VII
Así fue. Me resulta imposible expresar con palabras la sensación que sentí al escuchar el tintineo de los cascabeles, el estrépito del carruaje que se alejaba guiando a Federico hacia Casal-Caldore. Le dije a Calisto, tomando las llaves de sus manos, con manifiesta impaciencia:
—Ahora puedes irte. Te llamaré más tarde.
Y cerré yo mismo la cancela ante la mirada atónita y disgustada del anciano por mi brusca despedida.
—¡Llegamos, finalmente! —exclamé cuando Giuliana y yo nos quedamos a solas. La gran ola de felicidad que invadía mi ser se reflejó en mi voz.
Estaba feliz, muy feliz, indescriptiblemente feliz; estaba poseído por un gran delirio de felicidad inesperada y repentina que alteraba todo mi ser; suscitaba y multiplicaba cuanto de bueno y juvenil quedaba aún en mí, me aislaba del mundo, concentraba mi vida entera entre los muros que circundaban aquel jardín. Las palabras se agolpaban en mis labios, inconexas, impronunciables; la razón se me escapaba entre un fulmíneo bullir de pensamientos.
¿Cómo podía Giuliana no adivinar lo que me estaba sucediendo? ¿Cómo podía no comprenderme? ¿Cómo podía no sentirse sacudida en su corazón por el rayo violento de mi alegría?
Nos miramos. Aún puedo ver la expresión ansiosa de aquel rostro sobre el cual vagaba una sonrisa insegura. Con su voz velada, débil, siempre vacilante por aquella singular indecisión que tantas otras veces ya había advertido y que la hacía parecer constantemente preocupada por reprimir las palabras que acudían a sus labios, para pronunciar otras distintas, dijo:
—Paseemos un poco por el jardín antes de abrir la casa. ¡Cuánto tiempo hacía que no lo veía tan florido! La última vez que vinimos fue hace tres años, ¿te acuerdas? También era abril, en los días de Pascua…
Quizá también ella anhelaba dominar su turbación, pero no podía; quizá quería refrenar la efusión de sus sentimientos, pero no sabía. Ella misma, con las primeras palabras pronunciadas en aquel lugar, había comenzado a evocar los recuerdos. Se detuvo después de dar algunos pasos; y nos miramos. Una alteración indefinible, como una violenta sofocación, cruzó por sus ojos negros.
—¡Giuliana! —prorrumpí arrebatadamente sintiendo borbotar desde lo más íntimo de mi corazón un flujo de palabras dulces y apasionadas, experimentando un deseo loco de arrodillarme ante ella sobre el empedrado y de abrazarme a sus rodillas y besarle los ropajes, las manos, las muñecas, furiosamente, sin fin.
Me indicó que me callara con un gesto suplicante. Y continuó internándose en la senda, con un paso más ligero.
Vestía un traje de paño gris claro adornado con encajes de un color más oscuro, un sombrero de fieltro gris y una sombrilla de seda gris decorada con minúsculos tréboles blancos. Aún puedo ver su elegante figura embellecida por aquel color elegante y sobrio avanzar entre la densa masa de arbustos de lilas que se inclinaban hacia ella cargados de infinitos racimos de flores aturquesadas y violetas.
Faltaba casi una hora para el mediodía. Era una mañana calurosa, de un calor precoz, con un cielo azul pero surcado por alguna nube esponjosa. Los deliciosos arbustos que daban nombre a la villa florecían por doquier, señoreaban todo el jardín, formando un bosque apenas interrumpido aquí y allá por matorrales de rosas amarillas y matas de lirios. Aquí y allá las rosas trepaban por sus troncos, se insinuaban entre las ramas, caían en cascadas en forma de guirnaldas, festones y corimbos. En la parte baja de los tallos los lirios blancos elevaban entre las hojas —similares a largas espadas glaucas— las formas amplias y nobles de sus flores. Los tres perfumes se mezclaban en una perfecta armonía que yo reconocía porque desde tiempos lejanos habitaban en mi memoria, como un refinado acorde musical de tres notas. Y en medio de aquel silencio no se escuchaba más que el gorjeo de las golondrinas. La casa apenas se entreveía a través de los conos de los cipreses y las golondrinas acudían a ella como abejas a su colmena.
