XI

Quién no ha escuchado alguna vez proferir por algún hombre desdichado una frase de este tipo?: «En una hora he vivido diez años». Tal cosa es inconcebible. Pues bien, yo la comprendo. ¿No es cierto que en los pocos minutos transcurridos de aquel diálogo casi cohibido entre mi madre y yo viví más de diez años? La aceleración de la vida humana interior es el más maravilloso y el más espantoso fenómeno del universo.

Ahora, ¿qué debía hacer yo? Me asaltaban alocados impulsos de huir lejos en mitad de la noche, de correr a mis aposentos y encerrarme para considerar mi ruina, para conocerla en su totalidad. Pero supe resistir. La superioridad de mi naturaleza se mostró aquella noche. Supe apartar de aquella torsión atroz alguna de mis facultades más viriles. Y pensé: «Es preciso que ninguno de mis actos parezca extraño e inexplicable; que mi madre, mi hermano o cualquier otra persona de esta casa no adviertan nada».

Ante la puerta de la estancia de Giuliana me detuve, impotente ante la imposibilidad de frenar el temblor físico que me sacudía. Al escuchar un ruido de pasos que provenían del corredor, entré decidido.

La señorita Edith salía de la alcoba de puntillas. Me indicó que no hiciera ruido. Y susurrando me dijo:

—Se está quedando dormida.

Se fue, cerrando la puerta tras de sí, suavemente.

La lámpara ardía suspendida del techo, con una claridad plácida y uniforme. Sobre una silla estaba apoyada su capa carmesí; sobre otra silla, el corpiño de raso negro, el mismo que Giuliana se había quitado en Villalilla durante mi breve ausencia; sobre otra silla, el vestido gris, el mismo que había llevado con tanta elegancia entre las refinadas lilas. La vista de todas aquellas cosas me dio tal impresión que de nuevo me asaltó el impulso de huir. Me volví hacia la alcoba, retiré las cortinas; vi la cama, vi sobre la almohada la mancha oscura de sus cabellos, no el rostro: vi el relieve del cuerpo contraerse bajo la colcha. Se reveló ante mi espíritu la brutal realidad en su más innoble brutalidad. «La ha poseído otro hombre, ha recibido la secreción de otro, porta en su vientre la semilla de otro». Y una serie de imágenes físicas odiosas se desplegó ante los ojos del alma que yo no podía cerrar. Y no sólo las imágenes de aquello que había sucedido, sino también aquello que necesariamente debía suceder. Era necesario que yo viera, con una precisión inexorable, a Giuliana en un futuro (¡mi Sueño, mi Idealidad!) deformada por un vientre enorme, embarazada de un feto adulterino…

¿Quién hubiera imaginado un castigo más feroz? ¡Y todo era verídico, todo era cierto!

Cuando el dolor excede las fuerzas, instintivamente el hombre busca en la duda un atenuante momentáneo del sufrimiento insoportable; piensa: «Quizá esté confundido; quizá mi desgracia no es tal cual parece; quizá todo este dolor es irrazonable». Y, para prolongar la tregua, el espíritu perplejo intenta buscar una noción más exacta de la realidad. Pero a mí la duda no se me presentó, ni siquiera durante un instante; no tuve ni un segundo de incertidumbre. Aunque es imposible explicar el fenómeno que se desarrolló en mi conciencia extraordinariamente lúcida. Parecía que por un secreto y espontáneo proceso, consumado en una esfera interior oscura, todos los inadvertidos indicios relativos a la tremenda cuestión se hubieran coordinado entre ellos formando una noción lógica, completa, coherente, definitiva, irrefutable; la cual se manifestaba ahora y de repente alzándose en mi conciencia con la rapidez de un objeto que, sin estar aún desterrado al fondo por ataduras desconocidas, emergió hasta la superficie del agua flotando y permaneciendo insumergible. Todas las pruebas, todos los indicios, estaban allí, ordenados. No debía esforzarme para encontrarlos, para distinguirlos, para reunirlos. Hechos insignificantes, lejanos, se iluminaban con la nueva luz; retazos de vida recientes tomaban una nueva dimensión. Y la aversión insólita de Giuliana por las flores, por los olores, su singular turbación, sus mal disimuladas náuseas, su súbita palidez, aquella especie de nube constante entre ceja y ceja, aquel inmenso cansancio en ciertas actitudes; y las páginas marcadas con la uña en el libro ruso, el reproche del anciano al conde Besoukhow, la pregunta extrema de la pequeña princesa Lisa, y aquel gesto con el que me había arrebatado el libro de las manos; y las escenas de Villalilla, las lágrimas, los sollozos, las frases ambiguas, las sonrisas sibilinas, los casi lúgubres ardores, la volubilidad casi demencial, las evocaciones a la muerte, todos los indicios se agrupaban en torno a las palabras de mi madre grabadas en lo más profundo de mi alma.

