XVIII
Así pues, el pacto entre Giuliana y yo parecía sellado. Vivía; ambos seguíamos viviendo, simulando, disimulando. Teníamos, como dos dipsomaníacos[35], dos vidas alternas: una tranquila, compuesta de dulces apariencias, de ternuras filiales, de afectos puros, de actos benignos; otra agitada, febril, turbia, incierta, sin esperanza, dominada por una idea fija, hostigada siempre por una amenaza, precipitada hacia una catástrofe desconocida.
Vivía algunos momentos raros en los que el alma, escapando del asedio de tantas miserias, liberándose del mal que la envolvía con miles de tentáculos, se lanzaba con un gran anhelo hacia el supremo ideal de bondad ya vislumbrado en alguna ocasión. Volvían a mi memoria las singulares palabras de mi hermano pronunciadas en el límite del bosque de Assoro, referidas a Giovanni di Scòrdio: Harás bien, Tullio, en no olvidar aquella sonrisa. Y aquella sonrisa dibujada en la boca arrugada del anciano tomaba un significado profundo, se volvía extraordinariamente luminosa, me exaltaba como la revelación de una suprema verdad.
Casi siempre, en aquellos raros momentos, otra sonrisa reaparecía: la de Giuliana aún enferma recostada sobre los almohadones, la sonrisa impredecible que «se atenuaba, se atenuaba sin llegar a extinguirse». Y el recuerdo de aquella tranquila y lejana tarde en la que había embriagado de una ebriedad engañosa a la pobre convaleciente de manos blancas, el recuerdo de aquella mañana en que se había levantado por vez primera y en el centro de la cámara había caído entre mis brazos riendo y jadeando; el recuerdo de aquel gesto ciertamente divino con el que me había ofrecido su amor, la indulgencia, la paz, el sueño, el olvido, todas la cosas bellas y todas las cosas buenas, me provocaban un remordimiento y un arrepentimiento desesperados, sin fin. La dulce y terrible pregunta que Andréi Bolkonski había leído sobre el rostro extinto de la princesa Lisa podía leerla yo constantemente en el rostro aún viviente de Giuliana: «¿Qué habéis hecho conmigo?». Ningún reproche salió de su boca; para amortiguar la gravedad de su culpa, no había sabido echarme en cara ninguna de mis infamias, había sido humilde ante su verdugo, ni una gota de amargura había agravado sus palabras; y sin embargo sus ojos me repetían: «¿Qué has hecho conmigo?».
Un extraño ardor de sacrificio me inflamó súbitamente, empujándome a abrazar mi cruz. La grandeza de la expiación me parecía digna de mi valor. Sentía una sobreabundancia de fuerzas, el alma heroica y el intelecto iluminado. Yendo hacia la hermana dolorosa, pensaba: «Encontraré una buena palabra para consolarla, encontraré un tono fraternal para mitigar su dolor, para alzar su frente». Pero cuando me encontraba en su presencia, no podía hablar. Mis labios parecían sellados con un sello indestructible. Todo mi ser parecía estar bajo el efecto de un maleficio. La luz interior se apagaba de pronto, como por un soplo gélido de origen desconocido. Y en la oscuridad comenzaba a moverse, vagamente, aquel sordo rencor que tan bien conocía y que no podía reprimir.
Era el indicio de una crisis. Balbuceaba turbado alguna palabra, evitando mirar a los ojos de Giuliana; y me iba, huía.
Más de una vez me quedé. Perdidamente, cuando el orgasmo se hacía insoportable, buscaba la boca de Giuliana; eran besos prolongados hasta la sofocación; abrazos casi rabiosos que nos dejaban más abatidos, más tristes, divididos por un abismo más profundo, envilecidos por una nueva mancha.
«¡Salvaje! ¡Salvaje!». Una intención homicida subyacía en el fondo de aquellos ímpetus, una intención que no osaba confesarme a mí mismo. ¡Si por fin las contracturas del espasmo en uno de nuestros encuentros despegaran de la matriz aquel germen tenaz! No consideraba el peligro mortal al cual exponía a Giuliana. Era evidente que si sucedía tal cosa, la vida de la madre correría un gran peligro. La verdad es que al principio, en mi demencia, no pensaba más que en la posibilidad de destruir al hijo. Solamente más tarde consideré que una vida era esclava de la otra y que con mis demenciales intentos amenazaba la una y la otra a un tiempo.
Giuliana, en efecto, que quizá sospechaba de qué elementos innobles se conformaba mi deseo, no se resistía. Las silenciosas lágrimas de su alma atropellada no colmaban ya sus ojos. Ella respondía a mi ardor con un ardor casi lúgubre. Ciertamente, tenía de vez en cuando «sudores de agonizante y un aspecto cadavérico» que me aterraban. Y en una ocasión me gritó, fuera de sí, con voz sofocada:
—¡Sí, sí, mátame!
Comprendí. Esperaba la muerte, la esperaba de mi mano.