Al cabo de un rato Giuliana aminoró el paso. Yo caminaba a su flanco, tan cerca de ella que de vez en cuando nuestros codos se rozaban. Ella miraba a su alrededor con ojos inquietos y atentos, como temiendo que se le escapara algún detalle.
Dos o tres veces sorprendí en sus labios el deseo de hablar: el principio de una palabra se dibujaba en ellos, sin sonido. Le pregunté en voz baja, tímido, como un amante:
—¿Qué piensas?
—Pienso que no deberíamos haber abandonado jamás este lugar…
—Tienes razón, Giuliana.
De tanto en tanto las golondrinas casi nos rozaban, lanzando sus gritos, rápidas y relucientes como flechas emplumadas.
—¡Cuántas veces he soñado con este día, Giuliana! ¡Ah, no sabrás nunca cuánto lo he deseado! —exclamé entonces, preso de una emoción tan fuerte que mi voz resultaba casi irreconocible—. No he sentido jamás en mi vida, ¿entiendes?, jamás en toda mi vida, una ansiedad igual a esta que me devora desde el otro día, desde el día en que consentiste en venir aquí. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos en secreto, en la terraza de Villa Oggèrri, cuando nos besamos? Estaba loco por ti: seguro que lo recuerdas. Pues bien, la espera de aquella noche me parece una fruslería en comparación… ¿No me crees? Tienes razones para no hacerlo, para desconfiar, pero quiero contártelo todo, cuánto he sufrido, cuánto he temido, cuánto he esperado. Oh, lo sé: mi sufrimiento es mínimo comparado con lo que tú has sufrido por mí. Lo sé, lo sé; todos mis pesares no alcanzarán nunca tu dolor, no compensan tus lágrimas. No he expiado mis errores, y no soy digno de tu perdón. ¡Pero dime, dime qué debo hacer para que me perdones! No me crees; pero yo quiero contártelo todo. Sólo te he amado a ti en la vida; sólo te amo a ti. Lo sé, lo sé: son éstas las palabras que todos los hombres dicen para obtener el perdón; y tienes razón en no creerme. Pero mira, si piensas en nuestro amor de antaño, si piensas en aquellos tres primeros años de cariño ininterrumpido, si recuerdas, si lograras recordarlo, es imposible que no me creas. Incluso en las peores caídas no podía olvidarte, y mi alma siempre volvía a ti, te buscaba, te añoraba, siempre, ¿oyes?, siempre. Tú misma ¿no lo advertías? Cuando eras para mí sólo una hermana, ¿no te dabas cuenta de mi tristeza? Te lo juro: lejos de ti no he sentido jamás una alegría sincera, no he tenido nunca una hora de pleno olvido; jamás, jamás: te lo juro. Eras mi adoración constante, profunda, secreta. La mejor parte de mi ser ha sido siempre tuya; y una esperanza permanecía siempre encendida; la esperanza de liberarme de mis males y reencontrar mi primer y único amor intacto… ¡Ah, dime que no he esperado inútilmente, Giuliana!
Ella caminaba con extrema lentitud, sin volverse a mirar a su alrededor, con la cabeza agachada, muy pálida. Una leve contracción dolorosa aparecía de cuando en cuando en la comisura de sus labios. Y al ver que ella callaba comenzó a surgir en mi interior una vaga inquietud. Una tímida opresión se apoderó de mí, procedente de aquel sol, de aquellas flores, de los gritos de aquellas golondrinas, de toda aquella alegría, demasiado ostensible, de la primavera triunfante.
—¿No contestas? —insistí, tomando la mano que languidecía a su costado—. No me crees: has perdido toda fe en mí; temes aún que te decepcione; no te atreves a entregarte de nuevo porque tienes siempre presente aquella vez… Sí, es cierto: fue la más cruel de mis infamias. Me arrepiento como si de un delito se tratara[22]. E incluso si tú llegaras a perdonarme yo no podré perdonármelo nunca. Pero ¿acaso no veías que estaba enfermo, que era un demente? Una maldición me perseguía. Y desde aquel día no he vivido un minuto de paz, no he tenido un solo instante de lucidez. ¿No recuerdas? ¿No recuerdas? Ciertamente, debías saber que estaba fuera de mí, en un estado de demencia; porque me mirabas como se mira a un loco. En más de una ocasión sorprendí en tus ojos una penosa compasión, no sé si de curiosidad o de temor. ¿Acaso no recuerdas a qué me había visto reducido? Irreconocible… Pues bien, me he curado, me he salvado, por ti. He visto la luz. Finalmente se hizo la luz. Sólo te he amado a ti en la vida; sólo te amo a ti. ¿Lo entiendes?
