XLV
Desde aquel momento se apoderó de mi espíritu una especie de inercia casi estúpida, quizá porque estaba exhausto, agotado, incapaz de un nuevo esfuerzo. Mi conciencia perdió su lucidez, mi atención se debilitó, mi curiosidad no era pareja a la importancia de los acontecimientos que se desarrollaban. Mis recuerdos, en efecto, son confusos, pobres, compuestos de imágenes más bien vagas.
Aquella noche regresé a la alcoba, vi de nuevo a Giuliana, me quedé junto a la cabecera de su cama algunos minutos. Me resultaba muy difícil hablar. Le pregunté, mirándola a los ojos:
—¿Has llorado?
Respondió:
—No.
Pero estaba más triste que antes. Estaba pálida como su camisón. Le pregunté:
—¿Qué tienes?
Ella respondió:
—Nada. ¿Y tú?
—No me encuentro bien. Me duele tanto la cabeza…
Un inmenso cansancio me postraba; me pesaban todos mis miembros. Recliné la cabeza sobre la orilla de la almohada; permanecí algunos minutos en aquella postura, oprimido por una pena indefinida. Me sobresalté al escuchar la voz de Giuliana, que me decía:
—Me ocultas algo.
—No, no. ¿Por qué?
—No sé. Siento que me ocultas algo.
—No, no. Te equivocas.
—Me equivoco.
Calló. Apoyé de nuevo la cabeza sobre la orilla. Después de algunos minutos ella dijo de repente:
—Lo ves a menudo.
Me incorporé para mirarla, asombrado.
—Voluntariamente vas a verlo, lo buscas —añadió—. Lo sé, también hoy…
—¿Y bien?
—Tengo miedo; tengo miedo por ti. Te conozco. Te atormentas, vas a atormentarte, vas a devorarte el corazón… Te conozco bien. Tengo miedo. No te has resignado, no, no. Tú no puedes haberte resignado. No me engañes, Tullio. Incluso esta noche, antes, estuviste allí…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, lo siento.
Se me heló la sangre.
—¿Te gustaría que mi madre sospechase? ¿Te gustaría que se percatara de mi aversión?
Hablábamos entre susurros. También ella se mostraba asombrada. Y yo pensaba: «Eso es, ahora entrará mi madre enloquecida gritando: “¡Raimondo se muere!”».
Entraron Maria y Natalia con la señorita Edith. Y la alcoba se alegró con su alborozo. Hablaron de la capilla, del pesebre, de los cirios, de las gaitas, detalladamente.
Dejé a Giuliana para retirarme a mi cámara, pretextando un dolor de cabeza. Cuando me tumbé sobre la cama el cansancio me venció casi de inmediato. Dormí profundamente durante horas.
La luz del día me encontró sereno, sumido en una extraña indiferencia, en una inexplicable indolencia. Nadie había interrumpido mi sueño, por tanto nada extraordinario había sucedido. Los acontecimientos de la vigilia se me antojaban irreales y lejanísimos. Sentía una inmensa distancia entre mi yo y mi ser anterior, entre aquel que era y aquel que había sido. Había una discontinuidad entre el período pasado y el presente de mi vida psíquica. Y no hacía esfuerzo alguno por analizarme, por comprender aquel singular fenómeno. Sentía una enorme repugnancia por cualquier actividad; intentaba mantenerme en aquella especie de apatía ficticia bajo la cual yacía la oscura vorágine de todas las agitaciones vividas; evitaba explorarme para no despertar aquellas cosas que parecían muertas, que parecían no pertenecer ya a mi existencia real. Semejaba uno de aquellos enfermos que, habiendo perdido la sensibilidad de la mitad de su cuerpo, se figuran tener a su lado, en su cama, un cadáver.
Federico llamó a mi puerta. Entró. ¿Qué noticias traía? Su presencia me perturbó.
—Anoche no nos vimos —dijo—. Volví tarde. ¿Cómo estás?
—Ni bien ni mal.
—Anoche te dolía la cabeza. ¿Es cierto?
—Sí; por eso me acosté pronto.
—Estás un poco pálido esta mañana. ¡Oh, Dios mío!, ¿cuándo terminarán las desgracias? ¡Tú no estás bien, Giuliana está en cama, acabo de encontrarme a mamá muy angustiada porque Raimondo ha tosido esta noche!
—¿Ha tosido?
—Sí. Será sólo un resfriado, pero mamá, como de costumbre, exagera…
—¿Ha venido el médico?
—Aún no. Eres peor que mamá.
—¿Sabes? Cualquier aprensión, cuando se trata de un niño, es justificable. Una menudencia basta…
Me miraba con sus límpidos ojos glaucos, y yo no sentía ni miedo ni vergüenza.
Cuando se fue, me levanté de la cama de un salto. Pensaba: «Así que comienzan los síntomas; ya no hay duda. Pero ¿cuánto tiempo vivirá todavía? Es posible incluso que no muera… Ah, no; es imposible que no muera. Corría un aire gélido que cortaba la respiración». Y vi de nuevo al niño respirando aquel aire, su pequeña boca entreabierta, el agujero de su garganta.