XIV

En la violencia de mis distintas y opuestas agitaciones, en el primer tumulto de dolor, bajo la amenaza de los peligros inminentes, no me había parado aún a considerar al Otro. Pero, desde el principio, no había sentido siquiera una sombra de duda sobre la veracidad de mi antigua sospecha. Súbitamente, en mi espíritu, el Otro había tomado la imagen de Filippo Arborio; y, ante el primer impulso de celos carnales que me había asaltado en mi alcoba, la imagen abominable se había emparejado con la de Giuliana en una serie de visiones horrendas.

Ahora, mientras Federico y yo cabalgábamos hacia el bosque, a lo largo de aquel río tortuoso que había contemplado en aquella turbia tarde del Sábado Santo, el Otro venía con nosotros. Entre mi hermano y yo se interponía la figura de Filippo Arborio, vivificada por mi propio odio, y debido a mi propio odio tan intensamente viva que sentía, mirándola, una sensación real, un orgasmo físico, algo similar al estremecimiento salvaje que había sentido en alguna ocasión sobre el terreno, frente al adversario, despojado de su camisa, en posición de ataque.

La proximidad de mi hermano acrecentaba extraordinariamente mi mal. En comparación con Federico, la figura de aquel hombre, tan fina, tan nerviosa, tan afeminada, se empequeñecía, se empobrecía, volviéndose despreciable e innoble. Bajo el influjo del nuevo ideal de fuerza y de simplicidad viril, inspirándome en el ejemplo fraterno, no solamente odiaba sino que despreciaba a aquel ser complicado y ambiguo que sin embargo pertenecía a mi misma raza y tenía en común conmigo algunas particularidades de naturaleza cerebral, como bien demostraban sus obras de arte. Me lo imaginaba, a semejanza de uno de sus personajes literarios, aquejado de las más tristes enfermedades del espíritu, oblicuo, falso, despiadadamente entrometido, amargado por su hábito del análisis y de la ironía reflexiva, continuamente empeñado en convertir los más cálidos y espontáneos impulsos del alma en nociones claras y gélidas, avezado en considerar a cualquier criatura humana como un sujeto de pura especulación psicológica, incapaz de amar, incapaz de un acto generoso, de una renuncia, de un sacrificio, experto en mentiras, insensible a las penas, lascivo, cínico, vil.

Por semejante hombre Giuliana se había dejado seducir, había sido poseída: ciertamente, no amada. ¿Acaso no demostraba sus maneras en aquella dedicatoria escrita sobre el frontispicio de Il Segreto, en aquella dedicatoria enfática que era el único documento prueba de la relación pasada entre el novelista y mi esposa? Por supuesto, había sido para él únicamente un instrumento de lujuria, nada más. Expugnar la Torre de marfil, corromper a una mujer públicamente declarada incorruptible, experimentar un modo de seducción en un sujeto tan excepcional: empresa ardua pero llena de atractivos, digna de un refinado artista, del controvertido psicólogo que había escrito La Cattolicissima y Angelica Doni.

Cuanto más reflexionaba, se me aparecían los hechos en su más tosca crueldad. Ciertamente, Filippo Arborio había conocido a Giuliana en uno de aquellos períodos en los que la llamada mujer «espiritual» —que ha sufrido una larga abstinencia— se conmueve con inspiraciones poéticas, por deseos indefinidos, por vagas languideces, que no suponen más que las larvas donde se esconden los más bajos instintos del apetito sexual. Filippo Arborio, experimentado, habiendo adivinado la especial condición física de la mujer que quería poseer, se había servido del medio más conveniente y seguro, que es el siguiente: hablar de idealidad, de zonas superiores, de alianzas místicas, y al mismo tiempo dedicarse con sus manos al descubrimiento de otros misterios; en definitiva, unir un torrente de pura elocuencia con una delicada manumisión. Y Giuliana, la TVRRIS EBVRNEA, la gran taciturna, la criatura mezcla de oro dúctil y acero, la Única, se había prestado a aquel juego, se había dejado engatusar por aquel viejo engaño, también ella había obedecido a la antigua ley de la fragilidad femenina. Y el dueto sentimental había terminado con una cópula desgraciadamente fecunda…

Un horrible sarcasmo envenenaba mi alma. Me daba la sensación de tener, no en la boca, sino dentro de mí, la convulsión provocada por esa hierba que mata con una sonrisa[30].

Espoleé al caballo y lo puse al galope, a lo largo del margen del río.

