Mis primeros recuerdos son estos.
«Era abril. Hacía algunos días que estábamos en provincias, Giuliana, nuestras dos hijas Maria y Natalia, y yo mismo, para pasar las fiestas de Pascua en casa de mi madre, en un antiguo y gran caserón de campo llamado La Badiola. Corría el séptimo año de nuestro matrimonio.
Habían transcurrido ya tres años desde aquella otra Pascua que verdaderamente fue para mí una fiesta de perdón, paz y amor, en aquella villa blanca y solitaria como un monasterio, perfumada de alhelíes; cuando Natalia, la segunda de mis hijitas, daba sus primeros pasos, apenas despojada de los pañales como una flor de su vaina, y Giuliana se me mostraba llena de indulgencia, si bien con una sonrisa un poco melancólica. Había regresado a ella, arrepentido y sumiso, tras mi primera grave infidelidad. Mi madre, que ignoraba mi falta, con sus dulces manos había colocado un ramillete de olivo en el cabecero de nuestra cama y llenado de agua bendita la pequeña pila de plata que pendía de la pared.
Pero ahora, tres años después… ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Entre Giuliana y yo había un distanciamiento definitivo, irreparable. Mis agravios hacia ella se habían ido acumulando. La había ofendido del modo más cruel, sin miramientos, sin pudor, arrastrado por mi avidez de placer, por la ligereza de mis pasiones, por la curiosidad de mi espíritu corrupto. Fui el amante de dos de sus más íntimas amigas. Había pasado algunas semanas en Florencia con Teresa Raffo, imprudentemente, y me había batido con el falso conde Raffo en un duelo, en el que, por alguna extraña circunstancia, mi desgraciado adversario se cubrió de ridículo. Y Giuliana no ignoraba ninguna de estas cosas. Las había sufrido, pero con orgullo, casi en silencio.
Tuvimos pocas conversaciones y muy breves al respecto, en las que nunca le mentí, creyendo que con mi sinceridad amortiguaría mi culpa ante los ojos de aquella dulce y noble mujer que yo consideraba muy inteligente.
Sabía, incluso, que ella reconocía la superioridad de mi intelecto y que excusaba en parte los desórdenes de mi vida con teorías engañosas, expuestas por mí en más de una ocasión en su presencia, en detrimento de las doctrinas morales que aparentemente profesaban la mayoría de los hombres. La certeza de que no sería juzgado por ella como un hombre vulgar, aliviaba en mi conciencia el peso de mis errores».
«Hasta ella —pensaba yo— comprende que, siendo distinto a los demás y teniendo tan diferente concepto de la vida, es natural que pueda sustraerme a los deberes que los demás quieran imponerme, que pueda despreciar las opiniones ajenas y vivir en absoluta sinceridad con mi natural elección».
Estaba convencido de ser, no exactamente un espíritu elegido, sino un espíritu raro; y creía que la rareza de mis sensaciones y sentimientos ennoblecía, distinguía cada uno de mis actos. Engreído y curioso de esta rareza mía, no podía concebir un sacrificio, una abnegación por mi parte, al igual que no podía renunciar a la expresión, a la manifestación de mis deseos. Pero en el fondo de todas mis sutilezas no había más que un terrible egoísmo, puesto que, desdeñando mis obligaciones, aceptaba los beneficios de mi situación.
Poco a poco, en efecto, de abuso en abuso, llegué a reconquistar mi primitiva libertad con el consentimiento de Giuliana, sin hipocresías, sin subterfugios, sin degradantes engaños. Puse todo mi empeño en ser leal, a cualquier coste, como otros lo hacen en fingir. Trataba de confirmar en todas las ocasiones, entre Giuliana y yo, el nuevo pacto de fraternidad, de amistad pura. Debía ser mi hermana, mi mejor amiga.
Mi única hermana, Costanza, había muerto a los nueve años dejándome en el corazón un desconsuelo sin fin. A menudo pensaba, con profunda melancolía, en aquella pequeña alma que no pudo ofrecerme el tesoro de su ternura, un tesoro soñado por mí como inagotable. Entre todos los afectos humanos, entre todos los amores de la tierra, el amor de hermana siempre me había parecido el más alto, el más consolador. Con frecuencia pensaba en el consuelo perdido, con un dolor que la irrevocabilidad de la muerte volvía casi místico. ¿Dónde hallar, sobre la tierra, otra hermana? Espontáneamente esta aspiración sentimental se volvió hacia Giuliana.
Desdeñosa de misceláneas había renunciado ya a toda caricia, a todo abandono. Por mi parte, desde hacía tiempo, no sentía siquiera la sombra de una turbación sensual estando a su lado; notando su aliento, aspirando su perfume, contemplando aquella pequeña mancha oscura en su cuello, permanecía en la más absoluta frigidez. No me parecía posible que aquella fuese la misma mujer que había visto palidecer y desvanecer bajo la violencia de mi ardor.
Así pues, le ofrecí mi fraternidad; y ella la aceptó, sencillamente. Si la veía triste, yo me sentía más triste aún, pensando que habíamos sepultado nuestro amor para siempre, sin esperanza de resurrección; pensando que nuestros labios no se unirían quizá, nunca más, nunca. Y en la ceguera de mi egoísmo creía que su corazón debía estar agradecido de mi tristeza, que ya sentía irremediable, y me parecía que debía consolarse al considerarla como un reflejo de un lejano amor.
Hubo un tiempo en que ambos soñamos, no exactamente con el amor, sino con la pasión hasta la muerte, usque ad mortem. Los dos creímos en nuestro sueño y proferimos en más de una ocasión, embriagados, las dos grandes palabras ilusorias: ¡Siempre! ¡Nunca! Creímos incluso en la afinidad de nuestra carne, en aquella rarísima y misteriosa afinidad que une a dos criaturas humanas con el tremendo lazo del deseo insaciable; creímos en ello porque la fogosidad de nuestras sensaciones no disminuyó ni siquiera después de que, habiendo procreado un nuevo ser, el oscuro Genio de la especie alcanzó a través de nosotros su único propósito.
La ilusión había desaparecido, cada llama, extinguida. Mi alma (lo juro) había llorado sinceramente sobre las ruinas.
Pero ¿cómo oponerse a un fenómeno necesario? ¿Cómo evitar lo inevitable?
Así pues, fue una gran fortuna que, muerto el amor por las fatales necesidades de los acontecimientos y por tanto sin culpable alguno, pudiéramos vivir aún en la misma casa, unidos por un sentimiento nuevo, quizá no menos profundo que el antiguo, ciertamente más elevado y más singular. Fue una gran ventura que una nueva ilusión pudiera suceder a la antigua y establecer entre nuestras almas un intercambio de afectos puros, de emociones delicadas, de exquisitas tristezas.
Pero, en realidad, esta especie de retórica platónica ¿a dónde conducía? A conseguir que una víctima se dejara sacrificar con una sonrisa.
En realidad, la nueva vida, no conyugal sino fraternal, se basaba en un solo supuesto: en la absoluta abnegación de la hermana. Reconquistada mi libertad, podía ir en busca de intensas sensaciones que mis nervios reclamaban, podía apasionarme con otra mujer, vivir fuera de mi casa y encontrar a mi hermana esperándome, encontrar en mis aposentos el rastro visible de sus cuidados, encontrar sobre mi mesa un jarrón con un ramo de rosas arreglado por sus propias manos, encontrar por doquier absoluto orden, elegancia y pulcritud como en un lugar habitado por una Gracia.
¿Acaso no me encontraba en una situación envidiable? ¿Y no era extraordinariamente preciosa la mujer que consentía en sacrificarme su juventud, satisfecha simplemente con un beso de gratitud y casi de devoción sobre su frente altiva y dulce?
De vez en cuando, mi gratitud se volvía tan cálida que se propagaba en infinidad de delicadezas, de primorosas atenciones. Sabía actuar como el mejor de los hermanos. Cuando me encontraba ausente escribía a Giuliana largas cartas melancólicas y tiernas que habitualmente expedía al tiempo que aquellas dirigidas a mi amante; y mi amante no debía sentir celos por ello al igual que no debía sentir celos de mi adoración a la memoria de Costanza.
Pero, si bien me encontraba absorto en la intensidad de mi vida particular, no escapaba a los interrogantes que de tanto en tanto afloraban en mi interior. Para que Giuliana persistiera en aquella maravillosa fuerza de sacrificio, preciso era que sintiera por mí un amor soberano; y amándome así y no pudiendo ser más que mi hermana, debía encerrar en sí misma una mortal desesperación. ¿No era pues un loco el hombre que inmolaba, sin remordimientos, ante otros turbios y vanos amores, a aquella criatura tan dolorosamente sonriente, tan sencilla, tan valiente?
Recuerdo (y mi perversión de aquel tiempo me sorprende) que entre las razones que a mí mismo me daba para aquietar mi conciencia, ésta era la más fuerte: la grandeza moral es fruto de la violencia de los sufrimientos superados; para que ella tuviera la oportunidad de aparecer como una heroína, era preciso que sufriese lo que yo le hacía sufrir.
Pero llegó el día en que percibí que también se resentía su salud; observé que su palidez se volvía más aguda y a veces adquiría lívidas sombras. En más de una ocasión sorprendí en su rostro las contracciones de un espasmo reprimido; más de una vez fue invadida, en mi presencia, por un irrefrenable estremecimiento que la abrasaba y le hacía entrechocar los dientes como durante el acceso de una fiebre súbita. Una tarde, desde una habitación distante escuché el eco de un grito lacerante; corrí, la encontré de pie, apoyada en un armario, convulsa, retorciéndose como si hubiera ingerido un veneno. Me aferró una mano y me la apretó como si de una prensa se tratara.
—¡Tullio, Tullio, qué cosa tan horrible! ¡Oh, qué cosa tan horrible!
Me miraba muy de cerca; tenía fijos en mis ojos los suyos dilatados, que en la penumbra me parecieron extraordinariamente grandes. Y veía pasar en ellos, como por oleadas, un desconocido sufrimiento; y aquella mirada inmutable, intolerable, suscitó de repente en mí un terror demencial. Estaba anocheciendo, llegaba el crepúsculo; la ventana estaba abierta de par en par y las cortinas se abombaban impulsadas por el viento, golpeándola; una vela ardía sobre la mesa junto a un espejo; y no sé por qué, el golpeteo de las cortinas y la agitación desesperada de aquella llama reflejada en el espejo tomaron en mi conciencia un significado siniestro, aumentando mi terror. La idea del veneno me sobrecogió; en ese instante no pudo reprimir otro grito y, fuera de sí por el sufrimiento, se derrumbó en mi pecho desesperadamente.
—¡Oh, Tullio, Tullio, ayúdame! ¡Ayúdame!
Paralizado por el terror permanecí un minuto sin proferir palabra, sin poder mover los brazos.
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho, Giuliana? Habla, habla… ¿Qué has hecho?
Sorprendida ante la profunda agitación de mi voz, se apartó un poco y me miró. Debía de tener el rostro más blanco y desencajado aún que el suyo propio porque, rápidamente y muy aturdida, me respondió:
—Nada, nada. Tullio, no te asustes. No es nada, ¿ves?… Son sólo mis dolores habituales… Tranquilo, es sólo una de mis crisis…, ya pasará. Cálmate.
Pero yo, invadido por una terrible sospecha, dudaba de sus palabras. Me parecía que todas las cosas a nuestro alrededor me revelaban el trágico desenlace y que una voz interna me acusaba: Por ti, por ti ha querido morir. Tú, tú la has empujado a la muerte. Le tomé las manos que estaban heladas y una gota de sudor se deslizó por su frente.
