XXVII

Así recomenzó mi fatigosa vida en La Badiola y continuó tristemente, sin episodios notables, mientras las horas se marcaban en el cuadrante solar agravadas por la monotonía de las cigarras que cantaban bajo los olmos. ¡Hora est benefacendi!

Y en mi espíritu se sucedieron los habituales tormentos, las habituales inercias, los habituales sarcasmos, las habituales vanas aspiraciones, las habituales crisis contradictorias: la abundancia y la aridez. Y más de una vez, considerando ese anodino fluido gris, neutral y omnipotente que es la vida, pensé: «¡Quién sabe! El hombre es, sobre todo, un animal acomodaticio. No existe infamia o dolor al cual no pueda adaptarse. Tal vez incluso yo acabe acomodándome. ¡Quién sabe!».

Y me esterilizaba a base de ironías. «Quién sabe si el hijo de Filippo Arborio no será, como se suele decir, mi vivo retrato. El acomodamiento será entonces incluso más fácil». Y pensaba una y otra vez en las ganas de reír que sentí al escuchar decir de un niño (que sabía a ciencia cierta que era adulterino) en presencia de sus padres: «¡Igualito que su padre!». Y el parecido era extraordinario, por aquella misteriosa ley que los fisiólogos llaman la influencia de la herencia.

Por dicha ley un hijo en ocasiones no se parece ni a su padre ni a su madre, sino al hombre que ha tenido con la madre un contacto anterior a la fecundación. Una mujer casada en segundas nupcias, tres años después de la muerte de su primer marido, concibe hijos que tienen todos los rasgos del marido difunto y no se parecen en nada a aquel que los ha procreado.

«Por tanto, puede suceder que Raimondo porte mi impronta y parezca un auténtico Hermil», pensaba. «¡Quizá reciba especiales congratulaciones por haber impreso con tanto vigor en el Heredero el sello del linaje!».

«¿Y si las expectativas de mi madre, de mi hermano se vieran frustradas? ¿Y si Giuliana diera a luz a una tercera niña?». Esta probabilidad me aquietaba. Pensaba que sentiría una repulsión menor hacia la recién nacida y que incluso podría tolerarla. Con el tiempo se alejaría de mi casa, tomaría otro apellido, viviría con otra familia.

Entre tanto, cuanto más se aproximaba el desenlace, más fiera se volvía la impaciencia. Estaba cansado de tener ante mis ojos aquel vientre enorme que ahora crecía sin mesura. Estaba cansado de debatirme siempre en la misma estéril agitación, entre los mismos temores y la misma perplejidad. Me hubiera gustado que finalmente se produjera alguna catástrofe. Cualquier catástrofe era preferible a aquella horrible agonía.

Un día mi hermano preguntó a Giuliana:

—¿Y bien? ¿Cuánto falta todavía?

Ella respondió:

—¡Un mes aún!

Yo pensé: «Si la historia del minuto de debilidad es cierta, debe conocer el día exacto de la concepción».

Estábamos en septiembre. El verano estaba agonizando. Estaba próximo el equinoccio de otoño, el tiempo más dulce del año, aquel tiempo que parece portar consigo una especie de ebriedad volátil difundida por las uvas maduras. El encanto penetraba en mí poco a poco, me relajaba el alma; de vez en cuando me provocaba una obsesiva necesidad de cariño, de expansiones delicadas. Maria y Natalia pasaban largas horas conmigo, sólo conmigo, en mis aposentos o fuera en el campo. Jamás las había amado con un amor tan profundo y bondadoso. Desde aquellos ojos impregnados de pensamiento apenas consciente descendía alguna vez hasta lo más íntimo de mi espíritu un rayo de paz.