La ribera resultaba peligrosa, con recodos angostos en forma de luna, amenazada con grandes desprendimientos en algunos puntos, obstaculizada en otros por las ramas de algún que otro árbol escorado, y en otros, atravesada por gruesas y enormes raíces a flor de tierra. Yo tenía plena conciencia del peligro al que me exponía; y, en vez de dominarme, espoleaba con más furia al caballo, no con la intención de encontrar la muerte sino intentando hallar en el riesgo una tregua a aquella angustia insoportable. Ya conocía la eficacia de semejante locura. Diez años atrás, en plena juventud, mientras era agregado en la embajada en Constantinopla, para huir de ciertos accesos de tristeza provocados por los recuerdos recientes de pasión, en las noches de luna entraba a caballo en uno de aquellos cementerios musulmanes repletos de tumbas, galopando sobre las piedras lisas en pendiente, corriendo mil veces el riesgo de matarme en una caída. Yendo a mi grupa, la muerte perseguía otras preocupaciones.

—¡Tullio, Tullio! ¡Detente! —gritaba Federico desde la distancia—. ¡Detente!

Yo no le escuchaba. Más de una vez, de milagro, evité golpear mi frente contra alguna rama desprendida. Más de una vez, de milagro, impedí que el caballo tropezara con algún tronco. Más de una vez, en aquellos pasos angustiosos, di por cierta mi caída en el río que resplandecía bajo mis pies. Pero cuando escuché a mi espalda otro galope y comprendí que Federico me seguía a la carrera, temiendo por él, paré en seco al pobre animal, que se encabritó, permaneciendo durante unos segundos a dos patas como si fuera a precipitarse al agua; luego se calmó. Yo estaba incólume.

—¿Te has vuelto loco? —me gritó Federico, acercándose palidísimo.

—¿Te he asustado? Perdóname. Creía que no había peligro. Quería probar al caballo… Luego no podía pararlo… Es un poco duro de boca.

—¡Duro de boca Orlando!

—¿No estás de acuerdo?

Me miró fijamente, con expresión inquieta. Intenté sonreír. Su insólita palidez me causaba a un tiempo dolor y ternura.

—No sé cómo no te has roto la cabeza contra uno de estos árboles; no sé cómo no te has precipitado…

—¿Y tú?

Por seguirme había corrido el mismo peligro que yo, quizá mayor porque su caballo era más pesado y tuvo que ponerlo a la carrera para alcanzarme. Ambos contemplamos el camino que dejamos atrás.

—Es un milagro —dijo—. Salvarse del Assoro es casi imposible. ¿No lo ves?

Ambos contemplamos bajo nuestros pies el río mortífero. Profundo, resplandeciente, rápido, lleno de remolinos y con fuertes corrientes, el Assoro corría entre sus cretáceas riberas con un silencio que lo volvía más aterrador. El paisaje respondía a aquel aspecto de perfidia y amenaza. El cielo vespertino estaba impregnado de vapores y blanqueaba cansinamente, con una reverberación difusa, sobre una gran extensión de bosques rojizos que la primavera aún no había conquistado. Las hojas muertas se mezclaban con las vivas, las ramas áridas con los retoños, las hojas muertas con las plantas recién brotadas, en un denso laberinto alegórico. Sobre la turbulencia del río, sobre el contraste del bosque, blanqueaba el cielo fatigosamente, disolviéndose.

«Un salto repentino; y no pensaría más, no sufriría más, no soportaría por más tiempo el peso de mi miserable carne. Pero quizá arrastraría al precipicio a mi hermano: una forma noble de vida, un Hombre. Estoy sano y salvo de milagro, al igual que él. Mi locura lo ha expuesto a un riesgo extremo. Un mundo de cosas bellas y buenas habría desaparecido con él. ¿Por qué fatalidad del destino resulto tan nocivo para las personas que me aman?».

Miraba a Federico. Tenía un aspecto pensativo y grave. No me atreví a preguntarle. Pero sentí un agudo remordimiento por haberle entristecido. ¿Qué pensaba? ¿Qué pensamientos alimentaban su turbación? ¿Había adivinado, quizá, que yo enmascaraba un sufrimiento inconfesable y que únicamente el aguijón de una obsesión me había empujado a la carrera mortal?

Continuamos a lo largo del margen del río, uno detrás de otro, al paso. Luego giramos por un sendero que se adentraba en el bosque; y como era bastante amplio, cabalgamos de nuevo uno junto al flanco del otro, mientras los caballos relinchaban acercando sus hocicos como si hablaran en secreto, y mezclaban la espuma de sus bridas.

