31
En Madagaskar vivían ochenta tipos diferentes de lémures. La ambición de Globus era tenerlos todos y cada uno como trofeo de caza.
Una vez estaba intentando cazar uno de la especie sifaca en una selva de Steinbock. Percibió el destello de una piel blanca, se echó el rifle al hombro y disparó. Pudo oír el ruido sordo del animal desplomándose. Sus batidores —malgaches que conocían el terreno— buscaron en vano hasta que un grito de horror desgarró el aire. Globus siguió las voces y encontró a su lémur. El tiro no lo había matado; yacía jadeante, gimoteando, rodeado de un ejército de hormigas del tamaño de su pulgar, que se abalanzaron sobre el herido animal hasta que su piel bulló de ellas y terminó desapareciendo. Entonces lo arrastraron hasta el hormiguero.
Viendo a aquellos dos pobres Sturmbannführers, a Globus le volvió la imagen del lémur. El soldado más cercano a él apuntó hacia la cubierta con su BK44, pero el gobernador apartó el cañón.
—Veamos qué pasa.
—¡Odilo, haz algo! —gritó Gretta por encima del ruido de los motores del helicóptero que ya se aproximaba.
—¿Por qué? Así aprenderán. —El Gustloff seguía ardiendo—. Los yanquis van a crucificarme por lo sucedido esta noche. Eso significa más problemas cuando vuelva a casa.
—Pero no puedes dejar que los judíos los maten.
Gretta tenía una forma particular de pronunciar la palabra juden que lo excitaba, despiadada a la par que sumisa. Tomó la mano de su cuñada y la besó, manteniendo sus labios varios segundos contra los nudillos de ella.
—Lo hago por ti, Gretta.
Globus le quitó el BK44 al soldado y roció de balas la cubierta. La muchedumbre se dispersó.
—¿Están a salvo? —preguntó Gretta, tapándose las orejas.
Globus siguió disparando hasta que vació el cargador.
El helicóptero descendió hasta posarse sobre la cubierta de observación. Era un transporte de tropas y la fuerza del viento que generaba terminó por dispersar a los judíos de la cubierta. Globus observó a los dos Sturmbannführers luchando por ponerse en pie y apoyándose tambaleantes en la borda para dirigirse hacia la proa del barco. Pasó un brazo por los hombros de Gretta y el otro por los de Romy para escoltarlas hacia el aparato que los esperaba. Los soldados que habían estado guardando el puente se unieron a la comitiva.
—¿Y el Hauptsturmführer Pinzel?
—A estas alturas estará en manos de los judíos.
Era una lástima, pensó Globus, pero perder al oficial de enlace con el Arca podía tener sus ventajas. Era el último que había visto a Hochburg.
¡Hochburg! ¿Qué podía ofrecerle aquel cascarón podrido para que lo visitase dos veces? ¿Quién era ese tal Feuerstein? Para alguien del rango de Hochburg mostrar tanto interés por un judío era indecente. Por la mente de Globus cruzó una inesperada idea. Hochburg siempre había sido uno de los favoritos de Himmler, quizás había sido enviado por el Reichsführer para provocarlo y que actuase para resolver la crisis actual. La tarjeta de visita que Hochburg dejó en el archivador había destripado la nave, algo que Globus nunca se había atrevido a hacer. Quizás Himmler, por fin, había hecho caso de las protestas que él manifestaba desde que Heydrich había firmado la creación del Arca: el que controle los archivos, controlará a la población.
Quizá, quizá… Estaba demasiado agotado para pensar. Solo sabía que el trono de Ostmark se alejaba un poco más con cada atrocidad judía. Se aseguró de que las chicas se abrochasen los cinturones —ahora temblaban, pero de risa y gratitud— y ocupó el puesto de copiloto. Un segundo después, el helicóptero despegó de cubierta.
Globocnik se hundió en el asiento y le disminuyó la adrenalina tan deprisa como si estuviera orinándola. Vio que abajo los dos Sturmbannführers saltaban del barco y se dirigían a nado hacia uno de los aerodeslizadores.
—Aseguraos de recoger a esos dos payasos; tienen mucho que explicar —ordenó por los auriculares—. Y avisa a Tana. Quiero saber dónde se encuentra Hochburg.
Burton luchó denodadamente contra las olas, que tiraban de él hacia el fondo. Tünscher ya había llegado al aerodeslizador más cercano y se sujetaba a la popa para mantenerse a flote. Subió a bordo y arrojó al piloto al mar. El artillero intentó protestar, pero Tünscher le apuntó con su Luger. Un instante después la cabina se iluminó por los fogonazos de la pistola.