Mi madre había dicho: «Es imposible confundirse. Hasta hace dos o tres días, Giuliana lo negaba o al menos decía que no estaba segura… Sabiéndote tan aprensivo, me rogó que no te lo dijera…». La verdad no podía estar más clara. ¡Todo, pues, por desgracia era cierto!

Entré en la alcoba; me acerqué a la cama. Detrás de mí, las cortinas cayeron de nuevo; la luz era más débil. La ansiedad me cortó la respiración, la sangre se paró en mis arterias, cuando llegué a la cabecera y me incliné para contemplar más cerca la cabeza de Giuliana, casi cubierta por la sábana. No sé qué hubiera sucedido si ella hubiera alzado el rostro y me hubiera hablado en aquel momento.

¿Dormía? Sólo la frente, desde las cejas, estaba descubierta.

Permanecí así algunos minutos, en pie, esperando. Pero ¿dormía? No se movía, yacía sobre el costado. La boca, oculta por la sábana, no daba señales de respiración a mis oídos. Sólo la frente, desde las cejas, estaba descubierta.

¿Cómo hubiera podido contenerme si ella hubiera advertido mi presencia? No era aquella hora de interrogatorios, hora de diálogos. Si ella hubiera sospechado que estaba al corriente de todo, ¿a qué extremos podía llegar en aquella noche? Debía disimular una ingenua ternura, debía mostrarme perfectamente ignorante, persistir en la expresión del sentimiento que me había dictado tan dulces palabras cuatro horas antes, en Villalilla. «Esta noche, esta noche, en tu cama… Verás cómo te abrazaré. Te adormeceré. Dormirás toda la noche sobre mi corazón…».

Echando un vistazo alrededor, confuso, descubrí sobre la alfombra los zapatos relucientes y finos, sobre el respaldo de una silla, las largas medias de seda color ceniza, las ligas de moaré, otro objeto de secreta elegancia, todas las cosas con las que mis ojos de amante se habían ya deleitado en la reciente intimidad. Y los celos me remordieron con tanta furia que fue un milagro que pudiera controlarme y no abalanzarme sobre Giuliana para despertarla y gritarle palabras alienadas y crueles que me sugería la cólera súbita que me invadía.

Me retiré vacilando, salí de la alcoba. Pensé con ciego pavor: «¿Cómo acabaremos?».

Me disponía a salir. «Bajaré. Diré a mi madre que Giuliana duerme, que tiene un sueño tranquilo; le diré que yo también necesito reposo. Me retiraré a mis aposentos. Mañana ya veremos…». Pero permanecí allí, perplejo, incapaz de traspasar el umbral, asaltado por miles de miedos. Me volví de nuevo hacia la alcoba, con un movimiento brusco, como si hubiera sentido una mirada fija sobre mí. Daba la impresión de que las cortinas ondeasen; pero era simplemente una ilusión. Y sin embargo, algo similar a una onda magnética a través de las cortinas me atravesaba; algo a lo que no podía resistirme. Entré en el dormitorio por segunda vez, estremecido.