Pensaba, echando de cuando en cuando una ojeada a Federico y viéndolo aún serio: «Claro, si le revelase la verdad, no me creería. No daría crédito a la falta de Giuliana, a la contaminación de la hermana. Sinceramente, no sabría decidir, entre él y mi madre, quién siente un afecto más profundo por Giuliana. ¿No ha tenido siempre sobre su mesa el retrato de nuestra pobre Costanza y el de Giuliana, juntos como un díptico, como símbolo de su adoración por ambas? Incluso esta mañana, ¡cómo se dulcificaba su voz al nombrarla!». Súbitamente, en contraposición, la ignominia se me presentó aún más sucia. Era el cuerpo que pude entrever en el vestuario de la sala de armas el que se exhibía en mis visiones. Y mi odio, por desgracia, operaba sobre aquella imagen como el ácido nítrico sobre una placa de cobre. La incisión se volvía cada vez más nítida.

Entonces, mientras aún permanecía en mi sangre la excitación de la carrera, por aquella exuberancia del valor físico, por ese instinto de combatividad hereditario que tan a menudo se despertaba en mí ante el rudo contacto con otros hombres, sentí que no podría renunciar a desafiar a Filippo Arborio. «Iré a Roma, lo buscaré, le provocaré de algún modo, le obligaré a batirse, haré todo cuanto esté en mi mano por matarlo o lisiarlo». Me lo imaginaba pusilánime. Volvió a mi memoria un movimiento, un tanto ridículo, que se le había escapado en la sala de armas al recibir en el pecho un golpe del maestro. Volvió a mi memoria su curiosidad al pedirme noticias sobre mi duelo: esa curiosidad pueril que sobrecoge a quien no se ha encontrado jamás ante el peligro. Recordé que durante mi asalto había mantenido su mirada fija en mí. La conciencia de mi superioridad, la certeza de poder aplastarle, me aliviaba. En mi imaginación, un reguero de sangre corría sobre su pálida carne repugnante. Algunos fragmentos de sensaciones reales, vividas en otros tiempos frente a otros hombres, contribuyeron a particularizar aquel espectáculo imaginario en el que me recreaba. Y vi a aquel ser sangrante e inerte sobre un camastro, en un caserón lejano, mientras dos adustos médicos se inclinaban sobre él.

¡Cuántas veces yo, ideólogo, analista y sofista en decadencia, me había congratulado de ser el descendiente de aquel Raimondo Hermil de Penedo que en La Goleta operó prodigios de valor y ferocidad bajo la mirada de Carlos V![31] El desarrollo excesivo de mi inteligencia y mi personalidad multánime[32] no habían podido modificar el fondo de mi naturaleza, el substrato oculto en que estaban inscritos todos los caracteres hereditarios de mi raza. En mi hermano, organismo equilibrado, el pensamiento se acompañaba siempre de la acción; en mí, el pensamiento predominaba pero sin destruir mi facultad de acción que, por el contrario, no pocas veces se desarrollaba con una extraordinaria fuerza. En definitiva, yo era un violento y apasionado consciente, en quien la hipertrofia de algunos centros neuronales hacía imposible la coordinación necesaria para la vida normal del espíritu. Lúcido observador de mí mismo, tenía todos los impulsos de mi naturaleza primitiva, indisciplinados. En más de una ocasión me vi tentado por imprevistas sugestiones criminales. En más de una ocasión me vi sorprendido por la insurrección espontánea de un cruel instinto.

—Ahí están las carboneras —dijo mi hermano, incitando al caballo al trote.

Se oían los golpes de hacha en el bosque y se veían las espirales de humo elevarse entre los árboles. La colonia de carboneros nos saludó. Federico interrogaba a los trabajadores sobre el curso de las obras, les aconsejaba, les amonestaba, observando con ojo experto los hornillos. Todos estaban ante él en actitud reverencial y le escuchaban con atención. El trabajo en la zona parecía más ferviente, más fácil, más divertido, como el crepitar de un fuego eficaz. Los hombres corrían aquí y allá echando tierra donde el humo salía con demasiada energía, tapando con hierbas los huecos abiertos por las explosiones; corrían y vociferaban. Los gritos guturales de los leñadores se mezclaban con aquellas rudas voces. Retumbaba a nuestro alrededor, de cuando en cuando, el estruendo de algún árbol caído. Silbaban, en alguna pausa, los mirlos. Y la gran foresta inmóvil contemplaba las hogueras alimentadas con su vida.

