XLI
Cuando quedamos a solas mi madre y yo en la estancia, ante la cuna donde Raimondo aún dormía con el beso en la frente, dijo, piadosa:
—¡Pobre anciano! ¿Sabías que viene casi cada tarde? Pero a escondidas. Me ha dicho Pietro que lo ha visto rondar la casa. El día del bautizo quiso que le indicaran la ventana de esta habitación, quizá para mirarla desde fuera… ¡Pobre anciano! ¡Qué pena me da!
Yo escuchaba la respiración de Raimondo. No advertí ningún cambio. El sonido era tranquilo. Dije:
—Así que hoy ha tosido…
—Sí, Tullio, un poco. Pero no te preocupes.
—Se habrá enfriado…
—No creo que se haya resfriado. ¡Con tantos cuidados!
Un relámpago me atravesó el cerebro. Un escalofrío me asaltó de improviso. La cercanía de mi madre me resultó insoportable de repente. Me aturdí, me confundí, tuve miedo de traicionarme. Aquel pensamiento se encendió en mi interior con tanta lucidez, con tanta intensidad que temí: «La expresión de mi cara me habrá delatado». Era un temor vano, pero no lograba dominarme. Di un paso adelante, y me incliné sobre la cuna.
Mi madre se percató de algo pero a mi favor, porque añadió:
—¡Qué aprensivo eres! ¿No ves que su respiración es normal? ¿No ves qué tranquilo duerme?
Pero incluso diciéndome esto advertí cierta inquietud en su voz; no supo ocultarme su aprensión.
—Sí, es verdad; no será nada —respondí reprimiéndome—. ¿Te quedas aquí?
—Hasta que vuelva Anna.
—Yo me voy.
Y salí. Fui a ver a Giuliana. Me esperaba. Todo estaba preparado para su cena de la que solía participar a fin de que la pequeña mesita de enferma le pareciera menos aburrida y mi ejemplo y mis cuidados la incitaran a comer. Me mostré con mis actos y mis palabras, excesivo, casi alegre, diferente. Me sentía preso de una particular sobreexcitación de la cual tenía exacta conciencia, y podía guardarme, pero no moderarme. Bebí, contra mi costumbre, dos o tres vasos de vino de Borgoña prescrito a Giuliana. Quería que también ella bebiera algún sorbo más.
—¿Verdad que te sientes un poco mejor?
—Sí, sí.
—Si eres obediente, te prometo que para Navidad te podrás levantar. Aún faltan diez días. Si tú quieres, en estos diez días, te sentirás fuerte. ¡Bebe otro sorbo, Giuliana!
Ella me miraba atónita, un poco curiosa, haciendo esfuerzos para prestarme toda su atención. Estaba ya fatigada, quizá; los párpados comenzaban a pesarle, tal vez. Aquella posición, incorporada, después de cierto tiempo, le provocaba de vez en cuando síntomas de anemia cerebral.
Mojó los labios en el vaso que le ofrecí.
—Dime —continué—. ¿Dónde te gustaría pasar la convalecencia?
Ella sonrió débilmente.
—¿En la Riviera? ¿Quieres que escriba a Augusto Arici para que nos busque una villa? ¡Si Villa Ginosa estuviera disponible! ¿Te acuerdas?
Ella sonrió aún más débilmente.
—¿Estás cansada? Te importuna, quizá, mi voz…
Me di cuenta de que estaba a punto de desmayarse. La sujeté, retiré los almohadones que la erguían, la acomodé con delicadeza colocándole la cabeza más baja, la socorrí como solía hacerlo. Después de un rato, recuperó el sentido.
Murmuró como entre sueños:
—Sí, sí, vamos…