Giuliana yacía en la misma postura. ¿Dormía? Sólo la frente, desde las cejas, estaba descubierta.

Me senté junto al cabecero; y esperé. Contemplé aquella frente pálida como la sábana, tenue y pura como una partícula, fraternal, que tantas veces mis labios habían besado religiosamente, que tantas veces habían besado los labios de mi madre. No había rastro de contaminación; parecía la misma de siempre. ¡Y nada en el mundo podía ya borrar la mancha que veían en aquella palidez los ojos de mi alma!

Ciertas palabras que había pronunciado en mi reciente embriaguez tomaron a mi memoria. «Te cuidaré, leeré sobre tu rostro los sueños que soñarás». Continué pensando: «Ella repetía a cada momento: Sí, sí». Me pregunté a mí mismo: «¿De qué vida vive ella, en su interior? ¿Cuáles son sus propósitos? ¿Qué ha decidido?». Y contemplaba su frente. Y no volví a considerar mi dolor; me dediqué a imaginar su dolor, a comprenderlo.

Ciertamente, debía ser una desesperación inhumana la suya; sin tregua, sin límite. Mi castigo era también su castigo y quizá para ella era incluso más terrible. En Villalilla, por el sendero, en el banco, en la casa, sin duda había advertido la sinceridad de mis palabras, sin duda había leído la verdad en mi rostro. Había creído en mi inmenso amor.

—«… Tú estabas en mi casa mientras yo te buscaba lejos. Ah, dime: ¿acaso no compensa esta revelación todas tus lágrimas? ¿No querrías haber vertido incluso más, muchas más, para luego obtener semejante prueba de amor?

—¡Sí, incluso más…!».

Así había respondido, así había respondido toda la semana, con un soplo que me había parecido verdaderamente divino. «¡Sí, incluso más…!».

¡Le hubiera gustado verter otras lágrimas, haber sufrido otro martirio ante aquella revelación! Y, viendo a sus pies, apasionado como nunca, al hombre tantos años perdido y llorado, viendo abrirse ante ella un gran paraíso desconocido, se había sentido impura, había experimentado una sensación material de su impureza, había tenido que sostener mi cabeza en su regazo fecundado por la semilla de otro hombre. ¿Ah, cómo es que sus lágrimas no hirieron mi rostro? ¿Cómo fui capaz de beberlas sin envenenarme?

Reviví en un momento toda nuestra jornada de amor. Reviví todas las expresiones, incluso las más fugaces, reflejadas en el rostro de Giuliana desde el primer momento de nuestra entrada en Villalilla; y las comprendí todas. Se había hecho la luz dentro de mí. «¡Ah, cuando le hablaba del mañana, cuando le hablaba del porvenir…! ¡Qué espantosa palabra debió ser para ella aquel Mañana salido de mis labios…!». Y volvió a mi memoria el breve diálogo mantenido en el balcón en presencia del ciprés. Ella había repetido sumisamente, con una sonrisa tenue: «¡Morir!». Había hablado de un final próximo. Había preguntado: «¿Qué harías si yo muriera de repente? ¿Si, por ejemplo, mañana apareciera muerta?». Más tarde, en nuestro dormitorio había gritado estrechándose a mí: «¡No, no, Tullio; no hablemos del futuro…! ¡Piensa en hoy, en la hora presente!». ¿No delataban tales actos, tales palabras un propósito de muerte, una trágica resolución? Era manifiesto que ella había decidido suicidarse, que lo hubiera hecho quizá aquella misma noche, antes del futuro irremediable, al no ver otra vía de escape.