Mientras mi hermano concluía el examen de las obras me alejé dejando al caballo la elección de los senderos que se ramificaban en la espesura. Los rumores se debilitaban a mi espalda, los ecos morían. Un grave silencio descendía de las cimas. Pensaba: «¿Cómo haré para recuperar el ánimo? ¿Cómo será mi vida de mañana en adelante? ¿Podré continuar viviendo en la casa de mi madre con mi secreto? ¿Podré acomunar mi existencia con la de Federico? ¿Qué o quién podrá resucitar en mi alma una chispa de fe?». El estruendo de las obras se apagaba tras de mí; la soledad se tornó perfecta. «Trabajar, practicar el bien, vivir por y para los demás… ¿Podría ahora encontrar en estas cosas el verdadero sentido de la vida? ¿Y verdaderamente el sentido de la vida no se encuentra pleno en la felicidad personal sino únicamente en estas cosas? El otro día, mientras hablaba mi hermano, creía comprender sus palabras; creía que la doctrina de la verdad se me revelaba por su boca. La doctrina de la verdad, según mi hermano, no radica en las leyes, no radica en los preceptos, sino simple y únicamente en el sentido que el hombre da a la vida. Creía haber comprendido. Ahora, de repente, se ha hecho de nuevo la oscuridad; me he vuelto ciego. Ya no comprendo nada. ¿Qué o quién me podrá consolar por lo que he perdido?». Y el futuro se presentaba espantoso, sin esperanza. La imagen indeterminada del nacido creció, se expandió, como aquellas horribles cosas sin forma que vemos de vez en cuando en las pesadillas, y ocupó todo el campo. No se trataba de remordimientos, de arrepentimientos, de un recuerdo indestructible sino de un ser viviente. Mi futuro estaba ahora ligado a un ser vivo con una vida tenaz y maléfica; estaba ligado a un extraño, a un intruso, a una criatura abominable hacia la cual no sólo mi alma sino mi carne, toda mi sangre y todas mis fibras sentían una aversión demencial, feroz, implacable hasta la muerte, más allá de la muerte. Pensaba: «¿Quién hubiera imaginado jamás un suplicio semejante, capaz de torturar por igual mi carne y mi alma? El más ingenioso y feroz de los tiranos no hubiera podido concebir ciertas crueldades irónicas que son únicamente fruto del Destino. Era presumible que la enfermedad dejaría estéril a Giuliana. Así pues, ella se entrega a un hombre, comete su primera falta, y queda embarazada, indignamente, con la facilidad de esas mujeres ardientes que los villanos violentan detrás de los matorrales, sobre la hierba, en tiempos de celo. Y precisamente, mientras ella está asediada por las náuseas, yo me alimento de sueños, me empapo de ideales, me reencuentro con la ingenuidad de mi adolescencia, recoger flores es mi única ocupación… (¡Oh, aquellas flores, aquellas repugnantes flores, ofrecidas con tanta timidez!). Y, tras una inmensa embriaguez tanto sentimental como sensual, recibo la dulce noticia —¿de quién?— ¡de mi madre! ¡Y después de la noticia me invade una exaltación generosa; de buena fe demuestro un noble proceder, me sacrifico en silencio como un héroe de Octave Feuillet[33]! ¡Qué héroe! ¡Qué héroe!». El sarcasmo me consumía el alma y contraía todas y cada una de mis fibras. Y entonces, de nuevo, se apoderó de mí el deseo alienado de huir.

Contemplé el panorama que se abría ante mí. En las proximidades, entre los troncos, irreales como un espejismo, brillaba el Assoro. «¡Qué extraño!», pensé, sintiendo un escalofrío. Hasta entonces no me había percatado de que el caballo, sin guía, se había adentrado en un sendero que conducía al río. Diríase que el Assoro me había atraído.

Dudé un instante si proseguir hasta la orilla o regresar sobre mis pasos. Rechacé la tentación del agua y aquel funesto pensamiento. Y giré la grupa del caballo.