—No, no, tú me engañas —prorrumpí—. Tú me engañas. ¡Por piedad, Giuliana, vida mía, habla, habla! Dime, ¿qué te pasa?… Dime, por piedad, ¿qué has… bebido?
Y mis ojos aterrados buscaron en torno a la habitación, sobre los muebles, sobre la alfombra, por doquier, un indicio.
Entonces ella comprendió. Se dejó caer de nuevo sobre mi pecho y, estremeciéndose y haciéndome estremecer, dijo con la boca apoyada en mi hombro (jamás, jamás olvidaré aquel tono indefinible), dijo:
—No, no, no, Tullio; no.
¡Ah! ¿Qué cosa en el universo puede igualarse a la aceleración vertiginosa de nuestra vida interior? Permanecimos allí inmóviles, en medio de aquella estancia, enmudecidos; y un mundo inconcebiblemente vasto de sentimientos y pensamientos se agitó dentro de mí, en un punto fijo, con espantosa lucidez. ¿Y si hubiera sido real? —preguntaba la voz—. ¿Y si hubiera sido real?
Un sobresalto incesante sacudía a Giuliana contra mi pecho; seguía ocultando su rostro y yo sabía que ella, incluso con el sufrimiento que aún padecía en sus propias carnes, no pensaba más que en la posibilidad del hecho por mí sospechado, nada más que en mi enloquecido terror.
Una pregunta acudió a mis labios:
«¿Has sentido alguna vez la tentación?».
Y después otra:
«¿Pudiera ser que cedieras a la tentación?».
No proferí ni la una ni la otra y, sin embargo, me pareció que me comprendía.
Ambos estábamos ya dominados por aquel concepto de muerte, por aquella imagen de muerte; habíamos entrado ambos en una especie de trágica exaltación, olvidando el equívoco que la había suscitado, perdiendo conciencia de toda realidad. De pronto se puso a sollozar, y su llanto atrajo mi llanto; y confundimos nuestras lágrimas, ¡ay de mí!, que eran tan ardientes y que nada podían hacer por variar nuestro destino.
Supe, después, que desde hacía varios meses la atormentaban complicadas enfermedades relacionadas con la matriz y los ovarios, esas terribles enfermedades ocultas que perturban cada una de las actividades de la vida de una mujer[1]. El doctor, con el cual quise tener una conversación, me hizo saber que durante un largo período debería renunciar a todo contacto con la enferma, incluso a la más suave caricia; y me declaró que un nuevo parto podría tener consecuencias fatales.
Esta circunstancia, aun afligiéndome, me alivió de dos inquietudes que me consumían: me persuadió de que me hallaba libre de culpa en la desmejora de Giuliana y me otorgó de un modo sencillo la posibilidad de justificar ante mi madre el hecho de que durmiéramos en camas separadas, así como el resto de cambios que se sucedían en nuestra vida doméstica. Mi madre estaba a punto de llegar a Roma desde la provincia, donde, tras la muerte de mi padre, pasaba la mayor parte del año con mi hermano Federico.
Mi madre quería mucho a su joven nuera. Giuliana era verdaderamente para ella la esposa ideal, la compañera soñada para su hijo. No reconocía en el mundo mujer más bella, más dulce, más noble que Giuliana. No concebía que yo pudiera desear a otras mujeres, abandonarme a otros brazos, dormir sobre otros corazones. Y habiendo sido amada durante veinte años por un hombre, siempre con la misma devoción, con la misma fe, hasta la muerte, ignoraba el cansancio, el disgusto, la traición, todas las miserias e ignominias que anidan en el tálamo. Ignoraba el escarnio que había hecho y continuaba haciendo de aquella adorable alma en absoluto merecedora de ello. Engañada por el generoso disimulo de Giuliana, creía aún en nuestra felicidad. ¡Ay, si ella supiera!
Yo seguía en aquella época bajo el dominio de Teresa Raffo, de la violenta envenenadora que hacía venir a mi mente la imagen de la amante de Menipo. ¿Recuerdan? ¿Recuerdan las palabras de Apolonio a Menipo en aquel embriagador poema?: «¡O beau jeune homme, tu caresses un serpent; un serpent te caresse!»[2].
El destino me favoreció. Por la muerte de una tía, Teresa se vio obligada a alejarse de Roma y ausentarse por algún tiempo. Pude, con una inusual asiduidad, llenar junto a mi mujer el gran vacío que la «Biondissima», con su partida, dejaba en mis jornadas. Y cuando aún no se había desvanecido en mí la turbación de aquella noche, algo nuevo, indefinible, flotaba entre Giuliana y yo desde entonces.
Debido a que los sufrimientos físicos de ella iban en aumento, mi madre y yo pudimos, no sin esfuerzo, lograr que accediera a someterse a la operación quirúrgica que su estado requería. La operación precisaba de treinta o cuarenta días de absoluto reposo y una prudente convalecencia. La infeliz enferma se mostraba ya extremadamente débil e irritada. Los largos y pesados preparativos la extenuaban y exasperaban hasta el punto de que en más de una ocasión trató de arrojarse fuera del lecho, de rebelarse, de sustraerse a aquel suplicio brutal que la violaba, que la humillaba, que la envilecía…
—Dime —dijo un día con amargas palabras—. Si lo piensas bien, ¿no sientes asco de mí? ¡Ah, qué horror!
E hizo un gesto que expresaba aversión hacia sí misma, frunció el ceño y enmudeció.
Otro día, mientras entraba en su dormitorio se percató de que había notado mal olor en la estancia. Gritó, fuera de sí, pálida como su camisón.
—¡Vete, vete, Tullio, te lo ruego! Márchate. Vuelve cuando me haya curado. ¡Si permaneces aquí acabarás odiándome! Estoy repulsiva así; estoy repulsiva… No me mires.
Y los sollozos la ahogaron. Más tarde, ese mismo día, después de algunas horas, mientras permanecía en silencio creyendo que estaba a punto de adormecerse, pronunció estas oscuras palabras, con el extraño acento de quien habla en sueños:
—¡Ah, si lo hubiera hecho! Era una buena sugerencia…
—¿Qué dices, Giuliana?
No respondió.
—¿En qué piensas, Giuliana?
No respondió más que con un leve movimiento de la boca, que pretendía ser una sonrisa sin llegar a conseguirlo.
Creí entender. Y una tumultuosa ola de remordimiento, ternura y piedad me inundó. Y habría dado cualquier cosa porque ella pudiera leer mi corazón en aquel momento, porque pudiera tomar conciencia de mi secreta, inexpresable y por tanto vana conmoción.
«Perdóname, perdóname. Dime qué debo hacer para que me perdones, para que olvides todas las afrentas… Volveré a ti, no seré de nadie más que tuyo, para siempre. Sólo te he amado a ti en la vida; sólo te amo a ti. Mi alma siempre se dirige a ti, y te busca y te añora. Te lo juro: lejos de ti no he sentido jamás una alegría sincera, jamás ha habido un instante de pleno olvido; nunca, nunca: te lo juro. Sólo tú atesoras la bondad y la dulzura. Tú eres la más buena y dulce criatura que jamás haya soñado; eres la Única. ¡Cómo he podido ofenderte, cómo he podido hacerte sufrir, cómo he podido hacerte pensar en la muerte como un fin deseable! Ah, tú me perdonarás pero yo no me lo perdonaré nunca; tú olvidarás, pero yo no olvidaré. Siempre me sentiré indigno; aun dedicándote mi vida entera jamás podré compensarte. De ahora en adelante, como en un tiempo, serás mi amante, mi amiga, mi hermana: como en un tiempo, serás mi guardiana, mi consejera. Todo te diré, todo te desvelaré. Serás mi alma. Y sanarás. Yo, yo te curaré. Verás de qué atenciones soy capaz a la hora de curarte… Ah, tú lo sabes bien. ¡Acuérdate! ¡Acuérdate! También entonces caíste enferma y sólo me querías a mí para asistirte; y yo no me moví de tu cabecera; ni de día ni de noche. Y tú decías:
“Giuliana siempre se acordará de esto, siempre”.
Lo decías con lágrimas en los ojos, que yo bebía temblando.
“¡Santa! ¡Santa! Acuérdate. Y cuando te alces, cuando estés convaleciente, iremos allí, volveremos a Villalilla. Estarás aún débil, pero te sentirás bien. Y yo recobraré la alegría de tiempos pasados, y te haré sonreír, te haré reír. Recuperarás aquella hermosa risa que me renovaba el corazón; recuperarás tu apariencia de jovencita deliciosa, y volverás a lucir aquella trenza cayendo sobre tus hombros que tanto me gustaba. Aún somos jóvenes. Reconquistaremos la felicidad, si tú quieres. Viviremos… Viviremos”».
Así hablaba para mis adentros. Pero las palabras no salían de mis labios. Aun sintiéndome conmovido y notando mis ojos humedecidos, sabía que eran palabras pasajeras y que aquellas promesas no eran más que simples falacias. Y también sabía que Giuliana no se hubiera ilusionado y que se habría limitado a responder con su tenue sonrisa desconfiada, que ya en otras ocasiones había perfilado sus labios. Aquella sonrisa significaba:
«Sí, sé que eres bueno y que quisieras no hacerme sufrir: pero tú no eres dueño de tus actos, no puedes resistirte a la fatalidad que te arrastra. ¿Por qué quieres que me ilusione?».
Callé aquel día; y en los días sucesivos, aun recayendo en la misma confusa agitación de arrepentimiento y de propósitos de sueños vagos, no osé hablar.
«Para volver a ella tendrás que abandonar aquello que te complace, a la mujer que te corrompe. ¿Tendrás la fuerza necesaria?».
Me respondía a mí mismo:
«¡Quién sabe!».
Y día tras día esperaba esta fuerza que nunca llegaba; día tras día esperaba un acontecimiento (no sabía cuál) que provocara mi resolución, que la hiciera irremediable. E imaginaba, soñaba nuestra nueva vida, el lento renacer de nuestro legítimo amor, el extraño sabor de ciertas sensaciones renovadas.
Así pues, iríamos allí, a Villalilla, a la casa que conservaba nuestros recuerdos más hermosos; y estaríamos los dos solos, porque dejaríamos a Maria y a Natalia con mi madre en La Badiola. Y la temporada sería deliciosa; y la convaleciente se apoyaría siempre en mi brazo mientras recorríamos aquellos senderos conocidos, donde cada paso nuestro despertaría un nuevo recuerdo. Y yo vería por momentos dibujarse en su palidez una leve llama espontánea; y nos mostraríamos el uno con la otra con cierta timidez; pensativos de vez en cuando; evitaríamos mirarnos fijamente a los ojos en más de una ocasión. ¿Por qué? Y un día, sintiendo con más fuerza la sugestión de aquel lugar, osaría hablar de nuestra arrebatada embriaguez de los primeros tiempos.
«¿Recuerdas? ¿Recuerdas? ¿Recuerdas?».
Y poco a poco, ambos sentiríamos crecer la confusión, volverse insostenible; y ambos, al unísono, apasionadamente, nos abrazaríamos, nos besaríamos en la boca, creyendo desfallecer. Ella languidecería, y yo la sostendría entre mis brazos, llamándola con nombres sugeridos por una suprema ternura. Ella abriría de nuevo los ojos, retiraría el velo de su mirada, fijaría un instante sobre mí su propia alma; aparecería ante mí transfigurada. Y así retomaríamos nuestro antiguo ardor, nos adentraríamos de nuevo en una gran ilusión. Nos invadiría un único pensamiento, inquebrantable; nos veríamos atrapados en una inconfesable ansiedad.