Cuando cesó el horror que sentí ante el peligro inminente, reflexioné: «¿Serían más graves las consecuencias de la muerte de Giuliana o las de su falta? Ya que la ruina es irreparable y el abismo no tiene fondo, una catástrofe inmediata es quizá preferible a la prolongación indefinida del drama monstruoso». Y mi imaginación me hacía asistir a las fases de la nueva maternidad de Giuliana, me hacía ver al nuevo ser procreado, al intruso que llevaría mi nombre, que sería mi heredero, que usurparía las caricias de mi madre, de mis hijitas, de mi hermano. «Cierto, sólo la muerte puede interrumpir el curso fatal de estos eventos. ¿Pero el suicidio permanecería secreto? ¿De qué medio se valdría Giuliana para suicidarse? ¿Qué pensarían mi madre y mi hermano de su muerte voluntaria? ¿Y Maria? ¿Y Natalia? ¿Y qué sería entonces de mi vida?».

No podía, verdaderamente, concebir mi vida sin Giuliana. Amaba a aquella desdichada criatura incluso en su impureza. Excepto por aquel súbito impulso de cólera suscitado por los celos carnales, no había sentido por ella un sentimiento de odio, de rencor, o de desprecio. No se había despertado en mí ningún sentimiento de venganza. Por el contrario, sentía por ella una misericordia profunda. Yo aceptaba, desde el principio, toda la responsabilidad de su caída. Un sentimiento de orgullo y generosidad se apoderó de mí, me exaltó. «Ella ha sabido inclinar la cabeza ante mis golpes, ha sabido sufrir, ha sabido callar; me ha dado un ejemplo de coraje viril, de heroica abnegación. Y ahora es mi turno. Debo pagarle con la misma moneda. Debo salvarla a toda costa». Y esta exaltación de mi alma, esta bondad, emanaba de ella.

La miré muy de cerca. Permanecía aún inmóvil, en la misma postura, con la frente descubierta. Pensé: «Pero ¿duerme? ¿Y si estuviera fingiendo dormir para alejar cualquier sospecha, para aparecer tranquila, para que la dejaran sola? Claro, si su propósito fuera no llegar a mañana, aprovechará cualquier ocasión. Ella simula el sueño. Si el sueño fuera real no sería tan sosegado, tan quieto, pues sus nervios la tenían en un gran estado de excitación. Ahora la moveré…». Pero dudé: «¿Y si duerme realmente? En ciertas ocasiones, tras un gran derroche de fuerza nerviosa, incluso en medio de las más fieras inquietudes morales, el sueño sobreviene como un síncope. ¡Oh, si le durase este sueño hasta mañana y pudiera despertarse fortalecida, lo bastante recuperada para sostener el diálogo inevitable entre los dos!». Miraba, observaba fijamente aquella frente tan pálida como la sábana; e inclinándome un poco más sobre ella, advertí que estaba empapada. Una gota de sudor despuntaba sobre su ceja. Y esa gota suscitó en mí la idea del sudor frío que anuncia la acción de los venenos narcóticos. Inmediatamente me invadió una terrible sospecha. «¡Morfina!», e instintivamente mi mirada se dirigió hacia la mesilla de noche, junto a la cabecera, buscando la botellita con la calavera negra, reconocido símbolo de la muerte.

Sobre aquella mesita había un recipiente con agua, un vaso, un candelero, un pañuelo y algunas horquillas brillantes; nada más. Examiné rápidamente toda la alcoba. Una angustiosa ansiedad me oprimía. «Giuliana tiene morfina. Siempre guarda cierta cantidad líquida para sus inyecciones. Estoy seguro de que ha pensado envenenarse con ella. ¿Dónde tendrá escondida la botella?». Tenía grabada en la retina la imagen del pequeño frasco entre sus manos, fácilmente reconocible por aquella marca siniestra que usan los farmacéuticos para distinguir un tóxico. Mi imaginación me sugirió: «¿Y si lo ha bebido ya…? Aquel sudor…». Temblé en la silla; un rápido debate se originó en mi interior. «¿Pero cuándo? ¿Cómo? No ha estado sola en ningún momento. Pero basta sólo un instante para vaciar la botella. Aunque seguramente habría vomitado… ¿Y aquel acceso de vómitos convulso apenas llegamos aquí? Habiendo premeditado el suicidio, quizá llevaba consigo la morfina. ¿Cabe la posibilidad de que la haya tomado antes de llegar a La Badiola, en el coche, oculta en la sombra? Lo cierto es que ha impedido que Federico llamara al médico…». No conocía bien los síntomas de un envenenamiento por morfina[25]. En la duda, la frente pálida y empapada, la perfecta inmovilidad de Giuliana, me aterraban. Estaba a punto de zarandearla suavemente. «¿Pero si estoy equivocado? ¿Qué le diré si se despierta?». Estaba convencido de que su primera palabra, la primera mirada que nos intercambiáramos, nuestra primera comunicación directa, me producirían un efecto extraordinario, tendrían una violencia imprevisible, inimaginable. Pensaba que no podría dominarme, disimular, y que ella inmediatamente, con sólo mirarme, adivinaría que era conocedor… ¿Y entonces?