Pronuncié las últimas palabras con una voz más pausada y lenta, para imprimirlas, una a una, en el alma de aquella mujer; y apreté fuertemente la mano que ya tenía entre las mías. Ella se detuvo, como quien está a punto de dejarse caer, anhelante. Más tarde, sólo más tarde, en las horas que siguieron, comprendí la mortal angustia exhalada en aquel anhelo. Pero entonces no interpreté más que esto: «El recuerdo de la horrible traición, evocado por mí, ha resucitado su sufrimiento. He tocado llagas que aún siguen abiertas. ¡Ah, si pudiera persuadirla de que me creyera! ¡Si pudiera vencer la desconfianza que he suscitado en ella! ¿Acaso no reconoce la sinceridad de mi voz?».
Nos encontrábamos en una encrucijada. Nos detuvimos junto a un banco. Ella murmuró:
—¿Nos sentamos un momento?
Asentí. No sé si ella reconoció inmediatamente el lugar. Yo no lo reconocí, desorientado como estaba, como quien ha llevado una venda en los ojos durante un tiempo. Escudriñamos ambos a nuestro alrededor, y luego nos miramos, con el mismo pensamiento reflejado en nuestros ojos. Muchos recuerdos afectuosos estaban ligados a aquel viejo banco de piedra. Mi corazón no se colmó de pena sino de una afanosa avidez, casi de un furor de vida, que me mostró en un vistazo una visión fantástica y deslumbrante del porvenir. «¡Ah, no sabe de qué nuevas muestras de ternura soy capaz! ¡Tengo el paraíso albergado en mi alma para ella!». Y los ideales del amor ardieron con tanta fuerza en mi interior que me exalté.
—Veo que sufres. Pero ¿qué otra criatura en el mundo ha sido amada como tú? ¿Qué mujer ha podido tener una prueba de amor que valga tanto como esta que te ofrezco ahora? No deberíamos haber abandonado nunca este lugar, decías hace tan sólo un momento. Y quizá hubiéramos sido felices. Tú no hubieras sufrido el martirio, no habrías vertido tantas lágrimas, no habrías perdido tanta vida; pero no hubieras conocido mi amor, todo mi amor…
Tenía la cabeza inclinada sobre su pecho y los ojos entreabiertos; y escuchaba, inmóvil. Las pestañas expandían en la cima de sus mejillas una sombra que me turbaba más que una mirada.
—Yo, yo mismo no habría conocido mi amor. Cuando me alejé de ti la primera vez, ¿no creía acaso que todo había terminado? Buscaba otra pasión, otra fiebre, otra embriaguez. Quería abarcar la vida con un solo abrazo. Tú no me bastabas. Y durante años me he consumido en una fatiga atroz, oh, tan atroz que vivo aterrorizado como a un galeote le horroriza la galera donde ha vivido muriendo cada día un poco. Y he tenido que superar oscuridad tras oscuridad, durante años, antes de que se hiciese la luz en mi alma, antes de que esta gran verdad se me revelara. No he amado más que a una mujer: a ti. Sólo tú atesoras la bondad y la dulzura. Tú eres la más buena y dulce criatura que jamás haya soñado; eres la Única. Y tú estabas en mi casa mientras yo te buscaba lejos… ¿Me entiendes ahora? ¿Lo entiendes? Estabas en mi casa mientras yo te buscaba lejos. Ah, dime: ¿acaso no compensa esta revelación todas tus lágrimas? ¿No querrías haber derramado incluso más, muchas más, para luego obtener semejante prueba de amor?
—Sí, incluso más —respondió ella, tan suave que apenas podía oírla.
Fue como un soplo de aquellos labios exangües. Y las lágrimas brotaron de entre sus pestañas, rodaron por sus mejillas, bañaron su boca convulsa, cayeron sobre su pecho ansioso.
—¡Giuliana, amor mío, amor mío! —grité con un espasmo de felicidad suprema, poniéndome de rodillas ante ella.