Y temblando le preguntaría:
—¿Estás curada?
Y ella, al escuchar mi voz comprendería la velada cuestión de aquella pregunta. Y respondería, sin poder ocultar su excitación.
—¡Aún no!
Y por la noche, al separarnos, entrando cada uno en su dormitorio, nos sentiríamos morir de angustia. Pero una mañana, con una mirada imprevisible, sus ojos me dirían:
—Hoy, hoy…
Y ella, temiendo aquel divino y terrible momento, huiría de mí con cualquier pretexto pueril prolongando nuestra tortura.
Diría ella:
—Salgamos, salgamos…
Y saldríamos: un velado atardecer, blanco, un poco enervante, un poco sofocante.
Caminaríamos hasta la extenuación. Comenzarían a caer sobre nuestras manos, sobre nuestros rostros, gotas de lluvia tibias como lágrimas.
Yo diría con voz alterada:
—Regresemos.
Y junto al umbral, de pronto, la tomaría entre mis brazos y sintiéndola abandonarse exánime, la subiría por las escaleras sin advertir peso alguno.
¡Después de tanto tiempo! ¡Después de tanto tiempo!
La violencia del deseo se vería atenuada en mí ante el temor de provocarle algún daño, de arrancarle un grito de dolor.
¡Después de tanto tiempo!
Y nuestros cuerpos, ante el sobresalto de una sensación divina y terrible, jamás sentida, se consumirían.
Después ella aparecería como moribunda, su cara bañada en llanto, pálida como su almohada.
Ah, así me pareció, moribunda me pareció, aquella mañana cuando los doctores la adormecían con el cloroformo y ella, sintiéndose precipitar a la insensibilidad de la muerte, intentó dos o tres veces alzar los brazos hacia mí, intentó llamarme. Yo salí convulso de la estancia y pude entrever los instrumentos quirúrgicos, una especie de cuchara cortante, y la gasa y el algodón y el hielo y el resto de utensilios preparados en una mesa. Dos largas horas, interminables horas, esperé, exacerbando mi sufrimiento con el exceso de imaginación. Y una desesperada piedad encogió mis vísceras de hombre, por aquella criatura que los instrumentos del cirujano violaban no sólo en la miserable carne sino en lo más íntimo del alma, en el más delicado sentimiento que una mujer pueda custodiar: una piedad por aquella o por los otros, agitada por aspiraciones indefinidas hacia la idealidad del amor, ilusa con el sueño capcioso que el deseo varonil envuelve, deseosa de alzarse, y tan débil, tan malsana, tan imperfecta, igualable a esas mujeres perturbadas por las leyes indelebles de la Natura que les impone su derecho de la especie, fuerza sus matrices, tortura con enfermedades terribles, dejándolas expuestas a todo tipo de degeneración. Y en aquella y en las otras, estremeciéndome por cada poro, vi entonces, con espantosa lucidez, vi la plaga original, la impúdica herida siempre abierta «que sangra y apesta»…
Cuando volví a entrar en el dormitorio de Giuliana estaba aún bajo los efectos de la anestesia, sin conocimiento, sin habla: semejante aún a una moribunda. Encontré a mi madre palidísima y convulsa. Pero todo indicaba que la operación había salido bien; los doctores parecían satisfechos. El olor del yodoformo impregnaba el ambiente. En una esquina, la monja inglesa llenaba de hielo un recipiente; su asistente enrollaba una venda. Las cosas volvían poco a poco a su sitio, con calma.
La enferma permaneció largo rato sumida en aquel sopor; la fiebre era casi imperceptible. Pero durante la noche fue presa de espasmos en el estómago y de un vómito irrefrenable. El láudano no la calmaba. Y yo, fuera de mí, ante el espectáculo de aquel suplicio humano, creyendo que estaba al borde de la muerte, no recuerdo lo que dije ni lo que hice. Agonizaba con ella.
Al día siguiente, el estado de la enferma mejoró; y día a día su recuperación progresó. Lentamente recuperaba las fuerzas.
Permanecí inmóvil junto al cabecero de su cama. Ponía cierta ostentación en recordarle, con mis actos, al enfermero de otro tiempo; pero el sentimiento era distinto, siempre fraternal. A menudo me invadía una sensación de preocupación por ciertas frases de alguna carta de la amante lejana, mientras le leía a ella alguna página de su libro preferido. La Ausente era inolvidable. Pero a veces, cuando al responder a alguna de sus cartas me sentía un poco apático y casi hastiado, en esas extrañas pausas que en la distancia sufre incluso una fuerte pasión, creía ver un indicio de desamor; y me repetía a mí mismo: «¡Quién sabe!».
Un día, mi madre le dijo a Giuliana en mi presencia:
—Cuando te levantes, cuando te puedas mover iremos todos juntos a La Badiola. ¿Verdad, Tullio?
Giuliana me miró.
—Sí, mamá —respondí sin vacilar, sin reflexionar—. Es más, Giuliana y yo iremos a Villalilla.
Y ella me miró de nuevo; y sonrió, con una sonrisa espontánea, indescriptible, que tenía una expresión de credulidad casi infantil, que asemejaba un poco a la de un niño enfermo a quien se le ha hecho una grande e inesperada promesa. Y bajó los párpados, y continuó sonriendo, con los ojos entornados que miraban hacia algo lejano, muy lejano. Y la sonrisa se atenuaba, se atenuaba sin llegar a extinguirse.
¡Cuánto me gustaba! ¡Cómo la adoraba en aquel momento! ¡Sentía que nada en el mundo podía compararse con la simple conmoción de la bondad!
Una bondad infinita emanaba de aquella criatura y penetraba hasta el fondo de mi ser, colmaba mi corazón. Yacía en la cama en posición supina, recostada sobre dos o tres almohadones, y su rostro, debido a la exuberancia de su cabello castaño un poco despeinado, adquiría una finura extrema, una especie de inmaterialidad aparente. Vestía una camisola cerrada en torno al cuello, ceñida a las muñecas, y sus manos estaban apoyadas sobre la sábana, postradas, tan pálidas que únicamente las venas azules destacaban sobre el lienzo de lino.
Tomé una de sus manos (mi madre había salido del dormitorio) y le dije susurrando:
—Volveremos, pues… a Villalilla.
La convaleciente respondió:
—Sí.
Y callamos, para prolongar nuestra emoción, para conservar nuestra ilusión. Ambos éramos conscientes del profundo significado que encerraban aquellas pocas palabras intercambiadas sottovoce. Un punzante instinto nos advertía de no insistir, de no concretar, de no ir más allá. Si hubiéramos continuado hablando, nos habríamos encontrado ante realidades inconciliables con la ilusión en la que respiraban nuestras almas que poco a poco se entorpecían deliciosamente.
Aquella torpeza favorecía los sueños, favorecía el olvido. Pasamos todo un atardecer, casi todo el tiempo solos, leyendo a ratos, inclinándonos juntos sobre la misma página, siguiendo con la mirada la misma línea.
Teníamos allí algunos libros de poesía; y le dábamos a los versos una intensidad de significado que no tenían. Mudos, hablábamos por boca de aquel afable poeta. Yo señalaba con la uña los párrafos que parecían responder a mi sentimiento no revelado.
Je veux, guidé par vous, beaux yeux aux flammes douces,
Par toi conduit o main où tremblera ma main,
Marcher droit, que ce soit par des sentiers de mousses
Ou que rocs et cailloux encombrent le chemin;
Oui, je veux marcher droit et calme dans la Vie…
Y ella, después de leerlo, se recostó un momento sobre la almohada, cerrando los ojos, con una sonrisa casi imperceptible.
Pero yo veía cómo sobre su pecho el camisón secundaba el ritmo de la respiración con una laxitud que comenzaba a turbarme como el débil perfume de lirio exhalado por las sábanas y los almohadones. Ansiaba y esperaba que ella, sorprendida por una espontánea languidez, me ciñese el cuello con su brazo y fundiera su mejilla con la mía de modo que sintiera el roce de su boca. Puso su afilado índice sobre la página y señaló con la uña el margen, guiando mi emocionada lectura.
La voix vous fut connue (et chère)?
Mais à présent elle est voilée
Comme une veuve désolée…
Elle dit, la voix reconnue,
Que la bonté c’est notre vie…
Elle parle aussi de la gloire
D'être simple sans plus attendre,
Et de noces d’or et du tendre
Bonheur d’une paix sans victoire.
Accueillez la voix qui persiste
Dans son naïf épithalame.
Allez, rien n’est meilleur à l’âme
Que de faire une âme moins triste![4]
Tomé su muñeca y, agachando la cabeza lentamente, hasta posar mis labios en la palma de su mano, susurré:
—Tú… ¿podrás olvidar?
Ella selló mi boca, y pronunció su gran palabra:
—Silencio.
En aquel momento entró mi madre anunciando la visita de la señora Tálice. Pude leer en el rostro de Giuliana una mueca de fastidio, y al igual que ella me sentí invadido por una sorda irritación ante aquella inoportuna interrupción. Giuliana suspiró:
—¡Oh, Dios mío!
—Dile que Giuliana está reposando —le sugerí a mi madre con un tono casi suplicante.
Pero ella me indicó que la visita esperaba en la estancia contigua. Era preciso recibirla.
Esta señora Tálice poseía una maliciosa y repulsiva locuacidad. Me miraba, de cuando en cuando, con expresión de curiosidad. Como mi madre, por casualidad, comentó que yo acompañaba a la convaleciente de la mañana a la noche casi de forma continuada, la señora Tálice exclamó con tono de manifiesta ironía y sin dejar de mirarme:
—¡Qué marido tan perfecto!
Mi irritación creció hasta tal punto que decidí marcharme con un pretexto.
Salí de la casa. Encontré en la escalera a Maria y a Natalia, que regresaban acompañadas por la institutriz. Me abordaron como de costumbre con infinidad de zalamerías; Maria, la mayor, me dio algunas cartas que le había entregado el portero. Entre éstas, reconocí de inmediato la letra de la Ausente. Y entonces me zafé de sus carantoñas, casi con impaciencia, y una vez en la calle, me detuve para leerla.
Era una carta breve pero apasionada, con dos o tres frases de una excesiva sutileza, que Teresa empleaba de modo consciente para conmoverme. Me hacía saber que viajaría a Florencia entre el veinte y el veinticinco del mes y que le gustaría que nos encontráramos allí, «como la otra vez». Me prometía noticias más detalladas en nuestra cita.
Todos los fantasmas de las ilusiones y las emociones recientes abandonaron de pronto mi alma, como las flores de un árbol sacudido por una fuerte ráfaga de viento. Y como las flores caídas son irrecuperables para el árbol, igualmente lo fueron para mí aquellas cosas del alma: se tornaron extrañas. Hice un esfuerzo, intenté resistirme; no lo conseguí. Deambulé por las calles, sin rumbo; entré en una pastelería, en una librería. Compré dulces y libros de forma mecánica. Arreciaba el crepúsculo; los faroles se encendían; las aceras estaban abarrotadas; dos o tres señores desde sus carruajes respondían a mi saludo; me crucé con un amigo que paseaba junto a su amante, que llevaba en sus manos un ramo de rosas, caminando deprisa, hablando y riendo. Me invadió el aliento maléfico de la vida de ciudad; resucitó mis curiosidades, mis deseos, mis envidias. Enriquecida en aquellas semanas de continencia, mi sangre experimentó una súbita ascensión. Ciertas imágenes relampaguearon lúcidamente dentro de mí. La Ausente me aferró de nuevo con las palabras de su carta. Y todo mi deseo se encauzó hacia ella, sin freno.
