XXV

Qué hacer? ¿Permanecer en Roma y esperar una explosión de locura en mi cerebro, bajo aquel sol de fuego, bajo aquel espantoso bochorno? ¿Ir al mar, a la montaña, buscar el olvido entre la gente, acudir a los elegantes puntos de recreo estivales? ¿Despertar en mí al antiguo hombre superficial, a la búsqueda de otra Teresa Raffo, de cualquier efímera amante?

Dos o tres veces me recreé en el recuerdo de la Rubísima, que sin embargo había salido completamente de mi corazón, e incluso, durante largo tiempo, de mi memoria. «¿Dónde estará? ¿Seguirá con Eugenio Egano? ¿Qué sentiría si la viera de nuevo?». Era una vaga curiosidad. Me percaté de que mi deseo único, profundo e invencible era regresar, volver a la tristeza de mi casa, al suplicio.

Tomé con la máxima prontitud las medidas necesarias; visité al doctor Vebesti, telegrafié a La Badiola informando de mi regreso y partí.

La impaciencia me devoraba; un ansia aguda me punzaba, como si fuera al encuentro de extraordinarias novedades. El viaje me pareció interminable. Recostado sobre los almohadones, agobiado por el calor, sofocado por el polvo que entraba por los intersticios, mientras el monótono sonido del tren armonizaba con el canto monótono de las cigarras sin apaciguar mi fastidio, pensaba en los futuros acontecimientos, intentaba escrutar la inmensa sombra. El padre estaba mortalmente herido. ¿Qué suerte le esperaba al hijo?