Y la estreché entre mis brazos, apoyé la cabeza en su regazo, sintiendo en todo mi cuerpo aquella tensión agitada en la que se resuelve el esfuerzo vano de expresar con un acto, con un gesto, con una caricia, la indescriptible pasión interior. Sus lágrimas cayeron sobre mi mejilla. Si el efecto material de aquellas cálidas gotas vivientes hubiera correspondido a la sensación que yo sentí, portaría sobre mi rostro una huella indeleble.
—Oh, déjame beber —le rogué.
Y, alzándome, aproximé mis labios a sus pestañas, la bañé en su llanto, mientras mis dedos la tocaban apasionadamente. Una extraña sumisión se apoderó de mis miembros, una especie de fluidez ilusoria por la cual no advertía siquiera el obstáculo de las vestiduras. Me veía capaz de rodear, de envolver por completo a la persona amada.
—Soñabas —le decía, notando en la boca el sabor salado que se expandía hasta el corazón (más tarde, en las horas que siguieron, me extrañó no haber advertido en aquellas lágrimas un insoportable amargor)—. ¿Soñabas ser tan amada? ¿Soñabas esta felicidad? Soy yo, mírame, soy yo quien te habla; mírame bien, soy yo… ¡Si supieras cuán extraño me resulta todo esto! ¡Si pudiera decirte…! Sé que te he conocido antes de ahora, sé que te he amado antes de ahora; sé que te he reencontrado. Y sin embargo me parece que te he encontrado sólo ahora, hace sólo un momento, cuando dijiste: «Sí, incluso más…». ¿Lo has dicho, verdad? Sólo tres palabras…, un soplo… Y yo revivo, y tú revives; y he aquí que somos felices, felices por siempre.
Le decía estas palabras con aquella voz que nos llega como lejana, entrecortada, indefinible; que parece que llega a la comisura de los labios modulada, no en la materialidad de nuestros órganos, sino en lo profundo de nuestra alma. Y ella, que hasta ese momento había vertido un llanto silencioso, rompió en sollozos.
Sollozaba fuerte, muy fuerte, no como quien se siente abrumado por una felicidad sin límite, sino como quien exhala una desesperación inconsolable. Sollozaba tan fuerte que permanecí un instante bajo aquel estupor que suscitan las manifestaciones excesivas, los grandes paroxismos de la emoción humana. Inconscientemente me aparté un poco, pero inmediatamente después advertí aquella distancia abierta entre ella y yo; de repente noté que no sólo el contacto físico había cesado, sino que también el sentimiento de comunión había desaparecido en un solo instante. Seguíamos siendo dos seres bien distintos, separados, extraños. La propia diversidad de nuestras actitudes aumentaba dicha separación. Encorvada, sujetando con ambas manos el pañuelo sobre la boca, sollozaba; y con cada sollozo se estremecía todo su cuerpo, revelando su fragilidad. Permanecía yo aún de rodillas ante ella, sin tocarla; y la miraba: aturdido, y sin embargo, extrañamente lúcido; atento, aguardaba todo aquello que estaba a punto de suceder en mi interior, pero con todos mis sentidos alerta para percibir todo lo que sucedía también a mi alrededor. Escuchaba sus sollozos y el gorjeo de las golondrinas, y tenía una noción exacta del tiempo y el espacio. Y aquellas flores y aromas y aquella desmesurada luminosidad inanimada del aire y todo aquel esplendor primaveral me provocaron un desaliento que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en una especie de pánico, un temor instintivo y ciego al cual la razón no puede resistirse. Y así como centellea un rayo de entre un cúmulo de nubes, un pensamiento se deslizó en medio de aquella vorágine pavorosa, me iluminó y me atravesó. «Es impura».
Ah, ¿por qué no caí entonces fulminado? ¿Por qué no se me quebraron las entrañas y no quedé allí, sobre la grava, a los pies de la mujer que en tan sólo unos instantes pasó de encumbrarme a la cima de la felicidad a precipitarme en el abismo de la miseria?
—Responde —le aferré las muñecas, le descubrí el rostro, le hablé muy de cerca; y mi voz brotó tan sorda que yo mismo apenas pude oírla en medio del estruendo de mi cerebro—. Responde: ¿por qué este llanto?
Ella cesó de sollozar y me miró; y sus ojos, aún abrasados por las lágrimas, se le dilataron reflejando una ansiedad extrema, como si me hubieran visto morir. Con certeza, debía haber perdido todo color de vida.