Agudicé el oído, esperando y temiendo que entrara mi madre. Después (ni siquiera al destapar un sudario mortuorio para contemplar el semblante de una persona fallecida hubiera temblado tanto) descubrí poco a poco el rostro de Giuliana.

Ella abrió los ojos.

—¿Ah, Tullio, eres tú?

Hablaba con su voz natural. Sorpresa: yo podía hablar.

—¿Dormías? —le pregunté, evitando mirarla a los ojos.

—Sí, me quedé dormida.

—Y yo te he despertado… Perdóname… Quería destaparte la boca. Temía que no respiraras bien…, que te asfixiaras con las sábanas…

—Sí, es verdad. Ahora tengo calor, mucho calor… Quita alguna de estas mantas; te lo ruego.

Y yo me levanté para aligerarla de alguno de los cobertores. Incluso ahora me resulta imposible definir mi estado de consciencia respecto a las cosas que hacía, a las palabras que pronunciaba y escuchaba, a las cosas que ocurrían naturalmente como si nada hubiera cambiado, como si Giuliana y yo fuéramos ignorantes e inmunes, como si allí dentro no existiera el adulterio, los desengaños, los remordimientos, los celos, los miedos, la muerte, todas las atrocidades humanas, en aquella tranquila alcoba.

Ella me preguntó:

—¿Es muy tarde?

—No, aún no es medianoche.

—¿Tu madre se ha ido a la cama?

—Todavía no.

Tras una pausa:

—¿Y tú… no vas? Debes estar cansado…

No supe qué responder. ¿Debía decir que me quedaba? ¿Rogarle que me permitiera quedarme? ¿Repetirle las tiernas palabras pronunciadas en el sofá, en nuestra, alcoba, en Villalilla? Pero, quedándome, ¿cómo pasaría la noche? ¿Aquí en la silla, velándola, o en la cama junto a ella? ¿Cómo actuaría? ¿Podría disimular?

Ella añadió:

—Es mejor que te vayas, Tullio… por esta noche… No necesito nada más; sólo quiero descansar. Si te quedaras… no me haría bien… Es mejor que te vayas, por esta noche, Tullio.

—Pero podrías necesitar…

—No. Y además, en cualquier caso, Cristina duerme en la habitación de al lado.

—Dormiré aquí, en el diván, con una manta…

—¿Por qué quieres sufrir? Estás muy cansado: se te ve en la cara… Y por otro lado, si supiera que estás ahí, no podría dormir. ¡Sé bueno, Tullio! Mañana, temprano, puedes venir a verme. Ahora necesitamos reposar ambos: un reposo completo…