Pero cuando el primer tumulto se aplacó, mientras subía la escalinata de mi casa, comprendí la gravedad de todo lo sucedido, de lo que había hecho; comprendí que verdaderamente, pocas horas antes, había reafirmado un vínculo, había forzado mi fe, había hecho una promesa, una promesa tácita pero solemne a una criatura aún débil y enferma; comprendí que no podría retirarme sin caer en la infamia. ¡Y entonces me arrepentí de no haber desconfiado de aquella emoción engañosa, me arrepentí de haberme aletargado demasiado en aquella languidez sentimental! Examiné minuciosamente mis actos y palabras de aquel día, con la fría sutileza de un mezquino mercader que busca un pretexto para sustraerse a la disposición de un contrato ya concertado. ¡Ah! Mis últimas palabras habían sido demasiado graves. Aquel «Tú… ¿podrás olvidar?» pronunciado con aquella entonación, tras la lectura de aquellos versos, tenía todo el valor de una confirmación definitiva. Y aquel «Silencio» de Giuliana había sido como un sello.
«Pero —pensaba yo— ¿ha creído verdaderamente en mi arrepentimiento? ¿No se había mostrado siempre escéptica en lo referente a mis buenas intenciones?». Y pude ver aquella tenue sonrisa suspicaz, que ya en otras ocasiones se había dibujado en sus labios. «Si ella en su fuero interno no me hubiera creído, si también su ilusión se hubiese desvanecido súbitamente, quizá entonces mi retirada no sería tan embarazosa, no la heriría ni la humillaría en exceso; y este episodio se cerraría sin consecuencias y yo quedaría libre como antes. Villalilla permanecería en sus sueños». Y entonces vi de nuevo su otra sonrisa, una sonrisa nueva, espontánea, crédula, que apareció en sus labios al nombrar Villalilla. «¿Qué hacer? ¿Qué decidir? ¿Cómo contenerme?». La carta de Teresa Raffo me abrasaba.
Cuando volví a entrar en el dormitorio de Giuliana, advertí a primera vista que ella me esperaba. Me pareció alegre, con los ojos lúcidos, con un semblante más animado, más fresco.
—Tullio, ¿dónde has estado? —preguntó riendo.
Respondí:
—Me hizo huir la señora Tálice.
Rió de nuevo, con una sonrisa limpia y juvenil que la transfiguraba. Le entregué los libros y la caja de dulces.
—¿Para mí? —exclamó muy contenta, como una niña golosa; se apresuró a abrir la caja, con pequeños y divertidos gestos que reavivaron en mi alma retazos de recuerdos lejanos.
—¿Para mí?
Tomó un bombón, hizo el ademán de llevárselo a la boca, vaciló, lo dejó caer, alejó la caja; y dijo:
—Más tarde, más tarde…
—¿Sabes, Tullio? —me advirtió mi madre—. Aún no ha probado bocado. Ha querido esperarte.
—Ah, todavía no te he dicho —interrumpió Giuliana—… No te he dicho que ha venido el doctor mientras estabas fuera. Me ha encontrado mucho mejor. Podré levantarme el jueves. ¿Has oído, Tullio? Podré levantarme el jueves…
Continuó:
—En diez, quince días, a lo sumo, podré incluso viajar en tren.
Y añadió, tras una reflexiva pausa, con un tono más débil:
—¡Villalilla!
No había, pues, pensado en otra cosa, ése era su único sueño. «Había creído; creía». Apenas podía disimular mi angustia. Me ocupé, tal vez con excesiva premura, de los preparativos para su pequeña cena. Yo mismo le coloqué la bandeja sobre las rodillas.
Ella seguía todos mis movimientos con una tierna mirada que me hacía daño. «¡Ah, si pudiera adivinar!».
De pronto mi madre exclamó cándidamente:
—¡Qué hermosa estás esta noche, Giuliana!
En efecto, una animación extraordinaria realzaba las líneas de su rostro, encendía sus ojos, rejuvenecía su aspecto. Ante la exclamación de mi madre se sonrojó. Y una sombra de aquel rubor permaneció toda la noche en sus mejillas.
—El jueves me levantaré —repetía—. El jueves, ¡tres días! No sé si sabré caminar…
Insistía en su discurso sobre su recuperación, sobre nuestra próxima partida. Interrogó a mi madre sobre alguna nueva relativa al estado actual de la villa, del jardín.
—Planté una rama de sauce junto al estanque la última vez que fuimos. ¿Te acuerdas, Tullio? ¡Quién sabe si seguirá allí…!
—Sí, sí —interrumpió mi madre radiante—, sigue allí; ha crecido mucho; ya es un árbol. Pregúntale a Federico.
—¿De veras? ¿De veras? Dime, pues, mamá…
Parecía que aquella pequeña particularidad tuviera para ella en aquel momento una importancia incalculable. Se mostraba locuaz. Me sorprendía que estuviera tan inmersa en su ilusión, me maravillaba su transformación ante aquel sueño. «¿Por qué, por qué esta vez ha creído? ¿Por qué se ha dejado llevar? ¿De quién proviene esta insólita fe?». Y la idea de mi próxima infamia, quizá inevitable, me horrorizaba. «¿Por qué inevitable? ¿No lograré, pues, liberarme jamás? Debo, debo mantener mi palabra. Mi madre es testigo de mi promesa. La mantendré a toda costa». Y con un gran esfuerzo interior, salí del tumulto de mis incertidumbres; y me volví hacia Giuliana por un casi violento impulso del alma.
Aún me gustaba, excitada como estaba, vivaz, joven. Me recordaba a la Giuliana de otro tiempo, aquella a la que tantas veces, en mitad de la tranquila vida familiar, había tomado de pronto entre mis brazos, como preso de una locura repentina, y llevado a toda prisa hasta la alcoba.
—No, no, mamá; no me hagas beber más —rogó, deteniendo a mi madre, que escanciaba el vino—. Ya he bebido demasiado sin darme cuenta. ¡Ah, este Chablis! ¿Te acuerdas, Tullio?
Y se echó a reír, mirándome a las pupilas, evocando el recuerdo del amor sobre el cual ondeaba el aroma de aquel delicado amaretto[5] que era su predilecto.
—Lo recuerdo —respondí.
Ella entornó los párpados, con un ligero temblor en sus pestañas. Luego dijo:
—¿Hace calor aquí, verdad? Me arden las orejas.
Y sujetó la cabeza entre sus manos, para sentir el calor. La vela que ardía junto al lecho iluminaba intensamente la larga línea de su rostro; hacía relucir entre su cabellera castaña algunos hilos de oro claro, donde sus pequeñas y finas orejas, iluminadas desde lo alto, se transparentaban.
De pronto, mientras ayudaba a recoger la mesa (mi madre y la doncella habían salido un momento y estaban en la cámara contigua), me llamó en voz baja:
—¡Tullio!
Y con un gesto furtivo, atrayéndome hacia sí, me besó en la mejilla.
¿No debía ella ahora, con aquel beso, volver a tenerme enteramente para ella, en cuerpo y alma para siempre? ¿Aquel acto, siendo ella tan altiva y orgullosa, no significaba acaso que estaba dispuesta a olvidar, es más, que ya había olvidado para comenzar una nueva vida conmigo? ¿Podría abandonarse nuevamente a mi amor con mayor ímpetu y confianza? La hermana reconvertida en amante, de pronto. La hermana perfecta había conservado en la sangre, en lo más recóndito de sus venas, el recuerdo de mis caricias, aquel recuerdo orgánico de las sensaciones, tan vivo y tenaz en la mujer. Pensando en ello cuando me encontré solo, tuve visiones intermitentes de días pasados, de noches lejanas. «Un crepúsculo de junio, caluroso, rosáceo, surcado por misteriosos perfumes terribles, solitarios, para aquellos que añoran o desean. Entro en la estancia. Ella está sentada junto a la ventana con un libro sobre las rodillas, toda lánguida, palidísima, con la actitud de quien está a punto de desmayarse. “¡Giuliana!”. Ella se agita y se alza. “¿Qué haces?”. Responde: “Nada”. Y una transformación indefinible, parecida al ímpetu de quien pretende ocultar alguna cosa, pasó por sus ojos demasiado negros». ¿Cuántas veces, desde aquel día de la triste renuncia, había padecido en sus pobres carnes aquella tortura? Mis pensamientos se demoraron en torno a las imágenes suscitadas por aquel pequeño y reciente suceso. La singular excitación mostrada por Giuliana me recordó algunos ejemplos de su sensibilidad física extraordinariamente aguda. Quizá la enfermedad había acrecentado, exasperado, aquella sensibilidad. Y pensé, curioso y perverso, que habría visto la débil vida de la convaleciente arder y consumirse bajo el efecto de mis caricias; y pensé también que la lujuria habría tenido un cierto sabor a incesto. «¿Y si ella muriese?», pensé. Ciertas palabras del cirujano volvieron a mi mente, siniestras. Y por aquella crueldad que reside en el fondo de cualquier hombre lascivo, el peligro no me espantó, sino que me atrajo. Me detuve a examinar mis sentimientos con aquella especie de amarga complacencia, mezclada con cierto disgusto, que suelo emplear en el análisis de todas las manifestaciones interiores que parecen constituir una prueba de la maldad esencialmente humana. «¿Por qué el hombre tiene en su naturaleza esa horrible facultad de disfrutar con mayor placer cuando es consciente del daño que causa a la criatura de la cual nace su gozo? ¿Por qué el germen de tan execrable perversión sádica reside en todo hombre que ama y desea?».
Estas reflexiones, más que el primitivo y espontáneo sentimiento de bondad y piedad, estos pensamientos cruzados, me condujeron aquella noche a reafirmarme en mi propósito en favor de la ilusa. La Ausente me envenenaba incluso en la distancia, y para vencer la resistencia de mi egoísmo tuve la necesidad de confrontar la imagen de la deliciosa depravación de aquella mujer con la imagen de una nueva y rarísima depravación que me prometí cultivar con lentitud en la decorosa seguridad de mi casa. Entonces, con aquel arte casi diría alquimista, que tan bien dominaba a fuerza de combinar los distintos productos de mi carácter, analicé la serie de «estados de ánimo» especiales en mí, determinados por Giuliana en las diferentes épocas de nuestra vida en común, y extraje algunos elementos que me sirvieron para construir un nuevo estado, ficticio, particularmente adaptado para acrecentar la intensidad de aquellas sensaciones que yo quería experimentar. Y así, por ejemplo, con el fin de hacer más agrio aquel «sabor a incesto» que me atraía excitando mi fantasía perversa, traté de imaginarme los momentos en que había sido más profundo en mí aquel «sentimiento fraternal» y que más pura me había parecido la actitud de hermana en Giuliana.
¡Y quien se recreaba en estas miserables sutilezas de maníaco era el mismo hombre que pocas horas antes había sentido palpitar su corazón ante la sencilla emoción de la bondad, a la luz de una sonrisa imprevista! De tales crisis contradictorias se componía su vida: ilógica, fragmentaria, incoherente. Convivían en él tendencias de todo tipo, todas las contradicciones posibles, y entre estas contradicciones todas las graduaciones intermedias, y entre aquellas tendencias todas las combinaciones imaginables. Según el tiempo y el lugar, según el curso de las circunstancias, de un pequeño detalle, de una palabra, según las influencias internas harto oscuras, el fondo inalterable de su ser se revestía de múltiples aspectos volubles, fugaces, extraños. Un particular estado de ánimo suyo reforzaba una tendencia particular; y esta tendencia se convertía en el centro de atracción hacia el cual convergían los estados y las tendencias directamente asociadas; y poco a poco se propagaban las asociaciones. Y su centro de gravedad se encontraba entonces desconcertado y su personalidad cambiaba. Silenciosas oleadas de sangre e ideas hacían florecer sobre el fondo inalterable de su ser, gradualmente o de pronto, almas nuevas. Era, pues, multánime[6].