—¿Es tarde, quizá? ¿Es demasiado tarde? —añadí, revelando mi terrible sospecha con aquella oscura pregunta.
—No, no, no… Tullio…, no es… nada. ¡Has podido pensar…! No, no… soy tan débil, ¿ves?; no soy la misma de antes… No puedo razonar… Estoy enferma, lo sabes; muy enferma. No he podido resistir… ante aquello que me decías. ¿Entiendes…? Me ha sobrevenido esta crisis de pronto… Es un problema de nervios…, como una convulsión… Es un tormento; no entiendo si lloro de alegría o de dolor… ¡Ah, Dios mío…! ¿Ves? Ya me pasa… Levántate, Tullio; ven aquí junto a mí.
Me hablaba con una voz debilitada por el llanto, interrumpida aún por algún que otro suspiro; me miraba con una expresión que reconocí bien, una expresión que ya había visto en otras ocasiones cuando ella creía que yo sufría. En otro tiempo no podía soportar verme sufrir. Su sensibilidad ante mi dolor era tan desmesurada que podía obtener cuanto quisiera de ella sólo con mostrarme apenado. Era capaz de cualquier cosa por alejar de mí la más mínima pena. Con frecuencia y como un juego, fingía estar afligido para agitarla, para que me consolara como a un niño, para sentir ciertas caricias que tanto me gustaban, para suscitar en ella ciertas gracias que yo adoraba. Y ahora, ¿no aparecía en sus ojos aquella misma expresión tierna y temerosa?
—Acércate, siéntate a mi lado. ¿O prefieres seguir paseando por el jardín? Aún no hemos bebido nada…, caminemos hasta la fuente. Quiero refrescarme los ojos… ¿Por qué me miras así? ¿Qué piensas? ¿No somos felices? ¿Ves? Empiezo a sentirme bien, muy bien. Pero necesito mojar los ojos, el rostro… ¿Qué hora será? ¿Será ya mediodía? Federico volverá sobre las seis. Tenemos tiempo… ¿Quieres que vayamos?
Hablaba interrumpidamente, aún un poco convulsa, con evidente esfuerzo, intentando recobrar la compostura, el control sobre sus nervios, disipar cualquier sombra de duda en mí, aparentar confianza y felicidad. La inquietud de su sonrisa en aquellos ojos todavía húmedos y enrojecidos tenía una dolorosa dulzura que me enternecía. Su voz, su actitud, toda su persona derrochaba esa ternura que me conmovía y me hacía languidecer con una languidez un tanto sensual. Me resulta imposible definir la delicada seducción que emanaba de aquella criatura hacia mis sentidos y mi espíritu, en aquel estado de conciencia irresoluto y confuso. Ella parecía decirme tácitamente: «No podría ser más dulce. Tómame, pues, si es que me amas; tómame entre tus brazos, pero suavemente, sin hacerme daño, sin estrecharme demasiado fuerte. ¡Oh, cuánto anhelo sentir tus caricias! ¡Pero creo que me podrías matar!». Esta elucubración me ayuda a explicar, en cierto modo, el efecto que producía en mí su sonrisa. Miraba su boca, cuando me dijo: «¿Por qué me miras así?, ¿no somos felices?», y sentí el ciego deseo de una emoción voluptuosa en la cual mitigar el malestar emanado anteriormente. Cuando se levantó, con un rapidísimo movimiento la tomé entre mis brazos y sellé su boca con la mía.
Fue un beso de amante el que le di, un beso largo y profundo que agitó toda la esencia de nuestras vidas. Ella se dejó caer en el banco, extenuada.
—¡Ah, no, no, Tullio, te lo ruego! ¡Basta, basta! Déjame recuperar las fuerzas —suplicó, extendiendo sus manos para detenerme—. De lo contrario no podré volver a levantarme de aquí… ¿Ves? Estoy muerta.
Aquella sensación provocó en mi espíritu un extraordinario fenómeno; fue como si la orilla del mar fuera barrida por una oleada furiosa anulando cualquier huella, dejando la arena rasa. Como una instantánea disipación; y súbitamente un nuevo estado se formó bajo la inmediata influencia de las circunstancias, bajo la urgencia de la sangre nuevamente encendida. Y no veía más: la mujer que deseaba estaba ahí, frente a mí, temblorosa, postrada por mi beso, completamente mía al fin; a nuestro alrededor florecía un jardín solitario, receloso, lleno de secretos; una recóndita casa nos esperaba, más allá de los arboles floridos, custodiada por las familiares golondrinas.