Su voz resultaba tierna y cariñosa, sin acento raro. Excepto por su insistencia en persuadirme de que me fuera, nada la acusaba de su propósito funesto. Parecía postrada de fuerzas pero sosegada. De vez en cuando cerraba los ojos, como si le pesaran los párpados. ¿Qué debía hacer? ¿Dejarla? Pero era precisamente su calma lo que me asustaba. Tal serenidad no podía proceder más que de la firmeza de su propósito. ¿Qué debía hacer? Considerando todas las opciones, mi presencia durante la noche resultaría vana. Ella podría llevar a cabo su plan, al estar ya preparada, teniendo ya dispuestos los medios. ¿Y este medio era efectivamente la morfina? ¿Y dónde tenía escondida la botella? ¿Bajo la almohada? ¿En el cajón de la mesita de noche? ¿Cómo buscarla? Era necesario desvelarlo todo, decir de pronto: «Sé que quieres suicidarte». ¿Pero qué dramática escena seguiría a mi revelación? Sería imposible ocultar el resto. ¿Y qué noche, entonces, sería aquella? Tantas preocupaciones consumían mi energía, me destrozaban. Mis nervios me abandonaron. El cansancio físico se volvía cada vez más insoportable. Todo mi organismo había entrado en ese estado de agotamiento extremo en el que cada función voluntaria se suspende, en el que las acciones y reacciones ya no se corresponden o no se cumplen. Me sentía incapaz de continuar resistiéndome, de luchar, de actuar de manera útil. El sentimiento de debilidad, la certeza de aquello que sucedía y que estaba a punto de suceder, me paralizaba. Mi ser parecía azotado por una parálisis repentina. Sentía un deseo ciego de huir incluso en aquella última conciencia oscura de mi ser. Y, finalmente, todas mis ansiedades se resolvieron en un pensamiento desesperado: «Suceda lo que suceda, también será la muerte para mí».

—Sí, Giuliana —dije—, te dejo en paz. Duerme. Mañana nos veremos.

—¡Si casi no te tienes en pie!

—Ya, es cierto; no puedo más… Adiós. ¡Buenas noches!

—¿No me das un beso, Tullio?

Un escalofrío de repugnancia instintiva me atravesó. Dudé. En aquel momento entró mi madre.

—¿Cómo? ¿Estás despierta? —exclamó mi madre.

—Sí, pero ahora me duermo de nuevo.

—He ido a ver a las niñas. Natalia estaba despierta. En cuanto me ha visto me ha preguntado: «¿Ha regresado mamá?». Quería venir…

—¿Por qué no le dices a Edith que me la traiga? ¿Se ha acostado ya Edith?

—No.

—Adiós, Giuliana —interrumpí.

Me acerqué a ella y me agaché para besarla en la mejilla que ella me ofrecía incorporándose un poco sobre los codos.

—Adiós, mamá. Voy a acostarme porque tengo mucho sueño.

—¿Y no tomas nada? Federico está abajo, esperándote…

—No, mamá. No me apetece. ¡Buenas noches!

Y la besé también a ella en la mejilla. Y salí de la cámara sin demora, sin dirigir la mirada a Giuliana; reuní las pocas fuerzas que me quedaban y, apenas crucé el umbral, corrí hacia mi dormitorio, por temor a caer antes de alcanzar la puerta.

Me tumbé boca abajo en la cama. Estaba agitado por aquel orgasmo que precede a las grandes crisis de llanto, cuando el nudo de la angustia está a punto de disolverse, cuando la tensión está a punto de aflojarse. Pero el orgasmo duraba, y el llanto no llegaba. El sufrimiento era horrible. Un peso enorme oprimió todo mi cuerpo, un peso que yo sentía, no sobre mí, sino dentro de mí, como si mis huesos y mis músculos se hubieran vuelto de plomo compacto. ¡Y mi cerebro seguía pensando! ¡Y mi conciencia estaba aún alerta!