Insisto en este episodio porque verdaderamente supone un punto decisivo.
A la mañana siguiente, al despertar, no conservaba más que una confusa noción de cuanto había acaecido. La cobardía y la angustia se apoderaron de mí apenas posé mis ojos sobre una carta de Teresa Raffo, en la que me confirmaba nuestra cita en Florencia para el día veintiuno, dándome instrucciones precisas. El día veintiuno era sábado, y el jueves dieciocho Giuliana se levantaba por vez primera. Discutí largamente todas las opciones posibles conmigo mismo. Discutiendo, comencé a transigir. «Sí, no hay duda: es necesaria una ruptura, es inevitable. ¿Pero de qué modo lo haré? ¿Con qué pretexto? ¿Puedo anunciarle mi propósito a Teresa con una simple carta? Mi última carta estaba aún llena de ardiente pasión, ansiosa de deseo. ¿Cómo justificar este repentino cambio?
¿Merece mi pobre amiga un golpe tan cruel e inesperado? Me ha amado tanto, me ama; se ha enfrentado por mí, en su momento, a ciertos peligros. Yo la he amado…, la amo. Nuestra enorme y extraña pasión es conocida; incluso envidiada; insidiosa también… ¿Cuántos hombres ambicionan sucederme? Innumerables». Enumeré rápidamente los rivales más temibles, los sucesores más probables, analizando a cada uno de ellos. «¿Acaso se puede encontrar en Roma una mujer más rubia, más fascinante, más deseable que ella?». La misma excitación repentina que desfiló por mi sangre la noche anterior recorrió cada una de mis venas. Y la idea de una renuncia voluntaria me pareció absurda, inadmisible. «No, no, no reuniré nunca la fuerza necesaria; no querré, no podré jamás».
Apaciguada la turbulencia proseguí el vano debate, aun teniendo en mi interior la más absoluta certeza de que, llegada la hora, no habría podido dejar de ir. Sin embargo, tuve el coraje, saliendo del dormitorio de la convaleciente, y vibrando aún de emoción, tuve el supremo valor de escribir a aquella que me reclamaba. «No iré». Inventé un pretexto; y, lo recuerdo bien, casi por instinto, elegí argumentos que no parecieran demasiado graves. ¿Esperas así que ella menosprecie tus pretextos y te obligue a presentarte?, preguntó alguien dentro de mí. No escapé a aquel sarcasmo; y una irritación y una ansiedad atroces se apoderaron de mí, sin darme tregua. Hacía esfuerzos inauditos para disimular en presencia de Giuliana y de mi madre. Evitaba premeditadamente quedarme a solas con la pobre ilusa. De vez en cuando me parecía leer en sus dulces ojos el principio de una duda, me parecía ver pasar una sombra sobre su frente pura.
El miércoles recibí un imperioso y amenazante telegrama (¿acaso no lo esperaba?): «O vienes o no me verás nunca más. Contesta». Y contesté: «Iré».
Inmediatamente después de aquel acto, cometido con aquella especie de sobreexcitación inconsciente que acompaña a todos los hechos decisivos de la vida, experimenté un peculiar alivio, sospechando el devenir de los acontecimientos. El sentido de mi irresponsabilidad, el sentido de la necesidad de aquello que estaba sucediendo y de lo que estaba por acontecer calaron muy hondo en mí. «Si, aun conociendo el daño que estoy provocando y aún condenándome yo mismo, no puedo luchar contra ello, denota que obedezco a una fuerza superior desconocida. Soy víctima de un Destino cruel, irónico e invencible».
Sin embargo, apenas puse los pies en el umbral del cuarto de Giuliana, sentí un peso enorme desplomarse en mi corazón; y me detuve, vacilante, escondido entre las puertas. «Bastará una simple mirada para adivinarlo todo», pensé aturdido. Y estuve a punto de volverme atrás. Pero ella dijo, con una voz que no me había parecido nunca tan dulce:
—Tullio, ¿eres tú?
Entonces di un paso. Ella gritó al verme:
—Tullio, ¿qué te pasas? ¿Te sientes mal?
—Un vértigo… Ya me ha pasado —respondí y me tranquilicé pensando: «No ha adivinado».
Ella, en efecto, permanecía en la ignorancia; me parecía extraño que así fuera. ¿Debía prepararla para aquel golpe tan brutal? ¿Debía hablarle con sinceridad o urdir cualquier mentira piadosa? ¿O bien partir repentinamente, sin avisarla, dejándole en una carta mi confesión? ¿Cuál era el mejor modo para atenuar en mí el esfuerzo y que fuera menos cruda para ella la sorpresa?
¡Ay de mí!, en aquel difícil debatir, por un perverso instinto, estaba más preocupado por aliviar mi culpa que por ella. Y ciertamente hubiera elegido partir precipitadamente dejándole una carta, si no hubiera pensado en mi madre. Era preciso ahorrarle a mi madre cualquier disgusto, siempre, bajo cualquier circunstancia. Tampoco en esta ocasión pude librarme del sarcasmo interior. «Ah, ¿bajo cualquier circunstancia? ¡Qué corazón tan generoso! Pero, vamos, vete, es tan cómodo para ti el antiguo pacto, a la par que seguro… También esta vez, si tú quieres, la víctima se esforzará por sonreír aun sintiéndose morir. Confía pues en ella, y no te preocupes por nada, corazón generoso».
De vez en cuando, el hombre encuentra en el sincero y supremo desprecio por sí mismo, ciertamente, una singular satisfacción.
—¿En qué piensas, Tullio? —preguntó Giuliana, con gesto ingenuo, apuntándome con su dedo índice entre una y otra ceja como para despertarme de mis ensoñaciones.
Tomé aquella mano sin responder. Y el propio silencio, que se antojaba grave, bastó para modificar nuevamente la disposición de mi ánimo; la dulzura en la voz y en el gesto de la ignorante me enterneció, suscitó en mí aquel sentimiento enervante en el cual tienen su origen las lágrimas y que se llama piedad de uno mismo. Sentí una punzante necesidad de ser compadecido. Al mismo tiempo alguien me sugería en mi interior: «Aprovecha esta disposición de ánimo, sin hacer por el momento ninguna revelación. Exagerándola, fácilmente puedes llegar al llanto. Bien sabes el extraordinario efecto que tiene sobre una mujer el llanto del hombre amado. Giuliana se conmoverá; y tú parecerás atormentado por un terrible dolor. Mañana, cuando le digas la verdad, el recuerdo de las lágrimas te ensalzará en su corazón. Ella podrá pensar: “Ah, por esto lloraba ayer arrebatadamente. ¡Pobre amigo!”. Y así no serás juzgado como un odioso egoísta, es más, parecerá que has combatido en vano, con todas tus fuerzas, contra quién sabe qué funesto poder; parecerá que has caído bajo el influjo de quién sabe qué incurable enfermedad y que albergas en tu pecho un corazón lacerado. Aprovecha, pues, aprovecha».
—¿Tienes algo en tu corazón? —preguntó Giuliana, con voz sumisa, cariñosa, llena de confianza.
Yo tenía la cabeza agachada y estaba verdaderamente turbado. Mas la preparación de aquel llanto útil me distrajo, restó espontaneidad, retrasando así el fenómeno fisiológico de las lágrimas. «¿Si no pudiese llorar? ¿Si no me salen las lágrimas?», pensé con ridículo y pueril espanto, como si todo dependiera de aquel acto material que mi voluntad no era capaz de engendrar. Y mientras tanto alguien, siempre el mismo, me apuntaba: «¡Qué lástima! ¡Qué lástima! El momento no podría ser más favorable. Apenas se ve ya en la estancia. ¡Qué gran golpe de efecto, un sollozo en la penumbra!».
—Tullio, ¿no me contestas? —continuó Giuliana tras una pausa, pasando su mano por mi frente y mis cabellos para que alzara el rostro—. A mí puedes decírmelo todo. Lo sabes.
¡Ah!, de veras, desde entonces no he escuchado jamás una voz humana con semejante dulzura. Ni tan siquiera mi madre ha sabido hablarme nunca así.
Se me humedecieron los ojos, y sentí entre las pestañas la tibieza del llanto. «Ahora, ahora es el momento de prorrumpir en llanto». Pero no apareció más que una lágrima y yo (cosa humillante pero cierta es que ante semejantes mezquindades mímicas se empequeñece la mayor parte de las emocionas humanas al manifestarse) levanté la cara para que Giuliana la advirtiera y por un instante sentí una agitada ansiedad, temiendo que en la sombra ella no la vislumbrara. Para ayudarla, suspiré con vehemencia, como quien quiere contener un sollozo. Y ella, aproximando su rostro al mío para observarme más de cerca, porque yo permanecía en silencio, repitió:
—¿No respondes?
Y entrevió; y para cerciorarse me aferró la cabeza girándola con un gesto casi brusco.
—¿Lloras?
Su voz había cambiado.
Yo me liberé de pronto, me retiré para huir, como aquel que no puede contener por más tiempo el aliento.
—Adiós, adiós. Déjame ir, Giuliana. Adiós.
Y salí del cuarto precipitadamente.
Cuando estuve solo, me sentí asqueado de mí mismo.
Era la vigilia de un ceremonial para la convaleciente. Horas más tarde, cuando me presenté para asistir al pequeño almuerzo habitual, la encontré en compañía de mi madre. Apenas me vio, ésta exclamó:
—Entonces, Tullio, mañana día de fiesta.
Y Giuliana y yo nos miramos, ansiosos ambos. Luego hablamos del mañana, de la hora en que ella podría levantarse, de infinidad de menudencias, con cierto esfuerzo, un poco distraídos. Y deseaba, en mi interior, que mi madre no se ausentase.
Tuve fortuna porque mi madre salió sólo una vez y volvió a entrar en seguida. Entre tanto, Giuliana rápidamente me preguntó:
—¿Qué te ocurría antes? ¿No quieres decírmelo?
—Nada, nada.
—¿Ves? Así me aguas la fiesta.
—No, no. Te lo diré…, te lo diré… después. No pienses en ello ahora, te lo ruego.
—¡Sé bueno!
Mi madre entró con Maria y Natalia. Pero el tono con el que Giuliana había proferido aquellas pocas palabras bastó para convencerme de que no sospechaba la verdad. ¿Pensaba acaso que mi tristeza se debía a la sombra de un imborrable e inexpiable pasado? ¿Pensaba que estaba atormentado por el remordimiento ante el mal que le había causado y el temor de no merecer su absoluto perdón?
Aún experimenté una viva emoción la mañana siguiente (cumpliendo con sus deseos yo esperaba en la habitación contigua), cuando escuché que me llamaba con su dulce tono de voz.
—Tullio, ven.
Y entré, y la vi en pie, parecía más alta, más esbelta, casi frágil. Vestida con una especie de amplia y vaporosa túnica con rectos y largos pliegues, sonreía, dudando, teniéndose apenas en pie, con los brazos separados de las caderas como para mantener el equilibrio, girándose ahora hacia mí, ahora hacia mi madre.
