XXVI
Ninguna novedad en La Badiola. Mi ausencia había sido muy breve. Mi regreso fue festejado. La primera mirada de Giuliana me expresó una infinita gratitud.
—Has hecho bien en volver pronto —dijo mi madre sonriendo—. Giuliana no se daba respiro. Ahora no te moverás más, esperemos.
Continuó, señalando al vientre de la embarazada:
—¿No ves progresos? Oh, a propósito, ¿te has acordado del encaje? ¿No? ¡Despistado!
Súbitamente, desde el primer momento, comenzaba de nuevo el suplicio.
Apenas Giuliana y yo quedamos a solas me dijo:
—No esperaba que volvieras tan pronto. ¡Cuánto te lo agradezco!
En la actitud, en la voz, se mostraba tímida, humilde, tierna. Me pareció incluso más vivo el contraste entre su rostro y el resto de su persona. Se evidenciaba en su rostro una constante expresión de tristeza que revelaba en ella el continuo sufrimiento de la desfigurada y deshonrosa gestación que afligía su cuerpo. Aquella expresión no la abandonaba jamás; era evidente incluso a través de otras manifestaciones transitorias que, por muy fuertes que fueran, no conseguían borrarla; era inherente y perenne; y me conmovía, derretía mis rencores, y dulcificaba mi brutalidad —en ocasiones demasiado manifiesta— en los momentos de irónica perspicacia.
—¿Qué has hecho estos días? —le pregunté.
—Esperarte. ¿Y tú?
—Nada. Deseaba volver.
—¿Por mí? —preguntó tímida y humilde.
—Por ti.
Entrecerró los ojos, y una especie de sonrisa tembló en su rostro. Sentí que no había sido jamás amado como en aquella hora.
Tras una pausa, dijo, mirándome con los ojos humedecidos:
—Gracias.
El tono, el sentimiento expresado me recordaron a otro «gracias»: aquel pronunciado por ella en una lejana mañana durante la convalecencia, en la mañana de mi primer delito.