«No, no debería haberla dejado, no debería haber consentido en irme. Ciertamente, cuando mi madre se retire, se matará. ¡El sonido de su voz cuando expresó su deseo de ver a Natalia…!». Una alucinación se apoderó de mí, súbitamente. Mi madre salía del dormitorio. Giuliana se incorporaba para sentarse en su cama, agudizaba el oído. Luego, segura de encontrarse finalmente a solas, tomaba del cajón de la mesita de noche la botella de morfina; no dudaba ni un instante; con gesto resuelto la vaciaba de un trago; se acurrucaba bajo las mantas; se colocaba en posición supina, esperando… La visión imaginaria del cadáver alcanzó tal intensidad que yo, como un obseso, me levanté; di tres o cuatro vueltas alrededor de la estancia golpeándome contra los muebles, tropezando en las alfombras, gesticulando pavorosamente. Abrí una ventana.

La noche era tranquila; únicamente se escuchaba el croar de las ranas, monótono y continuo. Las estrellas palpitaban.

La Osa Mayor brillaba en lo alto, lúcida. El tiempo fluía.

Permanecí algunos minutos apoyado en el alféizar, a la espera, observando la gran constelación que aparecía ante mis ojos perturbados, como si se acercara. No sabía, verdaderamente, qué esperaba. Estaba absorto. Me parecía sentir en mi interior la vacuidad de aquel cielo inmenso. De pronto, en aquella pausa dudosa, como si algún influjo oscuro hubiera operado sobre mi ser en la profundidad de la inconsciencia, resurgió espontánea la pregunta aún incompresible: «¿Qué habéis hecho conmigo?». Y la visión del cadáver, interrumpida durante breves instantes, reapareció.

El horror fue tal que, sin saber qué quería hacer realmente, me volví, salí decidido y me dirigí hacia la estancia de Giuliana. Encontré a la señorita Edith en el vestíbulo.

—¿De dónde viene, Edith? —le pregunté.

Me percaté de lo mucho que le impresionó mi aspecto.

—He llevado a Natalia con la señora porque quería verla; pero he tenido que dejarla allí. No pude convencerla de que volviera a su cama. Ha llorado tanto que la señora ha consentido que se quedara con ella. Esperemos que ahora no se despierte Maria…

—Ah, entonces…

El corazón me latía con tal vehemencia que no podía hablar sin jadear.

—Ah, entonces, Natalia está en la cama con su madre…

—Sí, señor.

—¿Y Maria…? Vamos a ver a Maria.

La conmoción me sofocaba. ¡Giuliana, al menos por aquella noche, estaba a salvo! ¡Era imposible que intentara matarse aquella noche teniendo a la niña con ella! Por un milagro, el tierno capricho de Natalia había salvado a su madre. «¡Bendita! ¡Bendita!». Antes de mirar a Maria dormida, me fijé en la pequeña cama vacía donde había quedado un pequeño surco. Sentí una extraña necesidad de besar la almohada, de tocar aquella pequeña depresión para comprobar si estaba aún caliente. La presencia de Edith me disgustaba. Me volví hacia Maria, me agaché conteniendo la respiración, la contemplé por largo tiempo, buscando una a una las notables semejanzas que tenía conmigo, casi enumeré las tenues venas que se transparentaban en su sien, en su mejilla, en su cuello. Dormía de lado, con la cabeza abandonada hacia atrás de modo que la garganta quedaba totalmente descubierta bajo el mentón alzado. Sus dientes, diminutos como granos de arroz descascarillados, lucían en su boca entreabierta. Sus pestañas, largas como las de su madre, expandían desde los ojos una sombra que llegaba hasta sus pómulos. Una gracilidad de flores preciosas, una finura extrema distinguían aquella forma infantil en la que sentía fluir mi sangre purificada.

Nunca, desde que vivían aquellas dos criaturas, nunca había experimentado por ellas un sentimiento tan profundo, tan dulce y a la vez tan triste.

Me retiré a regañadientes. Me hubiera encantado sentarme entre aquellas pequeñas camas y reposar la cabeza sobre la silueta de aquel vacío, esperando el mañana.

—Buenas noches, Edith —dije mientras salía; y mi voz vibró con un temblor diferente.

Cuando llegué a mi dormitorio, me tumbé de nuevo boca abajo en la cama. Y finalmente rompí a llorar, desconsoladamente.