Mi madre la miraba con una indescriptible expresión de ternura, pronta a socorrerla. Yo mismo le tendía mis manos, pronto también a socorrerla.
—No, no —rogó—. Dejadme, dejadme. No me caigo. Quiero caminar sola hasta el sillón.
Adelantó un pie, dio un paso, lentamente. Tenía en su rostro el candor de la euforia infantil.
—¡Con cuidado, Giuliana!
Dio aún dos o tres pasos más cuando, asaltada por un repentino desconcierto por el pánico a caer, vaciló un instante entre mi madre y yo, y se lanzó a mis brazos, a mi pecho, abandonándose con todo su peso, temblando como si sollozase. Por el contrario, ella reía. Un poco sofocada por la ansiedad; y como no llevaba corsé, mis manos la sintieron débil y endeble a través de la tela. Mi pecho la notó vibrante y mórbida, mi nariz aspiró el perfume de sus cabellos y mis ojos se posaron de nuevo sobre su cuello y su pequeño lunar.
—He sentido miedo —decía ella entrecortadamente, riendo y jadeando—. He tenido miedo de caer.
Y como volvía la cabeza hacia mi madre para mirarla, sin despegarse de mí, pude apreciar su encía laxa, el blanco de sus ojos y algo convulso en su rostro. Y supe que tenía entre mis brazos a una pobre criatura enferma, profundamente alterada por la enfermedad, débil, con las venas empobrecidas, quizá incurable. Pero volví a pensar en su transformación de aquella noche del beso inesperado; y la obra de caridad, de amor y de enmienda, a la cual renunciaba, me pareció bellísima de nuevo.
—Llévame hasta el sillón, Tullio —dijo.
Con mi brazo en su cintura, la conduje lentamente; la ayudé a acomodarse; coloqué en el respaldo los almohadones de plumas, y recuerdo que elegí el más exquisito para que apoyara la cabeza. Incluso me arrodillé para ponerle uno bajo los pies y pude observar sus medias de color lila y su exiguo calzado que escondía poco más que su pulgar. Al igual que aquella noche ella seguía todos mis movimientos con mirada tierna. Yo me demoraba. Acerqué una pequeña mesita de té, sobre la cual posé un jarrón con flores frescas, algún libro y una talla de marfil. Sin quererlo, ponía en aquel primor cierto grado de ostentación.
La ironía comenzó de nuevo. «¡Muy hábil! ¡Muy hábil! Muy útil lo que estás haciendo a ojos de tu madre. ¿Cómo podía sospechar, después de asistir a tus atenciones? Ni siquiera esa ostentación tuya lo echará a perder. No tiene la vista muy aguda. Sigue así, sigue. Todo va de maravilla. ¡Ánimo!».
—¡Oh, qué bien se está aquí! —exclamó Giuliana con un suspiro de alivio, entrecerrando los ojos—. Gracias, Tullio.
Minutos después, cuando mi madre salió dejándonos a solas, ella repitió, con un sentimiento más profundo:
—Gracias.
Y alzó una mano hacia mí, para que la tomase entre las mías. Y siendo amplia como era la manga, con el gesto del abrazo, se descubrió de tal modo que pude entrever hasta casi el codo. Y aquella mano pálida y fiel, que portaba el amor y la indulgencia, la paz, el sueño, el olvido, todo lo bello y todo lo bueno, tembló un instante en el aire mientras se elevaba hacia mí en señal de ofrenda suprema.
Creo que en la hora de mi muerte, en el preciso instante en que deje de sufrir, sólo recordaré aquel gesto; entre todas las innumerables imágenes de la vida pasada, reviviré únicamente aquel momento.
Cuando pienso en ello, no logro reconstruir con exactitud las circunstancias en que me encontraba. Puedo afirmar que también entonces comprendía la extrema gravedad del momento y el extraordinario valor de los actos que se estaban consumando y de aquellos que estaban por venir. Mi perspicacia era, a mi parecer, perfecta. Dos juicios de conciencia se desencadenaban en mi interior, sin confundirse, bien diferenciados, paralelos. En uno predominaba, junto a la piedad hacia la criatura que estaba a punto de agraviar, un aguzado sentimiento de remordimiento ante la oferta que pretendía rechazar. En el otro imperaba, junto con la macabra codicia de la amante lejana, un sentimiento egoísta ejercitado en el frío examen de las circunstancias que podían favorecer mi impunidad. Este paralelismo conducía mi vida interior a una intensidad y una celeridad increíbles.
El momento decisivo había llegado. Debiendo partir al día siguiente, no podía dilatarme por más tiempo. Para que la jugada no pareciera sospechosa o demasiado repentina, era necesario que aquella misma mañana, durante el desayuno, anunciara mi marcha a mi madre aduciendo un pretexto plausible. Era necesario incluso, antes que a mi madre, hacer el anuncio a Giuliana para evitar contratiempos peligrosos. «¿Y si Giuliana estallara, finalmente? ¿Y si, en el ímpetu del dolor y del desprecio, revelara a mi madre toda la verdad? ¿Cómo obtener de ella una promesa de silencio, un nuevo acto de abnegación?». Hasta el último momento se desató un debate en mi interior. «¿Comprenderá de inmediato, a la primera palabra? ¿Y si no lo hiciera? ¿Si ingenuamente me preguntara el motivo de mi viaje? ¿Qué debería responder? Pero ella lo entenderá. Es imposible que no sepa ya por alguna de sus amigas, por la señora Tálice por ejemplo, que Teresa Raffo no se encuentra en Roma».
Mis fuerzas comenzaban a ceder. No habría podido sostener por más tiempo el orgasmo que crecía por minutos en mí. Me decidí, con todos mis músculos en tensión; y ya que ella hablaba, deseé que me ofreciera la posibilidad de disparar la flecha.
Hablaba de muchas cosas, especialmente del futuro, con una insólita volubilidad. Aquel no sé qué de convulso que había en ella, que ya había notado, se me antojaba aún más patente. Hasta aquel momento había evitado su mirada moviéndome con verdadero arte por el dormitorio; siempre detrás del sofá, ahora cerrando el cortinaje de la ventana, ahora reordenando los libros en la pequeña estantería, ahora recogiendo del tapiz las hojas caídas de un ramo de rosas deshecho. Estando en pie miraba la raya de su cabello, sus pestañas largas y arqueadas, la leve palpitación de su pecho, y sus manos, sus hermosas manos posadas en los brazos del sillón, laxas como aquel día, pálidas como aquel día, cuando «únicamente las venas azules destacaban sobre el lienzo de lino».[7]
¡Aquel día! No había transcurrido siquiera una semana.
¿Por qué parecía, pues, tan remoto?
Estando de pie detrás de ella, bajo aquella extrema tensión, como acechando, pensé que quizá por instinto sintiera una amenaza sobrevolar sobre su cabeza y creí adivinar en ella una especie de vago malestar. Y una vez más se me encogió el corazón de un modo insoportable.
Finalmente dijo:
—Mañana, si estoy mejor, me podrías llevar hasta la terraza, a respirar el aire…
La interrumpí:
—Mañana no estaré aquí.
Ella se sobresaltó ante el extraño sonido de mi voz. Añadí sin esperar:
—Partiré.
Y continué con gran esfuerzo para desanudar la lengua, horrorizado como quien ha de repetir el golpe para rematar a su víctima.
—Me voy a Florencia.
—¡Ah!
Comprendió ipso facto. Se giró con un brusco movimiento, se retorció sobre los almohadones para mirarme, y vi de nuevo por aquella violenta torsión el blanco de sus ojos, su encía laxa.
—¡Giuliana! —balbuceé, sin saber qué decir, inclinándome hacia ella por temor a que se desmayara.
Pero ella bajó los párpados, se recompuso, se retiró, se estremeció como presa de un gran frío. Permaneció así por algún tiempo, con los ojos cerrados, la boca sellada, inmóvil. Solamente las pulsaciones visibles de la carótida y alguna contracción convulsiva en las manos daban indicio de vida.
¿No fue acaso un delito? El primero de mis delitos; y no el menor, por cierto.
Partí en terribles condiciones. Mi ausencia se alargó más de una semana. Cuando regresé y en los días que siguieron a mi llegada, yo mismo me maravillaba de mi casi cínica impudencia. Estaba poseído por una especie de maleficio que abolía en mí cualquier sentido de la moral y me hacía capaz de cometer las peores injusticias, las mayores crueldades. Giuliana, también esta vez, demostraba una fuerza prodigiosa; también esta vez supo callar. Y parecía enclaustrada en su silencio como en una armadura adamantina, impenetrable.
Viajó con nuestras hijas y con su madre a La Badiola. Las acompañaba mi hermano. Yo continué en Roma.
En ese tiempo comenzó para mí un período tristísimo, oscurísimo, cuyo recuerdo aún me hace sentir náuseas y una gran humillación. Preso de aquel sentimiento, que más que ningún otro remueve el fango esencial en el hombre, padecí todo el tormento que una mujer puede insuflar en un alma sumisa, apasionada y siempre alerta. Encendidos por una sospecha, unos terribles celos sensuales se encendieron dentro de mí secando todas mis buenas fuentes interiores, alimentándose de toda la inmundicia que reposaba en lo más ínfimo de mi naturaleza animal.
Teresa Raffo no me había parecido nunca tan deseable como entonces, cuando no podía dejar de asociarla a una imagen fálica, a la depravación. Y ella se valía de mi propio desprecio para exacerbar mi frenesí. Atroces agonías, abyectas alegrías, deshonrosas sumisiones, viles pactos propuestos y aceptados sin rubor, lágrimas más amargas que cualquier veneno, frenesíes imprevistos que me empujaban hasta los confines de la locura, caídas al abismo de la lujuria tan violentas que me dejaban aletargado durante días, todas las miserias e ignominias de la pasión carnal exasperada por los celos, todo ello yo lo conocí. Mi casa se volvió extraña; la presencia de Giuliana me perturbaba. Semanas enteras pasaban sin que me dignara a dirigirle la palabra. Absorto en mi suplicio interior, no la veía, no la oía. En ciertos momentos, alzando la mirada hacia ella me maravillaba de su palidez, de su expresión, de ciertos detalles de su rostro, de cosas nuevas, inesperadas, extrañas; y no conseguía reconquistar completamente la noción de la realidad. Todos los actos de su existencia me resultaban desconocidos. No sentía deseo alguno de interrogarla, de saber; no sentía por ella inquietud, solicitud o temor alguno. Una acritud inexplicable envolvía mi alma contra ella. Incluso en alguna ocasión, sentía hacia ella una especie de vago rencor, incomprensible.
Un día la escuché reír; y su risa me irritó, casi hasta la ira.
Otro día me agité con fuerza, oyéndola cantar desde una estancia lejana. Cantaba el aria de Orfeo:
¿Qué voy a hacer sin Eurídice…?[8]
Era la primera vez, después de mucho tiempo, que cantaba así, moviéndose de un lado a otro de la casa; era la primera vez que la volvía a escuchar, después de tantísimo tiempo.
¿Por qué cantaba? ¿Estaba acaso contenta? ¿A qué efecto de su ánimo respondía aquella insólita efusividad? Me invadió un inexplicable desconcierto. Me dirigí hacia ella sin pensarlo, llamándola por su nombre.
Al verme entrar en su dormitorio se sorprendió; se quedó atónita algunos minutos, ostensiblemente paralizada.
—¿Cantas? —pregunté, por decir algo, cohibido, extrañado yo mismo de mi sorprendente actitud.