Un grave abatimiento sucedió a la convulsión interna. De repente sentí que mi alma se empequeñecía, se marchitaba, se amilanaba, transformándose en algo miserable. Me relajé; sentí compasión de mí mismo, sentí compasión por Giuliana, sentí compasión por todas las criaturas en las cuales el dolor imprime sus estigmas, por todas las criaturas que tiemblan aferradas a la vida como tiembla un vencido bajo el puño del vencedor piadoso. «¿Quiénes somos? ¿Qué sabemos? ¿Qué queremos? Jamás nadie ha obtenido aquello que ha amado; jamás nadie obtendrá aquello que amará. Buscamos la bondad, la virtud, el entusiasmo, la pasión que colmará nuestras almas, la fe que calmará nuestras inquietudes, la idea que defenderemos con todo nuestro arrojo, la obra a la cual nos consagraremos, la causa por la cual daríamos la vida. Y el final de todos nuestros esfuerzos es simplemente un vacuo cansancio, el sentimiento de la fuerza que se disipa y del tiempo que se derrocha…». Y la vida, me parecía en aquella hora, una visión lejana, confusa y vagamente monstruosa. La demencia, la estupidez, la pobreza, la ceguera, todas las enfermedades, todas las desgracias; la oscura agitación continua de fuerzas inconscientes, atávicas y bestiales en lo más íntimo de nuestra esencia; las más altas manifestaciones del espíritu, inestables, fugaces, siempre subordinadas a un estado físico, ligadas a las funciones de un órgano; las transfiguraciones espontáneas surgidas por una causa imperceptible, de la nada; la parte inevitable de egoísmo que existe incluso en los más nobles actos; la inutilidad, la futilidad de los amores supuestamente eternos, la fragilidad de las virtudes supuestamente inquebrantables, la debilidad de las más sanas voluntades, todas las vergüenzas, todas las miserias se me aparecieron en aquella hora. «¿Cómo se puede vivir? ¿Cómo se puede amar?».

Resonaban las hachas en el bosque: un grito breve y salvaje acompañaba cada golpe. Aquí y allá, a lo largo de aquella gran extensión, las enormes pilas en forma de conos tronchados o de pirámides cuadrangulares humeaban. Las columnas de humo se alzaban densas y erguidas como troncos arbóreos, en aquel aire sin viento. Para mí todo era simbólico en aquella hora.

Dirigí mi caballo hasta una hoguera cercana, pues había reconocido a Federico.

Él se había apeado del caballo y hablaba con un anciano de elevada estatura y rostro arrugado.

—¡Oh, por fin! —gritó al verme—. Temía que te hubieras perdido.

—No, no me he ido muy lejos.

—Te presento a Giovanni di Scòrdio, un gran Hombre —dijo poniendo una mano sobre el hombro del anciano.

Le miré. Una sonrisa particularmente dulce asomó a la boca marchita del anciano. Jamás había visto bajo una frente humana unos ojos tan tristes.

—Adiós, Giovanni. ¡Ánimo! —añadió mi hermano con esa voz que parecía tener, a veces, como ciertos licores, la capacidad de estimular el tono vital—. Vamos, Tullio, debemos retomar el camino de La Badiola. Es tarde. Nos esperan.

Montó su caballo. Saludó de nuevo al viejo. Mientras pasábamos junto a los hornillos, dio algunas instrucciones a los trabajadores para las obras de la próxima noche en la cual debía aparecer el gran fuego. Nos alejamos, cabalgando uno junto al otro.

El cielo se abría sobre nuestras cabezas, lentamente. Los velos de los vapores fluctuaban, se dispersaban, se recomponían, de tal modo que el azul celeste aparecía incesantemente pálido como si en su fluidez un lácteo se difundiera y dispersase continuamente. Se acercaba la misma hora en la que el día anterior, en Villalilla, Giuliana y yo habíamos contemplado el jardín flotando en una luz ideal. La espesura en torno a nosotros comenzaba a dorarse. Los pájaros cantaban, invisibles.

—¿Te fijaste bien en Giovanni di Scòrdio, el anciano? —me preguntó Federico.

—Sí —respondí—. Creo que no olvidaré nunca su sonrisa y sus ojos.

—Ese anciano es un santo —agregó Federico—. Ningún hombre ha trabajado y sufrido tanto como él. Tiene catorce hijos y todos, uno a uno, se han alejado de él como los frutos maduros caen de los árboles. La esposa, una especie de verdugo, ha muerto. Se ha quedado solo. Los hijos le han despojado de todo y luego han renegado de él. Toda la ingratitud humana se ha ensañado en su persona. No ha padecido la perversidad de gente extraña sino de sus propias criaturas. ¿Entiendes? Su propia sangre se ha corrompido en otros seres que él siempre ha amado y ayudado, que sigue amando, que no puede maldecir, y que ciertamente bendecirá en la hora de su muerte, aunque le dejen morir solo. ¿No es extraordinaria, casi increíble esta persistencia de un hombre en la bondad? ¡Después de todo lo que ha sufrido, ha sabido conservar la sonrisa que tú has visto! Harás bien, Tullio, en no olvidar esa sonrisa…