XXXVI

El doctor Jemma, caballero del Sacro Sepulcro de Jerusalén, un anciano jovial, le entregó a Giuliana en ofrenda matutina un ramo de crisantemos blancos.

—¡Oh, mis flores preferidas! —dijo Giuliana—. Gracias. Tomó el ramo, y lo contempló un rato mientras lo tocaba con sus afilados dedos: había un triste paralelismo entre su palidez y la palidez de las flores otoñales. Eran crisantemos grandes como rosas abiertas, espesos, graves; tenían el color de la carne enfermiza, exangüe, casi deprimente, la lívida palidez que cubre las mejillas de los pequeños mendigos ateridos por el frío. Algunos tenían levísimas vetas violáceas, otros de un amarillo suave.

—Ten —me dijo ella—. Mételas en agua.

Era de mañana; era noviembre; poco tiempo había pasado desde el aniversario de un día nefasto que aquellas flores rememoraban.

¿Qué haré sin Eurídice…?

Resonó en mi memoria el aria de Orfeo, mientras ponía en un jarrón los crisantemos blancos. Retumbaron en mi espíritu algunos fragmentos de la singular escena acaecida un año atrás; y vi de nuevo a Giuliana bajo aquella dorada y tibia luz, envuelta en aquel perfume tan suave, en medio de todos aquellos objetos impregnados de gracia femenina, donde el fantasma de la melodía antigua parecía infundir el latido de una vida secreta, expandir la sombra de un no sé qué misterioso. ¿También habían suscitado en ella algún recuerdo aquellas flores?

Una tristeza mortal pesaba sobre mi alma, una tristeza de amante inconsolable. El Otro reapareció. Sus ojos eran grises como los del intruso.

El doctor dijo desde la alcoba:

—Pueden abrir la ventana. Conviene airear la habitación, que entre el sol.

—¡Oh, sí, sí, abre! —exclamó la enferma.

Abrí. En aquel instante entro mi madre con la nodriza, que llevaba a Raimondo en sus brazos. Me quedé allí entre las cortinas, me incliné sobre el alféizar, contemplé los campos. Escuchaba detrás de mí aquellas voces familiares.

Estaba a punto de terminar el mes de noviembre, ya había pasado el verano de los muertos. Una grande y vacua claridad se expandía sobre los campos húmedos, sobre la silueta noble y suave de las colinas. Parecía que sobre las cimas de los indefinidos olivares vagaba un vapor argénteo. Algún hilo de humo aquí y allá blanqueaba al sol. Ahora sí, ahora no, el viento portaba un crepitar de hojas delicadas. El resto era silencio y paz.

Pensaba: «¿Por qué cantaba aquella mañana? ¿Por qué al escucharla sentí aquella turbación, aquella ansiedad? Parecía otra mujer. ¿Amaba, pues, al Otro? ¿A qué estado de ánimo respondía aquella insólita efusión? Ella cantaba porque amaba. Tal vez me engaño. ¡Nunca sabré la verdad!». Ya no sentía aquellos turbios celos sino una pena muy grande que nacía del fondo de mi alma. Pensaba: «¿Qué recuerdo tiene de él? ¿Cuántas veces le ha herido su recuerdo? El hijo es un vínculo viviente. Reconoce en Raimondo algo del hombre que la ha poseído: encontrará parecidos más ciertos. No es posible que se olvide del padre de Raimondo. Quizá lo tiene siempre presente. ¿Qué sentiría si lo supiera condenado?».

Y me recreé imaginando los progresos de la parálisis, formando imágenes en mi mente similares a las que me producía el recuerdo del pobre Spinelli. Me lo imaginaba sentado en un gran sillón de cuero rojo, pálido con térrea lividez, con todas las líneas de su rostro rígidas, con la boca dilatada y abierta, llena de saliva y de un balbuceo incomprensible. Veía una y otra vez el gesto que repetía continuamente para recoger en el pañuelo aquella saliva constante que se escapaba por la comisura de sus labios.

—¡Tullio!

Era la voz de mi madre. Me volví, me dirigí hacia la alcoba.

Giuliana estaba en posición supina, muy abatida, silenciosa. El doctor examinaba sobre la cabeza del bebé un principio de costra láctea.

—Celebraremos el bautizo pasado mañana —dijo mi madre—. El doctor cree que Giuliana deberá permanecer en cama durante algún tiempo.

—¿Cómo la encuentra, doctor? —pregunté al viejo señalando a la enferma.

—Me parece que su recuperación se ha estancado —respondió sacudiendo su canosa cabeza—. La encuentro débil, muy débil. Es necesario insistir en la nutrición, hacer algún esfuerzo…

Giuliana interrumpió, mirándome con exhausta sonrisa:

—Me ha auscultado el corazón.

—¿Y bien? —pregunté, volviéndome súbitamente al anciano.

Me pareció ver pasar una sombra por su frente.

—Es un corazón sanísimo —se apresuró a responder—. No precisa más que sangre… y tranquilidad. ¡Vamos, vamos, ánimo! ¿Cómo va ese apetito esta mañana?

La anémica movió los labios con un gesto casi de disgusto. Observaba la ventana abierta, aquel pedazo de cielo delicado.

—¿Hace frío hoy? —preguntó con una especie de timidez, metiendo las manos bajo las mantas.

Y se estremeció visiblemente.