Ella sonrió, con una sonrisa incierta, sin saber qué responder, sin saber qué conducta asumir en mi presencia. Y me pareció leer en sus ojos una curiosidad penosa, que en tantas otras ocasiones había ya advertido fugazmente; aquella compasiva curiosidad con la que se mira a una persona sospechosa de locura, a un obseso. En efecto, en el espejo que tenía frente a mí descubrí mi imagen; contemplé mi rostro enjuto, mis profundas ojeras, mi boca tumefacta, en definitiva, aquel aspecto febril que tenía ya desde hacía meses.
—¿Te vistes para salir? —le pregunté, aún turbado, casi de modo salvaje, sin saber qué más podía preguntar, intentando evitar el silencio.
—Sí.
Era por la mañana; corría el mes de noviembre. Ella estaba de pie junto a una mesa adornada con encajes sobre la cual relucían dispersas las innumerables bagatelas modernas destinadas al realce de la belleza femenina. Ataviada con un vestido de vicuña oscuro, tenía aún en la mano un peine de carey con el dorso de plata. El vestido, de formas muy simples, secundaba su esbelta elegancia. Un gran ramo de crisantemos blancos sobresalía de la mesa a la altura de sus hombros. El sol estival de San Martín se filtraba por la ventana; y en el aire flotaba un perfume de cipria[9] o de alguna esencia que no supe reconocer.
—¿Qué perfume usas ahora? —pregunté.
Ella respondió:
—Crab-apple[10].
Añadí:
—Me gusta.
Tomó de la mesa un frasco y me lo entregó. Y yo aspiré su olor durante un tiempo, por hacer algo, para tener tiempo de preparar alguna otra frase. No conseguía disipar mi confusión, reconquistar mi franqueza. Sentí que toda intimidad entre nosotros se había derrumbado. Me parecía otra mujer. Y mientras tanto, el aria de Otelo aún ondeaba en mi alma, aún me inquietaba.
¿Qué voy a hacer sin Eurídice…?
Bajo aquella luz dorada y tenue, bajo aquel perfume envolvente, en medio de todos aquellos objetos impregnados de gracia femenina, el fantasma de la vieja melodía parecía despertar el latido de una vida secreta, expandir la sombra de un no sé qué misterioso.
—¡Qué hermosa aria cantabas antes! —dije, obedeciendo al impulso que provenía de mi extraña inquietud.
—¡Muy hermosa! —exclamó ella.
Y una pregunta afluyó a mis labios: «Pero ¿por qué cantabas?». La reprimí y busqué en mi interior los motivos de aquella curiosidad que me punzaba.
Siguió un intervalo de silencio. Ella recorría con la uña del pulgar los dientes del peine, produciendo un ligero sonido estridente. (Aquella estridencia tiene un lugar especial en mi recuerdo).
—Te estabas vistiendo para salir. Continúa, pues —dije.
—No he de ponerme más que la chaqueta y el sombrero. ¿Qué hora es?
—Faltan quince minutos para las once.
—Ah, ¿tan tarde es?
Tomó el sombrero y el velo, y se sentó ante el espejo. Yo la contemplaba. Otra pregunta acudió a mis labios: «¿Adónde vas?». Me contuve también esta vez, aunque pudiera resultar natural. Y continué mirándola atentamente.
Reapareció ante mí tal cual era en realidad: una joven señora elegantísima, de dulce y noble figura llena de finura e iluminada por una intensa expresión espiritual; una señora adorable, en definitiva, que podría haber sido una amante deliciosa para el cuerpo y para el espíritu. «¿Y si fuera ciertamente la amante de alguien?», pensé. «Es verdaderamente imposible que no haya sido asediada en muchas ocasiones y por muchos hombres. Es muy notorio el abandono en el que la tengo; muy notorios mis agravios. ¿Y si hubiera cedido a alguien? ¿O si estuviera a punto de hacerlo? ¿Y si finalmente juzgara inútil e injusto el sacrificio de su juventud? ¿Si estuviera al fin cansada de tanta abnegación? ¿Si conociera a un hombre superior a mí, un seductor delicado y apasionado que le inspirara la curiosidad de lo nuevo y le hiciera olvidar al infiel? ¿Si hubiera perdido ya enteramente su corazón, demasiadas veces pisoteado sin piedad ni remordimiento?». Un súbito espanto me invadió; y la opresión de la angustia fue tan fuerte que llegué a pensar: «¡Vamos! Le confesaré mis dudas. Le diré mirándole al fondo de sus pupilas: “¿Eres pura todavía?”. Y sabré toda la verdad. Es incapaz de mentir». «¿Incapaz de mentir? ¡Ja, ja, ja! ¡Una mujer…! ¿Qué sabrás tú? Una mujer es capaz de todo. Recuerda esto. Más de una vez un gran manto de heroísmo ha servido para ocultar media docena de amantes. ¡Sacrificio! ¡Abnegación! Apariencias, palabras. ¿Quién conoce la verdad absoluta? Jura, si puedes, sobre la fidelidad de tu mujer: pero no digo sobre la de hoy, sino sobre aquella anterior al episodio de la enfermedad. Jura con fe absoluta, si puedes». Y la voz maligna (¡ah, Teresa Raffo, cómo obraba tu veneno!), la voz pérfida me petrificó.
—Ten paciencia, Tullio —me dijo casi tímidamente Giuliana—. Colócame este alfiler aquí, en el velo.
Tenía los brazos alzados y arqueados sobre su cabeza para sujetar el velo; y sus blancos dedos trataban en vano de enfilarlo. Tenía una pose muy graciosa. Sus blancos dedos me hicieron reflexionar: «¡Cuánto tiempo hace que no nos cogemos de la mano! ¡Oh, aquellos enérgicos y ardientes apretones de mano que ella me daba tanto tiempo atrás, como para asegurarme que no me guardaba rencor por ninguna de mis ofensas! ¿Acaso ahora su mano era impura?». Y mientras le colocaba el velo, sentí una espontánea repulsión ante la idea de una posible impudicia.
Se alzó y también la ayudé a ponerse el abrigo. Dos o tres veces nuestras miradas se encontraron fugazmente; y una vez más pude leer en sus ojos una especie de inquieta curiosidad.
Quizá se preguntaba a sí misma: «¿Por qué ha entrado aquí? ¿Por qué está cohibido? ¿Qué significa esa expresión de desconcierto? ¿Qué quiere de mí? ¿Qué le sucede?».
—Permíteme… un momento —dijo y salió del dormitorio.
Oí que llamaba a la señorita Edith, el ama de llaves. Al hallarme solo, mis ojos se dirigieron involuntariamente hacia la pequeña escribanía repleta de cartas, de notas, de libros. Me acerqué y mis ojos vagaron un instante entre aquellos papeles, intentando descubrir… «¿el qué?, ¿quizá la prueba?». Pero me sacudí aquella vil y necia tentación. Me entretuve con un libro que tenía una cubierta de tela antigua y entre sus páginas una plegadera. Era el libro que estaba leyendo entonces, deshojado hasta la mitad. Se trataba de la novela más reciente de Filippo Arborio, II Segreto. Pude leer sobre el frontispicio una dedicatoria de puño y letra del autor:
Para usted, Giuliana Hermil, TVRRIS EBVRNEA[11], se lo ofrezco indignamente,
F. Arborio. Día de todos los santos ’85
¿Conocía, pues, Giuliana al novelista? ¿Qué actitud mostraba el espíritu de Giuliana hacia él? Y evoqué la fina y seductora figura del escritor, tal cual la había visto alguna que otra vez en algún lugar público. En verdad podía gustarle a Giuliana. Según algunas voces era un hombre que gustaba a las mujeres. Sus novelas, llenas de complicada psicología, a veces ingeniosa, con frecuencia falsa, turbaban los ánimos sentimentales, encendían las fantasías inquietas, mostraban con suprema elegancia el desprecio por la vida ordinaria. Un’agonia, La cattolicissima, Angelica Doni, Giorgio Aliora, Il Segreto daban de la vida una visión intensa, como una gran combustión de figuras por innumerables brasas. Cada uno de sus personajes combatía por su Quimera en un duelo desesperado con la realidad.
«¿Acaso este extraordinario artista —cuyos libros le presentaban casi diría magnificado, como un ser espiritualmente puro—, no había ejercido su fascinación también sobre mí? ¿No había yo calificado su Giorgio Aliora como un libro “fraternal”? ¿No había encontrado en alguna de sus criaturas literarias ciertas extrañas semejanzas con mi “yo” íntimo? ¿Y si precisamente esta extraña afinidad nuestra le facilitara la obra de seducción quizá ya emprendida? ¿Si Giuliana se abandonara a él, habiendo reconocido alguno de aquellos mismos atractivos por los cuales tiempo atrás me adoraba?», pensé con un nuevo sobresalto[12].
Regresó a la estancia. Viendo aquel libro entre mis manos, dijo con una confusa sonrisa, un poco ruborizada.
—¿Qué miras?
—¿Conoces a Filippo Arborio? —le pregunté inmediatamente sin alteración alguna en mi voz, con el tono más calmado e ingenuo que pude.
—Sí —respondió francamente—. Nos presentaron en casa de los Monterisi. Ha venido aquí en alguna ocasión, pero no habéis coincidido.
Una pregunta asomó a mis labios. «¿Y por qué no me lo habías dicho?». Pero me contuve. ¿Cómo podría haberme hablado de ello si desde hacía mucho tiempo y con mi conducta había interrumpido entre nosotros cualquier intercambio de noticias o confidencias amistosas?
—Es bastante más simple que sus libros —añadió desenvuelta, colocándose los guantes lentamente—. ¿Has leído II Segreto?
—Sí, lo he leído.
—¿Te ha gustado?
Sin pensar, por una instintiva necesidad de manifestar ante Giuliana mi superioridad, respondí:
—No. Es mediocre.
Ella dijo finalmente:
—Me marcho.
Y se puso en movimiento para salir. La seguí hasta la antecámara, caminando tras la sutilísima huella de perfume que dejaba tras de sí, apenas perceptible. Delante del criado únicamente añadió:
—Adiós.
Y con paso ligero cruzó el umbral.
Regresé a mi estancia. Abrí la ventana, y me asomé para verla caminar por la calle.
Lo hacía con paso ligero, sobre la acera bañada por el sol: erguida, sin volver nunca la cabeza. El veranillo de San Martín irradiaba una tenue luz dorada sobre el cristal del cielo; y una quieta calidez endulzaba el aire, evocando el perfume ausente de las violetas. Una enorme tristeza se desplomó sobre mí, dejándome abatido contra el alféizar; y poco a poco se volvió insoportable. Raras veces en mi vida había sufrido como lo hacía ante aquella duda que hacía derrumbarse de golpe mi fe en Giuliana, una fe que había durado tantos años; raras veces mi alma había clamado tan fuerte tras una fugitiva ilusión. Pero ¿se había desvanecido ciertamente y sin remedio? No podía, no quería convencerme de ello. Toda mi vida de errores había estado acompañada por aquella gran ilusión, que respondía no tan sólo a las exigencias de mi egoísmo, sino a un sueño estético de grandeza moral. «La grandeza moral resultado de la violencia de los sufrimientos superados; para que ella tuviera oportunidad de aparecer como una heroína era necesario que sufriera lo que yo le hacía sufrir». Este axioma con el cual, en multitud de ocasiones, había logrado aplacar mis remordimientos, estaba profundamente arraigado en mi espíritu, engendrando un fantasma ideal de la parte buena de los hechos y que asumí como una especie de culto platónico. Yo, disoluto, perverso e indolente, me complacía de reconocer en el estrecho círculo de mi existencia un alma severa, recta y fuerte, un alma incorruptible; y me complacía de ser el objeto amado, por siempre amado. Todos mis vicios, todas mis miserias y todas mis debilidades se apoyaban en esta ilusión. Creía que conmigo se había hecho realidad el sueño de cualquier hombre intelectual: ser continuamente infiel a una mujer continuamente fiel.
