XLIII

A la mañana siguiente el doctor Jemma examinó al bebé y lo encontró perfectamente sano. No dio importancia alguna a la tos aducida por mi madre. Únicamente, sonriendo por las atenciones y aprensiones excesivas, recomendó cautela en aquellos días de crudo invierno y también recomendó la misma prudencia para el aseo y el baño.

Estaba presente mientras hablaba de estas cosas ante Giuliana. En dos o tres ocasiones mis ojos se encontraron con los suyos, lanzándonos miradas furtivas.

Así pues, no se podía contar con la ayuda de la Providencia. Había que actuar, aprovechar el momento oportuno, precipitar el acontecimiento. Esperé a la noche, decidido a cometer el delito.

Hice acopio de cuanta energía me quedaba aún, agucé mi perspicacia, estudié cada una de mis palabras, cada uno de mis actos. Nada dije, nada hice que pudiera despertar sospechas, provocar estupor. Mi prudencia no se relajó un instante. No tuve un instante de debilidad sentimental. Mi sensibilidad interior estaba oprimida, sofocada. Mi espíritu concentraba todas sus facultades útiles en los preparativos para alcanzar el desenlace de un problema material. Era necesario que aquella noche, durante algunos minutos, me encontrara a solas con el intruso y en determinadas condiciones de seguridad.

Durante el día entré en varias ocasiones en la estancia de la nodriza. Anna estaba siempre en su puesto, como una custodia impasible. Si le hacía alguna pregunta me respondía con monosílabos. Tenía una voz ronca, con un timbre singular. Su silencio, su inercia, me irritaban. No se alejaba de la cuna más que a la hora de las comidas. Además, era sustituida por mi madre, por la señorita Edith, por Cristina o por cualquier otra mujer del servicio. En este último caso hubiera podido fácilmente librarme de la testigo, dándole cualquier orden. Pero corría el peligro de que mientras tanto apareciera alguien de repente. Por otro lado, estaba a merced de la fortuna al no poder elegir a la persona que la sustituiría. Era probable que tanto aquella noche como las sucesivas esa persona fuera mi madre. Por otra parte, me parecía imposible prolongar indefinidamente mi vigilancia y mi ansiedad, permanecer al acecho por tiempo indeterminado, a la expectativa de la hora funesta.

Mientras estaba allí perplejo entró la señorita Edith con Maria y Natalia. Las dos pequeñas Gracias, animadas por la carrera al aire libre, envueltas en sus capas de marta cibelina, con sus sombreros rematados por la misma piel, con las manos enguantadas y sus mejillas sonrojadas por el frío, se abalanzaron sobre mí alegres y joviales. Y durante algunos minutos la estancia se llenó de sus canturreos.

—¿Sabes? Han llegado los montañeros —me anunció Maria—. Esta tarde comienza la Novena de Navidad en la capilla. ¡Si vieras el pesebre que ha hecho Pietro! ¿Sabes que la abuela nos ha prometido el Árbol? ¿No es verdad, señorita Edith? Hay que ponerlo en la alcoba de mamá… ¿Mamá se habrá curado para Navidad, verdad? ¡Oh, haz que se cure!

Natalia se había parado a mirar a Raimondo, y de vez en cuando reía con las muecas que hacía mientras agitaba las piernas sin descanso como si quisiera liberarse de los pañales. De pronto tuvo un capricho.

—¡Quiero cogerlo en brazos!

Y pataleó para conseguirlo. Reunió todas sus fuerzas para aguantar su peso, y su rostro se volvió serio, como cuando jugaba a las mamás con su muñeca.

—¡Ahora yo! —gritó Maria.

Y el hermano pasó de una a la otra sin llorar. Pero en un determinado momento, mientras Maria paseaba con él vigilada de cerca por la señorita Edith, corrió un grave peligro pues se le escapó de las manos. Edith logró sujetarlo y se lo entregó a la nodriza, que parecía profundamente absorta, muy lejos de las personas y cosas que la rodeaban.

Siguiendo mi pensamiento secreto, dije:

—Entonces esta tarde comienza la Novena…

—Sí, sí, esta tarde.

Yo miraba a Anna, que parecía haber vuelto en sí y prestaba una insólita atención a la conversación.

—¿Cuántos montañeros son?

—Cinco —respondió Maria, que parecía minuciosamente informada de todo—. Dos gaiteros, dos flautistas y un flautín.

Y comenzó a reír repitiendo una y otra vez la última palabra incitando a su hermana a imitarla[50].

—Vienen de tu montaña —dije dirigiéndome a Anna—. Quizá alguno sea de Montegorgo…

Sus ojos habían perdido toda la dureza de esmalte, estaban animados, relucían húmedos y tristes. Todo su rostro parecía alterado por una expresión de extraordinario sentimiento. Y entonces comprendí que sufría y que la nostalgia era su mal.