XXI

Pasado el cuarto mes, pasado el quinto, el embarazo prosperaba rápidamente. La figura de Giuliana, alta, esbelta y flexible, engordaba, se deformaba como la de una insaciable. Ella se mostraba humillada ante mí, como si padeciera una enfermedad vergonzante. Un agudo sufrimiento se reflejaba en su rostro cuando sorprendía mis ojos fijos sobre su abultado vientre.

Me sentía agotado, incapaz de cargar por más tiempo con el peso de aquella existencia miserable. Cada mañana, realmente, cuando abría los ojos tras un sueño agitado, me encontraba como si alguien me presentara una copa profunda diciéndome: «Si quieres beber, hoy, si quieres beber, debes exprimir aquí dentro, hasta la última gota, la sangre de tu corazón». Una repugnancia, un disgusto, una aversión indefinible emergían desde lo más íntimo de mi ser con cada despertar. Y, entre tanto, ¡era preciso vivir!

Los días transcurrían con cruel lentitud. El tiempo no fluía sino que destilaba, vago, pesado. Y aún tenía ante mí el verano y parte del otoño, una eternidad. Me esforzaba por seguir a mi hermano, ayudarle en la gran obra agraria que había emprendido, por contagiarme de su fe. Permanecía a caballo jornadas enteras como el guardián de un rebaño; me recreaba en trabajos manuales, en cualquier faena fácil y monótona; intentaba descargar la intensidad de mi conciencia tomando contacto con la gente de la gleba, con hombres sencillos y rectos, con aquellos que necesitaban pocas normas morales para cumplir sus funciones de forma natural, como los órganos del cuerpo. En más de una ocasión visité a Giovanni di Scòrdio, el santo solitario; quería escuchar su voz, quería interrogarle sobre su desgracia, quería ver aquellos tristes ojos y aquella dulce sonrisa. Pero se mostraba taciturno y tímido conmigo; apenas respondía con alguna vaga palabra, no le gustaba hablar de sí mismo, no le gustaba lamentarse, no interrumpía el trabajo que le ocupaba. Sus huesudas manos, ajadas, morenas, que parecían fundidas en un bronce animado, no se detenían nunca, no conocían quizá el cansancio. Un día exclamé:

—¿Pero cuándo reposarán tus manos?

El honrado anciano se las miró sonriendo; observó el dorso y la palma, dirigiéndolas dóciles y supinas hacia el sol. Aquella mirada, aquella sonrisa, aquel sol, aquel gesto, conferían a aquellas grandes manos encallecidas una soberana nobleza. Encallecidas por los aperos de labranza, santificadas por el bien que habían sembrado, por el trabajo cumplido, ahora aquellas manos eran dignas de portar la palma[36].

El anciano las cruzó sobre el pecho, según el uso mortuorio cristiano y respondió siempre sonriente:

—En poco tiempo, señor, si Dios quiere. Cuando me las coloquen así, en la caja. Así sea.