—¿Crees que no sería capaz de llevarte? —dije, tomándole las manos, entrelazando sus dedos con los míos—. Hubo un tiempo en que eras ligera como una pluma. Ahora debes ser incluso más grácil… ¿Probamos?
Algo tenebroso pasó por sus ojos. Por un instante parecía estar concentrada en un único pensamiento, como quien sopesa y resuelve rápidamente. Luego movió la cabeza; y echándose hacia atrás y colgándose de mí con los brazos extendidos mientras reía (mostrando un poco su delicada encía), exclamó:
—¡Vamos, levántame!
Una vez alzada se dejó caer sobre mi pecho; y esta vez fue ella quien me besó, con furia convulsa, presa de un repentino frenesí, como si quisiera, de un solo sorbo, saciar una sed atrozmente padecida.
—¡Ah, estoy muerta! —repitió, cuando retiró sus labios de los míos.
Y aquella boca húmeda, un poco hinchada, entreabierta, rosácea, marcada de languidez, en aquel rostro tan pálido, tan tenue, me dio ciertamente la impresión indefinible de algo que se mantiene vivo bajo la apariencia de algo muerto.
Murmuró, alzando los ojos cerrados (sus largas pestañas temblaban como si una exigua sonrisa rezumara bajo los párpados), abstraída:
—¿Eres feliz?
La estreché fuertemente contra mi corazón.
—Vamos, pues. Llévame donde quieras. Sujétame, Tullio, porque se me doblan las rodillas…
—¿A nuestra casa, Giuliana?
—A donde quieras…
La abrazaba con fuerza por la cintura. Parecía sonámbula. Durante unos instantes permanecimos en silencio. De tanto en tanto, nos girábamos el uno hacia el otro, al mismo tiempo, para mirarnos. Verdaderamente me parecía una mujer nueva. Cualquier pequeño detalle centraba mi atención: una diminuta marca apenas visible en su piel, un pequeño surco en el labio inferior, la curvatura de las pestañas, una vena de las sienes, la sombra que circundaba sus ojos, el lóbulo de la oreja infinitamente delicado. El lunar sobre el cuello se hallaba apenas escondido por la orla del encaje; pero con el más mínimo movimiento que Giuliana hacía con la cabeza, aparecía y desaparecía; y esta pequeña intermitencia incitaba mi impaciencia. Estaba embriagado y sin embargo extrañamente lúcido. Escuchaba el grajeo de las numerosas golondrinas y el rumor del agua que brotaba de una fuente cercana. Sentía la vida correr, el tiempo pasar. Y aquel sol y aquellas flores y aromas, y aquellos sonidos, y toda aquella alegría primaveral me provocaron por tercera vez una sensación de ansiedad inexplicable.
—¡Mi sauce! —exclamó Giuliana aproximándose a la fuente, dejando de apoyarse en mí, aligerando el paso—. ¡Mira, mira cómo ha crecido! ¿Te acuerdas? Era tan sólo una rama…
Y añadió, tras una penosa pausa, con un acento distinto, en voz baja:
—Yo ya lo había visto… Quizá no lo sabes: yo vine a Villalilla, aquella vez.
No reprimió un suspiro. Pero inmediatamente, para disipar la sombra que había establecido entre los dos con aquellas palabras, para quitarse de la boca aquella amargura, se inclinó sobre uno de los caños, bebió un sorbo y alzándose de nuevo hizo el ademán de pedirme un beso. Tenía el mentón bañado y los labios frescos. Ambos, mudos, presos de aquella emoción, decidimos acelerar el acto, ahora necesario, la unión suprema que todas nuestras fibras anhelaban. Cuando nos separamos, ambos reiteramos con los ojos la misma embriaguez. Fue extraordinario el sentimiento que expresó el rostro de Giuliana, aunque incomprensible entonces para mí. Sólo más tarde, en las horas sucesivas, pude comprenderlo; cuando supe que una imagen de muerte y una imagen de voluptuosidad aunadas habían trastornado a la pobre infeliz, que había hecho un voto fúnebre abandonándose a la languidez de su sangre. La recuerdo como si la tuviera ante mí; siempre recordaré aquel rostro misterioso bajo la sombra provocada por la cabellera arbórea que casi cubría nuestras cabezas. El centelleo del sol sobre el agua, deslizándose entre las largas ramas de hojas diáfanas, otorgaba a la sombra una oscilación deslumbrante. Los ecos fundían en una densa y constante monotonía las voces de las fuentes sonoras. Todas aquellas imágenes exaltaban mi ser apartándome de la realidad.
