XIII

Eran las diez cuando salí. La gran claridad de aquella mañana de abril, que inundaba La Badiola a través de los ventanales y balcones abiertos, me intimidaba. ¿Cómo mantener la máscara bajo aquella luz?

Fui en busca de mi madre antes de entrar en el cuarto de Giuliana.

—Te has levantado tarde —dijo ella al verme—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Estás muy pálido.

—Creo que he tenido fiebre esta noche, pero ahora me encuentro bien.

—¿Has visto a Giuliana?

—Aún no.

—Ha querido levantarse, ¡bendita muchacha! Dice que se encuentra mejor, pero su rostro…

—Voy a verla.

—No te olvides de escribir al doctor. No te dejes convencer por Giuliana. Escríbele hoy mismo.

—¿Le has dicho… que ya sé…?

—Sí, se lo he dicho.

—Voy, mamá.

La dejé ante sus grandes armarios de nogal, perfumados de lirios, donde dos mujeres acumulaban la hermosa ropa de cama, revelando la opulencia de la Casa Hermil. Maria, en la sala del piano, tomaba sus lecciones con Edith; y las escalas cromáticas se sucedían rápidas y armoniosas. Pasaba Pietro, el más fiel de los sirvientes, canoso, un poco encorvado, llevando una bandeja con la cristalería que no cesaba de tintinear pues sus brazos temblaban a consecuencia de su vejez. Toda La Badiola, inundada de aire y claridad, mostraba un aspecto de tranquila felicidad. Había un sentimiento de bondad difundido por doquier: algo como la tenue e inextinguible sonrisa de los Lares.

Pero aquel sentimiento, aquella sonrisa, habían penetrado hasta lo más profundo de mi alma. Había tanta paz y bondad circundando el infame secreto, que Giuliana y yo debíamos custodiarlo por encima de todo.

«¿Y ahora?», pensé, en el colmo de la angustia, dando vueltas por el vestíbulo como un extraño perturbado, sin poder dirigir mis pasos hacia el temido lugar, como si mi cuerpo rehusase obedecer al impulso de la voluntad. «¿Y ahora? Ella sabe que conozco la verdad. No caben mascaradas entre nosotros. Y es preciso que nos miremos cara a cara, que hablemos de esta dramática situación. Pero no es posible que este duelo tenga lugar esta misma mañana. Las consecuencias son impredecibles. Y es preciso, ahora más que nunca, es preciso que ninguno de nuestros actos parezca singular, inexplicable para mi madre, mi hermano o cualquier persona de esta casa. Mi turbación de anoche, mis inquietudes, mis tristezas se pueden camuflar bajo la preocupación del peligro al que se enfrenta Giuliana con su embarazo; pero lógicamente, a los ojos de los demás, dicha preocupación debe hacer que me comporte con ella de un modo más tierno, más solícito y primoroso que nunca. Hoy mi prudencia debe ser extrema. Debo evitar a toda costa una escena entre Giuliana y yo, hoy. Debo evitar cualquier ocasión de permanecer a solas con ella, hoy. Pero también necesito encontrar inmediatamente el modo de hacerle comprender el sentimiento que determinará mis actitudes hacia ella, el propósito que regulará mi conducta. ¿Y si ella persistiera en su voluntad de matarse? ¿Si únicamente hubiera postergado la hora de la ejecución? ¿Si estuviera esperando la oportunidad?». Este temor truncó mi indecisión y me empujó a actuar. Parecía uno de aquellos soldados orientales que son obligados a luchar a golpe de látigo.

Me dirigí hacia la sala de piano. Al verme Maria interrumpió sus ejercicios y corrió a mi encuentro veloz y alegre, como hacia un libertador.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó—. Estoy cansada. Hace una hora que la señorita Edith me tiene aquí… No puedo más. ¡Llévame fuera contigo! Let us take a walk before breakfast.[26]

—¿Dónde?

—Where you please, it is the same to me.[27]

—Pero vayamos primero a ver a mamá.

