XIX

Era extraordinaria su capacidad para disimular en presencia de los que ignoraban el drama. ¡Conseguía incluso sonreír! Los notorios temores por su salud me ofrecían una justificación para ciertas tristezas que no podía ocultar. Tales temores, compartidos por mi madre y mi hermano, hacían que la nueva concepción no fuera festejada como las otras, y que se evitaran los habituales augurios y cualquier discurso alusivo. Y fue una suerte.

Finalmente llegó a La Badiola el doctor Vebesti.

Su visita fue reconfortante. Encontró a Giuliana muy débil, observó en ella algún desorden nervioso, un empobrecimiento de la sangre, un trastorno nutritivo general del organismo; pero afirmó que el embarazo no presentaba anomalías notables y que, mejorando las condiciones generales, incluso el parto podría cumplirse regularmente. Además, manifestó su confianza en la excepcional templanza de Giuliana, de la cual había recibido muestras de extraordinaria resistencia en el pasado. Ordenó una cura higiénica y dietética dirigida a fortalecerla, aprobó la estancia en La Badiola, recomendando régimen, ejercicio moderado y tranquilidad de espíritu.

—Cuento especialmente con usted —me dijo con gran seriedad.

Quedé desilusionado. Había depositado en él una esperanza de salvación y con su diagnóstico la perdí. Antes de su llegada había confiado: «¡Si declarase necesario, para garantizar la vida de la madre, sacrificar al hijo aún informe e inviable! ¡Si declarase necesario provocar el aborto para evitar la catástrofe segura durante el parto…! Giuliana estaría a salvo, sanaría; y yo también me salvaría, me sentiría renacer. Creo que podría casi olvidar, o al menos, resignarme. ¡El tiempo cierra tantas heridas y el trabajo consuela tantas tristezas! Creo que podría conquistar la paz, poco a poco, y enmendarme, seguir el ejemplo de mi hermano, ser una persona mejor, convertirme en un Hombre, vivir para los otros, abrazar la nueva religión. Creo que podría reencontrar, en el mismo dolor, mi propia dignidad. —El hombre que ha sufrido más que otros es digno de sufrir más que otros—. ¿No es un versículo del evangelio de mi hermano? Existe, pues, una elección de dolor. Giovanni di Scòrdio, por ejemplo, es un elegido. Quien posee aquella sonrisa, posee un don divino. Creo que podría merecer ese don…». Tenía esperanza. ¡Contradiciendo mi fervor expiatorio, tenía la esperanza de una disminución de la pena!

De hecho, incluso queriendo regenerarme en el sufrimiento, tenía miedo de sufrir: un miedo atroz de afrontar el verdadero dolor. Mi alma ya estaba extinguida y, aun habiendo vislumbrado el camino y viéndose agitada por aspiraciones cristianas, se adentraba en un oblicuo sendero al fondo del cual el abismo era inevitable.

Hablando con el doctor, mostrando un poco de incredulidad por sus halagüeñas previsiones, mostrando cierta inquietud, encontré el modo de exponerle mi pensamiento. Le hice entender que deseaba alejar a Giuliana del peligro a toda costa; si fuera necesario renunciaría al tercer vástago sin pensarlo. Le rogué que no me ocultara nada.

Él se reafirmó. Me declaró que, incluso en un caso desesperado, no recurriría al aborto porque en las condiciones en que se encontraba Giuliana una hemorragia sería gravemente perniciosa. Repitió que era necesario, por encima de todo, promover y sostener la regeneración de la sangre, reconstruir el organismo debilitado, buscar por todos los medios posibles que la embarazada llegara al momento del parto con sus fuerzas renovadas, confiada, tranquila. Añadió:

—Creo que la señora requiere especialmente de consuelos morales. Soy un viejo amigo. Sé que ha sufrido mucho. Usted podría consolarla.