Permanecimos callados mientras caminábamos hacia la casa. Tan intenso era mi deseo, la visión del acto próximo de tal modo se había apoderado de mi alma en un gran torbellino de alegría, tan fuerte era el latido de mis arterias, que pensé: «¿Es el delirio? Ni siquiera me sentí así la noche de bodas, cuando puse el pie en el umbral de la puerta…». Dos o tres veces me asaltó un ímpetu salvaje, como una crisis de locura súbita, que puede contener milagrosamente: tal era mi necesidad física de poseer de nuevo a aquella mujer. También en ella la excitación se debía haber vuelto insoportable porque se detuvo suspirando:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! Es demasiado.
Sofocada, oprimida, tomó mi mano y la llevó a su corazón.
—¡Siente!
Más que los latidos de su corazón yo seguía la delicadeza de su seno a través del vestido; y mis dedos cedieron instintivamente, acariciando la pequeña forma que ya conocían. Vi el iris de los ojos de Giuliana perderse en el blanco, bajo sus párpados caídos. Temiendo que se desvaneciera la sostuve, llevándola casi en volandas hacia unos cipreses cercanos, hasta un banco donde nos sentamos ambos, extenuados.
Ante nosotros apareció la casa, como en un sueño.
Ella dijo, apoyando la cabeza sobre mi hombro:
—¡Ah, Tullio, qué terrible! ¿No piensas también que podríamos morir?
Añadió, grave, con una voz emanada de quién sabe qué profundidad de su ser:
—¿Quieres que muramos?
El singular escalofrío que padecí me reveló que había un extraordinario sentimiento en aquellas palabras, quizá el mismo sentimiento que había transformado el rostro de Giuliana bajo el olmo, tras aquella congoja, después de la muda resolución. Pero tampoco esta vez intuí. Simplemente comprendí que ambos estábamos poseídos en ese momento por una especie de delirio y que respirábamos una atmósfera de ensueño.
Como en un sueño, me encontraba delante de nuestra casa. Sobre la rústica fachada, sobre las cornisas, en todos los salientes, a lo largo de la gárgola, sobre los arquitrabes, bajo los alféizares de las ventanas, bajo los paneles de los balcones, entre las ménsulas y el muro empedrado, dondequiera, las golondrinas habían anidado. Los nidos, innumerables, viejos y nuevos, aglomerados como las celdillas de una colmena, dejaban muy pocos espacios libres. En dichos espacios y sobre las láminas de las persianas y sobre los hierros de las barandillas, los excrementos blanqueaban como salpicaduras de cal. Aunque cerrada y deshabitada, la casa tenía vida; una vida agitada, alegre y tierna. Las fieles golondrinas la envolvían con sus vuelos, con sus gritos, con sus destellos, con toda su gracia y mimo, sin descanso. Mientras las bandadas se perseguían en el aire —a la caza, con la velocidad de las flechas, alternando sus clamores, alejándose y aproximándose en un instante, rozando los árboles, alzándose al sol, dejando a veces súbitas manchas blancas a su paso, incansables—, hervía dentro y alrededor de los nidos algo bien distinto. De las golondrinas que incubaban, algunas permanecían por breves instantes suspendidas en los orificios; otras se mantenían sobre sus alas brillantes; otras introducían la mitad de su cuerpo, dejando fuera su pequeña cola bífida que vibraba vivazmente, negra y blanca sobre el barro amarillento; algunas se asomaban desde dentro, mostrando un poco de su pecho lustroso y el gaznate leonado; varias de ellas, hasta ese momento invisibles, se alzaban repentinamente en vuelo con gritos agudos. Y toda aquella pronta y alegre movilidad en torno a la casa cerrada, toda aquella vivacidad de nidos en torno a nuestro antiguo nido producía un espectáculo tan dulce, un fino milagro de exquisitez, que ambos, durante algunos minutos, en una pausa de nuestra fiebre, nos vimos obligados a contemplarlo.
Fui yo quien rompió el encanto, levantándome; y dije:
—Aquí tengo la llave. ¿Qué estamos esperando?