—Eh, ayer os fuisteis a Villalilla y nos dejasteis aquí en La Badiola. Fuiste tú, sólo tú, quien no quiso llevamos; porque mamá sí quería. ¡Malo! We should like to go there. Tell me how you amused yourselves…[28]

Ella cantaba como un pájaro, en aquel idioma que no era el suyo, deliciosamente. Aquel gorjeo ininterrumpido acompañaba a mi ansiedad, mientras nos dirigíamos a los aposentos de Giuliana. Como yo vacilaba, Maria llamó a la puerta, gritando:

—¡Mamá!

Giuliana abrió, ella misma, sin sospechar de mi presencia. Me vio. Se llevó un gran sobresalto como si hubiera visto un fantasma, un espectro, algo terrorífico.

—¿Eres tú? —balbuceó con voz tan baja que apenas la escuché, mientras sus labios al moverse palidecían; pero al instante, después del sobresalto, se puso rígida como una estatua.

Nos miramos, allí, en el umbral; nos observamos fijamente el uno a la otra directamente al alma. Todo desapareció a nuestro alrededor; todo lo dijimos, todo comprendimos, todo se resolvió, en un instante.

¿Qué sucedió luego? No lo sé muy bien, no puedo recordarlo con claridad. Recuerdo que durante algún tiempo tuve conciencia de aquello que sucedía casi diría intermitente, como una sucesión de breves eclipses. Era, creo, un fenómeno en parte similar a aquel producido por el debilitamiento de la atención voluntaria en ciertos enfermos. Perdía la facultad de la atención: no veía, no oía, no conseguía atrapar el sentido de las palabras, no comprendía nada. Después, poco a poco, recuperé aquella voluntad, examiné todas las cosas y personas de mi entorno, me volví atento y consciente.

Giuliana estaba sentada; tenía a Natalia sobre sus rodillas. También yo estaba sentado. Y Maria iba de ella a mí y de mí a ella, con una movilidad continua, hablando sin tregua, incitando a su hermana, haciéndonos innumerables preguntas a las cuales no respondíamos más que con algún movimiento de cabeza. Aquel parloteo vivaz llenaba nuestro silencio. En uno de los fragmentos que escuché, Maria le decía a su hermana:

—Ah, ¿dormiste con mamá esta noche, verdad?

Y Natalia:

—Sí, porque soy pequeña.

—Ah, pero ya sabes que esta noche me toca a mí. ¿Verdad, mamá? ¿Puedo dormir contigo esta noche?

Giuliana callaba, no sonreía, permanecía absorta. Como Natalia estaba de espaldas a ella sobre sus rodillas, la tenía rodeada con sus brazos por la cintura; y sus manos reposaban sobre el regazo de la niña, más blancas que el vestido sobre el que yacían, entrelazadas y afiladas y dolientes, tan dolientes que revelaban por sí mismas una inmensa tristeza. Apoyando su barbilla en la cabeza de Natalia,[29] parecía hundir su boca en aquellos rizos; de tal modo que cuando dirigía hacia ella la mirada no podía ver la parte inferior de su rostro, no podía ver la expresión de su boca. Tampoco encontraba sus ojos. Pero de vez en cuando veía sus párpados entrecerrados, un poco enrojecidos, que cada vez me turbaban más y más, como si dejaran traslucir la fijeza de las pupilas que cubrían.

¿Esperaba acaso que yo dijera algo? ¿Afloraban a su boca oculta palabras impronunciables?

Cuando finalmente, con gran esfuerzo, conseguí sustraerme de aquel estado de inactividad en el que se alternaba la luz con la oscuridad asombrosamente, le dije (con el mismo tono —creo— que hubiera empleado al continuar un diálogo ya iniciado, agregando nuevas palabras a las ya dichas) suavemente:

—Mi madre quiere que avise al doctor Vebesti. Le he prometido escribirle. Le escribiré.

Ella no alzó los párpados; permaneció muda. Maria, en su profundo desconocimiento, la miró atónita; después me miró a mí.

Yo me levanté para salir.

—A mediodía iré al bosque de Assoro con Federico. ¿Nos veremos esta noche cuando regrese?

Como no hacía ademán de responder, repetí con una voz que indicaba todo cuanto no podía decir:

—¿Nos veremos esta noche cuando regrese?

Sus labios exhalaron un suspiro entre los rizos de Natalia:

—Sí.