«¿Qué buscas? ¿Todas las embriagueces de la vida? Sal de ahí, venga, embriágate. En tu casa, como una imagen velada en un santuario, la criatura taciturna y agradecida, te espera. El candil sobre el cual no viertes ni una gota de aceite permanece siempre encendido». ¿No es acaso el sueño de cualquier hombre intelectual?
Además: «A cualquier hora, en cualquier circunstancia, al volver la encontrarás. Siempre segura de tu regreso sin detallarte su espera. Posarás tu cabeza sobre sus rodillas, y ella recorrerá tus sienes con sus dedos, para absorber tu dolor».
Pues bien, así me imaginaba yo mi regreso: el regreso final resultado de una de aquellas catástrofes internas que transforman a un hombre. Y toda mi desesperación se atemperaba por una íntima confianza en aquel indefectible refugio; y hasta el fondo de todas mis vilezas llegaba la luz de la mujer que por amor a mí y por obra mía había alcanzado el súmmum de la excelencia ajustándose perfectamente a mis ideales.
¿Bastaba una simple duda para destruir todo aquello en un solo instante?
Repasé la escena vivida con Giuliana desde el momento de mi entrada en su dormitorio hasta su marcha.
Aun atribuyendo gran parte de mis reflexiones a un especial estado de nerviosismo transitorio, no pude disipar la extraña impresión exactamente expresada por las palabras: «Me parecía otra mujer». Indudablemente, algún cambio advertí en ella. Pero ¿cuál? ¿La dedicatoria de Filippo Arborio no tenía más bien un significado reafirmante? ¿No ratificaba la impenetrabilidad de la TVRRIS EBVRNEA? Alguien le sugirió aquel glorioso apelativo o simplemente se derivaba de la fama de pureza que envolvía al nombre de Giuliana Hermil, o incluso de un intento de asalto fallido y quizá la renuncia del asedio ya emprendido. Así pues, la torre de marfil debía estar aún intacta.
Razonando así para curar la mordedura de la sospecha, sentía en el fondo de mi ser una vaga ansiedad, como si temiese la insurrección repentina de alguna irónica objeción. «Tú sabes: la piel de Giuliana es extraordinariamente nívea. Tan pálida como su camisón. El sacro apelativo pudiera también esconder un significado profano… Pero ¿y aquel indignamente? ¡Ah, ah, cuántas cavilaciones!».
Un ímpetu iracundo de irritación interrumpió aquel vano y humillante debate. Me retiré de la ventana, sacudí los hombros, di dos o tres vueltas por la cámara, abrí un libro maquinalmente, lo dejé. Pero la angustia no disminuía. «En fin —pensé parándome como para enfrentarme a un adversario invisible—, ¿todo esto a qué conduce? O ya ha caído y la pérdida es irreparable, o está en peligro y yo no puedo, en mi situación presente, intervenir para salvarla; o se mantiene pura con la intención de permanecer pura y entonces nada ha cambiado. En cualquier caso, no tengo ninguna acción que cumplir.
Lo que es, necesario es. Lo que sea, necesario será. Esta crisis de sufrimiento pasará. Precisa esperar. Aquellos crisantemos blancos sobre la mesa de Giuliana ¡qué hermosos eran! Saldré para comprar más y en gran cantidad. Mi cita con Teresa es hoy a las dos. Faltan casi tres horas… ¿No me decía ella la última vez que le gustaría encontrar la chimenea encendida? Será el primer fuego del invierno, en esta cálida jornada. Me parece que se muestra bondadosa esta semana. ¡Ojalá dure! Pero yo, a la primera ocasión, desafiaré a Eugenio Egano». Mis pensamientos siguieron por este nuevo camino, con alguna pausa repentina, con desvíos imprevistos. Entre la sensual imagen de la próxima pasión, se coló otra imagen impura, tan temida, aquella de la cual quería huir. Algunas osadas y ardientes páginas de la novela Cattolicissima volvieron a mi memoria. Y de un espasmo surgía otro. Y yo confundía, si bien con dispar sufrimiento, en la misma corrupción a las dos mujeres y con el mismo odio a Filippo Arborio y Eugenio Egano.
La crisis pasó, dejándome en el ánimo una especie de vaga displicencia mezclada con cierto rencor hacia la hermana. Me alejé cada vez más, me volví más duro, más indiferente, más reservado. Mi triste pasión por Teresa Raffo se tornó más exclusiva, ocupó todas mis facultades, no me dio siquiera una hora de tregua. Era verdaderamente un obseso, un hombre poseído por una diabólica locura, consumido por una enfermedad desconocida y espantosa. Los recuerdos de aquel invierno están confusos en mi espíritu, incoherentes, interrumpidos por una extraña oscuridad, raros.
Aquel invierno no coincidí nunca en mi casa con Filippo Arborio; pocas veces lo vi en lugares públicos. Pero una noche lo encontré en una sala de armas; y allí nos conocimos, fuimos presentados por el maestro, intercambiamos algunas palabras. La luz del gas, el retumbo de aquel entarimado, el tintineo y el brillo del acero, las distintas posturas toscas o elegantes de los tiradores de esgrima, la agilidad de todas aquellas piernas arqueadas, la cálida y acre exhalación de aquellos cuerpos, los gritos guturales, las interjecciones vehementes, los estallidos de risa recomponen con singular evidencia en mi recuerdo la escena que se desarrollaba en torno a nosotros mientras estábamos el uno frente al otro y el maestro pronunciaba nuestros nombres. Me viene a la mente una y otra vez el gesto con el que Filippo Arborio alzó su máscara mostrando su rostro encendido bañado en sudor. Sosteniendo en una mano la máscara y en la otra el florete, se inclinó a modo de saludo. Jadeaba demasiado, fatigado y algo convulso, como quien no tiene el hábito de practicar ejercicio muscular. Instintivamente pensé que aquel no era un hombre temible sobre el terreno. Afecté incluso cierta arrogancia, deliberadamente no le dirigí ni una sola palabra referida a su celebridad, a mi admiración; me contuve como lo hubiera hecho con cualquier desconocido.
—¿Entonces —me preguntó el maestro sonriendo—, para mañana?
—Sí, a las diez.
—¿Se batirá? —se interesó Arborio con manifiesta curiosidad.
—Sí.
Vaciló un momento; luego añadió:
—¿Con quién…? Si no es indiscreción.
—Con Eugenio Egano.
Advertí que ansiaba preguntar algo más, pero que le cohibía mi frialdad y mi aparente comportamiento descortés.
—Maestro, un asalto de cinco minutos —dije, y me volví para dirigirme al vestuario. Cuando llegué al umbral, me detuve y miré hacia atrás, y vi que Arborio había retomado su partida de esgrima. Un simple vistazo me sirvió para descubrir que era muy mediocre en aquel juego.
Cuando comencé el asalto con el maestro, bajo la atenta mirada de todos los presentes, se apoderó de mí una singular excitación nerviosa que duplicó mi energía. Y sentía sobre mi persona la mirada fija de Filippo Arborio.
Después, en el vestuario, nos reencontramos. La estancia era demasiado baja, estaba llena de humo y de un olor humano penetrante y nauseabundo. Todos allí dentro, desnudos, enfundados en sus largas capas blancas, frotándose el pecho, los brazos, los hombros, con lentitud, fumaban y chismorreaban en voz alta, dando rienda suelta con sus groserías a su bestialidad. El bullicio de las duchas se alternaba con grandes risotadas. Dos o tres veces, con un indescriptible sentimiento de repulsión, con un sobresalto similar al que me hubiera producido una violenta colisión, pude entrever el magro cuerpo de Arborio, al cual mis ojos se dirigían involuntariamente. Y de nuevo aquella odiosa imagen se dibujó en mi mente.
No tuve, después de aquello, ocasión de estar cerca de él, ni siquiera de encontrarle. Tampoco me preocupé. Ni en lo sucesivo tuve sospecha alguna sobre la conducta de Giuliana. Desde aquel entonces, en el círculo cada vez más estrecho en el que me movía, nada me resultaba claramente sensible, ni comprensible. Todas las impresiones extrañas pasaban por mi espíritu como gotitas de agua sobre una placa incandescente, o rebotando, o disolviéndose.
Los acontecimientos se precipitaron. A finales de febrero, tras una última y vergonzosa disputa, sobrevino la ruptura definitiva con Teresa Raffo. Partí para Venecia solo.
Permanecí allí alrededor de un mes, en un estado de malestar incomprensible; en una especie de estupor que la bruma y los silencios de la laguna volvían aún más denso. No conservaba para mis adentros más que el sentimiento de mi existencia aislada entre los fantasmas inertes de todas las cosas. Durante largas horas no sentía más que la fijeza, grave y aplastante, de la vida y el casi imperceptible latido de una arteria en mi cabeza. Durante largas horas sentí aquella misma fascinación extraña que sobre los sentidos opera el paso continuo y monótono de un algo indefinible. Lloviznaba. La niebla sobre el agua tomaba de vez en cuando formas lúgubres que caminaban como espectros, con paso lento y solemne. A menudo en la góndola, como en una lápida, encontraba una especie de muerte imaginaria. Cuando el gondolero me preguntaba por mi destino, casi siempre le respondía con un gesto vago, asumiendo la desesperada sinceridad de mis palabras: «¡Dondequiera, fuera de este mundo!».
Regresé a Roma cuando transcurrían los últimos días de marzo. Tenía una nueva perspectiva de la realidad, como tras un largo eclipse de la conciencia. Una timidez, un desaliento, un miedo sin razón, me invadían de vez en cuando y repentinamente; y me sentía frágil como un chiquillo.
Miraba continuamente a mi alrededor con una insólita atención, para recuperar el verdadero significado de las cosas, para comprender su justa expresión, para darme cuenta de aquello que había cambiado, de aquello que había desaparecido. Y, como poco a poco regresaba a una existencia común, se restablecía el equilibrio en mi espíritu, se despertaba en mí alguna esperanza, resucitaba el interés por el futuro.
Encontré a Giuliana muy abatida, sin fuerzas, con la salud alterada y triste como nunca. Hablábamos poco y sin mirarnos a las pupilas, sin abrir nuestros corazones. Ambos buscábamos la compañía de las dos niñas; y Maria y Natalia, en su feliz ignorancia, llenaban los silencios con sus frescas voces. Un día Maria preguntó:
—Mamá, ¿iremos este año por Pascua a La Badiola?
Sin dudar respondí por su madre:
—Sí, iremos.
Entonces Maria se puso a dar brincos por la estancia en señal de alegría, arrastrando a su hermana. Miré a Giuliana:
—¿Quieres que vayamos? —le pregunté tímidamente, casi con humildad.
Ella consintió moviendo la cabeza.
—Veo que no estás bien —añadí—. Tampoco yo lo estoy… Quizás el campo…, la primavera…
Estaba recostada en un sillón, con sus blancas manos posadas sobre los reposabrazos; y su actitud me recordó otra: aquella de la convaleciente en la mañana que se levantaba por vez primera, pero después de anunciarle mi marcha.
Se decidió la partida. Nos preparamos. Una esperanza resplandecía en lo más profundo de mi alma, sin atreverme siquiera a mirarla.