El Gustloff se escoraba como si fuera a desplomarse sobre un flanco. De los ventanales y los ojos de buey surgían nubes de humo anaranjado. En la orilla, los judíos contemplaban la escena y lloraban.
—¿Sabes cómo pilotar esta cosa? —le preguntó Burton cuando subió a bordo.
—Los manejaba en el este cuando el río Tobol empezaba a descongelarse. Cobraba cincuenta Reichmarks por cada paseo.
—¿Ganaste mucho?
—Tanto como perdí. Átate ahí atrás.
El asiento del cañonero se encontraba bajo una cubierta de plexiglás, justo detrás del piloto. Contaba con una ametralladora MG48, capaz de un giro lateral máximo de ciento treinta y cinco grados para no apuntar en dirección a la hélice trasera. Burton se sentó haciendo caso omiso del cadáver que tenía a sus pies.
Tünscher pisó el acelerador y el aerodeslizador se dirigió hacia la desembocadura de la bahía y al océano de color índigo que había más allá. Burton sintió la vibración de la hélice en sus hombros.
—¿Adónde vamos? —gritó.
—Al hidroavión, antes de que esos gallinas italianos se caguen encima y decidan abandonarnos.
—¿Y Antzu? —Consultó el mapa que le había pasado Tünscher. Lava Bucht estaba en la ensenada de un río que llevaba hasta la ciudad—. Podríamos llegar en una hora.
—Ese no era el plan.
—Pero las circunstancias han cambiado.
—No para mí —replicó Tünscher—. Ya he hecho más de lo que me correspondía en este viaje.
El otro par de aerodeslizadores navegaban en círculo por la bahía y un Valkiria rugía sobre su cabeza, dirigiéndose hacia el Gustloff y los manglares que bordeaban la orilla. Burton pensó que en medio de ese caos el aerodeslizador podría ir hacia el río sin que nadie lo notara. Era mejor que volver al hidroavión; después podría penetrar solo en la selva. A la mañana siguiente, aquello herviría de patrullas.
—Da media vuelta —ordenó—. Vamos a Antzu.
En respuesta a la petición de Burton, Tünscher aceleró todavía más y se alejó del Arca y de la base de las SS. Uno de los otros aerodeslizadores lo siguió.
—¡He dicho que des media vuelta! —gritó Burton, apoyando el cañón de su Beretta contra la cabeza de su amigo.
—¿Vas a dispararme? —Tünscher se rio.
—Quiero recuperar a Madeleine.
—Y yo dije que no iría tierra adentro. Ese fue nuestro trato. Tengo deudas que pagar y no podré hacerlo si estoy muerto.
—Tus deudas morirán contigo.
—Esta no.
Burton le acercó la punta de la pistola a la oreja.
—Esos asquerosos espaguetis no esperarán mucho más —dijo Tünscher a modo de respuesta—. No con este jaleo que se ha montado, Burton. Huirán. Y si se van sin mí, no volverán nunca. Madeleine y tú no tendréis cómo escapar de esta isla.
Tünscher miró por la ventanilla lateral hacia mar abierto, pero las olas golpeaban contra el aerodeslizador y las salpicaduras oscurecían los cristales.
—Te lo advierto, Tünsch.
Tünscher se encogió de hombros y buscó los controles del limpiaparabrisas.
El disparo resultó ensordecedor a pesar del estruendo de la hélice. La bala abrió un agujero en el parabrisas. Burton volvió a apoyar el humeante cañón en el cráneo de su amigo.
El limpiaparabrisas cobró vida y Tünscher levantó el pie del acelerador y dijo:
—Idiota. Ya es demasiado tarde.
El hidroavión que los había llevado desde DOA lamía las olas impulsado por sus cuatro motores. Volaba a ciegas, con todas las luces de posición apagadas. Bajo el plomizo amanecer, Burton pudo ver a los dos pilotos en la cabina charlando entre ellos. Empezó a elevarse con los flotadores chorreando agua.
Poco después, desapareció.
Un globo de fuego estalló en pleno aire y sus restos se esparcieron a los cuatro vientos.
La Beretta cayó de las manos de Burton. Vio que un Valkiria disparaba otro cohete a lo que quedaba del hidroavión. Se inclinó hacia Tünscher y su voz sonó triste y sarcástica a la vez.
—Se acabó el Plan Madagaskar.