—Sí, Tullio. ¡Esperemos un poco más! —suplicó temerosa.
—Voy a abrir.
Y me dirigí hacia la puerta; subí los tres escalones, similares a los de un altar. Mientras me disponía a girar la llave con el temblor propio de un devoto que abre el relicario, escuché a Giuliana, que me había seguido furtivamente, ligera como una sombra. Me sobresalté.
—¿Eres tú?
—Sí, soy yo —murmuró cariñosa, exhalando su aliento en mi oído.
Y, aún a mis espaldas, me rodeó el cuello con los brazos de modo que sus delicadas muñecas se entrelazaron bajo mi barbilla.
El acto furtivo, la sonrisa temblorosa que palpitaba en sus susurros y que traicionaba su alegría infantil por haberme sorprendido, aquella manera de aprisionarme, todas aquellas ágiles gracias, me recordaron a la Giuliana de un tiempo, la joven y dulce compañera de mis años felices, la criatura deliciosa de larga trenza, de sonrisa fresca, de aire aniñado. Un soplo de aquella felicidad se apoderó de mí en el umbral de aquella casa memorable.
—¿Abro? —pregunté, con la mano en la llave pronto a girarla.
—Abre —respondió, sin soltarme, exhalando de nuevo su aliento en mi cuello.
Al oír el chirrido que hizo la llave en la cerradura me abrazó aún con más fuerza, me aferró, transmitiéndome su estremecimiento. Las golondrinas gorjeaban sobre nuestras cabezas; y sin embargo, aquella leve estridencia parecía distinta, como emanada de un silencio profundo.
—Entra —susurró sin soltarme—. Entra, entra.
Aquella voz, proferida por unos labios tan próximos aunque invisibles, real y sin embargo misteriosa, cálida a mis oídos y sin embargo íntima como si me hablase en lo más profundo del alma, y femenina y dulce como ninguna otra voz, aún puedo oírla, la oiré siempre.
—Entra, entra.
Empujé la puerta. Cruzamos el umbral, casi fusionados en una sola persona, lentamente.
El vestíbulo estaba iluminado por una ventana redonda. Una golondrina revoloteó gritando sobre nuestras cabezas. Alzamos los ojos sorprendidos. Había un nido suspendido entre las grotescas imágenes del artesonado de la bóveda. A la ventana le faltaba una vidriera. La golondrina escapó por la abertura, gorjeando.
—¡Ahora soy tuya, tuya, tuya! —murmuró Giuliana sin despegarse de mi cuello pero girando dúctil hacia mi pecho para encontrarse con mi boca.
Nos besamos largo tiempo. Yo dije, eufórico:
—Ven. Vayamos arriba. ¿Quieres que te lleve?
Aunque embriagado, sentía que mis músculos tenían la fuerza necesaria para subirla por las escaleras ágilmente.
Ella respondió:
—No. Puedo subir sola.
Pero no parecía que así fuera, al escucharla, al verla.
La aferré, como antes en el sendero: y la impulsé de peldaño en peldaño, mientras la sujetaba. Ciertamente daba la impresión de que en la casa se escuchaba el eco profundo y remoto de ciertas caracolas marinas. Ciertamente parecía que no nos llegaba ningún otro rumor del exterior.
Cuando nos encontramos en el rellano no abrí la puerta sino que giré a mi derecha por el oscuro corredor, llevándola de la mano, sin hablar. Jadeaba tan fuerte que me angustiaba, me transmitía su dolor.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
Yo respondí:
—A nuestro dormitorio.
Casi no se veía. Yo me guiaba como por instinto. Encontré la manilla; abrí. Entramos.
La oscuridad se rompía por el albor que se filtraba a través de las rendijas, y se escuchaba un rumor sombrío. Quise correr hacia aquellos indicios para que se hiciera inmediatamente la luz, pero no podía dejar a Giuliana; parecía que no podía separarme de ella, que no podía interrumpir siquiera un instante el contacto de nuestras manos; casi parecía que, a través de la piel, las extremidades vivas de nuestros nervios se adherían magnéticamente. Avanzamos juntos, a ciegas. Un obstáculo nos detuvo, en la sombra. Era la cama, el gran lecho de nuestra noche de bodas y de nuestros amores…
¿Hasta dónde se escuchó el grito terrible?