nombres de las lápidas de sus padres para eliminar cualquier rastro de antepasados judíos. ¿Podría pasarle lo mismo a Hochburg? No, su pureza racial estaba más allá de toda duda razonable, tenía un perfecto cráneo de Categoría Uno, Kepplar siempre lo había admirado. Quizá procedía de un ambiente pacifista o amigo de los negros, pero un hombre no es su familia. El padre de Kepplar murió de septicemia durante la Gran Guerra, apenas lo recordaba; y su madre, cuando se unió al partido, a él, a su único hijo, lo tachó de traidor a todo lo decente.
Kepplar se acarició el lóbulo de su media oreja, envidioso de que Cole pudiera saber más sobre Hochburg que él mismo. El loro embalsamado que le había dado el valón seguía en el hueco de su brazo. Lo miró sin verlo. Cualquiera que fuera el secreto que compartían Hochburg y Cole quedaba fuera de su comprensión. Un día, cuando todo acabara y estuvieran sentados en la intimidad del jardín de la Schädelplatz, se lo preguntaría directamente. De momento acabaría su trabajo en el dau y volvería a la base de Lava Bucht. Tenía que haber mejores formas de encontrar a Cole.
El Oberbootsman se acercó a él con un largo contenedor de metal en los brazos.
—Todo en orden aparte de esto.
Kepplar abrió la caja. Dentro había un Panzerfaust 350, un lanzacohetes de mano con una excelente cabeza explosiva. Lo sacó de la caja —era la primera vez que empuñaba uno desde su entrenamiento en la Academia Colonial de Viena—, y se lo mostró al valón.
—Explícate.
—Protección contra otros piratas.
—Una excusa razonable —concedió Kepplar—. ¿Algo más, Oberbootsman? ¿Algún compartimento oculto?
Uno de los barcos que habían detenido resultó que tenía una pared falsa que escondía tres putas polacas.
—Nada, Brigadeführer.
—Entonces, parece que todo está en orden —admitió Kepplar dispuesto a marcharse. Pero tenía una pregunta final, una pregunta que hacía a todos los barcos que abordaba—. ¿Dónde está Burton Cole?
—¿Quién? —preguntó el valón sin inmutarse.
Kepplar se fijó en su compañero. La luz del sol iluminó su rubio cabello mientras sacudía la cabeza.
Fue algo infinitesimal. Solo alguien que había pasado meses obsesionado con aquel momento podría haber notado el pequeño rictus en la boca del hombre rubio, una leve sombra de rabia, de incredulidad y de algo más que era incapaz de descifrar. Por alguna razón pensó en Fregh y un escalofrío recorrió su columna vertebral.
—Oberbootsman, vuelva a registrar la nave, hágala pedazos si es necesario. No, espere…
A Kepplar se le había ocurrido una idea mejor.